8. Una experiencia cercana a la muerte por Navidad
Diana se ajustó la cinta del pelo mientras el eco de los cánticos en las gradas le erizaba la piel. El partido era importante, pero para ella significaba mucho más: su regreso tras meses de lesión.
Con el balón rodando bajo sus botas, sintió una mezcla de euforia y ansiedad. Cada pase, cada sprint, parecía una prueba para demostrar que aún podía brillar. "Nada de tonterías", se decía. Pero, siendo Diana, la contención no era su fuerte. En el minuto quince, mandó un pase perfecto al centro del área que casi acaba en gol, lo que provocó una ovación que alimentó su ego.
—Tranquila, Biganzi, no te emociones tanto —se burló una contraria al pasar junto a ella.
—No me emociono, cariño. Así es mi nivel habitual —respondió Diana con su característico sarcasmo.
En el minuto treinta, ocurrió. Diana corrió a recuperar un balón dividido, pero una jugadora del equipo contrario chocó con ella al lanzarse a por el mismo objetivo. El impacto fue brutal. Diana cayó al suelo y, por un instante, todo quedó en silencio.
—¡Diana! —se escuchó a lo lejos, la voz de Alaska resonando desde las gradas.
El mundo de Diana se apagó.
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Diana abrió los ojos lentamente, parpadeando ante la luz blanca y aséptica de la sala. Su cabeza latía como si un equipo de percusión estuviera ensayando dentro. A su lado, Alaska apareció, casi tropezando con la cortina.
—¡Estás viva! ¿Cómo estás? —preguntó con una mezcla de preocupación y entusiasmo.
—Como si me hubiera atropellado un camión... sueco.
Antes de que Alaska pudiera responder, entró una chica rubia, era la doctora del equipo contrario, y llevaba una sonrisa que combinaba profesionalidad y algo más juguetón.
—Soy la doctora Skoglund, del equipo rival. Venía a ver cómo estaba nuestra víctima favorita.
—¿Víctima? ¿Te refieres a Diana? —preguntó Alaska, alzando una ceja.
—Sí, sufrió una fuerte conmoción, pero, por lo que vi, no debía estar tan mal... le hice el boca a boca y juraría que me metió la lengua.
Alaska soltó una carcajada descontrolada mientras Diana abría los ojos como platos.
—¿Qué? ¡Eso no pasó! —protestó Diana, llevándose una mano a la cabeza y ganándose un ligero mareo.
—Bueno, tampoco te defendiste mucho —replicó la doctora con una sonrisa traviesa antes de marcharse.
Alaska, aún riendo, intentó recomponerse.
—¿Estás segura de que quieres seguir jugando al fútbol? Esto podría ser una señal divina para que te dediques a otra cosa, como el karaoke.
Diana la fulminó con la mirada.
—Gracias, Alaska. Tu apoyo es conmovedor.
En casa:
Diana estaba en el sofá con una venda en la cabeza, envuelta en una manta y con una taza de té que Alaska le había preparado de mala gana. La televisión estaba encendida, pero Diana parecía más interesada en hacer caras de sufrimiento cada vez que su hermana entraba en la sala.
—¿Sabes? —dijo Alaska mientras entraba con un cuenco de patatas fritas—, con esa venda pareces una mezcla entre una momia y una influencer después de una mala cirugía.
Diana dejó la taza en la mesa con teatralidad.
—Eso, ríete de tu hermana. He estado a punto de morir, Alaska.
Alaska alzó las manos, como si pidiera perdón, y dijo un refrán con tono sabiondo:
—Ya sabes lo que dicen: "La vida es un soplo, pero la torpeza dura para siempre".
Diana frunció el ceño y la señaló con un dedo acusador.
—¡No bromees, Alaska! Esto es serio.
Alaska, encogiéndose de hombros con una sonrisa maliciosa, respondió:
—¿No me has dicho que me ría de ti?
Diana la miró fijamente durante unos segundos antes de soltar un suspiro resignado.
Diana permanecía hundida en el sofá, apurando su taza de té como si el líquido pudiera borrar sus pensamientos. Alaska, aún sentada, la observaba con una mezcla de curiosidad y escepticismo. Fue Diana quien rompió el silencio, con un tono inusualmente serio.
—Ocurrió algo mientras estaba inconsciente.
Alaska ladeó la cabeza, como si analizara si tomárselo en serio o empezar a burlarse. Finalmente, optó por lo segundo.
