6. Tractores y gallinas en Vimmerby
El timbre sonó y, como era costumbre, Conchi ni siquiera hizo el amago de abrir. Diana suspiró, abandonando su posición horizontal en el sofá. Al abrir la puerta, Peter apareció con su habitual cara de buena persona, pero algo menos entero que de costumbre. Llevaba vendas en el brazo derecho y un apósito en la ceja. A su lado, Rebecca lucía esa expresión de amargura crónica que Diana encontraba tan encantadora de detestar. Jude, por su parte, sonrió de oreja a oreja al ver a su tía.
—¡Campeón! —exclamó Diana, agachándose para chocar las manos con él en un complicado saludo coreografiado que incluía un giro de muñeca y un pequeño golpe en el hombro—. ¿Preparado para el mejor fin de semana de tu vida?
—¡Sí! —gritó Jude entusiasmado.
Diana se incorporó y echó un vistazo a las vendas de Peter.
—A ver, Doc, ¿qué te ha pasado? ¿Te has metido a luchador de MMA y no nos has contado nada?
—Nada de eso, solo un accidente en la bicicleta. Nada grave. —Peter intentó quitarle importancia, pero Rebecca soltó un bufido que dejó claro que ella no opinaba lo mismo.
—Hablando de eso, tenemos que discutir algo importante con Alaska —dijo Rebecca, sin siquiera mirar a Diana.
Diana, por supuesto, no perdió la oportunidad de meterse con ella. Se encorvó, adoptó una pose dramática y comenzó a arrastrar los pies mientras imitaba la voz de un jorobado.
—¡Síganme, nobles mortales! ¡Yo los llevaré ante la gran reina Alaska! —exclamó, fingiendo tocar una campana invisible con movimientos exagerados.
Jude soltó una carcajada mientras Rebecca apretaba los labios y Peter intentaba no reírse demasiado.
Alaska estaba en la cocina, fregando platos con cara de resignación, cuando Diana entró cojeando, aún interpretando al jorobado.
—Oh, majestad soberana, su torpe exmarido y su sosa pareja han venido a rendirle tributo —anunció, haciendo una reverencia exagerada.
—¿Puedes comportarte como una persona normal durante cinco minutos? —le dijo Alaska sin levantar la vista.
—¿Y qué gracia tendría eso? —replicó Diana con una sonrisa—. Anda, limpia bien ese plato, que veo restos de tomate.
Peter y Rebecca entraron en la cocina, ajenos al intercambio de hermanas.
—Bueno, tuvimos un pequeño susto con mi accidente —comenzó Peter, sentándose en la mesa—, y eso nos hizo pensar... Alaska, si algo nos pasara a Rebecca y a mí, ¿quién se quedaría con Jude?
Alaska dejó el plato que estaba lavando y se secó las manos.
—Pues creo que eso ya está en el testamento. Si tú mueres primero, sería Diana.
Peter parpadeó un par de veces, desconcertado.
—¿Qué pasa con mi hermano?
—¿Tu hermano? No. Tu hermano me cae fatal. Además, a Jude ni siquiera le cae bien.
Diana, que estaba apoyada en la encimera con una manzana en la mano, levantó la vista.
—Espera... ¿Tu hermano no es el que me tiré en aquella boda?
Un coro unánime resonó en la cocina.
—¡Calla, Diana!
Rebecca, claramente harta, tomó la palabra.
—No es una opción viable. Jude no podría convivir con alguien que lleva un estilo de vida tan... desordenado.
—Uy, Rebeca, ¿es eso un halago encubierto o estás celosa? —dijo Diana, acercándose a Rebecca con una sonrisa cínica—. Porque si quieres tips para ser más divertida, aquí estoy.
Alaska, visiblemente irritada, alzó la voz.
—¡Basta ya! Rebecca, tú actúas como si hubieras parido a Jude. Y, para tu información, Diana sería una madre estupenda... dentro de lo que cabe.
Rebecca resopló con desdén, y Peter decidió que era mejor no alargar la conversación.
—Será mejor que nos vayamos. Jude, pórtate bien.
Cuando Rebecca y Peter se fueron, Diana miró a Alaska con una mezcla de diversión y agradecimiento.
—Oye, gracias por confiar en mí para cuidar de Jude si la palmas. Se nota el cariño.
Alaska se encogió de hombros con una sonrisa nerviosa.
—No es del todo cierto... solo lo dije para fastidiar a Peter y Rebecca.
Hubo un silencio incómodo.
—¿Cómo que no era del todo cierto? —preguntó Diana, procesando lentamente lo que acababa de escuchar.
