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18. UNA TAZA DE TÉ

No supuse que la noche del lunes, cuando me fui de la casa de Alexander con un leve malestar en el pecho, sería una de las últimas veces en que mi orgullo se anteponía a mis sentimientos.

Había subido al auto alterada, con mil dudas en la cabeza y un mal sabor de boca. Me hallé segura de no asistir al partido del miércoles, porque después de haberme echado sin saludarme antes no se lo merecía. Luego de esperar durante horas por unas disculpas, descubrí una cierta duda respecto a cuan enamorado estaba de mí.

Sin embargo, pese a no haber recibido señales de vida al día siguiente, el miércoles por la noche, luego de dar una clase modelo en la universidad, llegué al imponente Santiago Bernabéu, donde la selección de España se mediría a Polonia. El ambiente de expectación se sentía desde la entrada, y un poco más controlado, todavía se podía respirar en los palcos. Ya no era Real Madrid versus Barcelona, el clásico que dividía a un país; era un juego que unía a todos los fanáticos de la liga para ver a su país en el mundial de Rusia.

La magia del fútbol no se veía solo en la cancha con las paradas colosales de los porteros o las jugadas maestras. También se veía fuera, en su facilidad para dividir a un país en los torneos de clubes y unirlo en los de selecciones.

Mientras Bárbara y Marisa vieron el partido desde un palco solo para ellas, me tocó hacerlo junto a gente que ni siquiera conocía. Ello supuso que mi experiencia fuese un poco incómoda y distinta a lo que me acostumbré a vivir en los juegos del Liverpool. No le reprochaba nada a Alexander, de echo, entendía que ahora le diese prioridad a su familia. El problema era yo. No podía concentrarme del todo.

Eran las advertencias, sus actitudes tan complejas, ese "¿estará enamorado de ti" revoloteando en mi mente, la última plática con su abuela.

Pese a ello, mi corazón sintió una especie de alivio al finalizar el juego, cuando un escolta se acercó para acompañarme al vestuario. Verle recién bañado, con el pelo alborotado y una expresión de satisfacción en el rostro me iluminó la noche, haciéndome caminar a paso ligero hacia donde se encontraba.

–¡Felicidades! –le dije, poniéndome de puntillas a la espera de un beso que lamentablemente, nunca llegaría, puesto apartó la cara sin delicadeza–. Lo hiciste genial.

–Siempre lo hago bien –me señaló una puerta entreabierta–. Sales por allá, te están esperando para llevarte. Hay exceso de prensa afuera.

Se dispuso a avanzar, sin embargo, le agarré del brazo y atajé el camino a como pude, tragándome la incomodidad y las dudas. Mi subconsciente, negado a aceptar algo con el futbolista, se manifestó en reproche. Según ella, estaba perdiendo el orgullo.

–Pensaba esperarte.

–Odio dar explicaciones, Sofía –rodó los ojos y se movió conmigo a una esquina–. Tengo rueda de prensa y luego vamos a celebrar.

–Te quiero acompañar. He visto que hay parejas que se quedan y...

–Parejas. Novias o esposas. Tú no eres ninguna de las dos.

El corazón se me detuvo por un momento al escucharle decir aquello, mis brazos cayeron a mis costados mientras una sensación de vacío me dejaba sin aire. Había sido otro golpe seco en mis costillas, todavía resentidas por nuestro encuentro del lunes.

La frialdad de su voz, acompañada por el rostro impasible y la mirada congelada me impulsaron a retroceder un par de pasos. Era consciente de lo complicado de nuestra situación, sin embargo, me tomó por sorpresa su afirmación.

–¿Qué somos, entonces? –pregunté con un hilo de voz, con el peso de la realidad asentándose sobre mis pies.

–Nada.

Me llevé una mano a la boca para contener el ataque de risa que me invadió de repente. Sin duda, era el mejor chiste que había escuchado en años. Porque eso tenía que ser, un chiste para romper la tensión que nos rodeaba desde que nos volvimos a ver.

–Necesitas pastillas para los ataques o qué.

Alexander no se echó a reír conmigo y sus palabras, sin ningún tipo de emoción, fueron las que hicieron eco en mi mente. Para él no había sido una broma.

–Luego de todo lo que vivimos juntos ¿no somos nada? –siento que no toco el suelo, no obstante, avanzo con pasos inseguros para eliminar el espacio que nos separaba–. Alex, yo sé que es difícil ponernos nombre, pero...

–me gustas, yo te gusto a ti. La pasamos bien y ya está.

Y si sus palabras habían abierto una grieta pequeña en mi pecho, la mirada cargada de indiferencia con que me enfrenta la hace más grande. Ya no solo es la sensación de haber recibido un golpe seco en las costillas. Es el echo de hallarme a punto de saltar de un avión sin paracaídas.

Una corriente de aire me empuja hacia adelante, y no es de la puerta de avión de la que me agarro para no caer, si no de uno de sus brazos. No es la altura la que me aterra, es la idea de dejar escapar todos los planes que hice a su lado.

–Ese es el problema. Yo no quiero que solo la pasemos bien. Quiero más.

Me mira por un largo rato sin decir nada. Luego, con total tranquilidad y contra todo pronóstico, baja la cara a mi altura y me besa.

–Pasaré a buscarte esta noche –susurra todavía sobre mis labios.

–Pero...

–Te están esperando –en cuanto nos separamos vuelve a adoptar la misma actitud distante del inicio, y me bloqueo–. Te quedaron bien las galletas.

Más leve, pero aún con la sensación de estar a punto de dejarme caer de un avión, observo sus pasos largos al marcharse. A medida que su aroma amaderado se pierde en el aire, un ardor sutil se expande desde la parte baja de mi estómago hacia mi garganta. Y ya no estoy segura de nada.

"La pasamos bien y ya está", repite mi mente una y otra vez como si se tratase de una parte de la partitura de la polonesa heroica, mientras que a la par, va reproduciendo imágenes escalofriantes de nuestro encuentro en su casa. Indiferente. Frío. Distante. Malditamente doloroso y humillante.

Las advertencias estaban, una parte de mí lo tenía claro. No obstante, había algo que me impedía dar un paso atrás.

No somos nada porque todavía no me lo ha pedido. Pero la respuesta a mi petición de más había sido clara: nos veríamos esta noche.

Me convencí de ello en cuanto me subí a la camioneta blindada, donde ya estaban Marisa y Bárbara con dos escoltas. Reconocí a uno de ellos como quien llevó las camisetas a casa y presa de una incertidumbre voraz, le saludé con una sonrisa a medias. El chofer arrancó ni bien cerró la puerta, mientras le avisaban por la radio que tenía al lado que el camino estaba despejado.

–A casa –indicó Marisa, mirándome de reojo.

–Como diga, señora.

–Primero vamos a ir a la Finca –dice el escolta que no conozco.

–Pero ¿quién te crees para desautorizarme? –me remuevo incómoda en el asiento y Bárbara pone una mano sobre mi rodilla–. Los partidos me irritan y quiero descansar. Primero a casa.

–Lo siento, señora Marisa. Pero el señor Alexander dice que primero dejemos a la señorita Romero en la finca.

No sé quien está más sorprendida. Si Bárbara, que me mira con la boca abierta y una sea levantada o yo, que analizo al hombre de gorra blanca que tengo al otro lado.

La finca es la urbanización más cara de Madrid. Lo sé porque uno de los sueños de Isabella es comprarse una casa allí, para codearse con gente mucho más importante e influyente. De hecho, recuerdo que un día me dijo que también era una buena forma de acercarse más a Davide, puesto era donde muchos futbolistas tenían sus residencias.

–Mi hijo quiere que lleves a esta... –gira la cabeza y me detalla un rato–. A esta señorita a la finca.

–Así es.

–Mira, Manuel, voy a hacerte un favor porque eres un buen elemento y llevas trabajando con nosotros muchos años –bate las pestañas al tiempo–. Lo que menos quiero es que mi hijo te eche a patadas. ¿A dónde te pidió que la lleves?

–A la finca, señora.

–No, mi vida. Seguro has escuchado mal. Alexander no lleva a sus amantes en turno a la finca. Así que hazme el favor de llamarlo y preguntárselo otra vez.

Se escucha tan mal, que me siento en la necesidad de aclararle la situación o quizá, de convencerme a mí. No soy su amante en turno.

–Yo no soy...

–Mira, niña, hazme el favor de no meterte donde no te llaman –arrugo la nariz frustrada, porque la frase se me ha quedado grabada–. Seguro te ha dado el nombre de un hotel o que se yo, llámalo otra vez.

