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9. La futilidad del amor

La sala de juntas del Inter Miami era un espacio impecablemente moderno, con paredes de cristal que ofrecían una vista espectacular del campo principal y una decoración minimalista en blanco y negro. Un enorme escudo del equipo presidía la sala, recordando a todos dónde estaban y, probablemente, cuánto dinero costaba mantener aquel lujo.

Alaska, vestida con ropa deportiva algo desgastada, se removía incómoda en su asiento mientras jugueteaba con un bolígrafo. A su lado, Eve observaba todo con ojos críticos, aunque claramente impresionada por el entorno. Diana, recostada en su silla de manera informal, jugaba con una botella de agua como si estuviera en un picnic, completamente ajena a la seriedad del momento.

La responsable del equipo, una mujer de unos cincuenta años con una cola de caballo perfectamente apretada, revisaba el contrato con una sonrisa profesional.

—Bien, Alaska —dijo al fin, apartando los papeles y ajustándose las gafas—. El contrato está listo. Tal como hemos acordado, estarás en el equipo filial del Inter Miami. El salario será... —hizo una pausa breve, quizás buscando las palabras— el mínimo reglamentario.

Eve frunció el ceño y abrió la boca para protestar, pero Diana fue más rápida.

—Bueno, al menos no tendrá que pagar por jugar, que ya es un avance —dijo con una media sonrisa, ganándose una mirada de reproche de Alaska.

—Por supuesto —continuó la responsable, ignorando el comentario—. Hay una condición importante que quiero recalcar: no podrás participar en partidos oficiales del equipo senior. Son las normas de la liga, si debutases tendrías que quedarte en el primer equipo y te requerimos para el equipo B únicamente, como sabes, solo las jugadoras del filial de menos de 23 años pueden jugar minutos en el equipo A y luego volver al B.

—Ah, qué bien —murmuró Alaska con sarcasmo, cruzándose de brazos—. Todo ventajas.

—Sin embargo —añadió la mujer, inclinándose ligeramente hacia adelante—, nuestro entrenador del primer equipo, el señor Greco, suele invitar a entrenar con él a algunas jugadoras del filial, independientemente de la edad. Le gusta observar diferentes perfiles y evaluar el talento.

Diana arqueó una ceja, dejando escapar una pequeña risa nasal.

—¿Eso significa que Alaska y yo vamos a entrenar juntas?

La responsable asintió con un gesto breve, sin percibir del todo el tono envenenado de la pregunta.

—Es muy probable, sí. De hecho, si demuestras compromiso y rendimiento en los entrenamientos, Alaska, quién sabe... podrías ganarte más minutos en el filial o incluso alguna oportunidad especial con una cesión a otro equipo de Primera División.

—Oh, Primera División —dijo Alaska mientras visualizaba su debut en la mente—. Aunque tras tanta charla y papeleo no sé si estoy firmando un contrato o la declaración de la renta.

Eve resopló.

—Firma y calla, que ni siquiera esto habrías conseguido sin tu hermana —espetó, señalando el contrato con un dedo firme—. Al menos ahora tienes una oportunidad para no ser un fracaso completo.

Alaska puso los ojos en blanco y finalmente estampó su firma en el papel, dejando escapar un suspiro resignado. Diana, mientras tanto, le dio un golpecito en el hombro.

—Bienvenida al circo, hermanita. Espero que sepas aguantar la presión cuando tengamos que hacer pases juntas.

—Espero que sepas aguantar tú cuando me toque defenderte —replicó Alaska, medio en serio, medio en broma.

Eve cerró la carpeta del contrato y se levantó, lanzando una última mirada crítica a la responsable del equipo.

—Confío en que no traten a mi hija como a una novata cualquiera.

—Confíe en que aquí todas son tratadas como profesionales, señora Biganzi —respondió la responsable con diplomacia, extendiéndole la mano a Alaska.

Mientras salían de la oficina, Diana le pasó un brazo por los hombros a Alaska y, con su tono más burlón, le dijo:

—Bueno, al menos tienes la equipación gratis. Y si entrenamos juntas, puede que aprendas a pasarme el balón en condiciones.

Alaska la empujó suavemente, tratando de no sonreír.

—Si te lo paso mal, será para que aprendas a buscarlo como el resto de nosotras.

El futuro no prometía ser brillante, pero al menos iba a ser entretenido.


