17. Primera vez cayendo
La única cosa que tengo claro cuando tomo un avión a Viena ese jueves por la tarde es que no voy a ir al partido de esta semana. Luego de haber ido a cuatro juegos de premier consecutivos, alineando mis compromisos a los horarios y procurando organizar mi tiempo para no perder ningún vuelo, algo se siente raro con la idea de no verle esta semana. tengo dos días de festival en una de las ciudades más históricas del mundo, de hecho, inauguro la primera noche y cierro la segunda. Debería estar feliz. Sin embargo, tengo una grieta en el pecho y un sabor a despedida atascado en la garganta.
Nos veríamos en trece días, puesto el próximo viernes él juega en escocia y yo tengo una presentación especial en un concierto benéfico de Madrid. El solo echo de pensarlo me ponía mal. Resultaba sorprendente la facilidad con que me acostumbré a verle, a sentirle cerca, a formar parte de todos sus logros como una más del equipo. Mi corazón había aprendido la rutina de los lunes a viernes con mensajes escuetos, puesto sabía que el fin de semana ya estaríamos juntos. Todo esto en menos de un mes.
Por ello, mientras los clubes rogaban para que no llegase el parón de selecciones, cruzaba los dedos suplicando que el tiempo pasara rápido. Alexander volvería a España para jugar con el equipo nacional las últimas eliminatorias de cara al mundial del próximo año, lo tendría cerca por dos semanas y no lo iba a desaprovechar. Para el Liverpool, que sus estrellas dejaran la ciudad para irse a jugar con sus países significaba correr un alto riesgo de lesiones que, en definitiva, no vendrían bien a estas alturas de la temporada.
El seleccionador español había lanzado esta mañana la convocatoria oficial, y ver su nombre entre los 29 seleccionados fue como si me devolvieran el alma al cuerpo.
Estaba emocionada porque serían nuestros primeros días como algo más en España, pero medio desanimada con la idea de esperar mucho para eso. Casi dos semanas que se anticipaban como largas, pesadas, agobiantes.
Dos semanas en las que, además, me movería de país en país para cumplir mis últimos compromisos antes de mi gran concierto con la orquesta sinfónica en Barcelona. Viena, Moscú, Lucerna, Bruselas, Marcella, Venecia, Madrid. Podría aprovechar los ratos libres visitando y haciendo fotos lindas, tal cual me recomendó Katia hacía un par de horas. Quizá con ello la sensación de vacío anidada en mi pecho merme un poco.
El avión aterriza en el aeropuerto de Viena a las siete de la noche, y entre revisiones de rutina llego a la sala de conferencias del teatro con el tiempo justo. Apenada, les pido a los entrevistadores cinco minutos para acomodarme el cabello y retocarme el maquillaje.
Mientras lo hago se me es inevitable recordar aquella sesión de fotos en la que lo conocí, su carcajada áspera al escuchar mi escusa y cómo, luego de haberme denigrado de todas las maneras posibles, pasó a intentar coquetear conmigo. Desde entonces, pese al corto tiempo que había transcurrido, muchas cosas habían cambiado.
Ya no odiaba al fútbol tanto como lo hacía cuando ingresé al estudio. Es más, ahora me considero fanática en potencia del Liverpool. Específicamente, de Alexander madrigal.
Sí nos habíamos vuelto a ver. No en una farmacia, ni en una cafetería. En el aeropuerto, en Liverpool, en Chelsea, en Gales, en Londres.
Ya no lo odiaba. De hecho, un sentimiento parecido a querer a alguien iba aflorando desde lo más profundo de mi ser.
Pero sus ojos seguían teniendo el mismo efecto en mí.
–Durante muchos años, el festival primaveral de Viena ha sido inaugurado por pianistas con una larga trayectoria y de muchos años también –suelto una pequeña carcajada–. Pero Sofía romero, con su carisma y virtuosidad, ha conseguido romper con la tradición. Con a penas 24 años y una trayectoria relativamente corta, pero impresionante. Tengo el honor de estar frente a la joven promesa de la música clásica, que ha dejado sin habla a toda la industria musical y que mañana nos hará el honor de dar por inaugurado el festival.
–El honor es mío. Desde pequeña he soñado con tocar en un escenario tan especial y mágico, donde además han tocado muchos de mis referentes. Me ha hecho mucha ilusión escuchar tu presentación, pero creo que no es para tanto –agrego nerviosa.
–¿Qué no es para tanto? Sin molestias, Sofía. Te has ganado el respeto de pianistas, violinistas, directores de cámara y críticos de la industria y recién estás comenzando. Tu nombre es sinónimo de leyenda.
Suelto una risita para ocultar el color rojo que ha invadido mis mejillas. En tanto, me acomodo el cabello al otro costado y empiezo a jugar con mis manos.
Estoy sentada a la cabeza de una mesa grande, decorada con flores bonitas y manteles antiguos. Tengo una bandeja de quesos diversos en frente, una copa de vino y una bombonera con chocolates que me hacen agua la boca.
–Muchas gracias. Hago lo que me gusta y me llena el alma saber que mi trabajo le gusta a la gente.
–Tocas piano desde los tres años. ¿fue una clase de la tarde casual la que te llevó a estar aquí?
–No. A mi padre le gustaba tocar el piano, cuando llegaba de trabajar se sentaba a tocarlo y me gustaba sentarme en sus piernas para escucharlo. En vez de un cuento para dormir, yo prefería escuchar una pieza del lago de los cisnes o de Romeo y Julieta porque el sonido siempre fue como un abrazo al corazón. Mis primeros acercamientos fueron esos, y ya luego me comenzó a enseñar cosas básicas poco a poco.
–A los cinco años, ya habías entrado a la escuela de Barcelona con un cierto rasgo de "alumno diferencial".
–Eso se lo debo a mi padre. Fue quien me acercó al piano, y me animó en primera fila a seguir adelante.
–Tres años después conseguiste una plaza en el conservatorio de la ciudad condal, y Eugenia Martí fue tu primera maestra de talla internacional, a la que luego, y según sus propias palabras, superaste en técnica e interpretación.
–Eugenia es la abuela que la vida me ha dado, y para serte sincera, creo que ha exagerado un poco. Ella tiene una manera única para transmitir muchas cosas en una sola pieza...
–Y tú también. De ahí al premio de virtuosidad que te entregó la reina Sofía –mi piel cosquillea al recordar ese momento–. ¿Cómo recuerdas ese día?
–Fue como una montaña rusa de emociones. Estaba nerviosa e insegura porque iba a tocar la Polonesa, aliviada cuando me bajé del escenario y sorprendida por todos los elogios que vinieron después. El que la reina subiera a darme el premio me hizo llorar de emoción, de nostalgia.
Las preguntas que llegaron después fue más de lo mismo. Mi aparición en el festival de Praga, los conciertos benéficos, el concurso de Chopin y el de Chaikovski en Rusia. Un poco mucho de música, mi primer álbum, el segundo del que tanto se ha hablado, mi concierto con la sinfónica de Barcelona.
Al menos aquí no habría preguntas referentes a mi frecuencia a los partidos del Liverpool. Era una entrevista exclusivamente de mi carrera y adelantos para la presentación de mañana. Se publicaría en el sitio oficial del festival y en una revista prestigiosa de carácter musical, con la que Katia había firmado un contrato hace no tanto tiempo.
–¿A quién le vas a dedicar la presentación de mañana, Sofía?
–A mi padre. Sé que le hubiese encantado estar aquí.
–En todas tus entrevistas y presentaciones siempre te has referido a él con mucho cariño, nos has dejado ver que es tu fan número uno desde donde está. Háblame un poco más de él, Sofía.
Tomo una fuerte bocanada de aire para llenarme de valor. Pese al tiempo, hay heridas que siguen sangrando con la misma intensidad de aquel primer día. Los ojos se me nublan con las lágrimas, el corazón se siente pesado, y me veo llorando de rodillas sobre la lápida
Me está viendo desde el cielo. Mi madre lo ha dicho siempre y he aprendido a buscarlo en el resplandor del sol y de las estrellas. He aprendido a sentirle cerca en cada pieza de Chaikovski o Paganini.
Pero no he visto su sonrisa cuando toqué Hey Jude a las afueras de Andfiel. No ha hecho el viaje por Grecia que tanto le prometió a mi madre, y no le he podido llevar a ver la final de un mundial.
El tiempo pasa y todo parece seguir sin él. No obstante, hay veces, como esta, que seguir me cuesta y hablar de él duele.
No puedo evitar llorar al recordar el fatídico accidente de hace diez años, que quebró mi alma junto al autobús destrozado.
Recuerdo también las palabras del médico en el hospital: "No hemos podido hacer nada más, lo sentimos".
Cinco días después de mi cumpleaños. Un mes antes de recibir la beca para el conservatorio mayor de Madrid.
–Vamos a inaugurar la noche con una de mis piezas favoritas, de esas que me ponen la piel chinita y me dejan flotando en el cielo.
–¿Vas a adelantarnos el nombre?
–Nos vemos a las nueve de la noche de mañana para que lo descubran –sonrío metiéndome otro chocolate a la boca.
–Hablemos de tus composiciones –me anima la entrevistadora, luego de cambiar de luz ligeramente–. Se habla mucho de que además de tocar, compones piezas maravillosas, pero la gente no ha tenido oportunidad de escucharlas todavía. ¿Hay planes de sacarlas?
–hay planes de seguir haciendo mucha música, por el momento. Quizá con el tiempo me anime a sacar unas cuantas.
Esas piezas no son de la talla de claro de luna, ni de la polonesa, ni del estudio trascendental.
Esas piezas nunca van a llegar a formar parte de la historia, ni van a ser interpretadas en conciertos importantes.
No, porque creo que no tienen la calidad que se necesita.
Y pese a la insistencia de Katia por grabarlas, no lo voy a hacer. Porque tengo miedo.
Porque prefiero irme por lo seguro y no arriesgar.
Tanto esa noche como a la mañana siguiente y antes del festival poso para un par de revistas importantes. No le hacen sesión de fotos a Sofía Romero, la chica que sale en periódicos deportivos y de espectáculos por ser la "nueva conquista" de Alexander Madrigal. Le toman fotos a la joven pianista que tiene dos semanas cargadas de apariciones públicas con su música.
Mi representante aprovecha mi agenda apretada de maravilla, pues firma un contrato con una diseñadora de Barcelona y una línea de joyas exclusivas para que me vistan en todo este viaje. La primera noche de festival salgo a escena con un vestido azul eléctrico que me deja sin palabras, porque nunca he sido de usar colores tan llamativos.
Así que no viajo sola. Me acompaña Lucy, una colaboradora de Katia que además de organizar mi ropa y mis sesiones de foto, procura facilitarme las cosas para no poner excusas y perderme un vuelo más.
–¿Te puedo hacer una pregunta? –levanto la cabeza para mirarla cuando se sienta a mi lado, en la sala de abordaje del aeropuerto de Moscú.
Hasta entonces, nuestra relación había sido estrictamente laboral. Adoctrinada desde cero con las absurdas reglas de mi representante, Lucy siempre había procurado ser cordial, eficiente y responsable. "No han venido a socializar, han venido a trabajar", solía decirles Katia a sus colaboradoras.
–La que quieras –le sonrío amable.
Es la primera vez que viajamos juntas por tanto tiempo. Ya me había acompañado a otros eventos, sin embargo, nunca tuvimos el tiempo suficiente para sentarnos a hablar. Siempre se dedicó a hacer su trabajo. En los vuelos confirmaba y revisaba contratos, en los hoteles se apuraba por dejar todo listo y luego, en los salones, hacía las presentaciones pertinentes y grababa.
–¿Por qué no aceptaste ser la imagen de las casacas de Nicke?
–¿No se te hace raro? Digo, esa es una marca deportiva y ningún músico, en toda la historia, ha sido imagen de algo así.
–Pero es mucho dinero, y como dice Katia, la gente te va a conocer más...
–Me va a conocer como la conquista de Alexander madrigal que hasta es modelo de sus patrocinadores, y no quiero que sea así.
La oferta de Nicke llegó en mi último día en Madrid. Ser la cara de una nueva colección de casacas de la línea femenina por tiempo indefinido. O, mejor dicho, la duración del contrato la pondría mi romance. Si duraba un mes, sería modelo de casacas por un mes. Si duraba un año, lo sería por un año.
Entendí, al leer la cláusula del documento, que no me estaban eligiendo por ser Sofía Romero, la joven promesa del piano. Lo hacían por ser Sofía, la conquista de Alexander Madrigal.
–Katia dice que es el primer paso. Luego te van a escuchar y vas a ser historia.
–Beethoven no ha logrado ser una leyenda ventilando su vida privada. Va en contra de mis principios aprovecharme de alguien más para sobresalir.
