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13. UNA COPA

El golpe sutil en la puerta acompañado por la voz del mayordomo impidió que sus dientes se prendieran de uno de mis pezones. Dejé de acariciar su cuerpo como si quemase, di una rápida vista a la situación y me escabullí sintiendo que el pánico me asaltaba.

¿Qué estaba haciendo?

¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar si es que no nos hubiesen interrumpido?

¿Iba a tener el valor de decirle: "detente"? y ¿quería hacerlo?

El bufido de frustración que soltó me encogió aún más. Le di la espalda en un intento por ocultar todo lo que ya había visto.

¿Cómo iba a mirarle a los ojos ahora? ¿cómo iba a sentarme a cenar con él después de esto?

¿Cómo, si había cruzado la línea de lo permitido?
¿Y qué era lo permitido?

–Lárgate.

Pese a haber disfrutado el momento, experimenté una mezcla de vergüenza y arrepentimiento. Porque esto lo cambiaba todo, porque me dejaba expuesta y vulnerable. Porque yo no me dejaba llevar.

«Vamos, Sofía. Desde que conociste a Alexander has perdido la cordura y te has dejado llevar sin pensar en el después»

Aún con la respiración agitada y el corazón latiendo a mil, tomé fuerza de donde no había para recoger el sostén.

Volví a alzar los ojos y me encontré con su mirada aún nublada, pero al sentir el primer escalofrío que congelaba todo a mi alrededor tuve que apartarlos de inmediato. Me mataba no ser capaz de hablar y verle tan tranquilo.

–Es importante, señor.

La puerta se abrió poco a poco y escondí la prenda a mi espalda. ¿De qué servían ocultar las evidencias si el aire tenía impregnado un olor distinto, de esos que rebelaban mucho?

–Disculpen la interrupción –continuó Tom, ganándose una mala mirada de su jefe–. Pero su madre está furiosa porque la reservación del hotel no era la que quería.

«Marisa».

–Soluciónalo. Estoy ocupado.

–Exige que usted la atienda –observó el lugar como si estuviese buscando alguna prueba contundente.

–¿Qué parte de: "estoy ocupado" no entiendes?

Incómoda, apreté los labios sin dejar de balancearme.

–Señor, pero..., su madre quiere...

–Me vale una mierda lo que ella quiera en estos momentos –fija su mirada en el valle de mis senos, dejándome sin aire–. Dile que aproveche su viaje para conseguir a un árabe y que se quede a vivir allí.

–¡Alexander! –la voz me hizo retroceder, pero todo tuvo sentido al reparar en el teléfono que sostenía el mayordomo–. ¿Se puede saber qué es más importante que atender a tu madre?

–Follar.

Oh. OH.
Y dice lo que nunca debió decir.

Y los ojos de Tom me analizan sorprendidos.

Y tengo las mismas ganas de pegarle de la primera vez que lo vi.

¡Qué vergüenza! Marisa es todo menos estúpida, sabe que estoy aquí y debe estar atando cabos.

Quiero mantenerme serena, pero el color poco a poco va apoderándose de mis mejillas. Así que, en mi desesperación por ocultarlo, suelto una carcajada que resuena por toda la estancia. Los ojos del futbolista me detallan incrédulos, su empleado no entiende, y escucho una palmada fuerte proveniente del móvil.

–Como sea –hago puños al escuchar su voz calmada–. Soluciona esto cuanto antes. Quiero la suite Bulgari. Y, por cierto, no te olvides del viaje de tu abuela y del crucero que me prometiste por mi cumpleaños.

–Consigue un crucero que dure cincuenta años, los suficientes antes de que muera –le ordena a Tom–. Cuélgale y apúrate con la cena.

–Yo también te quiero, cielo.

Algo en su expresión cambia, pero con la misma prisa, desaparece.

Tom sale del lugar moviendo la cabeza, cierra la puerta y aunque el espacio es bastante grande, yo siento que estoy a nada de asfixiarme. Observo el piano como si así pudiese evitar al hombre que se acerca despacio para levantar mi mentón.