El día siguiente, a media tarde:

El salón estaba en penumbra, con la televisión iluminando el rostro de las tres mujeres sentadas en el sofá. Diana estaba desparramada, con las piernas cruzadas sobre la mesa de café, Alaska se mantenía derecha como si temiera manchar el tapizado, y Eve se acomodaba con una copa de vino casi vacía en la mano.

—Pues parece que he encajado muy bien con las chicas del equipo —dijo Alaska con una sonrisa que no conseguía ocultar su entusiasmo—. Esta tarde el Greco me ha llamado. Mañana entrenaré con el primer equipo.

Eve se enderezó ligeramente, con los ojos brillando de orgullo.

—Eso es una gran noticia, Alaska. Pero no te emociones demasiado, ya sabes que no puedes debutar con el senior. Las reglas son las reglas.

—Gracias por el recordatorio, mamá —replicó Alaska, esforzándose por mantener el buen humor.

Diana resopló desde su lado del sofá.

—Mira, mamá, de verdad no es necesario que te quedes a dormir aquí solo para acompañarnos al entrenamiento. Podemos apañárnoslas solas.

Eve la miró con los ojos entrecerrados, su tono afilado como un cuchillo.

—Qué egocéntrica eres, Diana. No todo gira en torno a ti, querida. Quiero ir porque me apetece saludar a Greco. Lo conocí hace muchos años, cuando estuvo en Suecia.

El silencio cayó sobre las tres como una losa. La televisión seguía parloteando de fondo, pero ninguna parecía prestarle atención.

Finalmente, Eve suspiró, mirando a sus hijas con desaprobación.

—¿De verdad vamos a estar aquí plantadas delante de la televisión hasta la hora de cenar?

—Tal vez hasta la hora de dormir —respondió Diana con desgana, sin apartar la vista de la pantalla.

—¿No vamos a hablar un poco más? —insistió Eve—. Las conversaciones entre nosotras duran siempre un minuto.

—¿De qué quieres hablar? —preguntó Alaska con un tono neutro, aunque estaba claro que intentaba ser amable.

—No le des pie, Alaska —protestó Diana, girando los ojos.

Pero Eve no necesitaba mucho estímulo.

—Podemos hablar de mi relación con Richard. Ya sabéis, anoche hicimos algo que... bueno, prefiero no entrar en detalles, pero me dejó completamente... exhausta.

—Podrías irte con él, si tanto te llena —replicó Diana, con una sonrisa sarcástica.

—Debes estar muy ilusionada, mamá —intervino Alaska, tratando de cambiar el tono de la conversación.

Eve arqueó una ceja, como si le hubiera contado el chiste más malo del mundo.

—Nunca hay que estar demasiado ilusionada, Alaska. La vida siempre encuentra la forma de decepcionarte. Las únicas certezas que tenemos son la futilidad del amor, la decepción de la familia y la certidumbre de la muerte.

Diana soltó una carcajada seca.

—En tu inminente muerte, pensaba yo.

—Pues yo creo que tenéis una visión demasiado pesimista de la vida —interrumpió Alaska, alzando las manos—. Yo siempre veo el vaso medio lleno.

Eve dejó escapar una risa amarga.

—Tal vez, pero el vaso es de tu hermana y está lleno de lágrimas.

Diana se rió de verdad esta vez y le dio una palmadita en la rodilla a su madre.

—Esa ha sido buena, mamá.

Eve la miró con severidad.

—Estarías más mona calladita. Alaska, al menos, lucha por ser lo mejor que puede. Tú, en cambio, tenías talento para ser la mejor jugadora del mundo y decidiste pasarte los fines de semana bebiéndote hasta el agua de los floreros y pasándote por la piedra a todo lo que tenga pene.

Diana levantó las manos en un gesto de rendición fingida, mientras Eve se inclinaba hacia la mesa.

—Bueno, si nadie me va a llenar la copa, lo haré yo misma.

—Como quieras, mamá —dijo Diana, sin emoción—. Guardo el vodka en la botella de lejía.

Eve se puso de pie con dignidad fingida, mientras Diana se giraba hacia Alaska y le susurraba al oído:

—Esto no hay quién lo aguante. Vámonos al cine o algo.

Alaska respondió en el mismo tono bajo:

—Y eso que ahora está feliz y con pareja. Imagínate cuando Richard la conozca realmente y la deje.

Ambas intercambiaron una mirada cómplice mientras Eve, ajena a sus comentarios, volvía con la copa llena y una expresión triunfal.


Al día siguiente:

El sol de Miami brillaba con fuerza sobre los campos de entrenamiento del Inter Miami. Diana y Alaska caminaban juntas hacia los vestuarios, cargando sus bolsas deportivas. Alaska, vestida con el uniforme del filial, parecía un poco nerviosa, mientras que Diana simplemente se miraba las uñas con su habitual aire confiado.

—¿Qué tal la noche? —preguntó Diana, lanzándole una mirada de soslayo a su hermana.

—Corta —respondió Alaska—. Creo que soñé con la charla de mamá sobre la futilidad del amor. ¿Tú?

—Dormí como un tronco, gracias al vodka.

Al llegar al campo, ambas divisaron a un hombre que estaba de pie junto a uno de los bancos de suplentes. Era alto, atlético y llevaba el uniforme del club. Tenía un aire despreocupado mientras revisaba una tablet. Diana se detuvo en seco y empujó a Alaska con el codo.

—¿Y ese? —murmuró, señalándolo con un movimiento de cabeza.

—¿El qué?

—Ese, Alaska, el guapo con pinta de anuncio de colonia.

Alaska frunció el ceño, mirando hacia donde señalaba Diana.

—Ni idea. ¿Será nuevo?

—Si es nuevo, espero que también sea soltero.

—No seas pesada.

—Oh, venga. ¿Por qué iba a serlo, si soy tan encantadora? —replicó Diana con una sonrisa autosuficiente.

Poco después, las jugadoras se reunieron en círculo para la charla previa al entrenamiento. El entrenador, un hombre robusto y enérgico llamado Greco, se colocó en el centro.

—Buenos días, chicas —comenzó—. Hoy vamos a probar algo diferente. Cuatro jugadoras del filial se unen al primer equipo para este entrenamiento: Alaska Biganzi, Mia Sandoval, Lauren Smith y Paige Turner. Bienvenidas.

Las cuatro chicas del filial asintieron tímidamente mientras las jugadoras del primer equipo las saludaban con aplausos breves.

—Y antes de empezar, quiero presentaros a alguien más —continuó Greco, señalando hacia el chico que Diana y Alaska habían visto antes—. Este es Alistair Calloway, nuestro nuevo fisioterapeuta. Es inglés y lleva años trabajando con atletas de élite.

Diana intercambió una mirada con Alaska.

—Encantado de estar aquí —dijo Alistair con una sonrisa cálida y un leve acento británico.

Diana, siempre rápida, murmuró por lo bajo:

—Encantada de que estés aquí también.

El entrenamiento comenzó, y Alaska se encontró junto a Mia Sandoval, una joven del filial con un rostro alegre y un andar decidido. Ambas se ayudaron mutuamente durante los ejercicios, riéndose en varias ocasiones.

—Eres buena —dijo Alaska mientras practicaban pases—. Yo no sabía ni mover el balón a tu edad.

—Y tú eres más rápida de lo que pensaba alguien de... bueno, ya sabes.

—¿De qué? ¿De mi edad? —replicó Alaska, fingiendo ofenderse.

Mia se rió.

—Quiero decir, es inspirador.

Mientras tanto, en el otro lado del campo, Diana fingía estirarse con exageración. Finalmente, se llevó la mano al muslo y lanzó un pequeño gemido.

—¡Ay! Creo que me he torcido algo —dijo en voz alta, mirando en dirección a Alistair.

El fisio se acercó rápidamente, llevando consigo una bolsa de primeros auxilios.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, arrodillándose junto a ella.

—Creo que es el muslo —respondió Diana, con una sonrisa coqueta—. Un dolor punzante.

Alistair empezó a palpar con cuidado la zona mientras Diana lo observaba de cerca.

—¿Eres nuevo en Miami? —preguntó ella, inclinándose ligeramente hacia él.

—Sí, llegué hace un par de semanas —respondió Alistair, concentrado en su trabajo.

—¿Y qué te trajo aquí? —continuó Diana, esforzándose por parecer casual.

—El trabajo, claro —respondió él con una sonrisa ligera—. ¿Sientes esto?

—Solo un poco. —Diana cambió de tema rápidamente—. ¿Y cómo es que un inglés como tú termina en un equipo de fútbol en Estados Unidos?

—A veces, los cambios de aire son necesarios —respondió él, manteniéndose profesional.