—Nada, olvídalo. —Alaska salió de la cocina antes de que Diana pudiera protestar.
Diana, finalmente, levantó las manos al aire.
—¡Alaska! ¡Esto no va a quedar así!
Unos minutos más tarde:
Diana se paseaba por el salón con los brazos cruzados, refunfuñando para sí misma mientras Alaska revisaba el móvil desde el sofá.
—¡Es una injusticia! —gritó Diana, señalando con un dedo acusador—. Soy su tía, la favorita, ¡y no me elegirías para quedarme con Jude!
—Porque es una tontería, Diana —respondió Alaska, sin levantar la vista del móvil—. No me voy a morir, y tampoco Peter. Solo ha sido una conversación absurda.
—¿Ah, sí? —replicó Diana, plantándose frente a ella—. Entonces, dime... si no sería yo, ¿con quién se quedaría?
Alaska suspiró, claramente agotada por la discusión.
—Con los primos de Vimmerby —dijo finalmente, y luego añadió con tono casual—: Gunnar y Elisabet.
Diana se quedó inmóvil un segundo, procesando los nombres.
—¿Gunnar y Elisabet? ¿Los de las fotos familiares con ovejas?
Antes de que Alaska pudiera responder, Jude apareció cruzando el salón con una manzana en la mano, ignorando a las dos mujeres.
—¿Estáis hablando de mí? —preguntó con desinterés, sin detenerse, camino a la cocina.
—Eres un egocéntrico de mierda —le espetó Diana, y luego volvió su atención a Alaska—. ¿Por qué no sería una buena madre para Jude?
Alaska dejó el móvil a un lado y la miró con una ceja levantada.
—¿En serio quieres que te lo diga?
Diana se cruzó de brazos, desafiante.
—Adelante. Sorpréndeme.
Pero antes de que Alaska pudiera abrir la boca, Jude volvió a aparecer en el umbral de la cocina.
—¿Hay más manzanas?
Diana se giró hacia él, lanzándole una mirada fulminante.
—¡Cómprate tus propias manzanas, pequeño parásito!
Jude, acostumbrado a las salidas de su tía, simplemente se encogió de hombros y desapareció nuevamente.
Dos días después
Eve estaba sentada en el sofá de Diana, tomando café en una elegante taza de porcelana que, según sus propias palabras, era "lo único decente en esa casa". Alaska estaba a su lado, con una taza de cerámica que decía "I'm Not Morning Person" y parecía llevar años en uso.
—¿Dónde está Diana? —preguntó Eve, sorbiendo su café con exagerada elegancia.
—Enfadada en su habitación porque no sería la que se quedaría con Jude si me pasara algo —respondió Alaska, distraída.
Eve la miró con el ceño fruncido.
—¿Y con quién se quedaría entonces?
Alaska tardó un segundo en darse cuenta de lo que acababa de decir.
—Oh, ya sabes, con alguien... responsable... —intentó esquivar la pregunta, girándose ligeramente hacia un lado.
Eve la observó como un halcón.
—¿Quién?
—No importa, mamá. Lo importante es que no me voy a morir.
—¿Con quién? —repitió Eve, esta vez con un tono más bajo y peligroso.
Alaska suspiró y se rindió.
—Con los primos de Vimmerby.
Eve dejó la taza de café en la mesa con un golpe seco.
—¿Los granjeros?
—Son catedráticos de ingeniería agrícola —corrigió Alaska rápidamente.
Eve se levantó del sofá, indignada, con las manos en las caderas.
—¡De lo que sean! ¿Y crees que mi nieto va a crecer rodeado de tractores y gallinas en Vimmerby?
Alaska levantó las manos en señal de defensa.
—¡Oye, tienen un doctorado! Y no tienen gallinas, que yo sepa...
—¡Ni hablar! —sentenció Eve, agarrando su bolso con dramatismo y dirigiéndose a la puerta—. Este tema no ha terminado.
Cuando la puerta se cerró de un portazo, Alaska suspiró y murmuró para sí misma:
—¿Por qué no puedo mantener la boca cerrada?
Al día siguiente:
Diana estaba sentada en el sofá, con el pie lesionado metido en un barreño lleno de hielo. Tenía el ceño fruncido y el móvil en la mano, como si esperar un mensaje fuera su único consuelo en el mundo. Alaska apareció por el pasillo, cargando su bolso y una chaqueta ligera.
—¿Cómo va la lesión? —preguntó Alaska, con un tono más amable de lo habitual.
—Congelada —respondió Diana seca, sin apartar la vista del móvil.
Alaska se acomodó en el sofá frente a ella, dejando el bolso a un lado.