—¿Toda tu sórdida y degenerada vida pasó por delante de tus ojos?
Diana soltó un suspiro cansado.
—Ojalá. Pero no, Alaska.
La pausa fue deliberada, cargada de dramatismo. Diana parecía debatirse entre hablar o callar. Alaska, intrigada, dejó el cuenco de patatas en la mesa y se inclinó hacia adelante.
—Vamos, dilo.
Diana apretó los labios, como si estuviera revelando un secreto de Estado.
—Vi a papá.
La respuesta cayó como un balde de agua fría. Alaska frunció el ceño y, tras unos segundos de asimilarlo, soltó:
—Vete por ahí.
Diana bufó y se levantó del sofá, tambaleándose ligeramente mientras se dirigía a la cocina.
—Olvídalo, no te lo tenía que haber dicho —murmuró, abriendo la nevera para sacar una botella de agua.
Alaska, siguiéndola como un perro curioso, apoyó un codo en el marco de la puerta.
—Espera, espera. Fue una alucinación, seguro. Por la conmoción. O, no sé, la muerte masiva de tus neuronas.
Diana se giró con el vaso ya lleno y una expresión impasible.
—No, Alaska. A eso ya estoy acostumbrada. —Se apoyó en la encimera y bebió un sorbo antes de continuar—. No fue una alucinación. Papá estaba ahí, en la nada, conmigo.
La frase hizo que Alaska se cruzara de brazos, intentando no parecer demasiado afectada.
—Vale, visualizo. ¿Te tendió la mano? ¿Te dijo algo como: "Ven hacia la luz, hija mía"?
—No, Alaska. No era su cuerpo, era solo su cabeza. —Diana hizo un gesto amplio con las manos—. Una cabeza flotante, grande y majestuosa.
Alaska soltó un resoplido, luchando por contener la risa, pero Diana no pareció notarlo. Sus ojos estaban perdidos, como si volviera a ese extraño momento.
—Me miró y me habló.
Alaska decidió ignorar el aura solemne y continuó con su escepticismo.
—Tal vez fue tu imaginación, ya sabes, todo ese rollo del subconsciente jugando contigo.
—No. —Diana negó con firmeza—. Ni en un millón de años se me hubiera ocurrido lo que me dijo.
Alaska ahora sí estaba intrigada. Se acercó un poco más, apoyándose en la mesa de la cocina.
—¿Y qué fue lo que dijo?
Diana bajó la mirada, como si las palabras fueran demasiado pesadas para salir.
—No importa, debí entenderlo mal.
—¡Dilo ya! —Alaska la animó, impaciente—. Sea lo que sea, estamos juntas en esto.
Diana alzó la mirada, con un brillo extraño en los ojos, y finalmente lo soltó:
—Me dijo: "Encárgate de tu madre".
Alaska se quedó muda por un instante, procesando la frase. Después, con toda la tranquilidad del mundo, se enderezó y dijo:
—Buena suerte.
Y antes de que Diana pudiera replicar, Alaska desapareció de la cocina con un movimiento ligero, dejando a su hermana mayor con una mezcla de incredulidad y frustración.
Esa noche:
La brisa nocturna acariciaba el rostro de Diana mientras esta miraba al horizonte desde la terraza, con una taza de té medio fría en la mano. La tranquilidad se rompió cuando Jude apareció con un zumo en una mano y una tablet en la otra.
—Hola, tía Diana. —La voz de Jude era despreocupada, como si estuviera comentando el clima.
Diana giró la cabeza y le dedicó una sonrisa leve.
—Hola, Jude.
—Por lo visto, casi te mueres. —Soltó el niño con naturalidad.
Diana arqueó una ceja y asintió con resignación.
—Sí, por lo visto.
—¿Y ya estás bien?
—Sí, Jude, ya estoy bien.
El niño se quedó callado unos segundos, mirando a su tía como si estuviera analizando algo profundamente importante. Finalmente, habló.
—¿Te puedo preguntar algo?
Diana se encogió de hombros.
—Claro, adelante.
—¿Si te mueres quién se queda tu coche?
La respuesta de Diana fue inmediata, seca y cargada de hastío.
—Lárgate, Jude.
El niño no pareció ofenderse, solo se encogió de hombros y salió de la terraza, cruzándose con Alaska en la puerta. Antes de desaparecer, Jude dijo con voz alta y clara:
—Tenías razón, mamá, no era un buen momento.
