23. Miedo
Si por mí fuera, pausaría todos mis proyectos para quedarme en casa, pensando en todo lo que pudo haber sido y ya no es. Pero no es justo ni para Katia, que ha apostado demasiado por mi carrera; ni para mi madre; ni para mi padre, que desde siempre había creído en mí; ni para Sofía Romero del pasado, la pianista llena de sueños e ilusiones.
Así que lucho contra todos mis tormentos para seguir de pie, y limito a mis sentimientos a ocultarse detrás de esa expresión de serenidad que he tenido que adoptar en las últimas semanas.
El crecimiento es tan impresionante, que ni bien empieza el nuevo año tomamos la decisión de formar un equipo de trabajo más grande. Katia no se abastece con el nuevo rol que ha tenido que tomar en mi carrera, y mi mala organización nos hace pasar un mal rato en nuestro primer evento del 2018. Nos damos la tarea de buscar a un fotógrafo, una asistente personal y un Community Manager. Dejo que mi representante se haga cargo de encontrar a los dos primeros, porque tiene experiencia y confío bastante en su criterio.
Pero, aunque siempre sigo sus consejos, decido pasar por alto ese de «nunca trabajes con familia o amigos» cuando pienso en Atenea como mi nueva Community Manager. Kat se niega varias veces, me manda propuestas de gente con currículums envidiables, se arma mil historias sobre lo que puede pasar. Aún así, aprovecho que tengo una presentación en el aniversario de un hotel en Barcelona para ir a hablar con ella.
Atenea había probado con todo. Primero, un siclo de medicina del que salió huyendo cuando tuvo que hacer su primera sutura. Luego, un año de derecho que no supo cómo cursó, porque odiaba leer y no estaba dispuesta a ponerse a defender a alguien con el que no estaba para nada de acuerdo. Y aunque estuvo a nada de inclinarse por diseño de interiores, terminó estudiando comunicaciones. Nunca supe si le gustó realmente, pero continuó con eso porque, según sus propias palabras se estaba quedando atrás y no iba a «sentarse a ver como triunfaban las demás».
Isabella ya estaba terminando administración, a cuestas, pero lo estaba consiguiendo. Gabi tenía media carrera de medicina asegurada, Clara estaba a nada de graduarse como economista y yo ya había terminado el conservatorio de piano en Madrid. Así que ya no pensaba demorarse más. Terminó su carrera con un puesto para nada despreciable en una agencia de cruceros por el mediterráneo, al que renunció en noviembre del año pasado porque sentía que no era lo suyo. Y no sabía si iba a aceptar venirse a trabajar conmigo.
Aun así, le hice la propuesta con miedo. Y escuchar el «por supuesto» me resultó más satisfactorio de lo que pensé. Me dejó claro que no sabía si era lo suyo, pero que iba a hacer lo posible porque el proyecto en el que estábamos trabajando funcione.
–En enero hemos promediado 1.5 presentaciones por semana. Y las presentaciones de Sofía han subido un treinta por ciento a comparación de lo registrado en julio de 2017 como pueden observar en la gráfica. La meta para mitad de año es alcanzar un promedio de 2.5 presentaciones a la semana, y queremos duplicar las ganancias que hemos registrado a final del año pasado.
Ciertamente, el informe que tengo en las manos se ha elaborado con un lenguaje técnico, preparado para que lo entendamos incluso sin saber nada de negocios, pero igual siento que me mareo con los cuadros y gráficos estadísticos. La primera parte de la reunión se ha centrado en repetir lo que ya sé: desde julio del año pasado, para ser más precisos desde aquella primera noticia que me vinculó al futbolista más desequilibrante de la premier League, mi carrera a tenido un crecimiento exponencial. Eventos, ingresos, patrocinadores, audiencia.
Este crecimiento, que, con la ambición de Katia, reflejada hasta en la dedicación con la que ha planeado esta reunión, tiene dos caras. Por un lado, está el hecho de que es lo que siempre he querido. Hacer música y viajar con la música a muchos lugares, tener la mitad de reconocimiento que tuvieron en su momento mis referentes, poder vivir solo de lo que amo.