—Voy a necesitar un favor. Tengo que irme al aeropuerto por un trabajo y no puedo llevarme a Jude.
Diana levantó una ceja, interesada.
—¿Un trabajo? ¿Tú?
—Sí
—¿Qué vas a hacer en el aeropuerto? ¿Limpiar aviones? —preguntó Diana con sarcasmo.
Alaska ignoró el comentario y continuó:
—Mira, si cuidas de Jude mientras estoy fuera, tal vez me replantee lo del testamento.
Diana alzó la vista del móvil, sorprendida.
—¿De verdad?
Alaska asintió, seria. Antes de que pudiera decir algo más, Diana dejó el barreño a un lado y la abrazó, empapándole un poco la ropa con el agua helada.
—¡Gracias! —exclamó Diana, con una mezcla de emoción y dramatismo—. Prometo no traumatizar al niño más de lo que ya está.
Cuando Alaska se levantó para irse, Diana la siguió hasta la puerta.
—En serio, ¿qué vas a hacer en el aeropuerto? ¿Cantar en las despedidas de soltero?
Alaska le lanzó una mirada de advertencia y cerró la puerta sin decir nada.
Más tarde:
El aeropuerto de Miami era un bullicio constante: maletas rodando, familias despidiéndose, viajeros corriendo para no perder vuelos, y Alaska, en una esquina de la terminal, junto a un destartalado puesto de plastificado.
—¡Plastifico maletas por diez dólares! ¡Solo diez! ¡Seguridad garantizada! —gritaba con una sonrisa que intentaba parecer profesional mientras agitaba un rollo de plástico transparente.
Nadie se detenía. Alaska suspiró y se acercó a una pareja de turistas mayores.
—¿Plastifican sus maletas? —preguntó en inglés, pero al ver sus rostros confusos añadió en alemán con un acento dudoso—: Plastik. Sehr gut.
—Nein, danke —respondieron rápidamente, alejándose como si Alaska les hubiera ofrecido algo peligroso.
Unos minutos después, vio a una familia rubia con pinta de suecos. Alaska se les acercó entusiasmada.
—¡Hej! Jag är också svensk! —dijo con una sonrisa forzada—. ¿Plastificar sus maletas? Solo diez dólares. ¡Seguridad máxima!
Los suecos intercambiaron miradas incómodas y trataron de continuar su camino, pero Alaska agarró una de las maletas con ambas manos, casi desesperada.
—Por favor, tengo un hijo, no tengo trabajo... ¡Solo son diez dólares! Venga que somos compatriotas, a ver que yo soy medio albanesa, pero yo me siento sueca, ¡venga dame la maleta!
La familia, visiblemente incómoda, aceptó al fin. Alaska soltó un suspiro de alivio y comenzó a plastificar la maleta con movimientos rápidos y torpes.
Mientras tanto, en casa de Diana:
En el patio de la casa, Diana salió con una camiseta holgada y gafas de sol, todavía con el pie un poco resentido por la lesión. Jude estaba jugando con un balón, dando toques y corriendo en círculos. Al verla, se detuvo y le lanzó una sonrisa.
—¿Quieres jugar, tía Diana?
—Bueno, pero con cuidado, que estoy medio tullida —respondió ella, acercándose y preparándose para dar su mejor versión de futbolista lesionada.
Comenzaron a pasarse el balón, Jude corriendo a toda velocidad mientras Diana fingía tomárselo en serio. En un momento, el niño tocó el balón con la mano para detenerlo.
—¡Eso no vale! —exclamó Diana, cruzando los brazos como si estuviera a punto de protestar ante un árbitro.
—El balón es mío, así que vale —dijo Jude con un tono triunfal.
Diana se agachó un poco y le respondió en tono infantil:
—¡Eres un crío, Jude!
Ambos siguieron jugando. Pero Diana, competitiva por naturaleza, no pudo evitar hacer una carga leve cuando Jude estaba desprevenido. El niño cayó al suelo, llevándose las manos a la cabeza.
—¡Ay! —exclamó Jude, aunque no parecía dolorido.
Diana se acercó rápidamente, y al ver una pequeña brecha en la frente de su sobrino, entró en pánico.
—¡Oh, Dios mío, estás sangrando! —gritó histérica, revolviendo entre sus cosas buscando algo para taparle la herida—. ¡No te muevas!
—¡Qué guay, sangre! —dijo Jude, mirándose los dedos manchados con una mezcla de fascinación y orgullo.
Diana sacó el móvil y marcó el número de Alaska, pero tras el primer tono, el móvil sonó en el bolsillo de Jude.