Alaska lo miró con confusión y después se sentó junto a Diana, que seguía con la mirada fija en el horizonte.
—¿Qué haces? —preguntó Alaska mientras se acomodaba.
—Pensar en papá.
Alaska ladeó la cabeza, intentando procesar la seriedad de su hermana.
—Vale... Una pregunta. Cuando viste a papá, suponiendo que fuera cierto, ¿te preguntó por mí?
Diana se volvió hacia ella con expresión impasible.
—No. Solo me dijo: "Encárgate de mamá".
La indignación de Alaska fue instantánea.
—¿En serio? ¿Nada sobre mí? Para una vez que se aparece podría haber dicho: "¿Qué tal Alaska?". Vivo o muerto, sigue siendo un patán.
Diana no pudo evitar reírse ligeramente.
—Bueno, no se puede negar que era consistente.
La risa murió pronto, y Diana volvió a fijar la vista en el horizonte.
—Pero, en serio... ¿Cómo querrá papá que cuide de mamá?
Alaska se encogió de hombros con un gesto despreocupado.
—Prueba tratándola como a un ser humano.
Diana hizo una pausa, procesando la idea como si fuera un concepto extraterrestre.
—Papá no querría eso.
—¿Entonces qué propones? —preguntó Alaska, con los ojos entrecerrados, anticipando algo absurdo.
—Una residencia.
La incredulidad de Alaska fue inmediata.
—¿Qué? Mamá está perfectamente.
Diana se encogió de hombros con total naturalidad.
—No he dicho que no vaya a resistirse. Pero con unas... —hizo un gesto pensativo, buscando el nombre adecuado— unas pastillas relajantes machacadas en su whisky, entra en cualquier sitio.
Alaska negó con la cabeza, entre exasperada y divertida.
—Eso no es lo que querría papá.
Diana, con un brillo burlón en los ojos, señaló a su hermana con el dedo.
—Papá ha hablado conmigo, no contigo. Así que no puedes saber lo que quiere.
Alaska suspiró, resignada, y cambió de táctica.
—¿Cuándo fue la última vez que llamaste a mamá?
Diana se quedó pensando.
—¿Qué día es hoy?
—Domingo.
Diana frunció el ceño, haciendo como si estuviera calculando. Finalmente, suspiró.
—Nunca.
Alaska le dio una palmada ligera en el brazo.
—Empieza por ahí.
Diana sacó el móvil del bolsillo y asintió con fingida solemnidad.
—De acuerdo.
Mientras marcaba, Alaska la observó con atención.
—¿Te acuerdas del número?
Diana asintió con una sonrisa irónica.
—Claro. Es 6666.
Diana apretó el botón de llamada mientras Alaska la observaba con los brazos cruzados, inclinada ligeramente hacia adelante como si esperara el desastre.
—Hola, mamá, soy Diana.
Hubo un largo silencio mientras Diana escuchaba al otro lado de la línea. Alaska arqueó una ceja.
—¡No pasa nada, solo llamaba para saber cómo estás! —dijo Diana con una sonrisa forzada, haciendo un gesto exagerado a Alaska para que no interviniera.
Otra pausa. Diana frunció el ceño y protestó.
—No, no estoy borracha. Me he acordado de ti y se me ha ocurrido llamar.
Alaska se llevó la mano a la boca para contener una carcajada.
—¡Te juro que no estoy borracha! —insistió Diana, levantando la mano como si estuviera jurando ante un tribunal. Luego, con determinación, comenzó a recitar—: Tres tristes tigres tragaban trigo en un trigal.
Alaska soltó un bufido de risa y murmuró:
—Sí, ahora seguro que la convences.
Diana agitó una mano para silenciarla.
—Entonces, ¿qué tal? Hacía tiempo que no hablábamos.
Hizo una pausa para escuchar y luego espetó al borde de su paciencia:
—¡Ya, bueno, pero ahora estamos hablando!
Otra pausa. Diana resopló.
—Vale.
Unos segundos después, con voz más baja:
—Vale.
Luego, con un tono de resignación.
—Vale, vale.
Alaska la miraba con creciente incredulidad.
—Vale.
Diana frunció el ceño de nuevo.
—¿Cómo dices?
Un suspiro.
—Vale.
Finalmente, Diana se inclinó ligeramente hacia adelante, como si estuviera cerrando un trato.