–Todavía no hemos terminado, nena –aclara y me besa–. Te espero en el salón.

30 minutos después estoy sentada en el comedor de la terraza. El ambiente es romántico, hay velas sobre la mesa, música clásica de fondo, hasta un corazón armado con jarrones de flores frescas. La luna que se mueve lentamente junto a las estrellas es el toque final para considerar que esta noche es una de las más especiales de mi vida.

Estar cenando con Alexander me hace feliz, y de alguna u otra manera, hace que lo que siento por él crezca a pasos agigantados. Que las primeras veces se terminen me genera un miedo inexplicable, sin embargo, tengo claro que quiero hacer esto siempre. Los nervios le han dado paso a un profundo sentimiento de bienestar y a una tranquilidad comparable a la que me produce escuchar a los pájaros cantar.

–El balcón de tu habitación también da al malecón. Vas a despertarte y dormir mirándolo, ahora quiero que me mires a mí.

Esta era, sin duda, la mejor zona de Liverpool. El contraste perfecto de tranquilidad y caos; naturaleza y urbanización. En el mismo piso había para quienes eran de apreciar la luna, las estrellas y los árboles; y para los que amaban ver pasar la vida agitada de la ciudad. Te podías sentar a escuchar a los grillos cantar, o a los carros pitar y el ruido de los bares.

Me fue imposible no quedar encantada con la ubicación del piso y el contraste exquisito de dos polos opuestos. En definitiva, yo me inclinaba por la vista que me ofrecía la terraza. El malecón, lleno de árboles y la luna de fondo.

–Tiene una vista interior –apreté el tenedor con fuerza, evidenciando no estar preparada para esto–. Voy a despertarme mirando la piscina.

–Te estás confundiendo, hermosura. En este edificio no hay ninguna piscina.

–Ya, pero en el hotel sí –dije cerrando los ojos.

–¿Qué hotel?

Ajeno a la conversación, el mayordomo llegó para poner sobre la mesa una botella de champagne y dos copas. Montó en una fuente los platos vacíos de la ensalada antes de colocar una vela más al centro.

–Uno que está cerca del museo de los Beatles.

–Como sea. Pero te quedarás a dormir aquí, y tu habitación tiene vista al malecón.

Me limpio la boca con la servilleta, muerdo mi labio inferior. Miro a Tom, quien encoge los hombros, dejando claro que no va a participar en la conversación.

–De eso te quería hablar –empiezo con cautela. En vista de que no piensa hablar, continúo–. No me voy a quedar en tu casa. Mira, agradezco la invitación, pero ya tenía una reserva echa...

–¿Cómo se llama el hotel?

–¿Qué? ¿para qué? –dejé caer el tenedor sobre el plato.

–la visita incluye todo –exagera una sonrisa–. Vamos a cancelar la reserva.

–Ya está pagada.

–Si el dinero es el problema, te lo reembolso yo. Trae mi Chequera, Tom.

–No es...

–Mira, nena. SI prefieres una transferencia o efectivo avísame.

–No es eso –juego con un mechón de cabello–. Tengo todas mis cosas ahí.

–Te di una indicación –le habla a su mayordomo, que estaba a nada de salir–. ¿Los años te están pasando factura o qué?

–Señor, lo que pasa es que... –me da una mirada rápida antes de hablar.

–¿Qué? ¿qué te importa una mierda lo que te ordeno? –alterado, se pone de pie y se acerca a Tom–. Odio que mis empleados no me obedezcan, porque para eso les pago y súper bien. Así que coge tus cosas y...

No pude huir del remordimiento anticipado que me atacó al entender el rumbo de las palabras de Alexander, ni de la mirada cargada de súplica que me regaló el mayordomo. Le había prometido arreglar la situación, pues fui yo quien lo orilló a desobedecer a su jefe. Por ello, rodeé la mesa hasta quedar al lado del futbolista, que no dudó en posar sus ojos sobre los míos.

–Continúa con lo tuyo, Tom –le indiqué suavemente tras apartar la mirada–. Yo me encargo.