–Señora, el señor...

–Te he dicho que lo llames –amenaza–. Y ponlo en altavoz.

Manuel no es capaz de desacatar la orden. Le pide al chofer que se estacione a un lado de la carretera y saca el móvil, intercalando miradas con el otro escolta.

Yo no soy su amante en turno. Esta noche voy a ser algo más.

Por eso me está llevando a una casa que ni siquiera sabía que tenía.

Mitigo todas esas sensaciones disparejas que revolotean en mi pecho con ese pensamiento, porque no hay más.

–¿Qué demonios quieres? –es su saludo luego de la cuarta timbrada.

–Disculpe que lo moleste, señor, pero...

–Habla rápido ¿quieres?

–¿A dónde quiere que lleve a la señorita romero?

–¿eres imbécil o te haces? –no grita, sin embargo, habla lo suficientemente fuerte para asustarme.

–No es eso, señor. Su...

–mañana pasa por tu liquidación porque yo no tengo empleados estúpidos ni con amnesia.

–No es eso, señor. Su madre dice que....

–Pero ¿cuál es el problema de Marisa? Lleva a Sofía a la finca y si puedes, hazme el favor de llevarla al mismísimo infierno.

–ten cuidado con...

El reclamo de Marisa queda en el aire cuando se escuchan los dos pitidos que indican que su hijo ha colgado. bárbara me mira con la boca abierta y la duda se hace cada vez más grande en mi interior.

–¿Qué le estás haciendo al muñequito de aparador? –me susurra bárbara, luego de que su hija golpeara con furia el vidrio de la ventana.

–¿Muñequito de aparador? –inquiero en el mismo tono–. ¿Tú eres la de seudo caballero...?

–Mal educado, prepotente y egoísta también.

–¿Por qué así?

–Lo describen perfectamente.

–Pero muñequito de aparador...

–Mi nieto es evidentemente atractivo. De apariencia, un príncipe azul, como esos caballeros de los cuentos y las novelas antiguas. Lástima que no abra la puerta, ni bese la mano, ni regale flores.

–En algún momento va a tener que hacerlo.

Digo "Va", porque conmigo no lo ha hecho todavía, y la idea de que lo hizo con alguien más me revuelve el estómago.

Su abuela dice que nunca se ha enamorado, y mi alma parece estar satisfecha con la idea de ser de quien se enamore primero. Aparentemente no ha llevado a nadie a su casa, y el echo de ser la primera es un abrazo en medio de tanta incertidumbre.

–Lo dudo.

Con las emociones a flor de piel no siento el paso del tiempo, así que me sorprendo en cuanto el chofer estaciona el auto en la entrada principal de la urbanización más cara de Madrid. Me despido de Bárbara con un abrazo e intento hacer lo mismo con Marisa, no obstante, me voltea la cara y niega varias veces. Algo no se siente bien con la forma tan despectiva con que me mira, ni con el rechazo que parece crecer cada vez más. Aún así, le entrego mi bolso al escolta que me abre la puerta y le acepto el brazo que me ofrece para bajar.

Se me hace más largo el trámite para entrar que el trayecto desde el estadio hasta aquí. A la seguridad no le basta con reconocer a los escoltas de Alexander, ni con ver a su madre y a su abuela dentro del auto, ni con revisar una y otra vez mi DNI. Hacen mil preguntas antes de llamar al futbolista, que, con cero educación y mal genio, les autoriza dejarme entrar.

–El señor me dio esto para usted –Manuel me entrega un sobre cerrado ni bien me subo a un carrito de golf–. La llevarán hasta la puerta, no se preocupe.

–Muchas gracias –le sonrío.

–No hay de qué. procure no tomar fotos y no mande su ubicación a nadie.

Me esfuerzo por no borrar la sonrisa cuando mi mente trae al contrato al juego, asiento con la cabeza y miro que se da la vuelta con un poco de prisa. Prefiero no pensar, sumergiéndome de lleno en disfrutar la brisa fresca del viento y en las vistas casi de película que me ofrece estar en el carrito.

En medio del silencio reconfortante de la noche, decido que no debo caer. No debo hacerlo porque no tengo paracaídas, porque no sabría como levantarme y porque no puedo permitir que se vaya sin mí.

Saco del sobre una llave, un control y una nota en cuanto nos detenemos frente a la que supongo, es la casa de Alexander. Le agradezco con una sonrisa a quien me trajo, y parece sorprenderse con el gesto porque tarda en responder.

«Abre la puerta principal y enciende las luces con el control»

Medio insegura, camino por la entrada empedrada rodeada de árboles bien cuidados hasta llegar al portal que tardó en abrir. Una vez dentro, me dejo sorprender por el bonito patio con flores de todos los colores y una fuente de agua en medio que, por las horas de la noche y a consecuencia de que no hay nadie, está apagada. Al lado izquierdo hay una mampara de cristal que deja a la vista una colección envidiable de autos que me emociona más de lo normal.

La línea de recuerdos dolorosos que me golpea me obliga a apoyarme levemente en el cristal. Se suponía que debía trabajar mucho para ayudar a que mi padre complete su propia colección de autos antiguos.

Mi emoción aumenta cuando diviso a lo lejos el jaguar XJS de 1992. Lo reconozco porque mi padre estaba ahorrando para comprarlo, no obstante, decidió invertir el dinero en comprarme un piano de cola de calidad media para mi cumpleaños.

Según él, solo estaba posponiendo el sueño. Pero con ese último regalo que me hizo, lo estaba enterrando en el suelo.

Quedarme viendo lo que nunca pude darle a mi padre me quiebra el alma, por ello, esforzándome para no llorar, camino lentamente hacia la puerta de madera. Mis pasos parecen hacer contraste con el ruido de los grillos, y una sensación de soledad amarga me recorre el estómago, pero la mitigo probando los botones del pequeño control de mandos.

Definitivamente, no es mi día de suerte.

En vez de abrir la puerta, enciendo las luces del interior y las del garaje, que me hacen voltear por instinto a ver la colección otra vez.

"A mi padre le haría mucha ilusión ver esto".

A pesar de los leves temblores de mi cuerpo en consecuencia de la fría corriente de viento, no hago ni el más mínimo esfuerzo por probar abrir la puerta de nuevo. Me permito fantasear con la línea de recuerdos inexistentes que proyecta mi mente, en un mundo alterno donde mi padre vive, donde está viendo lo mismo que yo. Donde puedo cumplirle el sueño y armamos su colección juntos.

–¿Nos vamos a quedar aquí toda la noche o qué?

El pinchazo al centro de mi pecho es claro indicador de que he vuelto a la realidad. Una realidad en la que estoy apoyada en la mampara, temblando de frío, abrazando mi propio cuerpo.

Por instinto, desvió los ojos hacia el hombre que, adoptando mí misma posición, descansa sobre una de las columnas de la puerta principal. Aunque teclea algo en el móvil, sigue todos mis movimientos con una precisión que asusta.

–¿Hace cuánto estás aquí?

Perdida en lo que nunca podrá ser, no oí ni el sonido de la puerta, ni sus pasos acercándose. Ni siquiera advertí el olor amaderado que, en otro momento, seguro hubiese identificado a metros de distancia.

–No me respondas con otra pregunta. ¿Cuánto más piensas quedarte aquí? Hace frío ¿no?

–Sí. Bueno..., no entiendo el control de la puerta –le digo, sacando el aparato del bolcillo.

Me dedica una mirada larga antes de fijar sus ojos en el vidrio de los autos. Luego, vuelve a hacer el mismo recorrido y niega, incrédulo.

–No te veo intentando descifrarlo. Mirando a los autos no vas a conseguir nada, por cierto.

–Es..., es que..., yo.

Hay cosas que no se pueden controlar, como por ejemplo el efecto contraproducente de sus ojos grises sobre los míos.

–¿Cuál te gusta más?

–¿hmmm?

–Los autos.

–No es...

–Mira, muñeca, es normal tanta admiración. Es una colección de ensueño. Por esta vez puedo prestarte uno ¿cuál quieres?

–No es necesario, gracias –me abrazo más fuerte, pues el frío me está calando los huesos–. Solo los estaba viendo. ¿Dónde conseguiste el jaguar de 1992?

–¿Perdona?

–El XJS de 1992. ¿Dónde lo conseguiste?

–Mira nada más –guarda el móvil en el bolcillo y se acerca a paso rápido–. Hasta de autos sabes.

Cuando está lo suficientemente cerca tengo el instinto de retroceder, no obstante, mi espalda choca con la mampara y pese a la camiseta, doy un saltito producto del frío.

Algo se contrae en mi estómago al escuchar su carcajada profunda, y mi corazón parece estrujarse al ver que se quita rápido la chaqueta, que no tarda en ofrecerme.

–Gracias.

–Entremos mejor –encoje los hombros, restándole importancia al gesto.

–Pero ¿sí me dices donde has conseguido el coche?

–¿Y tú me dices donde aprendiste de autos?

–Mi padre –resumo mientras le subo el cierre a la chaqueta–. Le gustaban mucho los coches ¿sabes? Su sueño era hacer una colección de autos antiguos y...

No me corta. Me quita el control con una mano y pone a la otra suavemente sobre mis hombros, instándome a avanzar.

Lo que no hace el algodón de la chaqueta lo hace su cercanía. Vuelvo a sentirme en paz al tenerle así.

Es nuestro primer contacto íntimo sin segundas intenciones, y me siento especial.

En vez de darme palabras de consuelo cuando termino de hablar, deja un beso que sabe distinto en mis labios. Es más dulce, con más confianza, con una calma que incluso llega a desesperarme.

En u primer momento, el recibidor, con paredes empedradas y sin ni un solo cuadro en ellas, se siente frío. No obstante, con un movimiento en el control logro calibrar el ambiente. En la mesa de centro hay una bombonera y la boca se me hace agua, sin embargo, él no se detiene a verme y yo no le digo nada.

Subimos un par de escalones y escribe, en una nueva puerta de cedro grueso, un par de números que como si se tratase de algo mágico, la abre. Y ese aroma amaderado que no pierdo en mis sueños me invade con más profundidad. La casa huele a él, se siente como él, pero a la vez, como la de una persona a la que todavía no he conocido bien.

–No hay empleados –deja el aparato sobre la mesa de centro–. Así que confórmate con un café.

–No me gusta el café.

–¿A, ¿no? –niego un par de veces y él ríe–. Lástima, porque es lo único que hay.

–¿Lo único que hay o lo único que sabes hacer?

–¿Estás insinuando que...?

–Quiero un té. Pero si no sabes prepararlo, yo podría...

–Café o nada –observa con una ceja alzada.

–¿Dónde está la cocina?

–Mira, Sofía. Te estoy ofreciendo un café y yo no...

–No sabes hacer un té, dilo y ya.

–Eso no es cierto.

–Demuéstramelo.

Incluso yo misma me sorprendo con el reto, no obstante, me apresuro por seguirle en cuanto se da media vuelta y avanza por el primer pacillo, cubierto en su totalidad por espejos como paredes.

«Le gustan los espejos»

–No tendría que demostrarte nada, pero como estoy de buen humor haré una excepción.

–Gracias. Que considerado –le digo, procurando no sorprenderme con lo grande de la cocina.

–Considerado nada –observa los reposteros del lado izquierdo un par de segundos–. Y ya me cobraré esto después.

–me gusta el té de limón.

–A mí el de jengibre, mira.

Hay un dejo de burla en sus palabras.

Aguanto la sonrisa al verle abrir y cerrar y cerrar varios cajones a la vez, frustrado. Encuentra platos, vasos, tazas, de todo, menos el pote de té.

Dejo escapar la risa contenida cuando en un intento desesperado, abre la congeladora.

–Mañana despido a todos. ¿Dónde ponen el maldito té?

–En la congeladora, seguro que no.

No me dice nada. Se da la vuelta con una ceja arqueada y me regala una de esas miradas que me cortan la respiración. No sé si es consciente de las miles de sensaciones que despierta en mi interior, pero parece indicar que sí cuando esboza una sonrisa confiada.

El contacto no dura mucho, pues regresa con la ardua tarea de revisar los reposteros. Evidencia su poca paciencia cerrándolos con fuerza, y el eco de las maderas chocando resuena por todo el lugar. Hasta a mi me pone mal su manera brusca de tratar a los finos melaminas que seguro, han de haber costado una fortuna.

Derrotado, vuelve a fijar la vista en la bonita cafetera de la barra. Ya está conectada, tiene varias cajas de cápsulas y dos tasas al lado, como si ya estuviese preparada para cuando llegase. Hacer dos cafés a estas alturas de una noche fría parece ser la opción más sencilla, solo es cuestión de presionar un par de botones y he entendido que en la cocina muy poco le gusta hacer.