—¿Nochebuena y Navidad? Vale.
Colgó el teléfono y dejó escapar un largo suspiro antes de mirar a Alaska, que la observaba con una mezcla de burla y asombro.
—Vaya, eso sí que ha sido una conversación fluida. Casi poética.
Diana se encogió de hombros.
—Bueno, pues ya está. Vamos a cenar con mamá en Nochebuena y a comer con ella en Navidad.
Alaska se recostó en la silla, exagerando su expresión de incredulidad.
—¿Quién eres y qué has hecho con Diana? ¿De verdad casi morirte ha sido una experiencia espiritual tan fuerte como para aceptar reuniones con mamá sin poner excusas?
Diana se quedó pensativa un momento y luego dijo, más seria:
—Cuando papá vivía, yo siempre fui la oveja negra. Y si él quiere que haga esto, supongo que es para compensarlo. Así que eso vamos a hacer.
—¿Cómo que "vamos"? —replicó Alaska, sentándose de golpe.
Diana sonrió con su aire más infantil y travieso.
—Si no cuidas también de mamá, me chivaré a papá cuando vuelva a ver su cabeza flotante.
Alaska la miró con los ojos entrecerrados, frustrada pero sin poder evitar un destello de diversión en su rostro.
—"Si li vi i dicir, si li vi i dicir" Eres una cría, ¿lo sabías?
—Pero... ¿A que lo vas a hacer? —insistió Diana, con el tono de alguien que sabía que había ganado.
Alaska resopló, rendida.
—Sí.
Diana le dio un golpecito en el brazo, triunfal.
—Sabía que entenderías el mensaje espiritual.
En Nochebuena:
La mesa de Nochebuena estaba perfectamente montada, pero la tensión entre las tres mujeres la llenaba de electricidad. Eve levantó su copa de vino, sonriente.
—Me hace muchísima ilusión cenar con mis dos hijas favoritas.
Diana arqueó una ceja.
—¿Tienes más?
Eve bebió un sorbo, tranquila.
—Es una manera de hablar, aunque tengo un niño apadrinado en África. Se llama Bakari.
Diana puso los ojos en blanco, pero Eve continuó, como si estuviera hablando de su propio hijo.
—Está en medio de una guerra civil y, aun así, sé más cosas de él que de ti.
Diana no se molestó en responder. En lugar de eso, miró a Alaska, buscando apoyo.
—¿Por qué no le cuentas a mamá cómo está Jude?
Alaska, cortante, respondió sin levantar la vista del plato.
—Está con su padre. Y con Rebecca.
Diana se removió incómoda, sin saber cómo enderezar la conversación. Finalmente, soltó:
—Voy al baño.
Eve la observó levantarse y frunció el ceño.
—¿Tienes una infección urinaria?
Diana se giró con una sonrisa sarcástica.
—Sí, mamá, claro que sí. Pero tranquila, que también me haré análisis de sangre por si acaso.
Eve se encogió de hombros.
—Hija, es por tu salud. No entiendo por qué te estás picando.
Diana resopló.
—No me estoy picando.
Eve se giró hacia Alaska.
—¿Es cosa mía o se está picando?
Alaska suspiró.
—Imagínate vivir con ella.
Diana lanzó un último bufido y desapareció hacia el baño. Eve aprovechó el momento y se inclinó hacia Alaska.
—¿Qué le pasa a tu hermana? ¿Por qué tanto esfuerzo en no ser desagradable?
Alaska se encogió de hombros al principio, pero finalmente cedió.
—Es complicado, mamá. Casi se muere, vio la cabeza de papá flotando, y él le dijo que tenía que cuidarte.
Eve se quedó pensativa un segundo antes de hablar con su tono característicamente cáustico.
—Así lo recordaba yo. Inútil del cuello para abajo.
Alaska la fulminó con la mirada, pero Eve siguió cenando como si nada.
—Yo no necesito estar cerca de la muerte para demostrarte que te quiero —protestó Alaska, indignada.
Eve asintió lentamente.
—Es cierto. Me llevaste a comer a ese sitio de fritangas y fue como una lavativa.
—¡Mamá! —exclamó Alaska—. ¡Ese sitio estaba bien!
—Perdí tres kilos. Pero gracias, cariño.
Alaska apretó los labios, cambiando de tema.
—Papá no me mencionó cuando habló con Diana.
