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7. Un pañuelo y una fregona.


El frío aire de diciembre golpeaba las cristaleras del Grand Hôtel de Estocolmo, un edificio imponente que se alzaba frente al puerto, reflejando la brillante iluminación navideña en el agua helada. En su interior, la atmósfera contrastaba con el exterior: una alfombra roja impecable recorría el salón principal, flanqueada por columnas doradas y mesas redondas decoradas con centros de mesa minimalistas, pero elegantes. Copas de cristal tintineaban con el leve contacto de los camareros que se deslizaban entre los invitados, y un imponente escenario se alzaba al fondo, donde una pantalla LED mostraba imágenes de grandes momentos del fútbol sueco.

Sentadas en una mesa algo apartada, Diana, Alaska y Jude observaban el ambiente con expresiones muy distintas. Diana, vestida con un elegante traje negro con solapas satinadas, lucía su habitual porte confiado, pero su mirada traicionaba una leve impaciencia. Alaska, más casual pero no menos elegante con un vestido sencillo azul oscuro, jugueteaba con la servilleta, incómoda en un entorno que sentía demasiado sofisticado para ella. Jude, en cambio, parecía fascinado por todo, especialmente por los camareros que portaban bandejas con comida.

—Esto es una gala importante, Jude —explicó Alaska mientras le ajustaba la pajarita al niño, que se la había aflojado por quinta vez—. El Diamantbollen es como... no sé, el Balón de Oro, pero sueco.

—Ya lo sé, mamá. Me lo has dicho veinte veces. —Jude rodó los ojos, pero seguía mirando embobado la pantalla gigante—. ¿Y tú cuántos Diamantbollen tienes, tía Diana?

Diana se inclinó hacia atrás en su silla, adoptando una pose relajada mientras tomaba un sorbo de vino blanco.

—Uno, Jude. Uno es más que suficiente para una leyenda.

Alaska soltó una carcajada sarcástica.

—Sí, claro. Díselo a Ingrid Larsson, que esta noche va a ganar el cuarto.

Diana apretó los labios en una fina línea, y su mirada se clavó en la pantalla, donde aparecía un montaje de los logros de Larsson. La jugadora, rubia y siempre sonriente, parecía la imagen de la perfección tanto dentro como fuera del campo.

—¿Quién necesita cuatro trofeos? Es casi un monopolio. Seguro que la acusan de prácticas anticompetitivas —replicó Diana con un tono ácido que hizo reír a Alaska.


La conversación fue interrumpida por una figura que se acercaba con paso decidido. Eve Biganzi, envuelta en un vestido de terciopelo verde que realzaba su porte altivo, llegó acompañada de un hombre alto y apuesto, de cabello plateado y traje oscuro impecable. Diana arqueó una ceja al verlos acercarse.

—Bueno, parece que ya han llegado los reyes de la fiesta —murmuró Diana.

Eve se detuvo frente a la mesa con una sonrisa que no llegaba del todo a los ojos.

—Niñas, Jude. Permitidme presentaros a Richard Montgomery.

Richard extendió una mano con firmeza, primero hacia Diana, luego hacia Alaska, quien dudó un instante antes de estrechársela.

—Un placer conocer a la familia —dijo con una voz profunda y una sonrisa que parecía diseñada para conquistar.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Jude con la curiosidad desinhibida de un niño de nueve años.

—Un amigo de tu abuela —respondió Richard, inclinándose ligeramente hacia él.

Diana cruzó los brazos y evaluó al hombre con una mirada crítica.

—¿Y qué hace un "amigo" de nuestra madre aquí en el Diamantbollen? ¿Eres entrenador, agente, jugador retirado...?

Richard sonrió con calma.

—Digamos que tengo una buena relación con el mundo del fútbol.

—Eso no ha respondido a nada. —Diana se giró hacia Alaska, que disimulaba una risa.

—¡Basta ya las dos! —espetó Eve, ajustándose el cabello teñido de rojo con un movimiento rápido—. Richard está aquí porque es mi pareja.

El silencio que siguió fue breve pero contundente. Alaska abrió los ojos de par en par, mientras que Diana dejó escapar un leve "Oh" de sorpresa, que rápidamente convirtió en una sonrisa sarcástica.

—¿Tu pareja? —repitió Alaska, mirando a Richard y luego a Eve como si esperara que de repente confesaran que era una broma.

—¿Desde cuándo? —preguntó Diana, recuperándose de su sorpresa inicial.

—No creo que tenga que justificarme ante vosotras. —Eve tomó asiento con la elegancia de una reina.

Alaska y Diana intercambiaron una mirada, pero antes de que pudieran continuar, Jude volvió a intervenir.

—¿Vamos a comer ya? —preguntó, señalando con la cabeza hacia las bandejas que seguían pasando.

—Pronto, Jude. —Diana se giró hacia Richard con una sonrisa que no era exactamente amable—. Bueno, Richard. Bienvenido a la familia. Espero que estés preparado para sobrevivir a nosotras.

Richard se levantó con la elegancia de un caballero británico de época.

—Voy un momento al baño. No tardaré.

—Ve tranquilo, querido —respondió Eve con una sonrisa demasiado amplia para su rostro habitualmente crítico.

Apenas Richard desapareció de vista, Eve giró hacia Jude con una mirada cómplice.

—A ver, Jude. Vamos a jugar a algo. El juego se llama "No me llames abuela".

Alaska arqueó una ceja, mientras Jude ladeaba la cabeza, claramente intrigado.

—¿Y cómo se juega?

—Muy sencillo. Durante toda la noche, me llamas Eve. Nada de "abuela". Eve, ¿entendido?

Jude asintió con una sonrisa traviesa.

—Vale, Eve.

Eve asintió satisfecha, pero Alaska y Diana intercambiaron una mirada divertida. Lo que siguió fue algo que ninguna de las dos esperaba. Jude se giró hacia su abuela, la miró fijamente con la intensidad de un interrogatorio policial y dijo en voz alta:

—Eve.

Eve parpadeó.

—Sí, Jude. Eso está bien.

Un segundo después, Jude lo repitió.

—Eve.

Diana tuvo que contener una carcajada, mientras Alaska se cubría la boca con la servilleta.

—Vale, ya lo has entendido. No hace falta repetirlo —gruñó Eve, pero Jude no paraba.

—Eve. Eve. Eve.

Cada vez que lo decía, su voz se hacía más aguda, y su mirada no se despegaba de Eve, que empezaba a perder la paciencia.

—¡Basta ya, niño! ¡Cállate!

—Tú has empezado —replicó Jude, con una inocencia tan calculada que Alaska casi se atraganta de la risa.

Antes de que Eve pudiera responder, una figura alta y rubia se acercó a la mesa. Llevaba un vestido de satén blanco y una sonrisa radiante que parecía de anuncio de pasta dental. Era Ingrid Larsson, la actual estrella del fútbol sueco y eterna espina en el costado de Diana.

—Diana, qué sorpresa verte aquí —saludó Ingrid con un tono que era demasiado amistoso para ser sincero.

Diana se levantó lentamente, su sonrisa congelada como si intentara recordar si el contrato de esta gala le permitía golpear a alguien.

—Ingrid. Felicidades por... bueno, por todo.

—Gracias. —Ingrid ladeó la cabeza, estudiando a Diana como si fuera un cuadro en una galería. Su sonrisa se amplió, pero sus ojos no mostraban ni un atisbo de simpatía—. ¿Sabes? Eres una inspiración para mí.

Diana arqueó una ceja, sin creerla demasiado.

—No me digas...

—Sí, claro. Cuando me siento estancada, pienso en ti, y me doy cuenta de que mi carrera es mucho mejor de lo que pensaba.

Alaska ahogó una risa, mientras Diana respiraba hondo, claramente conteniendo las ganas de responder.

—Qué... inspirador por tu parte.

Ingrid no pareció notar el sarcasmo en el tono de Diana, o si lo hizo, lo ignoró por completo.

—Bueno, debo irme. Tengo que prepararme para recibir mi cuarto Diamantbollen. Seguro que sabes lo emocionante que es. O bueno, lo supiste.

Diana sonrió con los dientes apretados.

—Por supuesto. Disfrútalo.

Cuando Ingrid se alejó, Eve dejó escapar un suspiro teatral.

—Tiene razón. Hay que reconocer que su carrera está siendo... impecable.

Diana giró hacia ella con una expresión que mezclaba incredulidad y furia. Sin decir una palabra, agarró su copa de vino y se la bebió de un solo trago, dejando la copa vacía con un golpe seco sobre la mesa.

—Felicidades, Alaska. —Le tiró las llaves del coche a su hermana—. Te ha tocado conducir de vuelta a casa cuando esto acabe.

Alaska atrapó las llaves al vuelo, mientras Jude miraba a Diana con admiración.

—Eso ha estado guay, tía Diana. ¿Puedo hacer eso con el zumo?

—Me la pela, Jude. —Diana se dejó caer en la silla con un suspiro, mientras Alaska se reía por lo bajo.


Un vídeo empezó a reproducirse en las pantallas gigantes del salón, con una música emotiva que hacía un repaso de las carreras de las tres nominadas al Diamantbollen. Diana resopló al ver que Ingrid Larsson acaparaba la mayor parte del metraje.

—¿Cómo no? Tres minutos de vídeo y ya han dicho "Ingrid" unas cincuenta veces —comentó Diana con sarcasmo, acomodándose en su asiento.

—¿Voy a por algo de beber? —preguntó Alaska, levantándose.

—Sí, tráeme otro vino. Esto promete ser eterno.

Alaska se dirigió a la barra, donde una camarera alta y delgada con el pelo recogido en una coleta desbordaba encanto y profesionalidad.

—¿Qué te pongo? —preguntó la camarera con una sonrisa que Alaska encontró desarmante.

—Un... un vino blanco y... un... ¿un zumo? —respondió Alaska, algo desconcertada.

La camarera la miró divertida.

—¿Estás segura? Puedes tomarte tu tiempo.

Alaska se rio nerviosa.

—No, no. Está bien. Un vino blanco y... un agua, mejor.

Mientras la camarera servía, Alaska no podía evitar mirarla, fascinada por la naturalidad con la que se movía. Cuando la camarera le entregó las bebidas, sus manos se rozaron un instante, y Alaska sintió un leve escalofrío.

—Aquí tienes. Espero que disfrutes de la noche —dijo la camarera, guiñándole un ojo antes de atender a otro cliente.

Alaska se quedó un momento quieta, procesando lo ocurrido.

—¿Qué... qué acaba de pasar? —murmuró para sí misma, llevando las bebidas de vuelta a la mesa con pasos algo torpes.

Mientras tanto, en la mesa, Richard había aprovechado para entablar conversación con Diana.

—Así que, Diana, cuéntame, ¿cómo es jugar en el Inter Miami? ¿Es muy diferente a Europa?

—Bueno, en Miami hay más sol y menos frío. Aunque parece que el deporte nacional es perderse en fiestas, no en el fútbol.

Richard rio, impresionado por la sinceridad de Diana.

—Eres bastante directa, ¿no? Me gusta.

Antes de que Diana pudiera responder, Eve intervino.

—Richard, ¿por qué no le preguntas por su... brillante carrera en el Real Madrid? Estoy segura de que tiene anécdotas fascinantes.

Jude, sin perder el ritmo de su juego, añadió:

—Así es, Eve.

Eve lo fulminó con la mirada.

—Jude, ¿quieres que te ponga de patitas en la calle?

—Así es, Eve.

Diana reprimió una carcajada, mientras Richard miraba a Jude con una mezcla de desconcierto y diversión. Alaska regresó justo a tiempo para ver a Eve llevándose una mano a la frente, claramente frustrada.

—¿Me he perdido algo? —preguntó Alaska, dejando las bebidas en la mesa.

—Solo a Jude ganándole a mamá en su propio juego —contestó Diana, tomando su vino.

El vídeo terminó, y las luces volvieron a centrarse en el escenario. El presentador tomó el micrófono con entusiasmo.

—Antes de la entrega del premio, tenemos una sorpresa especial.

Diana comentó por lo bajo:

—Ojalá sea que van a repartir pistolas.

Alaska intentó ahogar una carcajada, mientras Eve le lanzaba a Diana una mirada de advertencia.

—Hoy honramos no solo a las nominadas, sino a una leyenda viva del fútbol sueco, que este año ha anunciado su retiro de la selección nacional tras una carrera llena de éxitos y emociones.

Diana levantó la cabeza, sorprendida, mientras las cámaras la enfocaban.

—Señoras y señores, demos un fuerte aplauso a Diana Biganzi, quien nos ofrecerá unas palabras y será la encargada de anunciar a la ganadora del Diamantbollen de este año.

El salón se llenó de aplausos, y Diana suspiró.

—Genial. Yo solo quería beber tranquila. —Se levantó, alisándose el vestido y lanzando una última mirada resignada a Alaska—. Esto va a ser... divertido.


Diana tomó el micrófono y miró hacia el público, su postura relajada contrastaba con la solemnidad del momento. Tomó aire, dejando que el silencio llenara el salón, antes de hablar.

—Bueno... esto no es exactamente lo que imaginaba para esta noche, pero aquí estamos. —Sonrió, ganándose algunas risas nerviosas de la audiencia—. Lo primero, gracias a la Asociación Sueca de Fútbol por organizar este evento cada año. Y a todos los que han hecho posible mi carrera, incluso a aquellos que, en su momento, me dijeron que no lo lograría.

Diana hizo una pausa, sus ojos recorriendo la sala.

—Cuando era niña, mis padres emigraron a Suecia buscando un futuro mejor. Crecí siendo "la extranjera", la que tenía un apellido que los profesores no sabían pronunciar a la primera. El fútbol fue mi refugio, mi manera de conectar con un mundo que a veces parecía querer dejarme fuera. Pero no fue fácil.

Hizo un gesto hacia Alaska, que la observaba con los ojos brillantes, emocionada.

—Recuerdo a mis profesores diciéndome que dedicarme al fútbol siendo mujer era una pérdida de tiempo. Que mejor me concentrara en algo "más práctico". Bueno, aquí estoy. Supongo que les demostré que estaban equivocados.

El público soltó una risa ligera, y Diana continuó, su tono más cálido.

—Espero que mi carrera haya servido de algo más que de un currículum de goles y títulos. Que haya inspirado a otras niñas, como lo hizo conmigo la generación que vino antes. Porque no hay nada más gratificante que saber que lo que amas puede abrir puertas para otros.

Los aplausos estallaron, y Diana asintió agradecida, su mirada recorriendo la sala hasta encontrarse con Alaska, quien se secaba discretamente los ojos, y Eve, que aplaudía con entusiasmo junto a Richard y Jude.

—Gracias por este reconocimiento y por permitirme ser parte de algo tan grande como el fútbol sueco. Y ahora, sin más dilación, vamos a lo importante: la ganadora de este año.

Diana tomó el sobre que le ofrecía el presentador y lo abrió con elegancia, pero al leer el nombre, su expresión cambió por completo. Sus ojos se abrieron como platos y de repente estalló en una risa incontrolable.

—Oh, Dios... esto no me lo esperaba. —Intentó calmarse, pero al mirar el nombre nuevamente, su risa se intensificó.

El público, desconcertado, comenzó a murmurar entre risas nerviosas.

—Perdonadme, de verdad. Esto es serio... pero... —Diana respiró hondo, aún con lágrimas de risa en los ojos—. La ganadora del Diamantbollen de este año es... ¡Ebba Sandström!

El salón estalló en aplausos, mientras las cámaras enfocaban a una joven jugadora de pelo rubio que, completamente confundida, se levantaba de su asiento. Ebba miró alrededor, como si no pudiera creerlo.

—Enhorabuena, Ebba —dijo Diana, aún roja por la risa, mientras le ofrecía el trofeo en el escenario.

—Gracias, Diana. Esto... bueno, no sé qué decir —respondió Ebba con timidez mientras sostenía el premio, claramente desconcertada por la reacción de Diana.

Cuando Diana regresó a su mesa, Alaska le susurró al oído:

—¿Qué te ha hecho tanta gracia?

—Que Ingrid estaba tan convencida de ganar que ya había preparado un discurso de diez minutos. ¿Has visto su cara? —respondió Diana, aún aguantando una sonrisa.

Eve negó con la cabeza, divertida pero desaprobando el espectáculo de Diana.

—Eres una pieza única, hija.

—Gracias, Eve —intervino Jude con una sonrisa pícara, imitando el tono solemne de su juego.


La noche siguiente, ya en casa.