Noté su expresión más relajada, pero el alivio no duró poco. Volvió a tensarse en cuanto Alexander dio un paso hacia él.

–Tienes cinco minutos para recoger todo y por la remuneración no te preocupes, la tendrás –avancé también, esta vez, para colocar una mano sobre la piel desnuda de su brazo, captando su atención–. Dame un segundo.

Un flash de lo ocurrido en la biblioteca me golpeó fuerte, obligándome a apretarle el brazo más de lo necesario. Los dedos de la mano libre me cosquilleaban, como si quisiesen tocar también.

–No puedes hacerlo –me atreví, tragándome el ligero temblor en las piernas a causa del recuerdo.

Soltó una carcajada áspera, similar a la de aquel primer encuentro y rogué en silencio que la tierra me tragara.

–¿Que no puedo despedir a mis empleados, dices? –se me cortó la respiración cuando acunó mi rostro entre sus manos–. Hermosura, no te tomes atribuciones que no te corresponden. Yo los contrato, y decido cuando se van.

–Estás cometiendo una injusticia –le respondí en un susurro, como consecuencia de tenerle tan cerca.

–No cumplió una orden.

–Porque yo se lo pedí –se alejó y pude respirar tranquila–. Ya tenía la reserva hecha, Isabella había decidido acompañarme.

–Te dije que el viaje correría por mi cuenta –le señaló la puerta al mayordomo y tomó su lugar en la mesa.

Tom me agradeció con un movimiento de cabeza y respiré aliviada. No me iba a perdonar si por mi culpa se quedaba sin trabajo.

–No quería abusar. Las camisetas, la entrada para el estadio, el avión... además, mi amiga se animó a venir, no iba a invadirte como si nada.

–No estás abusando. Una vez aclarado todo, manaré a alguien a que vaya a por tus maletas.

No preguntaba. Hacía las cosas según le parecían y no me terminaba de gustar del todo.

Qué le costaba un ¿te parece si mando a traer tus maletas?

–Agradezco la invitación una vez más, pero no puedo –me dedicó una mirada interrogante–. Isabella me está esperando y ya la dejé sola todo el día.

–¿Y eso qué? no es una niña.

–Sí, pero vino para acompañarme. No conoce a nadie, es un lugar nuevo...

–Y tú has venido para estar conmigo –me recordó, erizándome la piel–. Tenemos muchas cosas pendientes.

Nuestras miradas se chocaron y la inquietud se apoderó de todo mi ser. Una inquietud excitante que vibraba bajo mi piel y me llenó de cosquillas de pies a cabeza. En ese instante, el recuerdo de tener a sus manos acariciándome golpeó fuerte y no pude responder.

Sus palabras, aunque tenían forma de recordatorio, ocultaban un sinfín de promesas nunca dichas que me negaba a dejar escapar. No Sofía cuerda, si no la pianista encantada con el sabor de sus besos y las sensaciones agradables que evocaban sus dedos sobre mi piel. Le di un sorbo al jugo de cerezas antes de devolverle el guiño.

La expectativa de las "cosas pendientes" impregnada en el aire me obligó a romper el largo silencio rato después, preguntándole si en algún momento se había cruzado con alguien de la familia real. Y no supuse mal, su círculo tenía cosas en común con el de la institución británica. Ostentoso, mediático. Conoció, hace menos de un año, a los duques de Cambridge en la alfombra roja de una marca de accesorios de la que era imagen principal.

Para Alexander conocer a alguien de la realeza era como conocer a un compañero de equipo más. Lo entendí con su encogimiento de hombros y con la emoción inexistente en su voz. Yo en cambio, fui la mujer más feliz del mundo en mi encuentro con la reina Sofía y tal como se lo dije, sueño con ver, así sea de cerca, a un miembro de la familia real británica.

Algo que no se va a poder, y que sí me hubiese encantado, es conocer a Diana de gales.

Mi confesión le da paso a una conversación a cerca de su paso por la institución real y sus líos amorosos con Carlos. Y no estamos de acuerdo.

–Carlos la humilló, y no tenía ningún derecho de hacerlo. Era la madre de sus hijos.

–¿Sí eres consciente de que se pudo haber evitado si ella no se casaba, cierto? –

–¡Estaba enamorada! –le recuerdo.

–Pero días antes se enteró de que la estaba engañando.

–Además, así lo hubiese querido, ya era demasiado tarde. Estamos hablando de la familia real, sabes como son.

–A la mierda la familia real –abre la botella de champagne–. Por orgullo, no debió casarse con un hombre que amaba a otra.

–No es tan sencillo.

–Vamos a ponerlo fácil. Si tú, Sofía Romero, te enamoras de alguien que no te ama ¿vas a rogar?

–Ahora te puedo decir muchas cosas, pero con el corazón nunca se sabe.

–¿Y tú orgullo? ¿el sentido común?

–Supongo que no lo haría –murmuro más para mí que para él.

–Si Diana no quería sufrir, debió dejarlo en el altar. No tuvo orgullo y ya está.

–El corazón a veces traiciona a la razón.

–Hay que aprender a dominar los sentimientos, entonces.

Ignoro el consejo, porque es demasiado cruel para ser verdad.

Diana se equivocó y se dejó llevar, pero el corazón muy pocas veces se equivoca. De lo contrario, no estaría aquí, a nada de "terminar las cosas pendientes".

–Tener como enemigo a la familia real no es nada bueno –me alcanza una copa–. Gracias.

–¿Y eso qué? no estoy para mendigar amor.

–Si analizamos el contexto, había más cosas que su orgullo en juego.

–Por las malas decisiones de Diana y porque el orgullo siempre debe estar, ante todo –alza su copa, instándome a hacer lo mismo–. Y porque me gusta cuando te enojas –añade cuando ruedo los ojos.

–Por nosotros y porque esto se repita seguido –el ruido de las copas chocándose alborota mi pecho.

–Porque podamos acabar lo que empezamos hace un rato.

No le acepté solo una copa. Fueron dos, tres, cuatro. Y mientras hablábamos de todo y nada a la vez, el alcohol iba enterrándose en mi cabeza de a poquitos, nublándome la cordura.

Me hallé flotando en una burbuja de sonrisas coquetas, miradas pícaras y comentarios que gritaban mucho y nada a la vez. Alexander no se andaba con rodeos. A la tercera copa estaba sentado a mi lado, tan cerquita, que su calor contrarrestaba el temblor de mi cuerpo producido por el aire helado que me golpeaba suavemente.

–He querido tenerte así desde la primera vez que te vi –susurró, tras haber mordido el lóbulo de mi oreja, cortándome la respiración.

–Dime algo que no sepa ya –me sorprendí de mis palabras y de la forma en que mi cuerpo buscó acercarse al suyo–. Por ejemplo, dime que quieres de mí.

–¿Qué quiero de ti?

–Sí. "Empezar desde cero" no es algo tan convincente.

–Terminar todas las cosas que dejamos pendientes.

–¿Qué hemos dejado pendiente, según tú?

–Sofía, lo sabes perfectamente. No me hagas hablar.

–¿Qué hemos dejado pendiente? –repito, encantada por el juego de palabras.

–Si quieres ahora te lo muestro –la garganta se me secó–. Déjame complacerte, te encantará todo lo que muero por hacerte.

No puede ser.

Con un solo movimiento consiguió que me sentara sobre sus piernas. Sin darme tiempo de reaccionar rodeó mis caderas con uno de sus brazos, inmovilizándome. Era un gesto tan natural que no pude alejarme, me sentía cómoda en esta posición tan íntima.

–Todavía... –intenté al notar su claro intento por besarme.

–¿Todavía? –Rio, mientras acortaba la distancia que nos separaba.

Separé los labios en cuanto su aliento cálido los rozó, cayendo en ese juego peligroso del que mi mente me advertía huir. Por alguna razón no pude cerrar los ojos. me fue fácil dejarme llevar por las mariposas en mi estómago y la electricidad que me recorría por completo.

Me seguía sorprendiendo la manera en que nuestras bocas encajaban, despertando emociones que no tenía idea de cómo manejar.

Pasaba la lengua entre mis labios tentándome con astucia. Instándome a que le siguiera el ritmo, a entregarme a un beso que me parecía demasiado sensual. Me animé a buscar el contacto de mis dedos con su cabello y le acaricié tras la oreja, al mismo ritmo demandante con el que su boca se movía sobre la mía.

Su respuesta fue inmediata. La mano que tenía en mi cintura me apretó con fuerza mientras el beso se tornaba más húmedo y agresivo. Estaba experimentando un temblor delicioso entre las piernas, sentía la humedad en mi ropa interior y como la piel se me erizaba.

–Alex... –no supe si el tono de súplica era para que continuase o para que parase.

–Lo quieres igual que yo.

me descubrí encantada con la imagen de sus labios humedecidos por los míos y su respiración ligeramente alterada. Rosé mi nariz con la suya mientras asentía, aceptando, sin estar del todo convencida retomar el juego.

No puse resistencia cuando con sus dos manos sujetando mi cintura, me cambió de posición hasta quedar a horcajadas sobre él. Sumergida en las sensaciones que emanaba mi cuerpo, me hallé pisando la línea delgada entre lo que debía y no debía hacer con el futbolista. Me costaba escuchar a mi consciencia, frenar lo que estaba sintiendo, pensar en un después. Alexander me seguía comiendo la boca mientras sus dedos se aventuraban a tocar mi piel bajo la camiseta con su nombre.

Dejé escapar un gemido en cuanto mordió mi labio inferior. Complacida, moví un poco mis caderas contra su erección que percibía dura al tacto. Y ya había cruzado la línea, perdida en la inmensidad de sus ojos grises y en el montón de emociones recorriéndome la piel.

La necesidad de más se acrecentó cuando me desató el sostén en un movimiento ágil, y fui yo la encargada de hacer el trabajo restante, levantando los brazos para deshacerme de los tirantes. Metió la mano por debajo de la camiseta y lo hizo a un lado y el estómago se me contrajo.

Otro gemido escapó de mis labios al sentir sus manos frías acunando mis pechos. Eché la cabeza hacia atrás y vi una sonrisa de satisfacción en sus labios, que se perdió cuando comenzó a besarme el cuello.

Entonces, sí cerré los ojos y supe que no podía frenarlo ya.

Apoyó mi espalda en la mesa, separando mis piernas para acomodarse en medio y profundizar el roce. Quería tocar también, así que me aventuré a levantar la tela de su camiseta para recorrer con mis dedos la piel de su espalda.

Estaba experimentando una mezcla de placer y necesidad que me llevó hasta perder la vergüenza, la cosa más intensa que había experimentado jamás. Mientras que sus manos apretaban mis pechos, pasaba la lengua por mi cuello haciendo que los jadeos se escaparan sin pudor.

Tan entregada estaba, que levanté las caderas con la necesidad de rosarme contra su pelvis, en un intento de calmar ese dolor entre las piernas que parecía aliviarse si me restregaba contra él.

Me dio un último beso antes de inclinarse. La camiseta totalmente levantada dejó mis pechos al descubierto, y volví a soltar un gemido cuando paseó la lengua entre ellos. Besaba y mordía tan bien, como dejando en claro toda la experiencia que tenía en el asunto. El placer se sentía en el aire, enredé los dedos en los mechones de su cabello, gritándole en silencio que quería más.

De la nada, Alexander se separó un par de centímetros para observarme de una manera que me estremeció. Detalló mi rostro hasta que nuestras miradas chocaron. Me relamí los labios para esconder el ligero temblor que me recorrió la columna vertebral y sonrió.

Supe, en cuestión de segundos, que me estaba pidiendo permiso con la mirada y asentí, embriagada por el sabor de sus labios y la sensación agradable de sentir sus besos sobre mi piel.

Me besó una vez más y me guiñó el ojo, instándome a ponerme de pie. Le miré un poco decepcionada al ver que no había intenciones de llevarme en brazos, sin embargo, las sensaciones agolpadas al centro de mi pecho mitigaron la incomodidad. En cuanto estuvimos de pie, puso una mano en mi espalda baja todavía descubierta y me dirigió al interior del piso.

Me las apañé para que no se me callera el sostén y para cubrir mi torso desnudo, por si a Tom se le ocurría aparecer en cualquier momento. Hasta que llegamos a la primera habitación del pacillo, que abrió con urgencia y esta vez, sí me tomó de la mano para apresurarme a entrar y empotrarme en la pared.

Inhalé, pero el aire no llegó a los pulmones. Alexander bajando la cabeza para besarme lo impidió. La punta de su lengua rosando la mía con sensualidad fue una fuerte descarga que punzó entre mis piernas y doblegó mi voluntad. Me puse de puntillas y le rodeé el cuello para atraerlo con una desesperación palpable.

Me atreví a seguir el baile de su lengua. Un rose lento que se sentía húmedo, pesado y adictivo. La chispa de excitación se multiplicó entre mis muslos, expandiéndose hasta mi pecho y todo se resumió en un jadeo profundo. Su boca sabía a champagne y a deseo, una combinación peligrosa en este momento. Mi mente me gritaba que frenara miss acciones, sin embargo, terminé sumergiéndome más en la bruma de placer.

Me eché para atrás cortando el contacto y me choqué con su mirada pesada y obscura en la que me vi consumida y como consecuencia, sentí que dejaba de tocar el suelo. Me aferré a sus brazos y mi corazón se saltó un latido cuando volvió a besarme.

El calor de sus manos se percibió en la parte trasera de mis muslos, arrastrándose hacia arriba en un movimiento caliente que se detuvo en las mejillas de mi trasero. Mis uñas se clavaron en sus brazos ante la sorpresa que experimenté cuando las apretó y me pegó contra su pelvis.

–¿Te gusta, nena?

El sonido profundo que acompañó su pregunta hizo que mi ropa interior se sintiera como un estorbo. No pude controlar el impulso que surgió con el sonido, le acuné con la mano la erección que se rosaba contra mi estómago, y supe que no estaba pensando y ya no me quedaba ni una pisca de prudencia. Quería continuar hasta sentirlo sin ninguna tela de por medio.

El aire se sintió hirviendo entre los dos, como si nuestras temperaturas corporales se hubiesen disparado. Eché la cabeza hacia atrás para que pasara la lengua por mi cuello, y ni si quiera me dejó respirar cuando con un solo movimiento, me elevó del suelo, instándome a rodearle con las piernas.

No opuse resistencia cuando me quitó la camiseta, y para cuando me aferré más a su cintura para poder quitársela también supe que no era yo. Me llevó hasta la cama entre besos húmedos y mordidas sensuales en mi cuello y mis pechos, que me enloquecieron aún más.

Tan decidida y desesperada estaba, que me deshice de los zapatos y el pantalón en cuanto me depositó sobre el colchón. Se quedó observándome por un par de segundos que me parecieron eternos. U escalofrío me recorrió la columna vertebral al sentirme así de expuesta y dominada por sus ojos grises, cargados de misterio que ahora me miraban con algo parecido a la veneración.

Él también se quitó el resto de la ropa en un abrir y cerrar de ojos, y la garganta se me secó al ver la erección liberada. Por alguna razón que no supe identificar, relamí mis labios y sentí la necesidad de atraerlo nuevamente.

Apretó mi cuerpo contra el suyo y repartió besos por mi cuello mientras pasaba las manos por su espalda, alentándolo a que continuara. No supe si el corazón latiendo con celeridad era suyo, mío, o la combinación de lo que estábamos sintiendo ambos. Respiraba tan rápido a como lo estaba haciendo yo, dejando claro una vez más que nos encontrábamos en la misma situación. Gemí fuerte al sentir su boca sobre mis pezones, y el ligero sobresalto de mi cuerpo pareció complacerlo porque repitió la acción en el otro pecho.