Eve agitó la mano como si no tuviera importancia.
—Es normal. Diana fue una hija muy esperada.
Alaska entrecerró los ojos.
—¿Y yo qué fui?
Eve ladeó la cabeza, pensativa.
—Esto ya te lo conté, ¿no? Una jarra de margaritas y un condón de gasolinera.
—Fantástico. —Alaska enterró la cara en las manos.
Diana volvió justo a tiempo para escuchar las últimas palabras. Se cruzó de brazos y miró a Eve con sorna.
—Por si te interesa saber, mi orina está perfecta. Ni infecciones ni nada.
Eve la miró, escandalizada.
—No hables de esas cosas en la mesa.
Diana la señaló con un dedo acusador.
—Tú me has preguntado.
—Me da igual, no quiero que hables de esas cosas en la mesa —repitió Eve, imperturbable.
Diana sacudió la cabeza, frustrada.
—Esto ha sido una mala idea.
Eve suspiró, conciliadora.
—No, hija. Siento si he sido desconsiderada.
Diana susurró, apenas audible:
—Vale, vamos a dejarlo en "desconsiderada", aunque todas sabemos lo que eres.
Eve la ignoró y, tras un segundo de silencio, se excusó.
—Es que estoy un poco tensa.
Diana la miró fijamente.
—¿Por qué?
Eve se encogió de hombros, misteriosa.
—Da igual. No pretendo que te encargues de mí ni nada por el estilo.
Alaska frunció el ceño, reconociendo el tono manipulador en la voz de su madre. Diana, ajena, insistió.
—¿Qué pasa?
Eve suspiró, finalmente dejando caer la bomba con dramatismo.
—Tengo una operación mañana por la mañana.
Ambas hermanas se quedaron calladas. Diana fue la primera en reaccionar.
—¿Qué? ¿Qué operación?
—Una pequeña intervención, nada importante.
—Te llevo yo. Y luego puedes quedarte en mi casa el tiempo que necesites para recuperarte.
Eve asintió, triunfante. Alaska la miró con suspicacia antes de añadir:
—¿Quién cojones se compra condones en la gasolinera?
Al día siguiente:
La puerta de la casa se abrió y Diana entró con un flotador bajo el brazo.
—Venga, mamá, un paso más.
Eve apareció detrás de ella, caminando con cuidado y con una mueca de dolor. Sus labios estaban grotescamente hinchados, como si le hubieran salido dos salchichas de Frankfurt en la cara.
—Gracias, querida —dijo Eve con un tono tan teatral que Diana puso los ojos en blanco.
Alaska, que estaba sentada en el sofá con el móvil, levantó la mirada y se quedó boquiabierta.
—¡¿Qué te ha pasado en la boca?!
Eve sonrió, o al menos lo intentó, porque sus labios no se movían mucho.
—Una pequeña intervención.
Diana se dejó caer en un sillón y soltó sin mirarla:
—Le han quitado grasa del culo y se la han chutado en los labios.
Alaska se llevó las manos a la cabeza.
—¡Qué barbaridad! Te habrán dejado sin culo.
Eve suspiró, como si sus hijas fueran unas exageradas.
—Ahora están un poco hinchados, pero en dos días estarán listos para volver a la acción.
Diana se tapó la cara con las manos.
—¿Qué hija no desea escucharle esas palabras a su madre?
Eve ignoró el comentario y se giró hacia Diana.
—Querida, necesito sentarme.
Diana señaló el sofá.
—Sí, claro, aquí tienes el flotador.
En ese momento entró Conchi desde la cocina, limpiándose las manos en el delantal. Al ver a Eve, se quedó petrificada.
—¡Dios Santo! ¿Qué ha hecho? ¿Felar una colmena?
Diana levantó una ceja.
—¿Felar?
Conchi la miró con orgullo.
—Tengo un vocabulario muy extenso.
A la hora de la comida:
La casa de Diana lucía como si la Navidad hubiese sido empaquetada, enviada por Amazon y montada por una asistente apresurada. Había un árbol de Navidad artificial, perfectamente simétrico, adornado con luces de colores y bolas brillantes, pero también con detalles absurdos que claramente eran idea de Diana: un par de botines dorados colgando entre las ramas y una bufanda del Inter Miami enrollada como guirnalda. La mesa del comedor estaba cubierta con un mantel rojo y servilletas verdes, aunque Alaska había señalado varias veces que eran colores incompatibles. Había un centro de mesa que parecía más apropiado para un banquete vikingo que para una cena navideña: velas gigantes, ramas de abeto y bolas metálicas apiladas de manera precaria.