En la terraza iluminada por las luces cálidas de Miami, Diana estaba recostada en una de las tumbonas, con una copa de vino a medio acabar en la mano. Alaska, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, jugueteaba con su propio vaso de agua. El sonido de las olas llegaba débilmente desde la distancia, mezclándose con el zumbido suave de la brisa nocturna.

—Es curioso, ¿sabes? —dijo Alaska, rompiendo el silencio.

Diana levantó una ceja, su mirada ligeramente desenfocada.

—¿Qué es curioso? ¿Que lleves veinte minutos sin mencionarme lo brillante que soy?

—No. —Alaska rodó los ojos, pero sonrió—. Ayer, con la camarera... sentí algo raro. No sé cómo explicarlo.

—¿Raro como "me va a sentar mal el marisco" o raro como "ahora resulta que soy lesbiana"? —preguntó Diana, estirando las palabras con una mueca burlona.

Alaska bufó, pero su rostro se tornó pensativo.

—No lo sé. Era como si... no pudiera dejar de mirarla. Tenía algo en los ojos, ¿sabes? Me hacía sentir nerviosa, pero no de la forma en que me pongo nerviosa con un tío. Era... diferente.

Diana se incorporó un poco, tambaleándose, y la miró con una sonrisa ladeada.

—Así que mi querida hermana, la eterna desastrosa en temas amorosos, ¿ahora decide explorar nuevos horizontes? —Hizo un gesto amplio con la mano, casi derramando su vino—. ¿Qué sigue? ¿Te metes a monja y descubres que te pone el hábito?

—¡Diana! —protestó Alaska, aunque no pudo evitar reírse.

—Estoy bromeando, hombre. Si te gusta la camarera, pues adelante. Aunque te aviso: las lesbianas también tienen estándares.

—Eres imposible —murmuró Alaska, negando con la cabeza mientras se levantaba—. Voy a la cocina. ¿Quieres algo?

Diana alzó su copa vacía, entrecerrando los ojos.

—Un pañuelo y una fregona.

—No sé cómo sigues sorprendiendo con tus tonterías. —Alaska rió y empezó a caminar hacia el interior.

—Son años de práctica, hermanita.

Antes de desaparecer por la puerta, Alaska se detuvo.

—Voy a dormir. Felices sueños, Diana.

Diana se recostó nuevamente y, con un tono arrastrado, respondió:

—Cuando se pierde el conocimiento, no se sueña.

El silencio regresó a la terraza, interrumpido por el repentino ruido de la puerta deslizante. Diana giró la cabeza y vio a Madison, con su inconfundible sonrisa nerviosa, de pie junto a la barandilla.

—¿Tú otra vez? —preguntó Diana, incrédula.

—Yo siempre. —Madison avanzó lentamente, con las manos en los bolsillos—. ¿Qué tal la gala de ayer?

Diana suspiró y dejó la copa en la mesita.

—¿Quieres un resumen? Una gala que me recuerda que mi carrera está en las últimas, una excompañera que me odia pero que se lleva todos los premios, y mi hermana confesando que quizás ahora le gusten las chicas. ¿Tú qué tal?

Madison ladeó la cabeza, como si lo estuviera considerando seriamente.

—Interesante. Parece que tuviste una noche movidita.

—Demasiado. —Diana cerró los ojos por un momento, pero los abrió al sentir a Madison sentarse en la tumbona de al lado—. ¿Sabes? Esto es lo que pasa cuando empiezas a ser irrelevante. Te llaman "leyenda" en público y luego te ignoran en privado. Es como un funeral en cámara lenta.

Madison la miró con una mezcla de empatía y admiración.

—No creo que seas irrelevante, Diana. Eres... bueno, tú eres tú.

—Vaya consuelo. —Diana suspiró, pasándose una mano por la cara—. En serio, ¿por qué no me dejan perder el conocimiento en paz?

Madison se quedó en silencio por unos segundos, observándola. Luego, con una sonrisa apenas perceptible, se levantó y dio un paso hacia la puerta.

—Buenas noches, Diana.

Cuando Madison desapareció, Diana volvió a recostarse, mirando el cielo despejado.

—Ni siquiera las estrellas me dejan tranquila. —Murmuró para sí misma, cerrando finalmente los ojos, dejando que la noche terminara con su peculiar mezcla de caos y melancolía.  

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