27. En mi vida y en mi cama
–Y a mi tío Alex todas las cerezas.
Ignoro los estragos que me causa oír su nombre sin dejar de sonreír. Tal como me pide, extraigo los frutos rojos del pastel con cuidado y los acomodo sobre uno de los trozos ya servidos.
Estamos en una cabaña a las afueras de Liverpool. El lugar está decorado con globos de colores y muñecos de la casa de Mickey Mouse por todos lados. Davide ha decidido celebrar el cumpleaños de su hija lejos de la ciudad, con no más de quince personas entre las que reconozco a algunos de sus compañeros de equipo. Los más cercanos, me imagino, que han traído a sus familias y lucen distintos a lo que son dentro del campo de juego.
Hay risas infantiles por todos lados, y una sensación de familiaridad me recorre el cuerpo, pese a haberme sentido fuera de lugar en un principio.
Ahora, sin embargo, mientras parto el pastel siguiendo las indicaciones de la pequeña Sofía, me siento importante. Especial. Feliz por compartir este momento con ellos.
–Yo quiero ese chocolate con mi nombre –señala ella–. Y mucha crema rosa, por favor.
–¿Cómo vamos? ¿necesitas ayuda? –Davide se acerca con una sonrisa enorme..
–Ya estoy terminando, porque tengo a la mejor ayudante.
–Soy yo, papi. Y ya puedo ayudar porque hoy me convertí en niña grande. ¡Tengo cuatro años!
Me derrito de amor cuando levanta cuatro deditos en dirección a su padre. Él también, lo sé por la forma tan especial en que la detalla.
Davide la toma en brazos y la hace girar en el aire. Sofía ríe a carcajadas, sus ojitos verdes, tan iguales a los de su padre brillan por toda la atención que recibe.
–Pero para mí siempre vas a ser una bebé.
Me pierdo en la interacción tan propia de un padre que ama a su hija, y es imposible no reflejarme con mi papá en ellos. Una punzada de nostalgia me toca el pecho, pues él ya no está conmigo.
Pero sí me hizo muy feliz.
Tanto, que a veces extraño a mi yo de niña, que creía que la vida era sencilla y que siempre iba a tener a alguien para protegerla.
–¿También sirves las copas?
Tiro el cuchillo sobre la mesa producto del susto, al sentir la presencia inconfundible del protagonista de mis pesadillas justo a mi lado. No interactuamos más de lo necesario, o más bien, yo lo he estado evitando todo lo posible.
Luego del beso de ayer no supe como reaccionar. Le exigí que me dejara sola y no pude dormir toda la noche. estuve dándole vueltas a la línea de sucesos desde que llegué a Inglaterra, entremezclando de rato en rato recuerdos de mi historia amorosa de pasado, con fragmentos de aquella última conversación dolorosa a las afueras de su edificio.
Mi conclusión siempre era la misma. No podía venir insinuando que aún hay historia entre nosotros luego de todo el dolor que me causó. Para mí las cosas seguían igual, sus palabras crueles revoloteaban en mi mente causando el mismo dolor de la primera vez, y el vuelco que había dado mi vida luego de ello era imborrable. Ya no era la misma.
También seguía despertando las mismas sensaciones disparejas con solo una mirada, una palabra, una maldita sonrisa. Un simple beso. Y eso no me agradaba en lo absoluto.
Quería sentir asco al tenerle cerca. Quería poder mirarle a los ojos sin desfallecer en el intento. Quería dejar de pensarlo como lo pensaba.
–¡Tío! Te puse todas las cerezas en tu pastel. Es ese –señaló uno de los platos aún en brazos de Davide–. ¿Ya le sacaste las rueditas a mi perro?
–Buena niña –evito mirarle cuando coge el plato de la mesa–. Ese perro debe estar corriendo por ahí. O quién sabe, quizá ya...
–¿Lo dejaste? Te dijo que... –Davide le mira con el ceño fruncido.