Lo atraje hasta mi boca porque necesitaba besarlo, y aunque nuestros besos eran siempre intensos, el que me ofreció mientras me tocaba con libertad fue avasallador. Su lengua se movía con la mía mientras deslizaba su mano por mi vientre. Cerré los ojos al sentirlo más cerca del lugar que moría por su atención, y una parte de mí se tensó.

–¿Pasa algo? –dejó de besarme y me miró, confundido.

–Nada –contesté, respirando profundo.

–¿Quieres que...?

Su pregunta quedó a medias porque lo atraje a mi boca otra vez, queriendo eliminar los pensamientos inapropiados del juego. Alexander había evidenciado ser un experto en la materia desde el momento uno, y yo no alcanzaba ni la cuarta parte de esa experiencia.

Cerré los ojos al sentir cómo arrastraba la mano por mi piel, hasta que la yema de sus dedos hizo contacto con mi centro mojado y palpitante. Mordisqueó mis uno de mis pechos al tiempo que deslizaba suavemente los dedos entre mis piernas. Me avergonzaba gemir tanto, pero no pude controlarlo.

Me separó las piernas para clavar la mirada entre ellas y mordí mi labio inferior, nerviosa. Y me quedé sin respiración cuando bajó el rostro con tranquilidad. Nunca me habían besado en ese sitio. Me aferré a las sábanas al sentir su lengua arrastrándose por mis pliegues mojados.

¡Mierda!

Digerir lo que estaba sintiendo era imposible, solo tenía claro que quería y necesitaba mucho más. Mi respiración cambiaba mientras me apretaba los pechos sin dejar de acariciarme con la boca. Hasta ese momento no había sentido un placer tan intenso, por ello, refunfuño cuando se aparta de repente.

–¿Qué...? –mi pregunta se quedó en el aire al verle abrir desesperado un cajón de la mesa de noche, del que extrajo un paquetito plateado que rasgó en seguida.

Volví a cerrar los ojos en cuanto lo tuve encima, besándome con muchas más ganas.. Y el sabor de sus labios me enloqueció aún más.

La rudeza con la que me aplastaba contra la cama y se acomodaba entre mis piernas me paralizó un segundo. Respiró hondo como si estuviera intentando controlarse al mismo tiempo que deslizó los dedos en mi interior.

El cuerpo entero me tembló ligeramente al sentir que se ubicaba entre mis muslos. Su respiración se aceleró cuando se rosó en mis labios mojados provocando que me retorciera.

–Mírame –la orden se escuchó más como una súplica que me caló profundo, obligándome a abrir los ojos.

Me topé con su mirada nublada y misteriosa, pero por alguna razón, encontré la confirmación que me faltaba para relajarme y disfrutar esto. Clavé mis uñas en sus hombros al sentir la presión que ejerció en mi entrepierna para abrirse paso.

¡Madre mía!

–Despacio –le pedí, al notar sus intenciones.

–¿Eres...? –algo en su rostro cambió y me vi obligada a interrumpirle.

–No, pero no pasa hace mucho y... solo lo hice un par de veces –volví a morder mi labio, incómoda por tener que hablar de esto en este momento.

–Te he dicho que eso solo lo puedo hacer yo –liberó mi labio inferior y se acercó, para besarme y morderlo luego.

Cerré los ojos y solté un gemido fuerte al sentir como penetraba por completo mi cuerpo. Se detuvo un momento y se lo agradecí en silencio, porque acostumbrarme a su tamaño era un poquito incómodo.

El placer emergió poco a poco, entre jadeos y gemidos que se mezclaban con el ruido lejano de la vida nocturna de la ciudad. La incomodidad se difuminó en cuestión de segundos, mientras me entrega por completo a lo que estaba ocurriendo. Sus besos y caricias incrementaban el calor que percibía en todo mi cuerpo. Pensé que esto era lo más intenso que podía vivir sobre una cama, me encontré tan complacida en el ritmo lento que marcaba con cada movimiento y supuse que no había nada mejor.

Perdida en la inmensidad de esos ojos grises, me convencí de que no era una noche casual. Era algo distinto. Algo duradero que reafirmaba cuan enamorada estaba.

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