12. DÉJALO FLUIR
El Citi se pone adelante con un penalti al minuto treinta y cinco porque un jugador cae dentro del área con falta previa. Y aunque les ruego a todos los santos para que el balón no entre, el delantero es hábil al engañar al portero, que se sienta pensando que el balón entraría por debajo.
Las cosas siguen pintando mal al inicio del segundo tiempo, cuando estoy gritando a todo pulmón junto a los fanáticos el gol del empate que ha marcado Alexander de cabeza porque se lo anulan por posición adelantada. ¿Qué mala broma es esta? ¡solo son milímetros!.
A 25 minutos del final el Citi hace más grande la diferencia anotando de una forma tan magistral, que consigue que todo Anfield se levante a aplaudir pese a que estamos perdiendo. Aparentemente el partido está resuelto, los visitantes bajan el nivel y les dan la oportunidad a los locales de mover el balón a como quieran. Se confían tanto, que todos retroceden con el afán de defender mientras que los rojos, embravecidos, se mandan al ataque.
Pasan diez minutos exactos entre esto de tirar, despejar, rebotar, palos y desvíos. Hasta que Roberth, capitán y el más veterano, levanta la mano en señal de calma, apoyado por Alexander que les transmite lo mismo a los aficionados.
El gol de tiro de esquina del número seis a los 82 minutos descoloca al Citi, que se vuelca a la defensa con mayor intensidad. Ya no buscan anotar otro, Tienen que mantener el resultado a su favor y la afición del Liverpool parece volver a creer.
"Vamos a ganar" –retumba en mi mente.
Grito eufórica tres minutos después, al ver cómo Alexander le gana el mano a mano a un central contrario antes de correr a toda velocidad hacia el área, para meter el esférico a las redes ante la mirada perpleja del arquero.
Él no se besa el escudo, así como hizo su compañero minutos antes. Lo miro asentir con la cabeza mientras grito el gol a todo pulmón y se va al centro del campo lentamente. Canto con la grada su nombre, sin embargo, nunca sonríe ni voltea.
El marcador ahora se ve más bonito, con un dos a dos que se rompe en los últimos segundos del partido. Davide le quita el balón a un volante contrario y filtra, con elegancia, un pase que Alexander se encarga de convertir en gol. Me paro, grito, tiro al suelo la mitad del pastel que comía porque elijo creer que este también es para mí.
Le da un golpecito con la mano al balón mirando a la afición antes de acercarse a sus compañeros, a quienes les choca el puño un par de segundos. No se abraza con todos luego del pitazo final, ni le agradece a su entrenador, ni intercambia su camiseta.
Hemos ganado, y cuando el juego se da por finalizado, la afición se pone de pie para cantar a todo pulmón Hey Jude. Conmocionados, los jugadores se quedan en el campo sonriendo en dirección de las tribunas y yo no entiendo nada, pero grabo el momento.
Los tres puntos aseguran el liderato en la premier league y el buen inicio de temporada del equipo, así que se tiene que celebrar como se debe. Por ello la afición se queda festejando un buen rato en el estadio y salgo del palco con todas mis cosas para acompañarle. Ya hay personas que me reconocen o por el supuesto romance o por haber tocado fuera del estadio horas antes. Y no es tan bonito. Porque, aunque intente disfrutar del ambiente festivo de Anfield, tener miradas curiosas encima me cohíbe un poco.
Cuando el estadio se va vaciando le pido ayuda a un agente de seguridad para que me indique donde están los vestuarios. Me hace muchas preguntas, y cuando le explico que estoy esperando a un futbolista y le doy mi nombre, de inmediato se ofrece a escoltarme. La rueda de prensa está por empezar y me da la opción de verla en vivo. Emocionada, le sigo hasta una sala con pantalla plana donde esperan cómodamente hombres y mujeres trajeados, a los que saludo con una sonrisa pese a la incomodidad que me invade.
Agradezco en silencio que la sala se vaya llenando poco a poco no solo con personas trajeadas, sino también con gente que luce camisetas y ropa deportiva que seguramente ha estado en el partido. Incluso hay niños, así que ya no me siento tan fuera de lugar cuando la imagen de Alexander sentado a la cabeza de una mesa aparece en la pantalla. Esbozo una sonrisa al ver que tiene el paquetito de masticables en la mano y el cable de los auriculares colgando por su cuello; no se esfuerza por disimular su aburrimiento ni por sonreír a las cámaras que han empezado a disparar en su dirección. Aun así, verle es como comer un buen helado de chocolate. Tiene el cabello mojado y ha dejado de lado la equitación de juego para optar por una camisa blanca que no ha terminado de abotonar.
Podría verle toda la vida y no me cansaría.
El encargado de dirigir la rueda hace las presentaciones oficiales, indica una pregunta por periodista y no pierdo de vista el gesto de cansancio que dibuja Alexander. "Son más de diez", pienso al hacer un conteo rápido. ¡Pero no debe ser para tanto! Pero con el cansancio del partido...
–en hora buena por el triunfo, Alexander –empieza el primer periodista tras identificarse–. Has sido MBP del partido por los dos goles a último minuto al puro estilo del real Madrid y es cuando ha vuelto a surgir la pregunta ¿hay posibilidades de que Alexander Madrigal deje al Liverpool para ir a jugar a Madrid?
–Siempre fue, es y será una posibilidad. Pero ahora estoy jugando aquí y hemos ganado.
Descaradamente, se mete a la boca un masticable.
¿Ni un gracias por la felicitación?
Maleducado.
–Yo quería preguntarte por el nivel que has mostrado en el inicio de temporada, tres partidos, 5 goles y 3 asistencias. ¿Cómo está Alexander madrigal física y anímicamente? ¿es el máximo nivel o cree que puede llegar a más?
–Estoy perfectamente bien ¿qué clase de pregunta es esa? –en la sala se escucha una ola de murmullos–. Y el nivel es progresivo, eres periodista deportivo, deberías saberlo.
Oh. Oh. ¿qué rayos? Pudo haber dicho que se siente bien con lo que está logrando, que le hace muy feliz y que...
«No le pidas peras al olmo. Es Alexander madrigal, el prepotente egocéntrico de la sesión de fotos»
Cuando le preguntan si cree que pueden ganar la liga, se ríe antes de meterse otro masticable en la boca y pide que le hagan la pregunta a final de temporada. No es nada amable con los periodistas que le felicitan por el juego, o por su buen rendimiento, o por los dos goles de hoy; tampoco alaga a sus compañeros ni a su entrenador cuando le preguntan por cómo los ve a cara de la primera jornada de Champions la próxima semana.
–¿Qué siente Alexander madrigal cuando la afición se levanta a cantar Hey Jude después de un partido?
–es una canción emblemática que se canta en momentos emblemáticos como las remontadas. Le hace feliz a la afición, le hace feliz al club –pasa una mano por su cabello.
–A propósito de la pregunta anterior –sigue otro–. El revuelo de la canción inició antes del partido, cuando Sofía Romero la tocó fuera del estadio. Se le ha visto alentando al equipo con una camiseta tuya y supongo que no has podido ver el momento especial.
–Preferiría un concierto privado.
Le guiña el ojo a la cámara y siento que me lo guiña a mí.
–¿Ha venido a verte jugar, entonces?
–¿A qué más va a ser?
Ruedo los ojos. He venido a conocer la ciudad, a ver mi primer partido de fútbol, a alentar al equipo, a...
«Por favor, Sofía. Ni el fútbol ni Liverpool te han interesado demasiado como te interesa Alexander. Si has venido es porque estás enamorada y querías verlo otra vez»
–las fotos de la revista ya daban indicios de lo que se venía. El viaje a Praga y la confirmación de un viaje a Ibiza y a Formentera también. Todo queda claro con su visita a Liverpool para verte jugar. Pero queremos saber cuándo se conocieron, cómo se fueron enamorando ¿hay planes a futuro?
"Muchos, diría yo".
–hemos ganado, bonita –levanta una ceja–. Mis planes a futuro son ganar el próximo partido contra el Palace y comenzar la Champions con un triunfo el próximo martes.
Algo se revuelve en mi estómago con la palabra que usa para referirse a la reportera y el pensamiento de que siempre se refiere así a todas me ataca, descolocándome.
Al término de la rueda de prensa se acercan a saludarme tres chicas, que resultan ser parejas de los compañeros de Alexander. Supongo que están al tanto del revuelo, porque me hablan del vestuario y me invitan a una parrilla por el cumpleaños del arquero la próxima semana. Aunque primero me toma por sorpresa, con el pasar de los minutos me convenzo que quiero más invitaciones a comidas, más conversaciones de cosas superficiales y quiero un lugar entre ellas. Sin querer le voy sumando más variantes a mi proyecto de vida. Quiero venir a todos los partidos, dentro de unos años traer en los brazos a un bebé, dos o hasta tres.
Y me asusta que la red de sueños e ilusiones que voy tejiendo se encargue de ignorar el hecho de estar yendo contra reloj.
Estoy planeando en apenas un mes todo lo que no pude planear en dos años de mi relación pasada. Y una parte de mi mente insiste en que no está bien. Aun así, continúo pensando en eso cuando recibo un mensaje de Alexander donde indica que me está esperando en el estacionamiento.
Todo con él es diferente y lo confirmo al verlo ya en el auto con el motor y la radio encendida. El único gesto de amabilidad que encuentro es que me abre la puerta por dentro, pero todo se desvanece cuando arranca sin darme tiempo de acomodarme bien.
El programa deportivo no es suficiente para cortar el silencio incómodo que reina en la primera parte del viaje. Él no hace el intento de romperlo y a mí parece que se me ha olvidado como iniciar una conversación. Pruebo con buscar algún disco en los compartimientos, cambiar de emisora, hasta mirar la carretera por la ventana entreabierta; nada funciona porque me descubro aburrida en cuestión de segundos.
Miro de reojo su expresión neutra, su cabello desordenado, los músculos de sus brazos y sus ojos fijos al frente, y no sé qué me gusta más. Si el físico imponente, el misterio que desprende, una combinación de ambas o su forma de ser tan dispareja que me vuela la cabeza.
Aunque a mi mente no le guste, no descarto la posibilidad de estar atrapada en su actitud arrogante y su egocentrismo.
–Nos están siguiendo –le toco el brazo en busca de atención, cansada del rumbo que están tomando mis pensamientos y del silencio.
Asiente y me frustro más.
–¿Por qué nos están siguiendo? –señalo a una camioneta negra con el dedo pese a saber que no me está viendo.
–Porque tienen que hacerlo –reduce la velocidad cuando entramos a la ciudad.
El ambiente se tornó de nuevo silencioso y no pude evitar pensar en Isabella. Su extraño comportamiento en el campo me había dejado un mal sabor de boca, aun así, seguía preocupándome por ella. No supe si llegó bien al hotel, si salió a dar un paseo o si consiguió entrada para el partido. Tampoco sabía cómo iba a reaccionar al verme después de haber dejado de lado todos los planes que hizo.
Nada le salió tal cual quería. Ni su visita a Melwood, ni su primer encuentro con Davide, ni nuestro tan ansiado paseo por el muelle antes de ir al estadio. No se puso una de mis camisetas para animar al equipo, ni se fue a la fiesta privada de los jugadores.
–Es mi equipo de seguridad –me sobresalté con el sonido de su voz–. Tienen que acompañarme a casa después de cada partido por si se presenta algún contratiempo.
–Algún contratiempo –repito con la vista fija en sus labios.
–Hay aficionados que están mal de la cabeza y no puedo exponerme.
–A secuestros o a robos, supongo.
–A gente ardida por el resultado y a fans obsesionadas también.
–¿Fans obsesionadas? –mi risa consigue que despegue los ojos de la carretera y veo que algo cambia en su expresión–. ¿Qué te podrían hacer además de pedirte un par de fotos y autógrafos?
–Acosarme y todo lo que eso implica. No las culpo, es que...
–Déjalo ahí, mejor –me adelanto ante un posible destello de egocentrismo–. De todos modos, no creo que dos camionetas sean necesarias. Con una es suficiente.
–Tres, hermosura –señala a otra camioneta negra que se mantiene a nuestra altura, pero en otro carril.
–¡Eres un exagerado!
Mis ojos cargados de curiosidad se desvían hacia la pantalla del móvil que ha empezado a vibrar.
–Es mejor prevenir que lamentar –conduce con una sola mano para darle paso a la llamada entrante–. Voy a ir al pent-house.
–Vía despejada, señor –se escucha por los altavoces–. En seguida mando a que limpien el área.
–Me quedo con Williams. Los demás, piérdanse –ruedo los ojos cuando cuelga la llamada y vuelve a acelerar.
–Al menos gracias ¿no?
–No veo la necesidad. No me están cuidando de a gratis, les pago y muy bien.
–El que les pagues no tiene nada que ver con que seas amable –apago la radio y me recuesto en el asiento, sin dejar de mirarle–. Si te muestras agradecido te ganas a los empleados. Ellos van a sentir que valoras su trabajo y cada día lo van a hacer mejor.
–Yo no quiero ganarme a nadie y si no cumplen consigo a otros. Hay mucha gente que muere por trabajar y, además, no hacen gran cosa como para agradecerles.
–¿Que no hacen gran cosa? ¿cuidarte te parece sencillo? Te apuesto que, de ser necesario, arriesgan su vida por ti.
Su equipo de seguridad hace un trabajo admirable al tener que soportar su arrogancia todos los días. No debe ser fácil trabajar para alguien que se cree el centro del universo y que, para acabarla, no muestra ni una pisca de amabilidad y buenos modales.
Pienso que el silencio estaba mejor porque nos enfrascamos en una discusión que no acaba ni cuando bajamos del auto, en el estacionamiento de un bonito edificio moderno en el corazón de la ciudad. Me sorprendo respondiéndole todo. Él está acostumbrado a ganar siempre y yo quiero quedarme con la última palabra esta vez. Y me quedo con el triunfo a medias, ya que me estampa contra la pared del ascensor y me besa, sin darme tiempo de terminar la frase.
Embriagada por el sabor frutal de su boca, me dejé llevar enredando mis dedos entre las hebras obscuras de su cabello. Nuestros labios se movían con sincronía explorando cada centímetro del otro con una avidez que nos consumía poco a poco.
En ese preciso momento creo liberar un torrente de emociones abrazadoras. Pasión, deseo, ternura, complicidad.
El beso no se detiene ni con la voz programada anunciando el último piso. Lo prolongamos unos segundos más, como si el tiempo también se negara a romper este mágico momento.
Suelto un pequeño jadeo al sentir la presión agradable de sus dientes en mi labio inferior mientras la puerta se abre. Me separo con las mejillas encendidas y la mirada brillante, percibiendo aún el sabor dulce y electrizante de una de nuestras primeras veces.
Él baja primero, y no hace falta abrir ninguna puerta porque nos ha dejado dentro del piso que me permito analizar unos segundos. Concluyo en que es la personificación de la elegancia fría. Los muebles de líneas rectas contrastaban con las paredes blancas impolutas, creando una atmósfera de sofisticación distante. Por los grandes ventanales del piso al techo se podía apreciar el movimiento nocturno de Liverpool y ya se colaba la luz tenue de la luna llena.
Un silencio casi sepulcral reina en el lugar, solo roto por el ruido de nuestros pasos acercándose, en simultáneo, a uno de los sofás que Alexander señaló con la cabeza. Pese a la opulencia del pent-house, me invadió una sensación de vacío e inhospitalidad.
Desde lo más alto del edificio se podía apreciar la belleza de la noche a la distancia, sin permitir la cercanía ni la calidez de la gente que corría a los teatros, a los bares o a casa.
–Buenas noches, señor –dejo de mirar por el ventanal para centrarme en Tom, que está recostado en una de las columnas.
–¡Tom! Pensé ya no verte hoy –me acerco y le extiendo la mano.
–¿Cómo está, señorita Sofía? –me regala una sonrisa rígida–. ¿Le gustó el...?
–he dejado en mi auto la ropa de deporte, encárgate –interrumpe Alexander y ruedo los ojos.
–En seguida, señor –da un vistazo a toda la estancia–. El piano de cola ya está instalado en la biblioteca.
–¿Piano de cola? –me giro para mirarle con el corazón latiendo a mil–. ¿Compraste un piano de cola?
Asiente, y mi estómago cosquillea. Le regalo una sonrisa amplia y me siento la mujer más afortunada del mundo.
Si no estuviese enamorado, no hubiese comprado un piano que nunca va a usar. También está pensando en un futuro juntos.
–A mí no me interesa verte tocar en público, porque hasta el más insignificante lo puede ver. Quiero que toques solo para mí, Hey Jude, porque es mi canción.
Los Beatles y Liverpool tienen una historia muy ligada. Hoy en el campo de juego me ha quedado claro que se celebra con canciones suyas, y que para los jugadores escuchar a la afición entonando uno de sus "himnos" es un regalo único.
Le sonrío. Porque es lo único que puedo hacer bajo ese brillo gris que me hechiza.
–Langostas y coctel de cerezas para la cena. En una hora –ordena dándose la vuelta.
Le gustan las cerezas.
–¿Algo más?
–Café y las mejores galletas que puedas preparar ya. Monta todo en la terraza.
–Como usted diga. ¿Le gustan las galletas de avena, señorita?
–¡me encantan! Pero ¿sabes? No tienes que hacer todo si no te da tiempo.
–Le va a dar tiempo que para eso le pago. ¿vamos? –rueda los ojos.
–Una hora es muy pronto. Además, he comido mucho en el palco y no está bien cargarle con tanto trabajo.
–No se preocupe, señorita. Estoy para servirle.
–Muchas gracias. Pero haz lo que puedas ¿de acuerdo?
–Tom va a hacer lo que le he pedido –determina, impaciente–. Ahora sí, vamos.
–Disculpa a este mal educado. Aunque supongo que después de haber trabajado tanto con él ya estarás acostumbrado...
–¿Terminaste?
–Muchas gracias por todo, Tom –sonrío antes de darme la vuelta–. Ahora sí vamos, Alexander.
Siempre se asocia a las personas egocéntricas con un montón de cuadros suyos adornando las paredes de casa, pero no encuentro nada. ¿Acaso se ve en los espejos que dividen las estancias del piso? Aunque muero por preguntárselo, no lo hago y entramos en silencio a la biblioteca.
En efecto, hay un piano de cola instalado al lado izquierdo, en frente de un gran ventanal que deja a la vista un malecón con muchos árboles.
Me acomodo en el taburete para pasar las manos temblorosas por la tapa de madera. Me recorre una sensación extraña y a estas alturas ya no sé si lo que me pone nerviosa es estar tan cerca del futbolista, saber que en pocos minutos comenzaré con una pieza para él o ambas. De cualquier forma, me veo abriendo el instrumento con torpeza, como si los casi veinte años de experiencia no existieran.
Los pianos son una belleza, y mi sonrisa al pasar los dedos por las teclas lo deja en evidencia. Tras encenderlo, cierro los ojos para hacer varias escalas de do a do queriendo dilatar el tiempo.
–Es todo tuyo, Sofía -mi nombre en sus labios me corta la respiración y su aliento golpeando en mi mejilla me hace tragar seco–. Estrénalo con alguna pieza del estudio trascendental de Liszt, mirándome a los ojos. Luego, Hey Jude. Empieza cuando quieras.
Oh. Oh. Me está retando.
Sabe que sus ojos hacen estragos en mi cuerpo y nublan mi mente, así como sabe que tocar una pieza de mi pianista favorito requiere de mucha concentración que, evidentemente, no voy a tener con una mirada tan intensa como la suya atrapando a la suavidad de la mía.
Plan A: Aceptar el reto.
Plan B: Aceptar el reto.
"Soy una de las mejores pianistas del mundo", hasta yo misma me sorprendí cuando mi mente lo repitió bajito.
Todo tenía que salir bien.
No suelo tomar retos, soy de irme a lo seguro para nunca arriesgar. Sin embargo, la sonrisa arrogante dibujada en sus labios me hizo asentir con la cabeza, antes de conectar sus ojos grises con los míos.
– Harmonies du Soir.
–Adelante.
Quizá el poder que tenía su mirada sobre mi cuerpo era algo a lo que no me acostumbraría jamás. Casi convencida, tomé una fuerte bocanada de aire que fui expulsando lentamente, mientras sentía los latidos de mi corazón más arrítmicos que nunca.
Perdida en esos ojos misteriosos, comencé con la primera nota. El sonido salió suave, dulce, sin ningún tipo de problema ni dificultad. Mi padre me dijo un día que el poder estaba en la mente, si deseaba algo con tanta fuerza lo conseguiría. Apliqué aquellas palabras en los minutos siguientes, disfruté de los saltos en los que tanto había trabajado, permití que mis pies hicieran lo suyo en los pedales, dejé que su mirada me envolviera despacio.
Solía tocar con los ojos cerrados, odiaba leer partitura y en las presentaciones prefería pensar que no tenía a nadie cerca. No obstante, su aroma avasallador invadiendo mis fosas nasales y su mirada eran 2 de las muchas cosas que no podía pasar por alto.
Todo iba bien hasta que mi mente trajo recuerdos que no debía. Nuestra discusión en el estudio, la sesión de fotos, nuestro encuentro en el aeropuerto. El primer beso. SU sonrisa y su ceja levantada.
A pocos segundos de ponerle fin a la melodía, mi mente, abrumada por los recuerdos, dejó de proyectar la partitura.
Mis dedos se congelaron en medio de tan repentino cambio, y aparté la mirada de manera abrupta..
Tomé aire, manteniendo la última nota que había logrado tocar por más tiempo del necesario. Estaba a punto de arruinarlo todo.
Estaba nerviosa e insegura.
Estaba a pocos pasos del futbolista que nunca se equivocaba, a nada de hacer el ridículo, si no lo había hecho ya.
"Soy una de las mejores pianistas del mundo".
Expulsé el aire que había retenido antes de tocar rápido la escala descendente al tiempo que levantaba la cabeza para enfocar su mirada otra vez.
Sonreí para mis adentros cuando toqué la nota final de la melodía, para después empalmar Hey Jude con un par de acordes sueltos.
Toqué la nota final y me levanté de la silla casi de inmediato, estaba avergonzada, conforme y muy nerviosa. Mis latidos me martillaban en el pecho, fuerte y rápido. Quise bajar la cabeza, apartar la mirada para después salir corriendo. Sin embargo, cualquier intento se frustró en cuanto Alexander me acorraló entre el piano y su cuerpo, antes de atrapar mi boca.
Cegada por el sabor adictivo del futbolista, encantada con las mariposas que revoloteaban en mi estómago, respondí el beso.
No era tierno, ni demandante, era un beso vehemente, que consiguió despertar una especie de deseo ardiente que hasta ahora había descansado en mi interior. Se separó un instante para tomar aire, antes de arremeter en mi boca otra vez.
El cosquilleo en mi bajo vientre descendió en forma de punzadas hasta mi zona más sensible en cuanto sentí el bulto duro presionándome el abdomen. Me quedé sin respiración al caer en cuenta de todo lo que implicaba, debía alejarme si no quería que esto se salga de control; no obstante, sus manos colándose sin vergüenza por debajo de la camiseta nublaron el poco razonamiento que me quedaba.
La piel se me erizó con los círculos que iba dibujando con sensualidad. Por instinto lo atraje más, es que mi cuerpo quería más, no estaba conforme con los besos hambrientos.
El futbolista se alejó un poco para llevar sus labios al lóbulo de mi oreja, sopló despacio y lo mordió, consiguiendo que un jadeo escape de lo más profundo de mi garganta. La vergüenza encendió mis mejillas, y no tuve otra opción más que cerrar los ojos y atrapar mi labio.
–Déjalo fluir, nena –uno de sus dedos se coló en mi boca sin permiso, liberando a mi labio.
Di un pequeño salto cuando con el dedo húmedo acarició mi cuello, pero no pude decir nada porque dejé escapar un jadeo mucho más audible con el mordisco que dejó luego.
–Cómo me va a encantar escucharte gemir mi nombre –susurró en mi oído antes de morderlo, otra vez.
–bésame –pedí despacio, cegada por el deseo.
–Después.
Quise objetar, pero que levantara la camiseta por completo me dejó sin aliento. Sus manos se deslizaron hacia el broche del sostén que abrió rápidamente, dejándolo caer al suelo.
¿iba a pasar?
La pregunta obtuvo respuesta cuando las manos de Alexander, frías y ásperas, envolvieron mis senos que morían por ser atendidos. Comenzó a masajearlos despacio, y definitivamente era una manera de torturarme. Su boca volvió a atrapar la mía, en un beso que reflejaba la urgencia.
Mis manos, ansiosas por tocar también, se metieron debajo de su camiseta, y los abdominales muy bien marcados que palpé me dejaron con un nudo en la garganta.
Subí poco a poco, delineando sin prisa cada músculo. Hice caso a lo que me pidió, dejando que los jadeos, que no sabía si eran por sus besos bajando lentamente desde mi barbilla, por sus dedos pellizcando mis pezones o por lo bien que se sentía tocarlo, se escapaban sin pudor.
–Señor Alexander, disculpe la interrupción.
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