—¿Qué hace el móvil de tu madre contigo? —preguntó Diana, atónita.
—No lo sé —respondió Jude, encogiéndose de hombros.
Diana suspiró profundamente, llevándose las manos a la cabeza.
En otro lugar de Miami...
Alaska estaba en la terminal del aeropuerto con un rollo de plástico y una silla plegable. Gritaba como si fuera la mejor oferta del mundo:
—¡Plastifico maletas por diez dólares! ¡Diez dólares! ¡La mejor protección para su equipaje!
Dos chicos jóvenes pasaron junto a ella, mirándola con desdén. Alaska no dejó pasar la oportunidad.
—¿Queréis que os plastifique la maleta? Solo diez dólares.
Uno de ellos la miró con aire serio.
—No, gracias. ¿Sabes cuánto daño hace el plástico al medio ambiente? Las tortugas están muriendo por culpa de cosas como esta.
—A mí me gustan las tortugas —respondió Alaska, con una sonrisa nerviosa—. De niña tenía una, pero el perro de mi hermana Diana se la comió. Se llamaba Rio, el perro, no la tortuga, la tortuga se llamaba Suru. —divagó Alaska.
—Odio a la gente que no piensa en el planeta —sentenció uno de los chicos antes de seguir su camino.
Alaska les gritó mientras se alejaban:
—¿Y en mí quién piensa? ¡Tengo un hijo y no tengo ni trabajo decente ni dinero!
Una señora mayor pasó arrastrando una maleta enorme mientras Alaska susurraba "gilipollas" a los chicos que se habían ido, pero no perdió tiempo en cuanto vio a la señora.
—Señora, plastifico su maleta por diez dólares.
—No, gracias —respondió la mujer.
Antes de que pudiera irse, Alaska le quitó la maleta con torpeza y empezó a darle vueltas al rollo de plástico. Sin embargo, no lograba hacer avanzar el rollo.
—¿Qué está haciendo? —preguntó la señora, indignada.
—Plastificar, señora.
—¡No sabe ni usarlo!
La mujer, con evidente impaciencia, le quitó la maleta y el rollo, y empezó a plastificarla ella misma. Cuando terminó, se fue arrastrando la maleta sin mirar atrás.
—¡Al menos págame los diez dólares! ¡Te has llevado medio rollo de plástico! —gritó Alaska, pero la mujer ya estaba fuera de su alcance.
En el hospital
Diana llegó sosteniendo a Jude de la mano. El niño tenía una bolsa de hielo en la cabeza. Diana se acercó al mostrador con prisa.
—¡Tiene una brecha! ¡Está sangrando!
La recepcionista apenas levantó la vista del ordenador.
—Rellene este formulario, por favor.
—¡Le estoy diciendo que es algo grave!
La mujer, con una sonrisa de profesional cansada, asintió.
—Lo entiendo perfectamente. Pero primero, rellene el formulario.
Diana bufó y se sentó junto a Jude. Miró el formulario como si estuviera escrito en un idioma desconocido.
—Bueno, ¿qué tenemos aquí? Nombre completo... ¿Cómo te llamas, Jude? —preguntó con sarcasmo.
—Jude Biganzi, tía Diana.
—Eso ya lo sabía, listillo. ¿Edad?
—Nueve años.
Diana lo anotó y siguió avanzando hasta llegar a "historial familiar".
—¿Historial familiar? Vamos a poner que tu abuela es un coñazo.
Jude soltó una risa mientras Diana se inclinaba para escribir. Antes de que pudiera completar el formulario, apareció una enfermera en la puerta.
—¿González?
Diana se levantó como un resorte.
—¡Aquí, González!
Un hombre detrás de ella carraspeó.
—Yo soy González.
—No, no, él es González. —Diana señaló a Jude, mientras sacaba disimuladamente un billete de 50 dólares del bolsillo y se lo entregaba al hombre.
El verdadero González miró el billete, luego a Diana, y finalmente a la enfermera.
—Sí, claro, el niño es González. Correcto.
La enfermera frunció el ceño, pero hizo un gesto para que Diana y Jude entraran. Diana, con una sonrisa triunfal, le susurró al niño:
—¿Ves? Tu tía siempre consigue lo que quiere.
En el Aeropuerto:
El hall del aeropuerto resonaba con las ofertas de Alaska, quien, aferrada a su puesto improvisado de plastificar maletas, no se daba por vencida. Con la voz algo ronca después de horas de gritar, vio a un hombre mayor acercarse con paso calmado y una maleta mediana.
—¡Señor! Plastifico su maleta por solo diez dólares. Oferta de última hora, ¡ahora o nunca! —exclamó con entusiasmo.