Por el otro lado, sin embargo, hay una realidad que me encantaría borrar. Lo estoy consiguiendo gracias a haberle conocido, a costa de todo el sufrimiento que me causó enamorarme de un alérgico a sentir. Y no sé si voy a poder dar todo de mí teniéndolo siempre presente. Porque en cada nuevo contrato, en cada cifra, en cada logro está su nombre, muy implícito a veces, pero siempre está.
Miro a Katia, que se ha tomado muy en serio esto de «llevar mi carrera a la cima» y no puedo evitar sentirme mal. Ayer me enteré que relegó a todos sus demás representados al resto de su equipo de trabajo, porque ha decidido centrarse al cien por ciento en este proyecto. Ha hecho que algo tan simple como una reunión de planeación pase a ser "la reunión", no solo por el informe detallado que seguro le ha tomado un buen tiempo hacer; es por todo. Por la presentación que proyecta, por el traje elegante que está usando, por el brillo de ilusión que le noto en la mirada, por esa sonrisa de satisfacción que intenta ocultar con la expresión neutra y profesional de siempre.
En teoría yo debo ser la protagonista. Es mi carrera, lleva mi nombre, gira a mi alrededor. Pero no me siento así, y no quiero estar aquí, y no quiero tocar porque cuando recibo todos los aplausos de la gente, pienso que me están aplaudiendo por él.
Quiero desaparecer. Quiero retroceder el tiempo para no haber echo esa entrevista donde lo conocí, quiero haber llegado media hora antes al aeropuerto para tomar mi vuelo a Praga. Quiero borrar toda evidencia que me vincule a Alexander Madrigal.
Quiero volver a ser yo, y no alguien que vive en modo automático, fingiendo una sonrisa aún cuando siente que cada vez está más rota por dentro.
El sentir que trabajar parece ser la única salida al dolor contrasta con el constante recuerdo de su nombre en todo lo que hago. El estar de compromiso en compromiso ayuda a que no me quede en mi cama, atormentándome con lo que pudo ser y no fue, pero también es un claro recordatorio de lo que fue y nunca debió ser. Todo es de doble filo. Incluso tocar, porque mientras lo hago puedo sentirme liberada, o rebasada por esas heridas que no han sanado del todo.
–¿Tú que piensas, Sof?
Abrumada, niego con la cabeza y miro a Atenea, que, sin dejar de prestar atención a la presentación, me da un par de golpecitos en el brazo.
Supongo que pasé mucho tiempo sumida en mis pensamientos, porque en la barra inferior del programa de las presentaciones logro ver el 35/43, que indica el número de diapositiva actual.
–¿He?
–Sí. ¿Qué opinas? Al final tú eres la protagonista aquí.
–No es para tanto. Pero yo pienso que está bien –digo rápido, intentando parecer lo más natural y segura posible.
–Pero está bien qué –Atenea levanta las cejas, indignada–. ¿Sigue en pie la sesión de fotos en Venecia?
–¿Sí? –miro la pantalla, luego el informe que tengo en la mesa, y otra vez la pantalla, en busca de respuestas.
–Pero...
–Vamos bien, Sof –suspiro aliviada al oír a Katia, que se acerca hacia nosotras y mira fijamente a Atenea–. Aquí, cuanto más trabajo mejor, querida. Vete acostumbrando, porque si no, no cuadras con lo que buscamos. ¿Alguna queja más?
Claudia, mi asistente personal y Christian, el fotógrafo, niegan de inmediato, causando que Kat sonría a medias. Vuelve a ponerse delante del proyector y pasa a la siguiente diapositiva, no se ha dado cuenta de mi "descuido momentáneo".
–Bueno, yo lo decía por ti. Va a ser una semana complicada, supuse que luego de dos conciertos querrías descansar –me susurra mi amiga.
–¿Semana complicada?
–No tienes ni la más mínima idea de lo que estábamos hablando –afirma y agacho la cabeza–. ¿Qué pasa, mi amor?
–Solo...
–Entonces, el 11 volamos a primera hora a Berlín, el 13 a medio día a Roma, y el 15 a Venecia. Saca los pasajes hoy mismo, Claudia, y necesito que armes la agenda al menos, hasta abril que los vuelos con anticipación cuestan menos.
–¿Sí eres consciente de lo pesados que van a ser esos días para todos, incluso para ti, cierto? –se adelanta Atenea.
–Así es el trabajo, cariño. Y nadie más a parte de ti se está quejando.
–Son 3 vuelos en cuatro días, y el 18 es el concierto con la sinfónica de París. ¿En qué momento va a practicar? Lo de Venecia no es tan importante –ignora la risa de Katia–. Podemos reprogramar la sesión para otro día y...
–¿Tres vuelos en cuatro días?
–Madrid a Berlín, luego a Roma y luego a Venecia –enumera Atenea.
–El 14 toco en Roma –lo digo más para mí que para ellos–. ¿Qué hay en Berlín?
–El cierre de la ópera en el salón mayor, y la convención en la universidad al día siguiente –me resume mi asistente.
Le agradezco con una sonrisa y miro al techo, todavía confundida.
–¿Todo eso es en la misma semana?
–Y la sesión de fotos también –Claudia me observa confundida.
–¿Sesión? ¿de qué?
–La nueva colección de vestidos de novia de Rosa Clará, Sofía. Ya tocamos ese punto. Estuviste de acuerdo con las fechas y ya está.
–¿Vestidos de novia?
–No puede ser. ¿En qué demonios has estado pensando ahora? –Kat se toca la cabeza en un gesto evidente de cansancio.
–Te oí, solo que pensé que era otro día y... está bien, sí voy a poder con todo –le digo a Atenea en un tono más bajo.
–¿Segura?
–Sí. Trabajo es trabajo –le sonrío y vuelvo a mirar a mi representante, que niega con la cabeza varias veces.
Katia trabaja a mil por hora. Por momentos me es imposible seguirle el ritmo, pero me siento incapaz de frenarla. Por alguna razón, elijo que sea ella quien maneje mi carrera en todos los sentidos, porque confío en su criterio, porque pese a las contradicciones de mi mente, sé que es lo mejor que puedo hacer en estos momentos.
Cuando termina la reunión me quedo un rato con mi asistente revisando la agenda, y solo entonces entiendo la preocupación de Atenea. No voy a tener descanso entre conciertos, y muy probablemente, ni siquiera tiempo para practicar. Toco en Berlín el 12, hay una convención de músicos el 13, y el 14 es el festival por San Valentín en Roma.
Pero como estoy actuando en modo automático, lo dejo pasar. No me estreso, no me preocupo, no dudo.
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–El vuelo sale a las 7:30. Yo creo que llegaremos para almorzar ¿quieres que reserve en un restaurante? ¿qué te apetece comer?
–Lo que encontremos está bien. no reserves nada.
–Atenea y yo vendremos por ti a las 5:30.
–¿A las 6:00, mejor? Estamos cerca al aeropuerto y...
–Mi vida, estás cerca al aeropuerto y ya has perdido un vuelo ¿no te acuerdas? –Claudia se ríe y ruedo los ojos.
–Había mucho tráfico, mamá. Pero vamos a salir en la mañana y todo está libre... ¿Cuánto haremos? ¿20 minutos?
–va a estar lista desde las 5:00, yo me encargo –enciendo la calefacción mientras niego–. ¿Katia no va con ustedes esta vez?
–Nos alcanzará en Roma, señora...
–Dime Greta, por favor. Estamos en confianza.
–Está bien, Greta –aunque le sigue la conversación a mi madre, Claudia no deja de teclear en el iPad–. Katia nos alcanzará en Roma, dice que no tiene mucho caso que vallamos todos cuando ella puede quedarse adelantando algunas cosas para el concierto con la sinfónica. Por cierto, Katia me encargó que te reservara un vuelo. ¿Prefieres viajar un día antes o el mismo día?
–De preferencia un día antes, y en la tarde, por favor. Para poder completar el medio turno en la tienda.
–Entonces creo que puedes irte con nosotros. Voy a checar la disponibilidad del vuelo y te aviso.
Recargo mi cabeza en el respaldar del asiento y miro la fila de autos por el vidrio. No sé si reírme o llorar. Llevamos más de veinte minutos en el mismo lugar, absurdo, teniendo en cuenta que mi casa está a pocas cuadras.
–Las fotos para la portada del disco quedaron de maravilla. Sales perfecta. Mira, Greta –continúa mi asistente, girándose un poco para mostrarle el aparato a mamá, que está sentada en los asientos traseros.
–Estás bellísima, mi amor. El vestido me encanta, pero el maquillaje sobrepasa todas mis expectativas. Contrata a este maquillador más seguido.
–Maquilladora, mamá. Me la recomendó una conocida, la que nos invitó a la fiesta de revelación. ¿Sí te acuerdas?
–¿Cómo no? fue muy linda al ir a buscarnos a la casa. Y tenemos que ir sea como sea.
–Le mandaré un regalo, pero estoy muy ocupada y no creo que...
La verdad es que no quiero ir. Por alguna razón Dafne seguía empeñada con la idea de hacerme encajar en un grupo al que no pertenecería jamás. Teniendo en cuenta mi estado actual, lo que menos quería es buscar más eventos que me relacionaran al futbolista, y la revelación de sexo del hijo de uno de sus compañeros de selección no colaboraba.
Me han invitado porque me vinculaban con Alexander. A Sofía Romero nunca la hubiesen considerado para un evento tan íntimo, de gente que en situaciones normales no pertenecería a su mundo.
Agradecía el gesto de ir a invitarme personalmente, por supuesto. Lo reconocería enviando un regalo bonito junto a una nota que excuse mi ausencia. Pero no más.
No cuando ya lo recuerdo lo suficiente cada que me anuncian la firma de un nuevo contrato, o cada que me llega la invitación de un nuevo evento.
No cuando no veo fútbol hace casi dos meses, y chocarme de frente con caras conocidas puede desencadenar recuerdos que estoy luchando por enterrar.
Aún con todo eso, mi madre sigue insistiendo. Dice que no es de gente educada rechazar invitaciones, más si se han dado el tiempo de entregarlas personalmente.
–Deberíamos ir, al menos, un ratito. Le hará mucha ilusión verte y podrás distraerte un rato, que te hace falta.
–Ya está, mamá. No insistas –le digo enfocando mi vista en los autos que empiezan a avanzar–. Ir es seguir alimentando los rumores, y de verdad, ya estoy cansada. Si quieres, ve tú y discúlpame con Dafne. Clau, por favor, recuérdame buscar un regalo bonito luego del concierto de París.
–Anotado.
No avanzo ni 5 metros cuando el tránsito se vuelve a detener y ruedo los ojos, aburrida. No me gusta manejar, mucho menos si hay tráfico.
–También recuérdame buscar otro departamento. Estoy hablando en serio –sigo al oír las risas–, contacta una inmobiliaria para que nos ayude a alquilar este y buscamos otro.
–No creo que sea para tanto, mi amor. Solo pasa esto en días de partido y...
–Y es todo el año. Estamos a seis cuadras de la casa y esto no avanza hace una hora.
–No seas exagerada, Sof. Son 30 –corrige mi asistente con un tono divertido–. Aunque sí, es un poquito... ¿estresante?
–Depende de con quien jueguen. No sé, hoy por alguna razón esto está más caótico que de costumbre.
–De fútbol no sé mucho, pero ¿no se supone que los partidos son los fines de semana?
Yo también había hecho esa pregunta. Y aunque mi asistente se queda sin respuesta, mi mente me recuerda que yo sí la tuve.
«Por lo general los partidos de las ligas se juegan los fines de semana. La Champions es más de martes y miércoles, Europa League los jueves. Y así, depende del torneo» –me había dicho un día, mientras regresábamos a su casa de la Moraleja luego de un entrenamiento.
–Ayer una vecina me contó que hoy jugaban con un equipo de Inglaterra.
Hoy, precisamente, era martes. Y como todos los febreros, empezaba la fase eliminatoria del torneo más importante de Europa. Octavos de final.
¿Con quién jugaba? No sabía.
¿Cabía la posibilidad de que el equipo de Inglaterra sea el suyo? Muy probablemente, pero no haría nada por averiguarlo.
Y como el Madrid es el Madrid. Y las casualidades de la vida bastante injustas, dejaría que todo caiga por su propio peso.
Si de verdad el Liverpool era el equipo visitante del Bernabéu, por el que el tráfico se había detenido conmigo al volante, solo deseaba una cosa. Y no me sentía muy orgullosa de ella.
Que pierda. Cinco a Cero. Sin posibilidades de remontar en el partido de vuelta.
Que se queden fuera del torneo que, según él, es el "más importante de todos", y que se quede un año más, con su sueño frustrado de ganar la Champions.
Que ramos, Benzema o cristiano le den un baño de humildad, que le hace mucha falta.
Que el estadio entero le silbe cada que tiene el balón como hacen con Messi cuando viene a jugar de visitante.
No era justo, lo sabía. Los demás miembros de su equipo habían sido bastante buenos conmigo como para que les caiga toda la mala vibra, pero aún así, no dejé de desearlo.
Ni siquiera sabía si de verdad el real Madrid estaba jugando contra el Liverpool, porque hace mucho tiempo no revisaba ese tipo de eventos. Pero si por algún motivo la vida así lo dispuso, esperaba que se cumpla lo que quería. Que pierda.
Al día siguiente, mientras volaba hacia Berlín descubrí que efectivamente, el Real Madrid había goleado 5 a 1, pero al Manchester united. Me costó teclear, pero cuando busqué al Liverpool, supe que jugaría igual, en Madrid, la próxima semana, pero contra el Atlético. Y volví a desear lo mismo. Volví a saber que estaba mal. Y otra vez, no me importó.
El Atlético había llegado a dos finales de Champions en los últimos años, las dos contra el Madrid. Había perdido las dos, pero no importaba. Porque el Real Madrid es el real Madrid, y el Liverpool tenía como estrella a un ególatra que no había podido jugar allí.
No sé si desear que todo le vaya mal a la persona que más daño ha hecho sea un método teóricamente válido para sobrellevar el dolor, pero en la práctica, al menos a mí me hace sentir mejor por momentos. Antes de tocar en Berlín fantaseo un rato con un cinco a cero a favor del Atlético, y salgo al escenario llena de energía. Durante el concierto la realidad vuelve a atacarme mientras toco una melodía nostálgica de Chopin, pero mis deseos cumplen su función inicial: hacerme sentir un poquito mejor.
La idea de estar cumpliendo mis sueños mientras él se queda con los suyos a medias me produce una satisfacción indescriptible, por ello, no dejo de manifestar. Ni en la convención de pianistas del día siguiente, ni en el vuelo a Roma, ni en mi recital por el día del amor.
Eso es irónico, porque le toco al amor con el corazón roto.
Tengo un repertorio con las piezas contemporáneas y de jazz más románticas, y no sé si transmito "amor" mientras toco, pero sí sé que lo hago con un sentimiento que me cala los huesos. ¿Dolor? Quizá.
Aunque toco la mayoría del tiempo con los ojos cerrados, entre piezas me permito ver a las parejas abrazadas que han venido a oírme tocar y me genera una nostalgia infinita. Veo rosas, peluches grandes, corazones enormes, y todas esas cositas que simbolizan mucho en una noche especial.
Entonces, cuando debo tocar la última pieza, me rompo. Es una versión de "Moonlight in Vermont" que antes solía tocar con la esperanza de encontrar a una persona especial a quien dedicársela. De hecho, mientras más me enamoraba de Alexander, más soñaba con un 14 de febrero en el que se la pudiera dedicar.
Ahora, en el que bien pudo haber sido nuestro primer día de San Valentín juntos, mis dedos se deslizan por las teclas con timidez, como si tuvieran miedo de despertar los ecos de un amor perdido. El suave murmullo de la melodía se entrelaza con el dolor que llevo en el pecho. Cada nota, cada acorde, es un suspiro cargado de nostalgia y rabia que se escapa de mi alma.
Siento que estoy viviendo una historia de amor que se desvaneció como la niebla. Tan fugaz. Tan imprecisa. Tan triste e irónica.
Mis dedos se sienten pesados, como si estuviesen cargados de las lágrimas que quiero derramar sobre las teclas del piano, pero en medio de ese mar de dolor y sueños inconclusos que me invaden, entiendo algo que nunca se me va a olvidar.
Esto duele tanto no por la humillación, ni por la escena que me encontré al llegar a su edificio en Liverpool.
Duele tanto porque nunca pudo llegar a ser.
Duele tanto porque mi mente y mi alma planearon tantas cosas bonitas con alguien que ni siquiera estaba en mi misma sintonía.
Duele tanto porque yo me hice todo un mundo al lado de alguien que nunca estuvo para mí.
Duele como duele porque nunca fuimos nada.
Porque en una relación formal sí tienes algo qué superar, motivos para olvidar, culpas por repartir. Pero cuando no hubo nada a parte de ilusiones y sueños inconclusos, duele la idea de dejar atrás algo que nunca fue tuyo.
¿Cómo le dices adiós a alguien que nunca llegó?
¿Cómo dejas ir a alguien que nunca tuviste?
¿Cómo te repones de una vida que armaste para dos sin ser dos?
A veces duele más no entregar todo lo que tenías para dar, que arrepentirte por lo mucho que diste.
Porque yo tenía mucho para dar, pero él nunca me dejó entregarle todo lo que quería dar. Y estoy en un punto muerto.
Por eso los casi algo duelen tanto. Porque nunca fueron más que una ilusión.
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–Vas a hacer historia, Sofía.
Me sonrojo furiosamente al oír las palabras del director de la sinfónica de parís. No sé si apretar mis dedos entre sí se vea muy profesional, pero no puedo evitar hacerlo. Tampoco puedo evitar reírme con timidez, pues los halagos elevan mis nervios a niveles estratosféricos.
–No es para tanto –le digo en cambio, agachando la cabeza.
Seguro después de esto no me va a querer contratar nunca más.
Artur Dunoff es una eminencia en el mundo de la música clásica. No solo dirige una de las orquestas más prestigiosas del mundo, compone y toca piezas con violín de forma maravillosa. He ido un par de veces a sus conciertos, y oírle tocar es una delicia para los oídos. El sentimiento, la perfección en cada ensamble de los acordes que me recuerda bastante a Mozart.
Lo admiro demasiado, y supongo que eso me hace ser más torpe en el proceso de comunicación y de recibir halagos. Inconscientemente, me muerdo el interior de la mejilla mientras sigo con la vista la delicadeza con la que coge la copa de vino de la mesa y se la lleva a los labios.
Felizmente no conocí a Liszt, porque entonces sí me hubiese desmayado, y hubiese echo el ridículo más horrible de toda mi vida.
Hace un par de horas terminó el concierto en el salón principal de la filarmónica, gracias al cielo, sin ningún indicio de pánico escénico que pudo haber puesto en riesgo mi participación. Ingresé muy aplaudida y me fui recibiendo el doble de aplausos luego de casi una hora de concierto a dueto con la orquesta a la que me acoplé de maravilla.
Mi representante, que me da un par de golpecitos disimulados con el brazo, cree que quienes se tuvieron que acoplar a mí fueron ellos, pero no le creo. Fue un trabajo conjunto muy satisfactorio.
–Claro que es para tanto. Estás moviendo masas que antes no se hubiesen inclinado a llenar auditorios para oír música clásica. Y de más está hablar sobre el talento innato que tienes, muchos músicos ya quisieran tener tu sensibilidad y capacidad de interpretación.
–El otro día, en la cena anual de concertistas en Viena Marta Rose habló de ti –me muerdo la lengua para no gritar cuando interviene el director de cámara–. Decía que tenías una mezcla de todas las virtudes para llegar a la altura de Chaikovski o Debussy, pero que tenían algo que te hacía aún más especial. Y si te soy sincero no le creí, hasta hoy que te vi. La luz que desprendes desde que subes al escenario es la de una estrella. Ciertamente, tu técnica es brillante, pero tu alma es la que brilla más. Tú no solo tocas piano, Sofía, transformas la partitura en una experiencia única.
–Muchas gracias.
¿Después de todo lo que me ha dicho es lo único que tengo para decir?
Pero ¿qué otra cosa podría agregar?
Tengo en la garganta una mezcla de sorpresa e incomodidad que se endulzan con orgullo, pero no soy capaz de exteriorizar nada. Quiero levantarme de la silla, saltar y dar vueltas por todos lados, tirarme a mi cama a gritar, porque Marta Rose, que ha seguido de cerca la carrera de artistas contemporáneos del siglo pasado, y que ha investigado a detalle la vida de los pianistas clásicos ha hablado de mí.
Hablan de mí en las cenas de músicos de renombre. Me ponen en la misma mesa de grandes como Debussy, y todo el mundo parece asimilarlo menos yo.
No lo puedo creer. Quizá nunca me haga a la idea. A fin de cuentas, la gente suele decir muchas cosas para quedar bien y para alentar a las nuevas promesas, pues lo que se quiere es que el espíritu de la música no se pierda nunca.
Sofía de niña aprendiendo a tocar el lago de los cisnes en las piernas de su padre no puede parecerse en nada a Debussy o Chaikovski. Tampoco se parece a ellos la joven que en vez de irse de fiesta se quedaba perfeccionando los preludios de Beethoven, ni la mujer que todavía se pone nerviosa cada que va a interpretar la polonesa Heroica de Chopin.
–¿No has pensado en dar clases, Sofía?
–Déjala –responde Artur por mí, y vuelvo a encogerme en mi lugar–. Es joven, quiere viajar, llenar salas de concierto, teatros y auditorios. Además, no podemos permitir que toda esa luz que irradia se concentre solo en unos estudiantes. Ella va a hacer lo que nosotros no pudimos, amigo. Silenciar a estadios enteros solo para oírla tocar.
Todo el mundo parece estar de acuerdo con él. Los armadores de escena del concierto, los directores, los integrantes de la orquesta que, sin duda, tienen mucha más experiencia que yo, todos los ejecutivos incluida Katia. Así que ríen y hablan de "el gran futuro para la música clásica y contemporánea" al lado de mi nombre, y vuelvo a sentirme pequeña.
Esa noche, en la cena luego del concierto, soy el centro de atención de mucha gente importante. Y vuelvo a reiterar que no me gusta, y el miedo se apodera de mí, pero esta vez al no sentirme suficiente para llenar todas sus expectativas.
"¿Y qué hay de las tuyas?" –pregunta una vocecita en mi interior.
No lo sé. Yo solo quería tocar y disfrutar de hacerlo. No quería esperanzarme en nada más, porque una parte de mí siempre se vio pequeña a comparación con toda la gente que me antecedió.
Mejor dicho, una parte de mí siempre se ve pequeña en todos lados.
Siempre prefiere estar a la sombra de alguien porque así se siente más segura, y hasta hoy pensé que estaba a la sombra de todos mis ídolos.
–Espero que Marta Rose viva para ponerme en una de sus biografías como la afortunada publirrelacionista que te descubrió. Ese es un papel nuevo en toda la historia, porque nunca he escuchado que Chopin o Mozart tuvieran representantes. Pero bueno, a nosotras nos respaldan fotos, y documentos.
Aún cuando salimos de la cena no he asimilado nada. Estoy como en un estado de negación y terror absoluto a la vez. El reto ha estado implícito desde que los directivos me felicitaron con un brindis ni bien nos sentamos a la mesa, y se fue intensificando con forme la velada iba avanzando.
Miro mi reflejo en el espejo del ascensor y tengo unas ganas incontrolables de llorar. Hay un nudo en mi estómago que no me deja tranquila desde hace rato, tengo la garganta seca y por momentos, sin razón aparente, imágenes de Sofía pequeña aprendiendo a tocar me golpean la mente.
–Ha sido una noche larga y ahora sí estoy cansada. El Publirrelacionista de Artur Dunoff me abordó cuando te estabas despidiendo de los de la sinfónica y me pidió el número, yo creo que me va a invitar a salir...