Mientras todos comían, Diana se inclinó hacia su madre con una sonrisa fingida, colocando trozos diminutos de carne en el plato de Eve.
—Toma, mamá, en trozos pequeñitos.
Eve sonrió, dejando escapar un pequeño suspiro de satisfacción.
—Gracias, querida, siempre tan considerada.
Jude, con la boca llena de sopa, miró a su abuela con curiosidad.
—Mamá dice que te han puesto el culo en los labios.
Alaska dejó caer la cuchara en su plato y lo miró con severidad.
—¡Jude! Sigue comiendo, anda.
Pero Jude no se callaba tan fácilmente.
—Abuela, si ahora eructas, ¿sería un pedo?
Eve abrió los ojos como platos, incapaz de procesar semejante comentario, mientras Alaska le dirigía a su hijo una mirada de advertencia.
—Come y calla, Jude.
Eve suspiró, removiéndose incómoda en su asiento.
—Diana, hincha el flotador, anda. Esto es una tortura medieval.
Diana bufó, pero lo agarró obedientemente y se fue a inflarlo, Eve se giró hacia su nieto con una mirada inquisitiva.
—Dime, Jude, ¿tu padre y su novia te siguen hablando mal de mí?
Alaska alzó las manos en un gesto de desesperación.
—Mamá, no le preguntes esas cosas al niño.
Eve levantó las cejas, ofendida.
—¿Por qué no? ¿Acaso crees que no rajan de mí? Sobre todo esa Rebecca. Estoy segura de que el pobre Jude no tiene más remedio que escucharlo todo. Hasta el cerebro de un niño obtuso puede ser envenenado por una bruja.
Jude miró a su madre, confundido.
—¿Qué es obtuso?
—Come y calla —repitió Alaska, cada vez con menos paciencia.
Diana regresó con el flotador y lo colocó bajo su madre con el mismo entusiasmo con el que habría plantado una señal de tráfico. Eve se acomodó con un suspiro teatral.
—Gracias, querida. Bueno, cuéntame, ¿cómo va la temporada?
Diana se encogió de hombros.
—Mal.
Eve frunció el ceño.
—¿Y en lo personal? ¿Sales con alguien?
—No.
Eve negó con la cabeza con una expresión mezcla de lástima y desaprobación.
—¿Sabes qué? Creo que la razón por la que nuestra relación es tan fría es porque no me dejas acercarme a ti.
Diana dejó caer el tenedor en el plato y la miró con incredulidad.
—¿Perdona? Todo lo que digo o hago lo usas en mi contra. ¿Quieres ejemplos? Si gano una medalla olímpica, es que no es de oro. Si doy una asistencia, que no he marcado. Si me llaman para un anuncio, es que la Coca-Cola no es sana.
Eve arqueó las cejas.
—Solo intento que seas lo mejor que puedes ser, Diana.
Diana negó con la cabeza, frustrada.
—Ya soy lo mejor que puedo ser.
Eve suspiró profundamente, con la misma expresión que pondría alguien al enterarse de que se ha quedado sin postre.
—No sabes lo que me decepciona escuchar eso.
Esa noche:
La terraza estaba envuelta en un silencio apacible, roto solo por el susurro del mar y el sonido de los hielos chocando en el vaso de Diana. Apoyada en la barandilla, con el cubata en la mano, miraba al horizonte oscuro. Las luces de los barcos en la distancia parecían tan lejanas como sus pensamientos. Dio un trago largo y dejó escapar un suspiro cargado de frustración.
—¿Cómo ha podido hacerme algo así? —murmuró, sacudiendo la cabeza—. "Encárgate de tu madre".
Repitió la frase con un tono burlón y ácido.
—¡Encárgate de tu madre! Como si ella se hubiera ocupado de él. Le fustigaba, le humillaba... mentalmente castrado. Se murió tan joven porque estaba deseando morirse.
El grito de Eve interrumpió su monólogo interno.
—¡Diana, el flotador se ha vuelto a desinflar!
Diana cerró los ojos, aspirando el aire salado de la noche, y respondió a gritos sin moverse.
—¡Ahora voy!
Volvió a mirar al cielo, como buscando respuestas.