El hombre la miró de reojo, suspiró y siguió caminando.
—¡Vamos, señor, no sea así! Mire, le prometo que esta maleta no se va a abrir ni aunque la lancen desde un avión en marcha. ¡Que luego le meten droga y se pasa veinte años en una cárcel de Tailandia!
El hombre se detuvo un momento, pero solo para apretar el paso. Alaska suspiró frustrada. Fue entonces cuando, desde la esquina de su ojo, vio algo peor que un cliente difícil: dos agentes de seguridad caminando directamente hacia ella.
—Señora, tenemos reportes de...
No esperaron a terminar la frase. Alaska ya estaba corriendo como si se jugara la final de la Champions. Atravesó pasillos, esquivó carritos de equipaje y hasta saludó a un grupo de turistas que miraban la escena confundidos.
—¡Sólo quería ayudar a la gente! —gritaba mientras escapaba por la puerta de servicio. Finalmente, tras un último sprint, logró perderlos en el estacionamiento.
—Quién diría que el plastificar maletas sería deporte extremo... —dijo entre jadeos mientras se sentaba sobre una bolsa de plástico olvidada.
En el hospital:
—¡No me pinches, por favor! ¡Los pinchazos son el mal! —gritaba Jude, aferrado al brazo de Diana mientras el médico preparaba la anestesia.
—Jude, relájate —dijo Diana, aunque su tono era más de súplica que de orden.
—¿Relajarme? ¡He visto documentales donde pinchan a tiburones y hasta ellos se asustan! —protestó Jude.
El doctor levantó la vista y sonrió.
—Tranquilo, campeón. Esto será rápido, y luego podrás presumir que tienes una cicatriz de guerra. ¿Qué te parece?
Jude lo miró con desconfianza.
—¿De guerra? ¿Puedo decir que me ha atacado un oso?
Diana se rió nerviosa.
—Claro, fue un oso... jugando al fútbol.
Finalmente, Jude cerró los ojos mientras el doctor ponía la anestesia y comenzaba a coser la brecha.
—¿Ya ha terminado? —preguntó Jude, sorprendido.
—Aún no, pero ni lo vas a notar. ¿Ves? No ha sido para tanto.
Jude suspiró.
—Bueno, pero que quede claro: soy más valiente que un tiburón.
Diana sonrió mientras le revolvía el pelo.
Una hora más tarde:
Cuando Alaska entró en la casa, lo primero que vio fue a Diana y Jude sentados en el sofá, ambos con gorras idénticas y mirando la televisión como si nada hubiera pasado.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Desde cuándo sois el club de las gorras? —preguntó, levantando una ceja.
—Es... una cosa nuestra. Un... plan de tía y sobrino. Gorras a juego y todo eso —dijo Diana, claramente incómoda.
Alaska la miró con sospecha y cruzó los brazos.
—Ajá... ¿Y qué más?
—Nada, solo que ahora somos súper modernos. ¿Verdad, Jude?
Jude asintió con entusiasmo, aunque Alaska notó algo extraño en la forma en que movía la cabeza.
—Diana... ¿qué me estás ocultando?
Tras un interrogatorio que parecía interminable, Diana finalmente se rindió y le contó todo: el partido improvisado, la caída de Jude, la visita al hospital y los puntos.
Alaska la miró fijamente durante unos segundos antes de suspirar.
—Bueno, lo importante es que Jude está bien.
Jude se despidió de ambas y subió a su habitación. Diana se quedó mirando a Alaska con una expresión más seria.
—Lo siento mucho, Alaska, ahora entiendo por qué no estoy en el testamento.
—Diana, los niños se caen, se dan golpes, hacen locuras... Lo importante es que estuviste ahí para ayudarle. Eso es lo que cuenta.
—¿No estás enfadada?
Diana la miró con algo de sorpresa y Alaska negó con la cabeza.
—De hecho, estaba pensando en cambiar el testamento. Después de esto, creo que eres la mejor opción para Jude.
—¿Me estás diciendo que... si te pasa algo, yo me quedaría con Jude? —preguntó con los ojos muy abiertos.
—Exacto. Creo que, después de todo, serías una buena opción.
Diana y se lanzó hacia Alaska para abrazarla con fuerza, algo poco común en ella.
—Gracias, de verdad. Sé que me meto contigo y soy un desastre, pero... que confíes en mí para algo así significa mucho.
Las hermanas se miraron en silencio, con una conexión rara vez expresada, pero siempre presente. Era un momento pequeño, pero ambas sabían que acababan de cruzar una barrera que las acercaba un poco más.
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