–Creo que no te estarías aprovechando de nadie. No sé, el echo de que ahora tu nombre tenga más presencia que antes a ayudado a que más personas se fijen en ti. Hemos recibido muchas invitaciones no solo de marcas deportivas. Alfombras rojas, más eventos, presentaciones de libros y documentales...
–Pero eso no es gracias a mi trabajo. Es gracias a los escándalos desde que salgo con Alexander. Me han empezado a seguir sus seguidores, sus marcas quieren contratarme y todo aquel que me invite a eventos lo hace porque sabe el peso del nombre de Alexander Madrigal.
–Todos en la vida necesitamos un empujoncito –se revisa el reloj de pulsera y hace una mueca–. Faltan quince minutos para abordar. A lo que Iba, ¿has visto a Georgina Rodríguez ya?
–Es la novia de Cristiano.
–Se hizo conocida gracias a él, pero ahora podemos hablar solamente de ella. Cristiano no ha sido quien le ha dado portadas, ni invitaciones a eventos importantes, ni firmas con marcas prestigiosas.
–Lucy, no malgastes tu tiempo intentándolo –pongo una de mis manos bajo el mentón y cierro los ojos, cansada–. ya lo he hablado con Katia mil veces, no voy a firmar nada.
–Y no pretendo persuadirte para que lo hagas. Solo quiero que tengas en cuenta que el verdadero trabajo va a ser mantenerse.
–No te entiendo.
–Puede que ahora todos tus contratos sean gracias a él. Pero no va a depender de nadie más que de ti que esas marcas te vuelvan a contratar. Madrigal es solo un escalón, ya es cosa tuya saberte mantener y escalar hasta donde quieras llegar.
-------------------------***-------------------------
A pesar de haber seguido los consejos de Katia sobre disfrutar de cada ciudad que visito, decido hacer una pequeña excepción cuando llego a Venecia. No salgo del hotel más que para ir al evento y al aeropuerto, ya que me nace la genuina necesidad de recorrer los canales y las cafeterías acompañada.
Y no de Lucy, ni de la maquilladora. Si no de Alexander.
Cuando se lo cuento a Bárbara, me dedica la misma mirada cargada de lástima que me dedicó cuando supo que ese "amigo" que vivía en Inglaterra era su nieto. Deja el rodillo a un lado y toma una de mis manos. La aprieta fuerte al tiempo que suelta un suspiro largo y profundo que no logro identificar.
–No debiste desaprovechar la oportunidad, mi vida –me dice después de un rato–. Sola o acompañada, Venecia es para disfrutar.
–Pero tengo fe en que volveré pronto. Bueno, mejor dicho, volveremos.
–Casi nunca tiene tiempo. Si no juega, entrena o graba anuncios. Amasa aquí que voy a buscar los moldes –me entrega el rodillo antes de ponerse de puntillas para rebuscar en los estantes–. Desde que juega en Inglaterra solo nos hemos ido de viaje dos veces. ¡Dos veces en ocho años!
–Cuando se está enamorado hay tiempo para todo.
–¿Qué tan segura estás de que está enamorado también?
Sobre la barra pone un recipiente con moldes de todas las formas posibles. No sé si dejo de amasar por la impresión de ver tantos diseños juntos, o por lo desprevenida que me tomó la pregunta.
En cuanto me enteré que Alexander llegaría ese lunes por la noche, llamé a bárbara para prepararle algo especial. Ya me había quedado claro que no le gustaba nada además de las galletas, así que terminé todos mis pendientes lo más antes posible para ayudar y, porqué no, aprender en el proceso.
Y a pesar de mis intentos, no logro encontrarle respuesta a la pregunta.
Quiero creer que está enamorado, porque yo lo estoy y tiene que ser recíproco.
Sin embargo, una parte de mí duda al encontrarse con la mirada expectante de su abuela.
–¿Qué tan gruesa debe estar? –pregunto en cambio, poniendo uno de mis dedos al ras de la masa.
–Un poquito más delgada. Para que dore bien.
Continúo amasando en silencio por largo rato y con cada segundo que pasa me siento peor. No puede ser posible que estando tan segura como lo estoy, una pregunta simple de responder se haga tan complicada.
¿Cómo sé que está enamorado de mí?
Daniel sí que lo estaba. Me traía flores, chocolates; me decía cosas lindas antes de dormir y al despertar; me miraba de una forma indescriptible y cada que lo hacía, me decía que mi sonrisa le paraba el mundo.