—¿Por qué? ¿Por qué ahora quieres que me encargue de ella?
—¡Diana! —volvió a gritar Eve desde dentro de la casa.
—¡Ya voy! —contestó, esta vez con menos paciencia.
Alzó la vista de nuevo, sus ojos fijos en las estrellas.
—Dame una señal, papá. Solo una señal.
Entonces, una voz extraña pero familiar se escuchó desde algún lugar cercano, forzando un tono profundo y solemne.
—Cásate con la chica mona que se cuela en tu casa.
Diana se giró bruscamente, sorprendida, y entornó los ojos al reconocer esa inconfundible entonación.
—Madison...
La misma voz respondió, manteniendo su tono forzado.
—Ese es su nombre.
Diana resopló y volvió a mirar al cielo, agotada.
—Me lo vas a decir en persona, porque voy a meter la lengua en un enchufe.
—¿Y si mejor metes la lengua en mi boca? —respondió Madison, esta vez con su voz natural, antes de darse cuenta de su error.
Hubo un silencio incómodo antes de que Madison volviera a forzar la voz.
—Quiero decir... En la boca de Madison.
Diana apretó los labios y giró los ojos hacia el cielo una última vez, mientras se alejaba hacia el interior de la casa.
Diana entró en la sala y cogió el flotador. Eve estaba medio acostada en el sofá, envuelta en una manta, con los ojos entrecerrados mirando la televisión.
—¿Qué estás viendo? —preguntó Diana, tratando de encontrar la boquilla del flotador.
—Una película antigua de gánsters —respondió Eve, sin apartar la mirada de la pantalla.
Diana arqueó una ceja.
—¿Y está bien?
Eve soltó un suspiro profundo.
—Es un peñazo, pero me reconforta saber que todos esos actores jóvenes y guapos ahora están muertos.
—Encantador como siempre, mamá —dijo Diana, empezando a inflar con la boca el flotador.
En la pantalla, un par de gánsters estaban sumidos en una conversación tensa.
—Ella sabe demasiado.
—¿Quiere que me encargue de ella, jefe?
Diana levantó la mirada hacia la pantalla, curiosa, mientras seguía inflando el flotador. Sus ojos se agrandaron al escuchar el diálogo.
—Sí, encárgate de ella, pero que parezca un accidente.
Se detuvo un instante con el flotador en los labios, mirando a Eve, que seguía absorta. La película continuó.
—Me encargaré de ella, no se preocupe, jefe.
Diana dejó el flotador de lado, sus ojos fijos en la pantalla, y miró al cielo en un gesto dramático.
—Lo siento, ahora te entiendo.
Eve la miró de reojo, intrigada.
—¿Qué dices?
—Nada. —Diana negó con la cabeza y volvió a inflar el flotador, tratando de ignorar la coincidencia.
En ese momento, el timbre de la puerta sonó. Diana dejó el flotador en el sofá junto a su madre y fue a abrir. Al otro lado estaba la médico del equipo contrario, aquella que le había hecho el boca a boca durante el partido. La joven sonrió con cierta timidez y se ajustó la mochila en el hombro.
—Hola. No sé si me recuerdas, soy la médico que te asistió en el campo el otro día.
Diana asintió lentamente, recordando el momento con una mezcla de bochorno y desconcierto.
—Sí... claro. Gracias por ayudarme.
La médico sonrió, algo nerviosa.
—Solo quería asegurarme de que estabas bien. Y... bueno, pensé que quizás podríamos... tomar algo juntas.
Diana parpadeó, procesando la invitación. Algo en la actitud de la chica le dejó claro que buscaba algo más que una simple charla profesional.
—Ah, eh... Mira, es que yo... —empezó Diana, tratando de encontrar las palabras adecuadas para explicar que no era lesbiana, aunque no podía evitar sentir cierta ternura por el gesto.
—¡Diana! —se escuchó el grito de Eve desde el salón—. ¡Me has inflado demasiado el flotador!
Diana cerró los ojos un segundo, frustrada, y luego miró a la chica frente a ella. Hizo una pausa, sopesando sus opciones, y finalmente encogió los hombros.
—Qué demonios. —Sonrió y añadió—: Una copa suena bien.
La médico sonrió, ajustándose un mechón de pelo coqueta, mientras Diana cogía sus llaves y cerraba la puerta tras de sí, dejando atrás a Eve, que seguía quejándose desde el sofá.
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