Después de unos minutos, Alistair se puso de pie y extendió una mano para ayudarla a levantarse.

—Estás bien. Solo un músculo tenso. Nada grave.

—Gracias, Alistair —dijo Diana, dándole una sonrisa de esas que podrían derretir el hielo.

—Es mi trabajo —respondió él con un tono amable, antes de regresar al lateral del campo.

Diana volvió al entrenamiento, con una expresión satisfecha en el rostro. Alaska, que había estado observando de reojo, se acercó durante una pausa.

—¿Se supone que estabas lesionada? —preguntó, levantando una ceja.

—Un dolor pasajero. Pero, ¿has visto cómo me miraba?

—Sí, como si fueras una más en su lista de pacientes.

Diana sonrió, despreocupada.

—Esto es solo el comienzo.

—¿No te irás a tirar al fisio?

—No, pero sí a Alistair Calloway.

—Es la misma persona.

Diana suspiró con impaciencia.

—No, me lo voy a tirar fuera del horario de trabajo. ¡Soy una profesional!


Al día siguiente:

El vestuario del Inter Miami estaba silencioso, un contraste absoluto con el bullicio habitual del entrenamiento que tenía lugar afuera. Las taquillas brillaban bajo la luz blanca de los fluorescentes, y el aire olía a una mezcla de desinfectante y césped húmedo.

Diana estaba contra la pared, con la camiseta del equipo subida y los pantalones a medio bajar. Alistair, con la respiración agitada, estaba pegado a ella, moviéndose con intensidad.

—Tengo que admitirlo, Alistair —jadeó Diana, con una sonrisa entrecortada—, tus manos son mágicas... en más de un sentido.

Alistair intentó responder, pero ella le envolvió la nuca con las manos, obligándolo a seguir.

De repente, el chirrido de la puerta del vestuario las interrumpió.

—¿Hola? —La voz de Alaska resonó en el silencio mientras la puerta se abría de par en par.

Alaska se quedó paralizada al ver la escena. Su boca se abrió, pero no salieron palabras. Diana y Alistair se separaron rápidamente, con Diana ajustándose la camiseta y Alistair arreglándose el pantalón, notablemente rojo de vergüenza.

—Lo siento... yo... tengo que irme —balbuceó Alistair, evitando mirar a Alaska mientras cruzaba la puerta casi a la carrera.

El silencio se hizo pesado en el vestuario mientras Diana terminaba de acomodarse la ropa, sin mostrar un ápice de remordimiento. Alaska, en cambio, parecía a punto de explotar.

—¿¡Qué cojones acabas de hacer!? —gritó finalmente Alaska, cruzándose de brazos.

—Alaska... Si a estas alturas te lo tengo que explicar... —replicó Diana con desdén, ajustándose el pelo y mirando a su hermana como si no entendiera el problema—. Estaba teniendo un momento... terapéutico.

—¡Eres una irresponsable! —estalló Alaska—. ¿Y si alguien más te hubiese pillado? Podrías meterte en un lío enorme. ¡Por cosas como esta podrían decidir no renovarte!

—Ay, mamá, mamá —respondió Diana, imitando el tono de Alaska—. ¿De verdad te importa tanto mi contrato? ¿O es por ti?

Alaska se quedó callada, con una expresión que la delató. Diana sonrió, como quien acaba de ganar una partida.

—Eso pensaba.

—Mira, no voy a negar que... sí, me importa porque necesito este sitio. Pero tú deberías ser más cuidadosa. No solo por mí, ¡por ti misma!

Diana suspiró, aburrida, y sacó una botella de agua de su taquilla.

—Dramática como siempre. Es solo un poco de diversión, Alaska. Te haría bien relajarte un poco.

Alaska se cruzó de brazos, mirándola con dureza.

—¿Sabes qué? Quizás tengas razón. A lo mejor debería relajarme. Pero no voy a tener sexo con el fisio en el vestuario para conseguirlo.

—No es solo el fisio, es un fisio inglés —respondió Diana con un tono burlón—. Eso lo hace más emocionante.

Alaska negó con la cabeza, exasperada, pero cambió de tema rápidamente.

—Tienes suerte de que no fuera otra persona quien te pillara. Aunque a ti nunca te importa nada.

Diana, con una sonrisa pícara, cambió de postura y miró a Alaska fijamente.