Entonces, una nueva duda se siembra en mi mente. ¿Por qué, si odia tanto cocinar, tiene una cocina tan grande, bonita y equipada?

No se lo pregunto en ese momento, más bien, dejo mi bolso sobre una de las barras antes de pararme en medio con los brazos cruzados, analizando la estancia. Después de un par de segundos, me acerco a paso lento al ala derecha, donde se ciernen otros empotrados más altos.

–Si esta fuera mi cocina creo que lo pondría por aquí... –le digo, antes de ponerme de puntillas para abrir un cajón.

Suelta una carcajada áspera cuando lo vuelvo a cerrar. Está lleno de potes, pero de lo que parecen ser cosas para sazonar.

–Al menos no busco en la congeladora ni entre bajillas.

–hermosura, si yo, que vivo aquí no encuentro el té... ¿cómo lo vas a hacer tú si nunca has...?

–Canela y clavo –saco el primer pote sellado de la gaveta y lo dejo sobre la barra–. Jengibre –leo el siguiente, con una sonrisa que todavía no puede ver–. Té verde, manzanilla, ¡Limón!

Satisfecha, cierro el cajón con delicadeza y me giro hacia él, todavía con el pote de té de limón en la mano y los demás regados sobre la barra. Tiene el ceño fruncido, sin embargo, siento que sus ojos me miran con un brillo distinto y pese a que no oculta que no le agrada la idea, no se enoja lo suficiente.

–¿Decías? –me acerco para agitarle el té en la cara.

–Ha sido una coincidencia nada más.

–¿Coincidencia? Esto es sentido común. No hay manera de que un pote de té esté donde hay bajillas, vasos, platos ni mucho menos en una congeladora. Si vives solo te mueres de hambre.

–ano mucho dinero precisamente para evitarme estas cosas. Los empleados se encargan de todo.

–¿Y por qué no hay nadie? ¿ya se aburrieron de ti?

–¿Aburrirse de mí? jamás –se toca el pecho airoso–. Son afortunados por trabajar con el jugador más desequilibrante de la premier. Vienen dos veces por semana para hacer la limpieza y dejar cosas nuevas aquí, no tiene mucho caso que estén todos los días cuando vivo en Inglaterra. Más bien, para ellos sería un lujo ¿no crees?

–Eres un egocéntrico de lo peor. Pero sí, tienes razón –le digo buscando una hervidora–. Cualquier persona que ame la cocina disfrutaría estar aquí. Es grande, bonita, tiene todo para que prepares lo que quieras cuando quieras.

–Y al parecer a ti te gusta hacerlo –observa distraídamente–. Bueno, ya encontraste el té y como te has acoplado tan bien, te tocará preparártelo. Me haré un café.

–¿No quieres té de jengibre?

–¿Y esperar otro rato más?

–No te gusta el café –estoy de espaldas, mirando fijamente los botones de la hervidora para no cometer errores.

–Eso no es cierto.

–Prefieres té de jengibre y te estás conformando con café solo por no demorarte.

–Yo nunca me conformo –me dice, abriendo la refrigeradora–. Se me antojó café ¿ya?

–Te haré un té –sentencio, corriendo a sacar dos tasas–. Mientras... ¿tú puedes acomodar esas tasas en el lavaplatos?

–Cuando lleguen los empleados lo harán. Mira, mejor dime qué quieres comer.

–¿Por qué esperar a mañana cuando lo puedes hacer hoy?

–¿Qué quieres comer? –me responde con una pisca de irritación.

–¿Vas a cocinar para mí? –me doy la vuelta para verle revisando algo en el teléfono.

–Voy a pedirlo. ¿qué quieres?

–¡Eso es un desperdicio! –ruedo los ojos–. Podemos preparar algo...

–Podemos suena a mucha gente, y yo no pienso cocinar.

–Pero yo sí. Podemos hacer pasta, o pollo a la plancha, o sándwiches de jamón y queso.

–Nena, no hables en plural porque...

–¿Me prestas tu cocina? –le digo emocionada.

–Todo lo que quieras, pero...

–Tú solo siéntate aquí –le señalo una de las bancas altas–, y cuéntame algo.

–Sofía, no...

–Necesito inspiración. Y me gusta mucho oír tu voz –le susurro bajito, y algo cambia en su expresión.

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