–A mí me dijo que le quitara las ruedas y eso hice. No soy cuidador de perros.
–¿Dejaste que se vaya solo? –le pregunta la niña haciendo un puchero y él asiente–. ¡Pero es un bebé! Nunca más te daré cerezas. ¡Papi, bájame!
Davide la puso en el suelo y antes de que salga corriendo a buscar a su mascota, Alexander le desordenó el peinado haciéndola rabiar.
Era lo más cercano a una muestra de cariño sincero que le había visto dar hasta el momento.
Supongo que el hecho de que se halla dado el tiempo de venir a acompañarla también, porque estoy cien por ciento segura que a él le resulta más entretenida cualquier cosa distinta a estar rodeado de niños pequeños.
–¿Lo probaste ya? –pregunta Davide mientras acomoda los platos de pastel en una bandeja y niego rápido, limpiándome el dulce de los dedos con una servilleta.
–Pero se ve delicioso. ¿Lo preparaste tú?
–¿Quién más? –responde airoso–. Es su pastel favorito. Bueno, suyo en realidad. Necesitaba crear una receta especial.
–Especial es, desde luego. Me parece que el suflé tiene una textura distinta, siempre he querido que me salga así, pero... ¿qué le pones?
No alcanza a responder porque le entra una llamada. Frunce el ceño al leer el nombre en la pantalla, y el cambio de su expresión sonriente por una de incomodidad me da una idea de quien puede ser. O al menos, eso quiero creer.
Rechaza la llamada y deja el aparato sobre la mesa.
–Nada. Solo hay que batir las claras a mano, porque así las burbujas son más consistentes.
Su móvil vuelve a sonar otra vez, y ahogo un gritito cuando es Alexander quien lo sostiene en la mano.
–¿Contestas tú o contesto yo?
–Déjalo. Está preocupada por la visita de tus abogados. Quiere que hable contigo para hacerte cambiar de opinión –Alexander se ríe con sorna–. Pero eso es imposible. Y no quiero meterme ya.
–Buena elección, hermano.
–Porque lo que hizo no tiene nombre –se adelanta rodando los ojos–. Y no lo digo por ti. tú eres un hijo de puta. Lo digo por ti, Sofía. No te merecías algo así.
–Gracias –le susurro.
–¿De qué? solo estoy diciendo la verdad. Con la entrevista terminé de darme cuenta que Isabella no es lo que pensaba. Sí que es linda y...
–Y folla bien. Porque otra razón para que la tengas como amante permanente no encuentro. Es insoportable, mentirosa, bastante...
–No es necesario tanto –lo corta su amigo, y yo solo puedo pensar cuantas veces se habrá expresado así de mí–. ¿Cómo lo estás manejando, Sof?
–Me libré de una demanda por incumplimiento de acuerdos y de quien sabe qué consecuencias legales –entrecierro los ojos sonriendo a medias–. Así que sí, se puede decir que bien.
No estoy tan segura. De hecho, la duda es palpable en el tono que utilizo. Porque empiezo a creer que este trato que acepté a cambio de librarme de sus abogados es peor que todo.
La mirada penetrante de Alexander recae sobre mí, haciéndome sentir pequeña e indefensa. Lucho por no caer en la tentación de mirarle a los ojos.
Porque eso es, una maldita tentación. Y no puedo caer.
No, porque me da miedo perderme en sus ojos grises y no encontrarme otra vez.
–Puedes contar conmigo para lo que quieras, ya lo sabes –asiento hacia Davide, mientras una vocecita me repite en el fondo que lo único que necesito es alejarme de su amigo, así como debí hacer desde nuestro primer encuentro–. No estás sola.
Por alguna razón escaneo varias veces a los dos hombres de mi lado. Uno ha estado conmigo en el momento más vulnerable de mi vida. No me ha juzgado, no ha sentido lástima. Me ha dado un pañuelo para secarme las lágrimas después de escucharme en silencio.
Con el otro todo es distinto. Lo tengo a un par de centímetros, pero es como si estuviese lejos a kilómetros de distancia. Siento su mirada intensa sobre mí, su presencia imponente y ese aroma amaderado de siempre; pero aún así me siento sola.
–Ha sido tu mejor opción y lo sabes –me maldigo en silencio al levantar la mirada a sus labios manchados con crema rosa.
–La única que me dejaste diría yo.
–La más inteligente, nena. Esto nos beneficia a ambos.
Me quedo con ganas de refutar. En cambio, aparto la mirada y me llevo un trozo de pastel a la boca.
Comemos en silencio hasta que uno de sus compañeros se acerca con una copa en la mano. Los tres se enfrascan en una conversación a cerca del perro de Sofía y sus rueditas, que resulta ser el centro de atención de todos los niños mientras corre en círculos sobre el césped.
Los dejo solos y me acerco al resto después de un rato. Participo poco en la conversación sobre el post parto de Grace, la esposa de uno de los defensas de la plantilla porque no sé mucho del tema. Pero sí hago una nota mental con todos los consejos sueltos.
Son normales los cambios de humor. La lactancia no es fácil. Todo el mundo está pendiente del bebé y nadie pregunta por la madre. Siempre está presente la duda de si estás siendo una buena mamá...
En unos años me servirán. Por eso me mantengo atenta a los tips que intercambian sobre rutinas de sueño, alimentación, bancos de leche.
–Me da miedo volver a caer –digo ni bien me siento al lado de Davide frente a la chimenea de la cabaña.
Me siente llegar, pero no despega su mirada de las llamas ardientes.
Es entrada la noche, la fiesta a terminado y todo el mundo se ha ido. En la cabaña solo quedamos Davide, su hija, Alexander y yo.
En mi defensa, he de decir que no tengo forma de volver a la ciudad. O al menos, no hasta que Alexander decida que es hora de irse.
Y no será pronto, pues se encerró en una de las habitaciones para responder una llamada "importante" de su agente personal.
–¿Todavía lo quieres?
–No lo sé.
Pésima respuesta.
Debería decir "no".
–Lo odio. Es un arrogante incapaz de sentir algo por alguien distinto a él. Me hizo muchísimo daño, pero no lo sé. Me mira y me pierdo como antes. Se acerca y me pone nerviosa. Me toca y sé que tengo que huir, pero no puedo. Sigue despertando tantas cosas –me paso una mano por la cara–, y no debería. Yo debería sentir alergia cada que está cerca, ganas de vomitar, repulsión, no sé...
Frunzo las cejas cuando se echa a reír. Pone entre ambos un tazón lleno de palomitas y por fin, me mira.
Pero no dice nada. No me juzga. No me grita. No me critica.
Y una parte de mí esperaba que sí lo hiciera. Quizá lo que me hace falta es que alguien de afuera me diga que todo lo que estoy sintiendo está mal, que estoy loca, que soy una masoquista estúpida.
Ese, en definitiva, no será Davide Linguini.
–Dice que todavía hay un nosotros. ¿Cómo se atreve después de todo? Está jugando conmigo, y yo se lo estoy permitiendo. Ayer me besó. Le respondí el beso. ¡Dime algo, joder! –me cubro la cara con ambas manos, exasperada.
–¿Qué quieres escuchar? –pregunta con cautela.
–No quiero reconocerlo. Pero creo que todavía sigo enamorada. Porque otra explicación no encuentro. Alexander dice que lo necesito, y creo que al final sí tiene razón. Me conoce tan bien, que sabe que decirme cuando estoy con la guardia baja, y temo que aproveche esos momentos para hacerme caer.
–Vete, Sofía –hace una pausa, pero al verme tan sorprendida se apresura por continuar–. Da mañana la entrevista y vuelve a Madrid, con las mismas. No esperes nada.
–Alexander...
–Con la salida del sábado y la entrevista de mañana es más que suficiente para desmentir a Isabella. Es mejor que pongas distancia lo más pronto posible.
–¿Él te dijo algo? –niega varias veces–. Necesito saber qué está buscando. Porqué insiste sí fue él quien decidió cortar todo tipo de relación conmigo...
–Estos meses ha actuado en modo automático –en vez de esclarecer mis dudas, su comentario me confunde–. Lo vi pensativo, extraño... hasta que su abuela le llamó para contarle que tenías novio.
–¡Ese fue un malentendido! Yo no... Me vieron con mi fotógrafo en el centro comercial, creyeron que era... no tuve tiempo de aclararlo.
–¿Iba a viajar a Madrid, sabes? después del partido de Champions. Pero pasó lo de Isabella y...
–recoge tus cosas que nos vamos –levanté la voz y lo vi bajando las escaleras hacia nosotros.
Inoportuno como siempre.
¿Quién se cree para darme órdenes?
–¿Tan pronto? –atino a decir mientras Davide me regala una mirada de súplica.
–Sí –nos barre con la mirada y se sienta a mi lado, en el brazo del sofá–. Pero rápido, que no tengo toda la noche.
–Adelante. Nadie está pidiendo que me esperes. Puedo volver con Davide.
La valentía se me cae al suelo al verle tensar la mandíbula. Después de mucho su mirada muestra destellos de algo distinto a la frialdad. Es rabia.
Vuelve a analizar la situación. Se detiene largo rato en el tazón de palomitas vacío entre Davide y yo. Pasa por la chimenea ardiendo, por su amigo y finalmente, termina en mí.
–¿La vas a llevar? –el tono que usa me produce escalofríos.
–SI ella quiere puedo...
–Perfecto. Mañana a las nueve en mi edificio. La dirección te la sabes ya.
Una sensación parecida a la decepción se instala en la boca de mi estómago al verle coger las llaves de su auto para dirigirse a la puerta. La abre dejando entrar un soplo de aire fresco a la sala, y tengo el impulso de ponerme de pie.
¿Por qué?
No lo sé. Con el corazón latiéndome a mil por hora corro a buscar mis cosas tras despedirme de Davide con un hilo de voz. Hago todo rápido, alucinando con el ruido del auto encendido y con el rugido del motor al acelerar.
Por un momento pensé que me rogaría. Que me llevaría a la fuerza si era necesario. Es más, una parte de mí quería que lo hiciera.
Esa misma parte que ahora me obliga a correr al auto que está a nada de echarse a andar.
Y me voy con él.
***
–Hacen una pareja muy bonita –comenta la entrevistadora mientras posamos en la terraza del pent-house–. El contraste perfecto entre la música y el deporte, que sí tienen mucho que ver ¿cierto?
Alexander tiene una mano apoyada ligeramente sobre mi pierna. Yo sigo la sugerencia del fotógrafo recargando mi cabeza sobre su hombro. Se siente extraño, incómodo.
Estoy tensa, no obstante, lo disimulo con una sonrisa casi perfecta.
Casi, pues se ve embarrada con el suave ir y venir de caricias que empiezo a sentir en mi pierna.
Me recrimino por suspirar bajito al tiempo que cierro los ojos, permitiéndome disfrutar del estremecimiento agradable que sube por mi columna. Me imagino que él también lo detecta, porque profundiza el roce y se aventura a subir un poquito más.
–Claro –está de acuerdo él.
–Ya hemos hablado de la entrevista lamentable que los puso en el ojo de la tormenta y que desencadenó muchas críticas sobre todo hacia ti, Alexander. También del porqué decidieron mantener su relación alejada del ojo público y de las razones de la ruptura. Pero complicidad todavía hay, y la gente quiere saber qué admira el uno del otro y que hace que no se puedan alejar del todo.
"Crecimiento personal".
Ese fue el supuesto motivo de nuestra ruptura. A partir de ahora todo mundo creerá que terminamos para evitar que la distancia y las complicaciones propias de nuestras carreras nos afectaran.
"Preferimos irnos antes y no tocar fondo " –había sido mi explicación.
Aunado a eso, Alexander explicó que toda la atención de los medios hacia mí se resumía en que era "su pareja", y supuestamente, él quería verme crecer lejos de su sombra.
–Sofía es la persona más auténtica y sensible que he conocido. Esa sensibilidad le ha permitido llegar a donde está. Bueno, eso y que es una mujer muy talentosa. Su pasión y dedicación por la música es admirable –incrédula, abro y cierro los ojos varias veces, debe ser un sueño–. Tiene una sonrisa que ilumina todo a su paso. Y es... inolvidable.
Oh Dios.
No es cierto.
Mi corazón se salta un latido al escucharle hablar y mi mente cree que nunca nadie me había dicho tantas cosas bonitas juntas.
Soy inolvidable. ¿No me ha olvidado?
–A veces a mí me cuesta mucho reconocer todo lo que soy capaz de dar. Y para él eso es natural. Admiro su seguridad, su confianza en sí mismo, la capacidad para centrarse en sus objetivos y no descansar hasta lograrlos. Sabe quién es y todo lo que puede dar. Y bueno, su habilidad para patear el balón y meterlo a la escuadra con precisión –suelto una risita leve con lo último.
Para patear sentimientos e ilusiones también.
–Me encanta. Admiran la carrera del otro y eso es un reflejo de los mundos tan opuestos y a la vez tan iguales de los que hablábamos hace un momento. Alexander y Sofía son el ejemplo de que el cariño va más allá de mantenerse juntos, significa velar por el bienestar del otro. Y tengo que hacer esta pregunta porque sus seguidores no me lo van a perdonar ¿los volveremos a ver cómo pareja?
Él se ríe, yo me tenso.
Siento su mirada fija sobre mí, pero desvío la mía hacia una de las cámaras que han instalado para la entrevista. Dentro de unas horas, este video será presentado en el programa de espectáculos más visto de todo Inglaterra, nuestras fotos circularán como portada de una revista de influencia europea, nuestras declaraciones harán eco en todo internet. Volveremos a ser el centro de atención tal como le gusta.
Solo por eso me concentro en elegir las palabras adecuadas para responder. No puedo cerrarme a nada, tampoco dar esperanzas de algo imposible; nada de indirectas ni de resentimientos; debo evitar dudar.
Mi cabeza ya tiene su respuesta, la real, esa que nadie debe saber. "Nunca volveremos a ser nada".
Mi corazón, en cambio, ralentiza sus latidos con un solo pensamiento. "No lo sé".
–Nunca digas nunca dicen por ahí –me muerdo la mejilla para ocultar el gritito de sorpresa al escucharle hablar, tan firme, tan seguro–. Donde hubo fuego, cenizas quedan. Y por eso te estamos dando esta entrevista juntos, desde mi casa, luego de haber pasado un fin de semana inolvidable.
La entrevistadora dice un par de cosas más y ni bien se apagan las cámaras, corro hacia el interior del pent-house para refugiarme en el baño. Abro el grifo para mojarme la cara, se me corre el maquillaje, pero no importa. Mi corazón bombea fuerte, el aire aún no entra limpio a mis pulmones, tengo el estómago en la boca.
Una vocecita me grita que esa respuesta no ha sido mentira del todo, que más bien, es una promesa implícita que desafía toda mi cordura.
"Es inolvidable"
"Donde hubo fuego, cenizas quedan".
Esas dos frases hacen eco en mi mente, poniéndome los pelos de punta, volviendo a dejar a mi alma pendiendo de un hilo. Debería salir a gritarle, a golpearle; debería escapar antes de que sea demasiado tarde.
–Me voy –mi voz hace eco en el gimnasio, donde lo encuentro levantando pesas al lado de su entrenador personal–. Ya cumplí con mi parte del trato.
Solo hace falta una mirada rápida de Alexander para que el hombre recoja su maleta del suelo y salga del lugar. Pasa por mi lado como una ráfaga de viento, sin siquiera dedicarme un saludo.
–Ten cuidado con esa boquita, nena. Si no todo el mundo va a terminar enterándose del trato.
Lucho en vano por no mirarle. Deja las pesas en el suelo y se seca el sudor con una toalla, dándome una vista perfecta del pecho y los brazos tonificados.
¿Por qué sigo sintiendo esto? ¿por qué no puedo simplemente odiarlo?
Nuestros ojos se cruzan por un instante, el tiempo se detiene. Me regala una sonrisa leve que me revuelve el estómago ¿está jugando conmigo?
–¿Disfrutando de las vistas? –me dice con voz grave.
Me siento como una adolescente cuando un rubor intenso se apodera de mis mejillas. Mi cuerpo entero reacciona ante su presencia y su voz, pero no activando un mecanismo de defensa que me obligue a huir. Más bien, impidiéndome dar un paso atrás.
–Yo solo... yo he venido a decirte que ya me iba.
¡Muévete, Sofía! –me digo internamente cuando se acerca.
No puedo. Mis piernas no responden. Mi corazón está a nada de salirse de mi cuerpo y mis ojos tienen vida propia escaneando al hombre de arriba hacia abajo, como queriendo grabar cada músculo tenso y vibrante.
Todo se va a la mierda en el instante en que pone una de sus manos sobre mi cintura, pegándome a su cuerpo. Mi cara choca de lleno en su pecho y aspiro de cerca el olor a jabón mezclado con sudor.
Quiero sentir asco. Quiero vomitar allí delante, para que se de cuenta que lo único que siento es repulsión.
En cambio, suelto un jadeo extraño que me congela en el preciso momento en que mi mente repite una sola palabra.
Deseo.
Es deseo ese corrientazo que desciende desde mi estómago hasta detenerse al centro de mis terminaciones nerviosas, instándome a cerrar las piernas para disimular la incomodidad por las punzadas.
–¿Qué pasa, hermosura? Te siento... tensa –sus dedos trazando círculos en mi cintura me estremecen–. ¿Por qué mejor no nos relajamos un instante?
Si me quedaba cordura, la pierdo con el beso suave que deja en mi frente.
Huye.
La palabra se repite en mi mente varias veces, no obstante, a perdido todo el significado y las razones de ser. De la nada me veo caminando al sofá del fondo tomada de su mano, sentada en sus piernas mirándole de medio lado, con sus labios presionando los míos sin darme tregua.
No soy yo. Soy un barco a la deriva arrastrado por una corriente que no puedo controlar.
Me siento culpable.
Siento una mezcla extraña de miedo y excitación.
–No sabes cuanto te eché de menos, Sofía.
–No te creo –le susurro con los ojos cerrados al sentir que una de sus manos se cuela por debajo de mi blusa.
Sus dedos trazan círculos lentos sobre mi piel, provocándome un cosquilleo que se convierte rápidamente en fuego. Sus labios descienden por mi cuello y un jadeo se escapa de mis labios cuando sus dientes rozan suavemente mi piel.
Cierro los ojos con fuerza presionándome más a él, sintiendo como mi cuerpo se arquea involuntariamente con sus besos húmedos y toques precisos.
Yo sí lo eché de menos.
–Mírame, nena –exige tras estampar sus labios con los míos y me odio por hacerle caso–. No he dejado de pensar en ti ni un solo segundo.
Me dejo llevar por el momento, por la intensidad de su mirada y la cercanía de su cuerpo. Esta vez, soy yo quien estampa nuestros labios en un beso apasionado lleno de deseo y anhelo.
Y esta vez, elijo enterrar por un momento todo el daño que me ha causado.
***
Una maldita estúpida.
Eso soy.
Sofía del espejo me mira con los ojos hinchados luego de tanto llorar. Pálida, sin fuerzas para nada, perdida. Totalmente destruida. Está asqueada, se siente traicionada e incapaz de ponerse fuerte ante él.
Nunca debí ceder. Porque ha sido la manera más directa de hacerle saber cuanta influencia tiene sobre mí, de darle la razón en que "lo necesito" y en que no he podido olvidarlo. Sus palabras golpean fuerte en mi mente mientras me ato el cabello mojado con una pinza rosa. Me lo lavé con su shampoo.
Estoy usando una toalla suya, en su baño, en su casa. Con él a una sola puerta de distancia.
–Mandé a Tom a traer tus maletas, nena.
Ya no estamos a una puerta de distancia. Está apoyado en el marco de la entrada del baño escaneándome de pies a cabeza sin disimularlo. Mi cuerpo está cubierto con la toalla, sin embargo, me siento desnuda y pequeña.
–No debiste hacerlo –intento sonar lo más firme posible–. No tienes ningún derecho a tomar decisiones por mí.
–La maleta ya está en la habitación –responde acercándose–. Vamos a salir un rato, lleva un abrigo o algo porque cenaremos fuera.
–Saldrás tú. Yo me vuelvo al hotel. Este show ya me está cansando...
–Nena... –posa una mano en mi hombro y me alejo.
–Ya te di lo que querías ¿no? le mostramos a todo mundo que terminamos bien, limpiaste tu imagen. Hasta te acostaste conmigo. Ya déjame ir.
No puedo evitar romper en llanto. Me cubro la cara pobremente con las manos, pero mis lágrimas me vuelven a empapar, así como hace un rato en la bañera.
–Dramas no, hermosura. Estoy intentando hacer las cosas bien...
–¿Dramas? has vuelto a utilizarme como te ha dado la gana. Y antes de que me votes, prefiero irme.
–Yo no...
–¡Ya déjame! –no sé que me duele más, si la situación en general o el que esté llorando sin poder contenerme–. No te voy a dar el gusto de pisotearme otra vez. Porque eso es lo que haces con todo lo que tocas cuando deja de servirte.
–¡Quiero hacer las cosas bien, maldita sea!
–¿Y qué es hacer las cosas bien para ti? ¿quieres una puta que esté ahí cada que quieres follar? Consíguete a una muñeca inflable, o a alguien que esté dispuesta a caer en tu juego. Yo no, porque tengo sentimientos, Alexander.
–Te quiero a ti, joder.
Oh. Oh.
Mi corazón deja de latir. Me quedo sin aire, a medida que el agarre de mi mano en la toalla disminuye, dejándola caer. Escuché mal, es la única explicación que tengo.
Abro y cierro los ojos topándome con el mismo espejo que me devuelve la imagen de mi rostro con una expresión extraña que mezcla rabia, sorpresa, miedo y desespero.
Y me echo a reír.
–¿Tú me quieres a mí? ¿Tú, luego de haberme pisoteado sin piedad en la puerta de tu edificio? Solo me querías en tu cama ¿no es así? querías conquistarme y resulté ser como todas las demás. Un par de palabras bonitas y regalos caros... NO sientes nada, y no puedes enamorarte de alguien como yo...
Me atrevo a mirarle en medio de la rabia. Tiene la mandíbula tensa, los ojos cerrados y una expresión de impotencia.
–No tenías que enamorarte, Sofía. Nunca te juré amor eterno, ni te bajé las estrellas, ni te prometí el cielo.
–Nunca fuimos nada, ya lo sé. Me ilusioné como una estúpida, y por eso ahora ya no quiero saber nada de ti.
–Pero podemos serlo –ignora lo último y lo miro sorprendida–. Ese día solo te dije la verdad y lo sabes. Pero ahora las cosas son diferentes y te quiero en mi vida, en mi cama, en mis partidos...
Que se joda.
Una parte de mí me pide a gritos que me vaya, no obstante, pasa algo extraño con mi corazón, que empieza a latir a mil por hora como si le estuviesen haciendo una declaración de amor en una cena romántica, a la luz de las velas y con la luna llena de fondo.
¿me está diciendo que me quiere en su cama y a mi corazón le parece una declaración de amor?
Estúpida, mil veces estúpida.
–Lamento haberte tratado tan mal ese día en la calle ¿sí? No tengo justificación, pero hay cosas que estaba sintiendo por ti, y me asusta. Al final creo que sí le tengo miedo a algo, y no son las arañas, ni las alturas, ni la velocidad. Es a esta necesidad de tenerte conmigo y a las ganas de vomitar que siento cada que imagino que él te besa o te toca.
–Entonces déjame ir. Para que ya no tengas miedo.
–Es que sí quiero seguir teniendo miedo. Alejarte no me a funcionado, porque no tienes una idea de cuantas noches he tenido que ver fotos tuyas para poder dormir en paz. No sé qué me has hecho, nena, pero sí sé que te quiero tener en mi vida, en mi cama...
No lo dejo terminar porque lo golpeo. Dos veces, una en cada mejilla. Y a diferencia de aquel día lluvioso en Liverpool, me lo permite. Tampoco me detiene cuando paso de largo hasta llegar a la habitación, completamente desnuda y expuesta.
Saco de mi maleta lo primero que encuentro y me encierro en el vestidor para cambiarme, no sé cómo sentirme. Mi corazón sigue latiendo fuerte, identifico entre todas las emociones que me embargan a esa parte enamorada que he intentado mantener oculta todo este tiempo.
Siente cosas por mí.
Está celoso. De alguien que no existe, pero lo está.
Me quiere en su vida.
Se está enamorando. Está enamorado, o ya no sé.
Y yo... bueno, hay una parte de mi alma que lo sigue queriendo. Absurdo, malditamente reprobable luego de todo lo que me hizo sufrir. Sin embargo, mi corazón todavía late al tenerle cerca, más luego de la confesión cargada de incertidumbre de hace unos minutos.
–Sabes que nunca te he mentido, nena –me dice ni bien salgo del vestidor, está sentado sobre la cama con un trozo de papel en las manos ¿su maldito guion?–. Y si ahora te estoy diciendo que las cosas son distintas es que lo son. Si te estoy diciendo que siento cosas que me dan miedo por ti es porque es verdad. Y si te digo que no te amo...
–Eso sí te creo, fíjate.
–¿Sabes que decirte que te amo sería más fácil? que estoy enamorado de ti y que eres el amor de mi vida. Sería la manera más simple de volver a tenerte a mi lado. Pero no es cierto, porque ni siquiera sé que siento. Solo sé que te quiero conmigo, que puedo curar todo el daño que algún día te hice, porque tú todavía me quieres.
Maldito imbécil.
–No soy un objeto que puedes tener cuando quieras ¿sabes?
–¿Crees que no lo sé? te he querido tener a mi lado tantas noches y no he podido, así que eso ya me ha quedado claro. Como también me ha quedado claro que todavía sientes cosas por mí.
–Te odio.
–Sabemos que no es solo eso, hermosura –se levanta de la cama y acorta la distancia con pasos largos–. Yo te quiero en mi vida, tú me quieres, si yo te he lastimado lo más coherente es que sea quien te cure otra vez. Es todo lo que necesitamos para intentarlo ¿no te parece?
–Me parece que has perdido el juicio.
–Escribir es patético, pero hice esto para ti –me extiende el trozo de papel–. Si lo lees y lo piensas, podemos intentarlo y si algo puedo prometerte es que no te vas a arrepentir.
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