—Hablando de puteríos de vestuario... He notado cómo te miras con Mia.

Alaska se ruborizó al instante.

—¿Qué? Eso no es verdad.

—Oh, claro que sí. Vi esa mirada que le echaste cuando te dijo que tenías buena técnica. Parecías un cachorrito emocionado.

—¿Crees que le gusto? —preguntó Alaska, con un tono que era más inseguro que indignado.

Diana soltó una carcajada.

—Si no le gustas ahora, es porque no ha visto tus dientes de conejita de cerca. Es adorable, seguro le encanta.

—¡Diana!

—Venga, tranquila, hermana. —Diana dio un paso hacia Alaska y le palmeó el hombro—. Deberías intentarlo. A lo mejor tú también podrías tener un "momento terapéutico".


Unos días más tarde:

Alaska estaba tirada en el sofá, con una pierna colgando por el borde y la mirada fija en la pantalla de la televisión, donde un programa de talentos en español hacía eco en la sala. En la mesa frente a ella había un cuenco con palomitas medio vacío.

Diana apareció desde su habitación, caminando descalza y arreglándose el pelo frente a un espejo de mano. Llevaba un vestido negro ajustado y unos tacones que resonaban contra el suelo.

—Bueno, me voy. —Diana anunció con un tono casual mientras ajustaba un collar dorado.

—¿Te vas? —preguntó Alaska, apartando la vista de la tele y arqueando una ceja—. ¿A dónde?

—Ceno con Alistair.

Alaska se incorporó un poco, mirándola con sorpresa.

—¿Cenar? ¿En serio? Pensé que lo vuestro iba a ser solo un... ya sabes... ¿terapia breve?

Diana sonrió con suficiencia y recogió su bolso de la mesa.

—Sí, bueno, resulta que me gusta más de lo que pensaba. Además, tiene algo que no encuentro en los demás.

—¿Su carnet de fisio?

—No, Alaska, clase.

—Suena encantador.

—Lo es.

Diana hizo un gesto con la cabeza hacia Alaska, que seguía acurrucada en el sofá.

—¿Y tú qué haces?

Alaska suspiró y levantó su móvil, mostrando la pantalla.

—Estoy pensando en invitar a Mia a tomar algo, pero no sé qué escribirle. Todo me suena forzado.

Diana se acercó a ella, mirando la pantalla por encima de su hombro.

—¿De verdad estás atascada con esto? Es un mensaje, Alaska, no un ensayo filosófico.

—¡Ya, pero no quiero que suene raro!

—"Hola, Mia. ¿Te apetece tomar algo conmigo?" Listo.

—Demasiado directo.

—"Hola, Mia. He pensado que podríamos quedar algún día."

—¿Demasiado indirecto? —Alaska mordió una uña y frunció el ceño.

Diana suspiró, claramente harta.

—Dame ese móvil, neurótica.

—¡No, espera!

Antes de que Alaska pudiera detenerla, Diana agarró el teléfono y empezó a escribir.

—¡Diana, no hagas nada raro!

—Tranquila, Alaska. Soy buena en esto.

Diana terminó de escribir y le devolvió el móvil a Alaska, quien lo leyó en voz alta.

—"Hola, Mia. ¿Te apetecería tomar algo conmigo esta semana? Creo que podríamos pasarlo bien."

Alaska lo leyó varias veces y alzó una ceja.

—Vale... está bien, supongo.

De repente, su expresión cambió a pánico.

—¡No, no está bien! ¡Es horrible! ¡Bórralo!

—Alaska, relájate.

—¡Bórralo!

Mientras Alaska intentaba borrar el mensaje, el móvil vibró en sus manos. Se quedó paralizada y miró la pantalla con incredulidad.

—Ha respondido...

Diana, sonriendo triunfal, preguntó con sorna:

—¿Y qué dice?

Alaska leyó en voz baja, casi sin creerlo.

—"Claro, Alaska. Me encantaría. ¿Cuándo te viene bien?"

Un silencio corto, seguido de un grito de emoción reprimido.

—¡Ha dicho que sí!

Diana sonrió mientras recogía su bolso.

—De nada, hermanita.

Se dirigió hacia la puerta, dejándola emocionada en el sofá.

—Diviértete con tu novia. Yo intentaré no volver tarde con mi... ¿Fisio?

Alaska ni siquiera respondió; estaba demasiado ocupada mirando el móvil con una sonrisa tonta.  

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