Muevo la cabeza recriminándome por pensar en eso. Ni mis sentimientos son los mismos, ni Alexander es igual a Daniel.
Nunca sentí con mi ex lo que siento al ver al futbolista. Nunca se me paralizó el alma con una mirada, ni se me secó la garganta con una palabra, ni hice planes así de rápido.
A fin de cuentas, con Alexander todo es más intenso.
–¿Entonces...?
–¿Así está bien? –levando el rodillo y me aparto para darle espacio.
–No lo evadas, cariño –pone una mano en mi hombro–. Te hice una pregunta.
No se parece en nada a su nieto. Tiene una mirada expresiva y pese al momento extraño que nos envuelve, me dedica una sonrisa cálida y maternal.
–Lo de nosotros ha sido tan rápido y no hubo tiempo para detalles ni citas. Pero no sé, desde el primer momento, a su manera, me demostró interés y...
–Una cosa es el interés y la atracción, y otra muy distinta es estar enamorado.
–Luego de la atracción viene el enamoramiento –me señala el recipiente con los moldes antes de tocar la masa un par de segundos–. Tiene las mismas ganas que yo tengo de verle...
«¿¿Qué más, Sofía?»
Frustrada, me muerdo el interior de la mejilla y cierro los ojos.
–¿Cuáles quieres usar? –me da un golpecito en el brazo.
–¿Los corazones? –como si de un chiste se tratara, se echa a reír.
–Corazones serán.
No solíamos quedarnos calladas por tanto tiempo. De hecho, una de las cosas que más me gustaban de visitar a Bárbara era su facilidad para hacer conversaciones amenas. Así que me resultó extraño el echo de sacar la masa en moldes en silencio.
La cocina se sintió más grande de lo normal y el ruido de la espátula preparando la bandeja se hizo más fuerte. ¿Y si estaba esperando algo más?
Pero ¿Qué otra cosa podía decir?
–Alexander nunca se ha enamorado –dice luego de poner la primera bandeja de galletas al horno–. Y si lo ha hecho, nunca lo ha demostrado.
Y pese a las miles de preguntas que me llegan de repente, no digo nada.
–Nunca nos presentó a alguien y su madre y yo siempre supimos que salía con muchas chicas –dejo de moldear la masa para mirarla–. Nunca nos habló de nadie y no le vi ese brillo especial en los ojos que tienes tú ahora, por ejemplo.
–Su mirada es indescifrable –ignoro la punzada de incomodidad de mi pecho–. Además, creo que desde que nos conocimos no lo has visto.
–Por eso te estoy haciendo la pregunta. ¿Cómo estás segura que está enamorado de ti?
Por un momento, todas las ilusiones y planes que he ido escribiendo parecen tambalear. Los ojos me arden sin motivo aparente y el malestar de mi pecho se intensifica más.
¿Y si no está enamorado de mí?
El pensamiento me produce escalofríos. Tengo que apoyarme levemente en la barra para respirar, pues contemplarlo me sabe mal.
No puede ser, porque en menos de dos meses he construido un futuro que no hice en dos años.
No, porque apuesto más por esta relación que por mi carrera.
No, porque si no estuviese enamorado no hubiese pasado todo lo que ha pasado.
Una imagen de mi última noche en Liverpool me invade de repente, haciendo más grande el sentimiento de pesadez de mi pecho. Me veo en la cama, con la mano extendida mientras él cierra la puerta de la habitación dejándome sin palabras.
–¿Cuántas novias tuvo? –me trago el nudo de la garganta y como no sé que responder, la encaro con una pregunta.
El suspiro que suelta es de lamento evidente, no obstante, me regala una sonrisa comprensiva que, en vez de tranquilizarme, me pone los nervios de punta.
Tarda en responderme. Se toma unos minutos para acomodar la nueva bandeja de galletas, mientras la cocina se va llenando con el olor de la avena y el coco. Huele a casa, a calidez, a cuál esposa espera la llegada de su marido.
–Muchas veces lo he pensado, pero nunca he hecho una lista –susurra–. Lo que si hice fue guardar algunos artículos de revista.
–¿Qué?
–vamos a esperar cinco minutos más para que se doren bien. El secreto es cocerlas a fuego lento, ya vas a ver cómo nos van a quedar.
–Los artículos de revista...