–¿Qué? –no pregunto, grito sorprendida justo cuando las puertas del ascensor se abren en nuestro piso–. Katia no, ese señor debe tener como 40 años y...
–Hasta que por fin. Llevo hablándote desde que nos subimos al auto y me has ignorado.
–Eso no es cierto. te escuché, y sí te respondí...
–Que me respondas con movimientos de cabeza y ruiditos raros no me sirve. Pon los pies en la tierra, Sofía que ya has estado en la luna mucho tiempo por hoy.
Camino a su lado mientras ella busca la tarjeta de la suite en su bolso, hace frío y el único ruido que parece haber a estas horas de la madrugada es el de nuestros tacones golpeando el suelo.
–¿De verdad el representante de Artur te invitó a salir? –preguntó en voz baja.
Yo no quería hacer mucho ruido para evitar incomodar a los otros huéspedes, pero todos mis esfuerzos caen al suelo cuando suelta una carcajada fuerte.
–La gente está durmiendo, Katia –le reclamo aún en tono bajo.
–¿En serio te lo creíste? Sí se acercó a mí y me pidió mi número, pero para agendar una cita porque dice que Artur quiere hablar con nosotras. Bueno, contigo. Te tiene una propuesta.
¡Artur Dunoff me tiene una propuesta después de no haber dicho casi nada en toda la cena?
¿Por qué?
Por qué, si hasta yo sé que no fui nada profesional al sonrojarme en varias oportunidades.
–Irá a Madrid la próxima semana, así que enfócate. No voy a estar todo el tiempo a tu lado, y ya va siendo hora que te creas lo que logras.
–Lo hago, solo que...
–Lo que te falta a ti es un poquito de ego ¿sabes? –abre la puerta de la suite y enciende las luces–. Y ya habíamos hablado de eso, tienes que practicar en el espejo. Recordarte todos los días que eres la mejor pianista del mundo no estaría mal.
–Eso es ridículo.
–Ridículo es que te sigas menospreciando y creyendo incapaz después de todos los cumplidos que has escuchado. Y no me vengas con que son halagos para animarte a continuar y que se los hacen a cualquier pianista joven –se adelanta mientras se baja de los zapatos altos y le miro sin parpadear, porque me conoce bien–, porque no es cierto. ¿De verdad crees que Marta Rose va a poner en la misma mesa de todos los músicos clásicos que ha investigado y analizado a profundidad a cualquier persona?
–El director pudo haber mentido para hacerme sentir bien. Quizá quiso verse interesante y...
Y no termino la frase, porque me deja hablando sola.
Le miro alejarse por el pacillo de las habitaciones sin zapatos. Ha dejado su bolso sobre la mesa de centro y entiendo que no tiene ganas de volver cuando oigo el ruido de una puerta cerrándose.
Ella me conoce bien, pero yo también la conozco lo suficiente como para saber que no quiere escuchar excusas.
«Soy el mejor delantero del mundo» –recuerdo de la nada, justo cuando me dejo caer en uno de los sofás.
Seguramente mucha gente se lo dice seguido. Seguramente, hay un grupo de expertos que en ese caso no cree que sea cierto, porque hay delanteros como Benzema, el mismo cristiano o Messi que despiertan el debate.
Pero a él no le importa, dice ser el mejor, se cree el mejor, y eso le ayuda a recibir críticas o halagos como de quien viene.
Lo mío no es un debate, porque personajes ilustres del mundo de la música suelen coincidir en lo mismo y no es la primera vez que lo escucho. Pero aún así, no puedo creérmelo.
Puede ser entendible que Alexander madrigal viva en la sombra de Messi, cristiano o Neymar, porque todavía están vigentes, y a él ni siquiera le importa. Porque se siente igual o superior.
Pero no es entendible que Sofía Romero, la única pianista joven de la actualidad que está paseándose de teatro en teatro con las orquestas sinfónicas más importantes viva en la sombra de gente que ya no está vigente.
Inconscientemente, él vuelve a aparecer en mis pensamientos. Inconscientemente, siento que lo envidio un poquito.
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