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Capítulo 10: Suecia, tierra de nuevos comienzos.


La nieve caía suave sobre las calles de Estocolmo, y el calor de la pequeña cafetería en Gamla Stan hacía que el ambiente fuera acogedor. Alaska y Eve estaban sentadas junto a una ventana, cada una con una taza humeante de café negro. Eve hojeaba distraídamente una revista deportiva mientras Alaska se removía en su asiento, intentando buscar la mejor manera de abordar el tema.

—Mamá, tengo que contarte algo gracioso. —Alaska rompió el silencio con una sonrisa nerviosa.

Eve alzó una ceja, cerrando la revista y cruzando los brazos sobre la mesa.

—Si es sobre tus aventuras como "Diana", ya me imagino por dónde va. ¿Qué hiciste para ser ella? ¿Beber tequila del ombligo de algún boy?

El silencio que siguió fue tan incómodo como inevitable. Alaska carraspeó, tratando de recomponerse, pero Eve no se inmutó, observándola con ese gesto crítico que había perfeccionado a lo largo de los años.

—Bueno... —Alaska intentó cambiar de tema rápidamente—. En realidad, quería hablarte de otra cosa. Es serio.

Eve dejó la taza sobre la mesa con un golpe suave, pero lo suficientemente intimidante como para que Alaska se enderezara.

—Adelante, ilumíname.

—Mi equipo va a desaparecer al final de temporada. —Las palabras salieron rápidamente, como si quitárselas de encima fuera la única forma de hacerlo menos doloroso—. Por quiebra.

Eve no mostró ninguna sorpresa, simplemente la miró fijamente.

—No me digas. ¿Quién lo habría imaginado?

—Mamá, por favor, esto es serio. Necesito que me consigas un equipo nuevo, pero tiene que ser en Miami. No puedo irme lejos ahora.

—¿Miami? —Eve dejó escapar una risa seca—. Alaska, querida, los equipos no están precisamente haciendo cola para fichar a una mediocampista que corre como un pollo sin cabeza y no vale ni para defender ni para atacar.

—¡Oye! —Alaska protestó, pero Eve la interrumpió con un gesto.

—No digo que no tengas talento, pero sabes cómo funciona esto. El mercado está saturado y, francamente, tu nombre no pesa tanto como el de tu hermana. —Eve suspiró, mirando por la ventana—. Haré lo que pueda, pero no te prometo nada.

—Gracias, mamá. —Alaska sonrió tímidamente.

Eve la miró de reojo y, con su tono habitual de sarcasmo, añadió:

—Y si no sale nada, siempre puedes probar suerte haciéndote pasar por Diana otra vez.

—Gracias por el apoyo, mamá.

—Y la próxima vez llévame a un sitio con alcohol, bastante deprimente es ya Suecia como para encima estar sobria.


Unas horas más tarde:

El estadio Friends Arena estaba lleno hasta los topes. La selección sueca se enfrentaba a un rival aparentemente inferior, y las expectativas eran altas. Diana saltó al campo con el brazalete de capitana, recibiendo una ovación, pero los primeros minutos mostraron que no estaba en su mejor forma.

Corría con pesadez, sus movimientos carecían de la chispa que había caracterizado su carrera. Intentó un par de pases largos, pero no fueron precisos, y una oportunidad clara que tuvo en el minuto 35 terminó con un disparo débil directo a la portera.

Cuando Suecia anotó el primer gol, Diana estaba muy lejos de la jugada. Al segundo gol, un contraataque perfecto, ni siquiera alcanzó a celebrar con el equipo. El entrenador, con un gesto que mezclaba resignación y compasión, decidió sustituirla en el minuto 60.

Diana salió del campo con un aplauso respetuoso del público, pero ella apenas levantó la mano. Se dejó caer en el banquillo, con una botella de agua en la mano y la mirada fija en el césped.

—Qué desastre... —murmuró para sí misma, mientras veía al equipo funcionar perfectamente sin ella.

Desde la grada, Alaska y Eve observaban la escena. Alaska murmuró:

—Si eso es lo que parece estar en decadencia, yo ni siquiera he llegado al punto de partida.

Eve, sin quitar los ojos del campo, respondió con una sonrisa sarcástica:

—Cariño, la clave está en saber cuándo retirarse.

El partido terminó con una victoria para Suecia, pero para Diana, la sensación de derrota era inevitable. Mientras salía del estadio junto a su familia, sabía que lo peor aún estaba por llegar.


Diana cerró la puerta de la habitación del hotel con un golpe, soltando su bolsa deportiva con brusquedad sobre la cama. Alaska y Eve, sentadas cómodamente en el sofá, la miraron con una mezcla de curiosidad y cautela.

—No me digáis nada. —Diana levantó una mano, adivinando las palabras que estaban a punto de salir de la boca de su madre—. Si mencionas las palabras retiro o acabada, te juro que haré que te reúnas con alguno de tus difuntos exmaridos, mamá.

Eve arqueó una ceja y, con su tono ácido de siempre, respondió:

—Vaya, alguien tiene el mal humor de una defensa que se tropieza con sus propios cordones. ¿Qué te han hecho ahora, hija? ¿La pelota no te obedecía?

Alaska intentó suavizar el ambiente.

—Vamos, mamá, no la molestes más. Está claro que el jet lag la tiene más gruñona de lo normal.

Diana se dejó caer en el sillón más cercano, lanzando una mirada cansada a ambas.

—No es el jet lag, es que estoy rodeada de un público que parece disfrutar viendo cómo me caigo. ¿Sabéis lo difícil que es cargar con una carrera como la mía y luego tener que escuchar a mi madre soltar bromas?

—Cariño, la única carrera que me importa es la que hagas hasta el baño después de tus noches de tequila. —Eve tomó un sorbo de su té, imperturbable. —Esta ya acabó desde que empezaste a lesionarte cada  dos semanas.

Diana suspiró y sacudió la cabeza, pero antes de que pudiera replicar, Alaska se inclinó hacia adelante con una sonrisa traviesa.

—Diana, hablando de carreras... —Alaska empezó con un tono dulce y cauteloso que Diana reconoció al instante—. Necesito un favor.

—¿Otro? —Diana rodó los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del sillón—Si no me he equivoco ya te dejo vivir en mi casa gratis, evité que te echaran antes de empezar la temporada y te pagué una psicóloga para que dejaras de decir que la literatura universal te juzgaba y mandaras a todos a tomar por el culo en el cine. ¿Qué más quieres, Alaska? ¿Mi cuenta bancaria?

—No seas exagerada. —Alaska se cruzó de brazos—. Esto es un favor pequeñito.

Diana la miró con escepticismo.

—Define "pequeñito".

—Quiero que hables con alguien en el Inter Miami para que me fichen en el filial.

Diana soltó una carcajada tan repentina que incluso Eve alzó la vista de su revista.

—¿En serio? ¿Quieres jugar con chicas de 18 a 22 años? ¿Sabes lo rápido que corren? Te van a pasar por encima como si fueras una tortuga.

—¡Eso no es verdad! —Alaska protestó indignada—. Además, tengo experiencia, algo que ellas no tienen. Y no te preocupes por el primer equipo, ya sé que si tienes más de 23 no puedes debutar.

—Te pasan por encima hasta las veteranas de Tercera División, querida. —añadió Eve.

Diana apoyó los codos en las rodillas, mirándola fijamente con una sonrisa burlona.

—¿Y cómo piensas sobrevivir a los entrenamientos? ¿Les vas a contar historias de tu vida como si fueras su abuela?

—Diana, por favor. —Alaska la miró con ojos suplicantes—. Esta es mi oportunidad para no desaparecer como jugadora.

Diana suspiró profundamente, agitando una mano en el aire.

—Está bien. Lo intentaré. Pero cuando te partan los tobillos en el primer entrenamiento, no vengas llorando.


Después de dejar a Alaska y Eve en el salón del hotel, Diana decidió que necesitaba aire fresco. Se dirigió hacia la recepción, pero al girar una esquina del pasillo, chocó de frente con alguien que llevaba una bandeja de copas vacías.

—¡Pero mira por dónde vas! —espetó Diana, mientras las copas tintineaban peligrosamente en la bandeja.

El chico que la había chocado, un joven de unos 25 años con cabello desordenado y una sonrisa insolente, alzó las manos en señal de rendición.

—Perdón, su majestad. No sabía que este pasillo era de uso exclusivo para ti.

—Es Diana Biganzi, para tu información. —Diana cruzó los brazos, mirándolo con superioridad—. ¿Sabes quién soy?

El chico se encogió de hombros con indiferencia.

—Supongo que una de esas futbolistas.

—Una de esas futbolistas. —Diana repitió con sarcasmo, alzando una ceja—. Soy capitana de la selección sueca.

—Ah, fútbol femenino. —El chico sonrió con burla—. Eso explica por qué no te reconozco.

Diana entrecerró los ojos, su tono se volvió gélido.

—¿Perdón?

—Nada personal. —El chico apoyó la bandeja en una mesa cercana—. Solo digo que hace dos minutos no hubiera visto un partido ni muerto, pero igual ahora puede ser que algún día vea un partido, aunque no prometo nada.

Diana lo observó en silencio, luchando entre el enfado y la curiosidad. Finalmente, con un tono más ligero, replicó:

—¿Por qué no me das tu número? Así te aseguras de no perder la oportunidad de aprender algo sobre fútbol femenino.

El chico arqueó una ceja, sorprendido pero divertido.

—¿Estás ligando conmigo o es solo una estrategia de marketing?

—Eso nunca lo sabrás. —Diana le lanzó una sonrisa sarcástica antes de girarse para marcharse.

Mientras se alejaba, él la llamó desde el otro extremo del pasillo.

—Vale, anota. Pero no prometo ir al partido.

Diana rodó los ojos, aunque no pudo evitar sonreír mientras sacaba su móvil. Esto podría ser interesante.

Cuatro días después:

Diana calentaba cerca del banquillo, con los músculos tensos y la mirada fija en el terreno de juego. Había decidido que este partido sería diferente al anterior. Sin embargo, algo captó su atención desde las gradas cercanas: el chico insolente estaba allí, apoyado casualmente en la barandilla, con una chaqueta desabrochada y un aire despreocupado.

Se acercó al borde del campo, fingiendo que ajustaba sus tobilleras. Él aprovechó la oportunidad.

—Vaya, Biganzi. ¿Ya estás sudando sin haber entrado al campo?

Diana lo miró con una mezcla de incredulidad y diversión.

—¿Qué haces aquí? Creía que no prometías nada.

—Yo no prometo, pero tampoco aviso. —Él le lanzó una sonrisa burlona—. He venido a ver si el fútbol femenino tenía algo de espectáculo.

—Pues quédate, te garantizo algo digno de ver. —Diana le devolvió la sonrisa con sarcasmo antes de regresar a sus ejercicios.


Diana cumplió su promesa. Jugó con intensidad, mostrándose más rápida y efectiva que en el partido anterior. En el minuto 70, recibió un pase perfecto desde la banda, giró con agilidad y lanzó un disparo que atravesó la red. Al escuchar el rugido del público, corrió hacia la grada, celebrando con rabia y un puño en alto. Desde su asiento, el chico insolente sonrió, sorprendido y quizás un poco impresionado.

Cuando Diana fue sustituida diez minutos después, recibió una ovación que resonó en el estadio. Se retiró al banquillo con una sonrisa satisfecha.


A la salida del estadio, cuando Diana estaba a punto de subirse al autobús del equipo, él apareció nuevamente, caminando con las manos en los bolsillos.

—Buen gol. Admito que me equivoqué un poco sobre eso del fútbol femenino.

—¿Un poco? —Diana arqueó una ceja, divertida—. ¿Y eso es todo?

—No. —Él sonrió con picardía—. Quiero invitarte a una cita. Ahora.

Diana lo miró con sorpresa.

—Tengo que volar a Miami esta noche.

—Perfecto, porque tengo una idea mejor que un restaurante elegante. —El chico señaló el aeropuerto al fondo, a pocos kilómetros de distancia—. Comida rápida. En el aeropuerto. Nuestra primera cita será lo más ridículo y práctico que hayas vivido.

Diana se rió, sacudiendo la cabeza.

—Eres un caso perdido.

—Eso no es un no.


Más tarde:

Sentados en una mesa de plástico, bajo la luz blanca del lugar, compartían una bandeja con hamburguesas y patatas fritas. Diana, en ropa deportiva, todavía llevaba su bolsa de entrenamiento, mientras él la observaba con su aire desenfadado.

—Admito que esto es un poco loco. —Diana mordió una patata, divertida.

—Cuidado, Biganzi, que parece que lo estás disfrutando. —Él sonrió—. Además, a esto se le llama ser práctico. Nada de fingir que soy un tipo sofisticado.

Diana lo miró con burla.

—¿Práctico? Esto es más bien improvisado. ¿Siempre haces las cosas así?

—No. Normalmente pienso menos.

Ambos rieron y, poco a poco, la conversación se tornó más personal. Hablaron de fútbol, de las diferencias entre sus mundos y de lo que les gustaba de la vida. Aunque el tiempo era limitado, Diana sintió que algo en esa conexión la hacía sentir relajada, una sensación que hacía tiempo no experimentaba.

Al terminar la hamburguesa, él apoyó los codos en la mesa, mirándola con una sonrisa confiada.

—Así que... ¿hay posibilidad de una segunda cita o esto es todo lo que me vas a ofrecer, Biganzi?

Diana lo pensó por un segundo antes de inclinarse hacia él y besarlo suavemente. El beso fue breve, pero suficiente para dejarlo sin palabras.

—Ya pensaré en algo. —Diana recogió su bolsa y le lanzó una última mirada juguetona antes de salir corriendo hacia la puerta de embarque.

—¡Espero que pienses rápido! —gritó él detrás de ella, riendo.

Unas horas después:

Diana se dejó caer en su asiento del avión, exhausta pero contenta. Eve hojeaba una revista con indiferencia mientras Alaska sorbía su bebida con un pitillo ruidoso.

—Bueno, hermanita, ¿qué tal tu cita gourmet? —preguntó Alaska, arqueando una ceja con curiosidad.

—Interesante. —Diana sonrió, mirando por la ventanilla.

—¿Interesante? —Eve levantó la vista de la revista—. Esa palabra no existe en tu vocabulario. ¿Qué has hecho? ¿Le has hecho una felación en el baño del McDonald's?

Diana lanzó una mirada cansada a su madre.

—No. Solo tuve una cita rápida y caótica. Nada fuera de lo normal, considerando nuestra familia.

Alaska se rió.

—Nada fuera de lo común, un rapidito y para casa

—Siempre coges los chistes fáciles, Alaska. Más que mi hermana pareces la imitación china.

—China, eso me recuerda a Karl y Lars, ¿Os acordáis?. —Eve cerró la revista y se acomodó en su asiento.

—¿Esa pareja de chicos amigos tuyos? ¿Los que adoptaron a... Chu Chin? —dijo Diana tratando de recordar el nombre.

—Shang Pu. —le corrigió su madre —y tuve que ayudarles, ¿sabes? Engrasar la máquina burocrática.

—¿Sobornaste a alguien? —preguntó Alaska.

—No seas ridícula, Alaska. Solo me tiré a un comunista.

Diana suspiró y cerró los ojos, tratando de olvidar las palabras de su madre y centrarse en su futuro. Quizás esta vez, las cosas iban a tomar un rumbo diferente.  

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