–Mi nieto sale cada mes en una revista distinta con una chica distinta. Me gusta recortar las páginas para guardarlas. Si los contamos, quizá te hagas una idea de cuantas novias a tenido. Bueno, si a eso se le puede llamar novias. Aunque ¿sabes qué? –vuelve a acercarse a mi oído–. Yo creo que no es capaz de pedirle a alguien que sea su novia, es tan poco caballero...
Suelto una carcajada, aunque muy en el fondo eso último se sienta como un golpe seco en las costillas.
¿Y si nunca me lo pide?
–¿Y cómo son? –me lanza una mirada interrogante–. Las chicas con las que sale.
–No las conozco.
–Pero ¿rubias, altas, morenas...?
–¿Eso qué importa?
–Mucho –cierro los ojos, pues me encuentro sorprendida por mis propias palabras, a estas alturas eso ya no debería importar–. ¿De verdad soy diferente a lo que acostumbra?
En mi mente se vuelven a repetir las palabras de su entrenador, tan crudas y profundas como ese día en el entrenamiento. Junto a ello, la mirada cargada de incertidumbre que dedicó sin poder evitarlo.
–Tú no eres igual a nadie.
–¿Características...?
–Sofía, no tendríamos que estar hablando de esto.
–Pero entonces, ¿sí le puedo preguntar otra cosa? –cambio mi táctica, extasiada por una curiosidad nunca antes vista en mí.
–Mejor centrémonos en hacer las galletas. Ya casi...
–¿Por qué dices que Alexander no me merece?
–Mi nieto no se merece a nadie. Es un egocéntrico, maleducado, arrogante, insoportable...
–Estoy enamorada de él. Y si te soy sincera, con él lo quiero todo. No me importa que sea un prepotente, egocéntrico y mal educado, yo...
–¿No te importa sufrir, tampoco?
–¿Por qué sufriría?
–Sofía, Alexander no es...
Para mi suerte o desgracia, justo en ese momento, la puerta trasera de la cocina se abre y Marisa entra junto a su hijo, que tiene la cara más seria que nunca, casi casi llegando al punto exacto de la irritación. Vienen discutiendo de algo. Ella luce alterada y deja caer al suelo dos bolsas de ropa.
Mi corazón parece tomar vida propia en cuanto percibe su olor amaderado, pues empieza a latir tan fuerte, que tengo que esconder la cabeza por miedo a que Bárbara lo halla notado. Las piernas me tiemblan, pero él, de espaldas como aquella primera vez, no nota mi presencia.
–¡Porque tengo derecho a saberlo! –pese al tono alto que emplea, hay un toque de respeto en sus palabras, como si no se atreviese a gritarle del todo.
–¿Y para qué? Saber su nombre no te suma ni te resta nada. Han pasado 27 años y no te ha buscado.
–¿Sabes que si no me lo dices tú igual voy a terminar descubriéndolo, ¿no?
En ese instante pasan muchas cosas. Marisa se descoloca hasta el punto de dejar caer su bolso, Alexander voltea con los ojos llameantes y mi pecho colapsa en cuanto nuestras miradas se chocan. Una corriente eléctrica baja rápido por mi columna vertebral y mi estómago cosquillea, dejando en evidencia el estado de vulnerabilidad en que me sumerjo.
Contrario a mis expectativas, no sonríe, ni se acerca a saludarme, ni me guiña el ojo. Frunce el ceño, notablemente incómodo y pasa la vista entre su abuela y yo, buscando, quizá, entender la situación.
–¡Tú no puedes hacer eso! Luego de todo lo que he hecho por ti...
–Déjalo así, Marisa –le dice, mirándome de arriba abajo–. ¿qué haces aquí?
«Me quiero morir».
Habiendo tantas frases bonitas, infinidad de formas para saludar y muchas expectativas en juego, se le ocurre preguntar con una frialdad exagerada.
Ni un "hola, hermosura, ¿qué tal?"
Hay un cortocircuito de emociones en mi pecho. Así que, por más que quiero, no logro decir ni hacer nada. Sigo en el mismo punto incluso cuando Marisa posa sus ojos en mí, tan fríos y con una pisca de desdén. Al menos a ella sí le puedo leer los ojos, y no le hace nada de gracia tenerme aquí.
–Por lo visto no te conformas con ser portada de revistas y tener un lugar en el palco, ahora hasta tengo que verte en mi propia cocina. ¿mando a un camión de mudanzas a por tus cosas o qué?
–Déjalo así, ¿quieres? –encara su hijo, señalando con el dedo las bolsas tiradas–. Tenemos visitas, Marisa, manda a alguien a que se lleve esto.
–Tu visita, querrás decir. Yo no he invitado a nadie –se acerca despacio, inspeccionando el desorden de la barra y el horno encendido–. Mira nada más, te están preparando galletas. Cuéntame, cariño, ¿en Liverpool también te esperan con cena echa?
Se le termina de nublar la mirada. No sé si es producto de imaginación, pero los ojos azul grisáceos que en algún momento me miraron con adoración, pierden todo tipo de expresión y misterio.
–¿Tan mal te fue en el centro comercial? –se adelanta bárbara al ver que su nieto estaba por responder–. No me digas, no has conseguido la falda que querías.
–La conseguí, mamá. Más bien, no me esperaba verte con "visitas" –fijo un rato la mirada en los anillos que deja a un costado de la barra para lavarse las manos, son de un corte bastante particular y los diamantes que rodean a los zafiros son ciertamente hermosos–. ¿no se supone que iba a ser una cena familiar?
–La cena es a las ocho –Bárbara abre el horno y retira, con cuidado, la bandeja de galletas humeantes–. Le estoy compartiendo a Sofía mi receta secreta, porque ella sí que se está tomando en serio esto de aprender.
Me apresuro por pasarle la otra bandeja, y hago hasta lo imposible por no flaquear al tener los ojos de su nieto posados en cada uno de mis movimientos. De hecho, incluso siento su mirada cuando me acuclillo frente al horno, para ver de cerca cómo Bárbara programa todo.
Una parte de mí quiere correr a abrazarlo, estos días sin él se me habían hecho eternos y me frustra la idea de tenerle cerca sin poder hacer lo que tanto he soñado las últimas noches. Quiero besarle, enredar mis dedos en su cabello y escucharle decir mi nombre.
–Siete y media, mamá. Tu nieto tiene una agenda tan apretada que solo nos va a dar dos horas ¿puedes creerlo? Dos horas a nosotras, que lo hemos ayudado a llegar donde está. Así que, si estás esperando un poquito más de tiempo, querida, déjame decirte que lo estás perdiendo –se vuelve a colocar los anillos y se acerca un poco, como si me estuviese diciendo un secreto–. Yo soy su madre y calcula el tiempo que pasa conmigo y tú eres... una más del montón.
Duele. "Una más del montón".
Duele tanto, que me veo obligada a apretar los ojos para controlar el llanto que amenaza con salir de un momento a otro.
No puedo ser una más del montón.
–Ni haciendo galletas lo vas a...
–¿Por qué diablos no te callas, Marisa? He venido escuchando tu voz todo el camino y me está doliendo la cabeza –agacho la cabeza y finjo arreglar las galletas al sentirle cada vez más cerca–. ¿No tienen empleados o qué? quiero un baso de agua, una pastilla...
–Hay agua en la jarra, muñequito. Sírvete un vaso. Las pastillas están en el botiquín.
–¿Quieres que haga la cena, también?
–No quiero morir intoxicada –le responde su abuela, arrastrando una banca grande para sentarse–. Haré pasta de verduras y alitas. Siéntate conmigo, cariño, las galletas tienen que enfriar y ya hemos estado mucho tiempo de pie.
Avergonzada, incómoda, con una sensación extraña al centro del estómago, arrastro una banca alta todavía con la cabeza gacha. La cocina es grande, sin embargo, siento que me sigue con la mirada en cada paso que doy, y cuando me siento, veo en cámara lenta cómo se acerca a paso ligero.
–Me hiciste galletas –no sé a quién se lo dice.
–No te equivoques, muñequito. Hice galletas, para todos.
–Justo hoy, cuando llego ¿no? que conveniente.
–No eres el centro del universo. Ha sido una casualidad. Sofía quería aprender y acordamos para hoy.
Se me paraliza la mitad del cuerpo en cuanto sus ojos, más libres y cargados de un brillo pícaro, enfocan a los míos, que lucen contrariados.
–Y por eso harás alitas con pasta de verduras.
–Tengo que hacer algo que puedas comer sin quejarte, porque no es agradable oírte. ¿No te he dicho que estamos muy bien sin ti?
–Créetelo primero y luego hablamos –la seguridad al hablar, todavía con la mirada puesta en mí, me nubla el juicio.
–Hay, muñequito. ¿Por qué crees que no hay nadie? les di día libre a todos los del servicio. No les pagamos lo suficiente para que te soporten.
Aún sometida por su mirada, abro la boca intentando asimilar la crueldad de sus palabras. Él no se inmuta ni se enoja, más bien, sonríe, derritiéndome en el proceso.
–Agradecidos deberían estar ellos de poder tenerme cerca.
–¿Quién te crees?
–No me creo, soy el futbolista más determinante de la premier League.
–Lo que eres, más bien, mi vida, es un príncipe de aparador –me da un golpecito leve en el hombro antes de ponerse de pie–. ¿Qué tal el viaje?
Invade mi campo de visión para dejar un beso suave en la cabeza de su nieto, quien parece flaquear en su pose de persona sin expresión. Para mi sorpresa, ella no espera un abrazo, ni un beso de vuelta, ni una respuesta. Actúa como si nada alejándose, para ofrecerle con la mirada la bandeja de galletas recién horneadas. Aunque es breve, la interacción es lo suficientemente extraña como para dejarme miles de puntos e interrogantes a medias.
Me repongo rápido del efecto de los ojos grises sobre los míos y me miro en uno de los vidrios que dan hacia el comedor. Me suelto el cabello, lo peino para atrás, acomodo las mangas de la blusa, paso la lengua por mis labios, me quito el mandil de cocina. Necesito verme bien.
–Corazones –observa en tono de burla–. NO seas patética, bárbara.
–¿Patética? –no suena a sarcasmo tal como quería, más bien, suena a pregunta y me frustro aún más.
La primera cosa que digo desde que entró suena mal, hasta el punto de no reconocer mi propia voz. La siento ronca, distinta, con un toque de extrañeza.
Mierda.
–Las moldeaste tú. Déjame decirte, preciosa, que la forma no importa porque al final se destroza en la boca. ¡no te ha dicho Bárbara que odio los corazones?
No un saludo. No besos. No miradas coquetas. No tono sexi.
Es la primera vez que me quedo con las ilusiones al aire. Me imaginé todo, menos un encuentro así de seco.
Hacía dos semanas no nos vemos y creí fielmente en un saludo distinto. Me vi corriendo a sus brazos, entregándome a un beso vehemente, escuchando algo que me erice la piel.
Me siento estúpida cuando, sin importarme nada, pongo las manos suavemente sobre sus hombros y dejo mi cabeza a pocos centímetros de la suya.
–Te extrañé –le digo, lo suficientemente alto para que fije sus ojos en mí.
En vez de sonreír, tensa la mandíbula y me aleja con un ademán de manos. Entonces, creo que mi corazón se fractura un poquito.
–¿Dónde dices que están las pastillas, bárbara?
No me besa. No me guiña el ojo. No me sonríe. No me responde.
Pasa de largo. Me ignora. Encoje los hombros.
–en el botiquín de la sala de estar.
–llámale a mi chofer y dile que acompañe a Sofía a casa –primero le habla a su madre, que yace recostada en una de las paredes y luego, mira a su abuela–. Es tarde, supongo que le habrás dicho que tienes un compromiso después.
Oh. Oh. Oh.
¿Después de todo, así?
Me cae un baldazo de agua fría sin previo aviso y tengo que apoyarme en la barra para no flaquear.
–Ella se va a quedar a cenar.
–familia, bárbara. Tú, Marisa y yo. Nadie más.
Golpe seco otra vez.
–Está aquí, y pensé que a ti te gustaría...
–No hace falta que llame a nadie, señora –le hablo a Marisa, con un nudo incómodo en la garganta–. He traído coche. Nos vemos otro día, bárbara. Cuídate.
En vez de sentirme mejor, mientras me dirijo a la puerta a paso ligero, un malestar sube poco a poco desde mi estómago hasta mi garganta. Dudo en seguir avanzando, pues una parte de mí, tenía fe en que con eso reaccionara.
Quería que me siga, que me pida disculpas, que pida que me quede. Y pese a demorarme más de lo necesario en salir de la casa, nunca llega a por mí. Escucho la voz de Bárbara a lo lejos, su risa, me rompo más.
Esa noche tengo orgullo y no me quedo, pero me siento en el suelo.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro