1. GRIS
El fútbol es una de las cosas con menos sentido de este mundo. En principio porque es absurdo que atraiga a tanta gente ver a más de veinte hombres corriendo tras una pelota y el revuelo que se hace cuando se anota un gol; aunado a esto, las sumas exorbitantes de dinero que ganan estas personas por partido y la atención exagerada que reciben de los medios.
A pesar de haberlo intentado, me es difícil comprender el grado de fanatismo de quienes gastan su dinero en comprar entradas para estadios o camisetas de la temporada. Tampoco me queda claro el porqué de tantos beneficios cuando a simple vista los futbolistas no hacen absolutamente nada.
Otra de las cosas que no tienen sentido, en definitiva, es el nuevo formato de entrevista de Vogue, en el que se invita a dos personas con talentos diferentes para una serie de retos intuitivos con el fin de ver más perspectivas del arte.
O, mejor dicho, lo que no tiene nada de sentido y de gracia en este punto es que me haya tocado hacer esa entrevista precisamente con un jugador de fútbol. Pudiendo elegir a un escritor, pintor o cantante, deciden que mi acompañante sea un pateador de balones.
Es ridículo. Porque patear un balón no es un arte, y porque odiando como odio al fútbol, no es posible que me toque conocer a una de sus figuras. Es una cruel jugarreta del destino.
Mis pensamientos se ven interrumpidos con el timbre del ascensor al abrirse en uno de los estudios de la revista, en pleno centro de Madrid. Guardo el cepillo de cabello en el bolso mientras salgo, porque se me hizo un poquito tarde y tuve que retocarme el peinado en el camino.
–¡Sofía! Al fin llegas –se levanta una chica ni bien me ve ingresar–. Te estábamos esperando ¿cómo estás?
–Muy bien, gracias. Lamento la demora, se me hizo un poquito tarde. Había un tráfico...
"Terrible", iba a decir, justo cuando a lo lejos se escuchó una carcajada de esas que te paralizan el cuerpo.
No sé si es por la manera en que el sonido se ha enterrado en mi cabeza, o porque acabo de caer en cuenta de la pobre escusa que quería dar, pero pese a desearlo fervientemente, no logro moverme.
¿Se está riendo de mí?
–Él es...
–Además de hacerme perder el tiempo, resulta que llega y tengo que escuchar escusas baratas. ¿Es en serio, Sandra? ¿Querías que haga una entrevista con alguien tan... maleducada?
Mientras habla tomo nota de un par de cosas interesantes. Primero, que tiene una voz ronca y profunda, de esas que te quitan el aliento con facilidad. Segundo, que no podemos hacer contacto visual pues está mirando por la ventana entreabierta. Tercero, que me siento intimidada y perdida. A pesar de saber cómo se prosigue en estos casos, no puedo reaccionar.
–Lamento la demora, señor. Y no son escusas, el tráfico está terrible y se me hizo un poquito tarde –consigo decir tras aclararme la garganta.
–¿Un poquito tarde –repite sin voltear y vuelve a reír– ¿Ya te has fijado la hora? O no, seguro con el sueldo miserable que ganas por hacer conciertitos no te alcanza.
Dejo mi bolso en el sofá y ante la atenta mirada de quienes iban a hacer la entrevista, camino con paso firme hacia él. Puedo aceptar su fastidio por mi impuntualidad, o incluso que no me enfrente mirándome a los ojos; pero nunca que esté intentando menospreciar mi trabajo.
–Me alcanza no solo para comprarme un reloj exclusivo, también para comprarme un boleto para ver un partido de fútbol. Pero no gasto mi dinero en cosas insignificantes.
Mi comentario causa risas en el fotógrafo que deja de prestarle atención al juego de luces que probaba para mirarme, además de una ola de murmullos sorprendidos que consiguen que el futbolista se aleje ligeramente de la ventana, aún sin voltear.
–Para ver un partido de segunda división, seguramente. Pero para verme jugar a mí... lo dudo.
–Tenga por seguro que sí me alcanza, ¿qué son? ¿50 euros? Pero como no tengo interés en verle jugar... Y como ya le dije, no pierdo mi tiempo en esas cosas.
–"Esas cosas" como tú las llamas son más importantes que un patético concierto de piano. Porque a ver ¿a verte cuanta gente va? ¿cien, doscientos? –doy un par de pasos más en busca de calma–. En cambio, a mí van a verme más de veinte mil personas.
–Calidad antes que cantidad, señor. Esas cien o doscientas personas que van a verme van porque les gusta la música y porque saben del arte más bonito de la vida. Pero no puedo decir lo mismo de las miles de personas que van a verlo a usted, es una pérdida de tiempo.
–Lo que sí ha sido una pérdida de tiempo fue esperarte. Si llegas tarde aquí, no quiero imaginarme cuanto tienen que esperar los estúpidos que van a verte tocar.
–¡Ya le pedí disculpas! Y ya le expliqué por qué...
–Vete a la mierda con tus disculpas que ya no sirven de nada. Y toda la ciudad está llena de tráfico, pero para evitarlo se planifica, porque no estamos a tu disposición. Tengo compromisos y yo no voy a esperar a que a la niña le den ganas de aparecer.
–Lo importante es que ya estamos aquí y para no dilatar más el tiempo podemos empezar ya –intenta conciliar el fotógrafo.
–No vamos a empezar nada. En primer lugar, porque ya es tarde y tengo una agenda, y, en segundo lugar, porque no pienso compartir portada con alguien así de impuntual e insignificante –a medida que habla se da la vuelta tecleando en el móvil.
–A ver, ya le pedí disculpas y, además, no es tan tarde. Solo fueron 15, o...
–Si el sueldo te alcanza para comprarte un reloj mira la hora y no me hagas reír.
Furiosa por su actitud, levanto la mano derecha y observo el reloj sin parpadear. Esto debe ser un error.
Marca las 12:44 y no son ni 15, ni 20 minutos de retraso, es casi una hora.
Bajo la cabeza medio aturdida, con el color de la vergüenza invadiendo mis mejillas y un vacío en el estómago producto del papelón que estoy haciendo. Tiene todo el derecho de enojarse, de no querer hacer la entrevista y de irse sin mirar atrás.
–¿Y, ¿qué pasó? –siento que me está mirando, pero estoy tan avergonzada que no soy capaz de levantar la cabeza–. ¿Es lista para leer pentagramas y no para ver un simple reloj?
–Lo siento, de verdad. Lo siento mucho, no... –me trago el nudo de la garganta.
Él había menospreciado mi trabajo, yo le había enfrentado con la seguridad de ganar. Ahora, sin embargo, me sentía la mujer más estúpida del mundo. La valentía con que intenté defenderme hace unos minutos desapareció sin más y fue sustituida por una vergüenza infinita.
Pasé de llevarme miradas sorprendidas a soportar otras cargadas de lástima mezclada con curiosidad. No era fanática de ser el centro de atención, la única forma en la que podía soportarlo era estando sobre un escenario, con los ojos cerrados y los dedos sobre las teclas del piano. Lamentablemente, mis acciones parecían mostrar todo lo contrario; no era la primera vez que llegaba tarde, empero, sí la primera en sentirme tan humillada.
–Que lo sientas ya no importa. No después de haberme hecho esperar tanto tiempo. Esto no es un juego –tomo una fuerte bocanada de aire antes de levantar la cabeza–. Pero no, la niña llega tarde y se pierde la oportunidad de salir en una portada conmigo.
–Alexander, Sofía cometió un error, pero ya está aquí y creo que podemos...
Alexander. Así se llamaba el prepotente egocéntrico.
–Llegó tarde, que se atenga a las consecuencias. Yo no pierdo nada si no hago estas fotos. ¿Sabes cuanta gente quiere fotografiarse conmigo?
«Ni que fuera Beethoven, o Liszt». Pienso, a medida que el sentimiento de vergüenza va mermando poco a poco. Si sigo en ese estado no voy a conseguir nada. Como bien lo han dicho, he cometido un error, y si algo sé es enfrentarlos.
–Llegué tarde y no sabe cuánto lo lamento, me equivoqué y lo acepto. Le pido las más sinceras disculpas y por el bien de todos, por favor, le suplico que hagamos la entrevista y las fotos.
–El bien de todos no, te recuerdo que a mí no me afecta en nada. Es una portada más.
–Como sea –concedo desesperada–. Por favor ¿las hacemos?
–No voy a posponer otros compromisos por hacer fotos con alguien que además de todo, es una irresponsable –hace una pausa y se acerca–. Ni modo, perdiste la oportunidad de tener visibilidad.
Si los más de 30 centímetros me intimidaban, el hecho de tenerle en frente me aturde. No sé si es por el olor amaderado que invade mis fosas nasales a medida que se acerca, o por el aire de superioridad que destila, o porque quizá, mis ojos habían encontrado atractivo el hecho de mirarle.
Y no a los ojos, porque al parecer no tenía ninguna intención de mirarme directamente. Si no a la expresión indescifrable de su rostro, a sus labios y a ese algo que no sabía cómo describir.
Quería que me mirase a los ojos, porque para discutir con alguien necesitaba hacer contacto visual, y el hecho de tenerlo tan cerca, pero a la vez tan lejos me enojaba.
Porque era consciente de que me estaba analizando. No sabía bien si de los pies a la cabeza, o viceversa, o si ya se había percatado de la forma en que yo le observaba.
–Yo no hago las cosas para obtener visibilidad –tragué fuerte luego de desviar la mirada hacia el panel del fotógrafo–. Y si así lo hiciera, créame, sería la última persona a quien pediría ayuda.
–¿Sí sabes quién soy yo?
–Un pateador de balones, prepotente, egocéntrico y desesperante.
–Futbolista, hermosura.
Bipolar.
Bipolar, porque luego de haber insultado mi trabajo, mandarme a la mierda con todo y disculpas, cambia de actitud como si nada y se dispone a... ¿coquetear?
Vuelvo a mirarle y algo en mi estómago se contrae. Ha cambiado la expresión indescifrable por una perfecta sonrisa con ceja levantada incluida. Y por naturaleza eso no se ve bien, pero en él es diferente.
Es prepotente, egocéntrico y bipolar, pero también guapo. Y aceptarlo no me gusta para nada.
Cierro los ojos un ratito para analizar la última palabra, porque no me la habían dicho jamás, y porque con ese tono ronco y profundo suena a gloria.
«¿Qué te pasa, Sofía?» Me recrimina mi parte racional, obligándome a abrir los ojos para intentar mirar hacia otro lado.
–Futbolista, pateador de balones –levanto dos dedos–. Hay tantas palabras con las que puedo describir lo que haces.
–'¿Y qué es lo que hago, según tú? ¿me has visto jugar, hermosura?
–Corres tras un balón mientras finges que es difícil meter un gol. Y no, fíjate, prefiero hacer dos horas de ejercicio al día antes que verte jugar.
Se ríe, y me congelo. Se acerca más, y yo me alejo.
–Cuando quieras puedo invitarte a un partido, para que cambies tu perspectiva.
–No estoy interesada en contribuir a que sigas ganando sumas exorbitantes de dinero sin merecértelo.
–¿Perdona?
–Descuida, olvidaré que actuaste como un prepotente y que no aceptaste mis disculpas.
–No te estoy pidiendo perdón. Quiero que me expliques ¿qué acabas de decir?
–No importa, igual, estás disculpado –levanto la mano derecha mostrándole el reloj–. Y por cierto, sí tengo uno que me basta y me sobra.
–Deberías usarlo más, entonces. O a lo mejor ya no funciona, si quieres, puedo regalarte uno.
–No acepto regalos con dinero mal ganado.
–¿Mal ganado?
–Sí, digo, si tienes dos dedos de frente debes tener cargo de consciencia por recibir sumas exorbitantes sin hacer nada importante.
–Juego en uno de los mejores equipos del mundo, soy delantero y...
–¿Y eso qué? No justifica nada. Un médico debe ganar más que tú.
–Tenemos conceptos muy diferentes de lo que es importante, pero cuando quieras vamos a por un café, lo hablamos y luego... no sé, quizá podamos.
–No estoy interesada –interrumpo mientras me alejo.
–Si tienes novio no me hago problema –suspiro cansada–. Vamos, hermosura. Saliendo de aquí puedo llevarte a por un helado, a la ópera o a donde quieras.
–No eres mi tipo –me detengo para mirarle, y esta vez, me lo permite.
El futbolista sonrió, como si le acabase de contar el chiste del siglo.
Entonces, sentí que moría.
Ahora me arrepentía de haber deseado que me mirase a los ojos. No estaba preparada para descubrirme atrapada en su mirada gris, que gritaba a los 4 vientos: "misterio". Y mi cuerpo, que se había quedado congelado bajo ese maldito control, no colaboraba en mis ganas de desvelar lo que ocultaba el brillo.
Me sentí más pequeña de lo que era y mi fragilidad, que hasta entonces permaneció oculta, salió a relucir.
En seguida, el miedo se apoderó de todo mi ser. Era la primera vez que unos ojos conseguían tener el poder de hacer y deshacer a su antojo. La garganta me ardía, mis manos no funcionaban y no podía quitarle la mirada pese a saber el riesgo que corría. Porque el malestar en mi vientre lo advirtió.
Él apartó la mirada primero y se lo agradecí en silencio, pero luego, un fuerte sentimiento de confusión me invadió por completo al ver nuevamente esa expresión neutra en su rostro.
–¿Sí podemos hacer las fotos? –una reportera hizo un ruido incómodo con la garganta.
"No", quise decir.
–Por supuesto.
–¿Qué?
–Estás disculpada por esta vez, hermosura.
–Te hacen falta un par de pastillitas, bipolar –susurré quitándome el abrigo–. Medícate.
–Acompáñame a comprarlas después de hacer esto.
–¿Y qué hay de tu agenda apretada?
–Podemos mover algunas cosas.
–Qué pena, pero no puedo –me alejé un poco más–. Yo sí tengo cosas importantes que hacer, y no pienso posponerlas por ti.
Volvió a acercarse, y tras colocar una mano en mi hombro, cerré los ojos para sentir como me envolvía lentamente, hasta dejar su rostro a centímetros de mi oreja.
No, Dios mío.
Se quedó en silencio un par de segundos que se me hicieron eternos. Mi piel se erizó con el roce suave de su respiración, y para acabarla, mi corazón comenzó a palpitar de forma acelerada, congelándome.
¿Qué te está pasando, Sofía?
–Eso está por verse, bonita.
Me alejé de prisa, antes de caer aturdida por su olor, su cercanía y sus palabras que ya me habían dejado en un estado desalentador. Me vi obligada a acercarme a la ventana para respirar un poco, ignorando por completo sus carcajadas y la plática que entabló después con la encargada.
Cuando me sentí más relajada, me avisaron que tenía que ir a retocarme el maquillaje y accedí de mala gana, medio ensimismada en el recuerdo de sus últimas palabras.
Porque solo eran eso, palabras sin sentido.
No nos volveríamos a ver jamás, eso lo podía jurar.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro