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Capítulo 14: Guerra de inodoros.


Alaska recorría el campo de entrenamiento con energía renovada, el balón en los pies y una sonrisa que no había mostrado en semanas. El hat trick contra las "delincuentes" le había dado confianza, aunque todavía vigilaba por si alguien aparecía con piedras o algún balón con factura pendiente.

—¡Vamos, Alaska! —gritó una de sus compañeras, Jessica, mientras corría a su lado—. ¿Qué desayunaste ese día? ¡Te salió todo!

—Nada especial. —Alaska intentó sonar modesta, aunque no pudo evitar añadir—: Bueno, quizá soy una goleadora nata que había estado oculta demasiado tiempo.

—¿Oculta? Más bien desaparecida. —Jessica soltó una carcajada, a la que Alaska respondió con una mueca.

—Ríete ahora, pero ¿quién metió el hat trick? —replicó Alaska, sacudiéndose el sudor con actitud triunfante.

—Sí, sí, la estrella del Wynwood. Ya sabemos que el Balón de Oro está a la vuelta de la esquina.

—Nunca se sabe —dijo Alaska, levantando la barbilla con fingida altanería.

Al terminar el entrenamiento, Alaska recogió sus cosas y salió del campo con las botas colgando del hombro. Mientras caminaba hacia la parada de autobús, un chico árabe, vestido con ropa deportiva, tropezó accidentalmente con ella.

—¡Perdón! No te vi —dijo él, levantando las manos.

—No pasa nada —respondió Alaska, aunque al ver su sonrisa amigable, añadió con una sonrisa torpe—: Bueno, si estabas mirando el móvil, sí pasa.

—¿Eres policía? —bromeó el chico, alzando una ceja.

—No, pero si lo fuera ya te habría puesto una multa por obstruir a una estrella del fútbol. —Alaska no pudo evitar reír, sintiéndose extrañamente cómoda.

—¿Estrella del fútbol? —repitió él, fingiendo sorpresa—. No sabía que había estrellas en tercera división.

Alaska hizo una mueca exagerada.

—¿Quieres que te muestre los vídeos de mi hat trick?

—Primero tendrías que enseñarme tu nombre.

—Alaska. —Le estrechó la mano, sorprendida por lo natural que sonaba.

—Yo soy Amir. Si haces honor a tu nombre, ¿qué tal una cita en algún sitio frío? —bromeó él, ganándose otra risa de Alaska.

La charla siguió, y antes de darse cuenta, Alaska tenía una cita para el próximo viernes. Se despidió sintiéndose como si el mundo le estuviera dando un pequeño respiro.


Mientras tanto, en casa:

Diana se paseaba en bata por el salón, apurando un café mientras discutía con Hugo, que estaba en la cocina desayunando.

—No te estoy pidiendo que construyas un estadio, Hugo. Solo que bajes la tapa del váter. ¿Es tan difícil? —Diana lo miraba con los ojos entrecerrados.

—Y yo te digo que la tapa tiene dos posiciones por algo. Se llama libertad de elección. —Hugo ni siquiera levantó la vista de su tostada.

Diana suspiró, llevándose una mano a la frente.

—¿Sabes lo que dicen sobre los hombres que no bajan la tapa, no?

—¿Que son independientes y libres de la opresión? —Hugo sonrió con insolencia.

—No, que no les importa la paz mundial. —Diana dejó la taza en la mesa con fuerza, fingiendo indignación.

—Ah, claro. Porque bajar la tapa del váter cambiará el destino de la humanidad. —Hugo puso los ojos en blanco y se levantó para poner su plato en el fregadero.

—¡No te burles! Si yo puedo cerrar un contrato de millones y mantenerme como capitana de la selección sueca, tú puedes bajar la tapa.

—Por eso eres la capitana. Yo, en cambio, soy el rebelde del equipo. —Hugo le guiñó un ojo y salió de la cocina antes de que Diana pudiera responder.

Diana lo miró salir, frustrada. "Este chico me va a sacar canas verdes", pensó.


Más tarde:

Alaska entró en casa con una sonrisa que abarcaba medio rostro. Dejó su bolsa de entrenamiento junto a la puerta y se dirigió a la cocina, donde Diana y Hugo estaban comiendo nachos. Diana levantó la vista de su plato y arqueó una ceja.

—Esa cara de felicidad... O has ganado la lotería o has engañado a alguien para que crea que sabes jugar al fútbol.

—Muy graciosa —replicó Alaska, sirviéndose un vaso de agua y sentándose frente a ellos—. Hoy he conocido a alguien.

Diana dejó caer un nacho en el queso derretido con dramatismo.

—¡¿Un chico?! ¿Y estaba sobrio?

—Por supuesto que sí. Es un caballero. Se llama Amir, y es increíble.

—Amir suena a alguien que tiene camellos... o una cuenta bancaria mejor que la tuya. —Diana sonrió maliciosamente.

Hugo, que hasta entonces se había mantenido en silencio, murmuró lo suficientemente alto como para que Alaska escuchara:

—Igual si consigue novio se larga de aquí...

Alaska se cruzó de brazos, ofendida.

—¿Y tú qué sabes de relaciones, Hugo? Apenas puedes mantener una tapa de váter cerrada.

Diana ahogó una carcajada. Hugo la miró con los ojos entrecerrados, pero decidió no entrar en guerra.

—Bueno, que te vaya bien con Amir. Suena exótico, pero no tan exótico como este queso que se está enfriando. —Se llevó un nacho a la boca y volvió a ignorarla.

—Gracias por tu entusiasmo —espetó Alaska antes de volver a dirigirse a Diana—. Tengo una cita con él mañana.

—Espero que tengas más suerte que yo con Hugo y las tapas.

Hugo alzó las manos, exasperado.

—¿En serio otra vez con eso?


Al día siguiente:

 Alaska se preparó como si fuera a una alfombra roja. Optó por su mejor vestido —el único que Diana no le había criticado abiertamente— y pasó una hora asegurándose de que todo estuviera perfecto. Amir la pasó a buscar en un coche sencillo pero limpio.

—Vaya, pareces lista para la portada de una revista. —Amir le sonrió mientras le abría la puerta del coche.

—Gracias. Tú también estás bien... para alguien que me atropelló verbalmente el otro día.

Ambos rieron y comenzaron su cita en un restaurante acogedor de comida mediterránea. La charla fluyó con una facilidad sorprendente. Amir habló de su familia y de cómo había emigrado para buscar una vida tranquila, omitiendo cuidadosamente cualquier mención a su familia.

—¿Y tú? —preguntó Amir, inclinándose ligeramente hacia ella—. ¿Siempre has querido ser futbolista?

—Digamos que nací con el talento, pero mi hermana se llevó todo el reconocimiento. —Alaska sonrió, pero su tono llevaba una pizca de resentimiento.

—Eso no me importa. —Amir sostuvo su mirada con intensidad—. Eres una goleadora nata, ¿recuerdas?

Alaska se sonrojó ligeramente, desviando la mirada hacia su plato.

Tras la cena, Amir la invitó a dar un paseo por el paseo marítimo. Entre risas y confidencias, terminaron la noche en casa de Amir. Alaska, emocionada y sintiéndose como la protagonista de una comedia romántica, decidió lanzarse. La química entre ambos culminó con ella despertando al día siguiente en una cama cómoda y desconocida, con una sonrisa tonta en el rostro.


Mientras tanto:

En casa de Diana y Hugo las cosas eran menos románticas.

—¿Otra vez? —Diana exclamó al ver la tapa del inodoro levantada.

—No lo he hecho a propósito. Ha sido un accidente. —Hugo salió del baño con el cepillo de dientes en la boca, luciendo totalmente despreocupado.

—Claro, porque bajar la tapa es como escalar el Everest, ¿no? —Diana lo fulminó con la mirada.

—Cariño, ¿no es hora de que nos centremos en problemas más importantes? Como tu adicción a reorganizar la nevera cada dos días.

—No la reorganizo, la optimizo. Si dejo que metas la leche al lado del ajo, esto se vuelve un caos.

Hugo soltó una carcajada.

—Sabes, a veces siento que estoy viviendo con una dictadora doméstica.

—Y yo con un anarquista sanitario.


Al día siguiente:

Cuando Alaska volvió a casa al mediodía, se encontró a Diana y Hugo en el salón, discutiendo sobre la temperatura ideal del aire acondicionado.

—¿Y esa cara? —preguntó Diana, observándola con sospecha.

—Nada, solo que mi cita fue perfecta. Amir es increíble.

—¿Perfecta? —Diana sonrió de medio lado—. ¿Pasó algo más que cenar?

Alaska enrojeció, pero antes de que pudiera responder, Hugo intervino:

—Espero que eso signifique que ya estás buscando tu propio lugar.

—¡Hugo! —Diana lo golpeó suavemente en el brazo.

—No te preocupes, "hermanito". Todavía tendrás el placer de mi compañía un tiempo más. —Alaska le sacó la lengua y se fue hacia la cocina, flotando aún en su nube de felicidad.

Diana miró a Hugo y negó con la cabeza.


Esa noche:

Hugo había reservado una mesa en un restaurante íntimo junto a la bahía, famoso por su ambiente cálido y elegante. Las luces suaves colgaban de árboles adornados con guirnaldas, y las velas en cada mesa arrojaban un brillo romántico sobre el entorno. Una suave música de piano completaba la atmósfera.

Diana llevaba un vestido negro sencillo pero sofisticado, combinado con unos tacones que la hacían destacar aún más. Hugo, con su chaqueta sport y camisa blanca, no parecía menos atractivo, aunque mantenía esa chispa insolente en su sonrisa que tanto encantaba y exasperaba a Diana a partes iguales.

—Este lugar es increíble —dijo Diana, mirando a su alrededor mientras se sentaban.

—Me esfuerzo. —Hugo le guiñó un ojo—. Pero no te acostumbres, esto no pasa todos los días.

—No esperaba menos de ti. —Diana sonrió, acomodándose en la silla—. ¿Ya has decidido qué vas a pedir, o harás esperar al camarero veinte minutos?

—¿Y quitarle la emoción a la noche? —bromeó Hugo, hojeando el menú con aire distraído.


Una vez que la comida llegó —Diana optó por salmón al horno con espárragos, mientras que Hugo eligió un filete perfectamente cocinado—, el tono de la conversación pasó de ligero a algo más profundo.

—Sabes —comenzó Hugo mientras jugueteaba con su copa de vino—, he estado pensando en esto de vivir juntos.

Diana arqueó una ceja.

—¿Ah sí? ¿Piensas mudarte tú también al sofá? Porque Alaska parece estar instaladísima en mi cuarto de invitados.

Hugo rió.

—No, no voy a ceder mi territorio. Pero quería decir que, a pesar de los roces... —se aclaró la garganta—... creo que lo estamos manejando bien.

—¿"Bien" incluye dejar la tapa del váter levantada? —Diana lo miró con fingida seriedad, pero una sonrisa escapó a sus labios.

Hugo suspiró con exageración.

—Mira, me disculpo oficialmente por la tapa del váter. Y por el tema del aire acondicionado. Y por... lo que sea que venga después.

—¡Vaya! —Diana fingió un suspiro de alivio—. Pensé que nunca lo escucharía.

—Tu turno. —Hugo la miró directamente.

—¿Mi turno para qué? —Diana ladeó la cabeza.

—Para disculparte. —Se inclinó hacia ella con una sonrisa divertida—. Por ser tan maniática.

Diana fingió ofenderse, pero luego levantó su copa de vino.

—Vale. Me disculpo por ser perfeccionista. Pero tú sigues siendo peor.

Ambos rieron, y el ambiente se suavizó aún más.


Mientras terminaban el postre —un cheesecake que compartieron, aunque Hugo apenas tuvo oportunidad de tocarlo porque Diana acaparó la mayoría—, Hugo comenzó a mostrar un comportamiento inusual.

Se levantó de su silla y se acercó a Diana.

—¿Qué haces? —preguntó Diana, confundida, mientras lo veía arrodillarse frente a ella.

Hugo respiró hondo, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una pequeña caja negra.

—Diana, sabes que soy un desastre. Soy un tipo testarudo, insolente, y probablemente no merezca a alguien como tú... pero aquí estoy, intentando ser mejor porque tú haces que valga la pena intentarlo.

Diana parpadeó, sorprendida. Por primera vez, Hugo parecía vulnerable, sin ese aire arrogante que tanto lo caracterizaba.

—Quiero que te cases conmigo. No porque sea perfecto, sino porque quiero pasar el resto de mi vida luchando por merecerte.

El restaurante quedó en silencio. Algunas parejas en otras mesas miraban con interés, y Diana, con los ojos abiertos como platos, no pudo evitar sonreír con nerviosismo.

La escena quedó congelada, con Hugo esperando su respuesta, mientras Diana no sabía si reír, llorar o hacer ambas cosas.


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