5. Guerra de traumas maternofiliales.
La luz del amanecer se colaba por las cortinas de la habitación desordenada de Diana. Ella y un chico de unos 30 años estaban recostados en la cama, ambos respirando profundamente tras el reciente esfuerzo físico. Diana, todavía algo sudada pero con una sonrisa satisfecha, se giró hacia él mientras jugueteaba con un mechón de su propio cabello.
—Bueno, has pasado el examen —dijo ella con tono burlón—. Ahora dime, ¿a qué te dedicas?
El chico sonrió con suficiencia, estirándose como un gato.
—Entreno a niños. Trabajo en el equipo del Pinecrest Elementary School.
Diana frunció ligeramente el ceño.
—¿Pinecrest? Me suena... —murmuró, tratando de ubicar el nombre, pero pronto perdió el hilo—. Bah, da igual.
Ella se inclinó para besarle de nuevo, haciendo que ambos se perdieran en la conversación y retomaran "lo suyo".
Al día siguiente:
El timbre de la casa sonó repetidamente, con insistencia, sacando a Diana de la cocina, donde había estado buscando algo para comer. Abrió la puerta y se encontró con Jude, su ex cuñado Peter, y la nueva pareja de este, Rebecca, que mantenía los brazos cruzados y una expresión seria.
—¡Hola, Jude! —saludó Diana animada, agachándose ligeramente para mirarle a los ojos.
—Hola, tía Diana —respondió Jude, entrando rápidamente en la casa sin esperar invitación.
Diana se enderezó y miró a Peter con una sonrisa de medio lado.
—Vaya, qué sorpresa. ¿Qué os trae por aquí?
Peter, con su habitual tono educado pero algo distante, respondió:
—Estamos aquí para dejar a Jude. ¿Está Alaska?
—No, no está en casa —contestó Diana con naturalidad, apoyándose en el marco de la puerta.
Rebecca soltó un suspiro audible, claramente molesta.
—¿Cómo que no está? Le avisamos de que vendríamos.
Diana se encogió de hombros, despreocupada.
—Tal vez por eso no está.
Peter ignoró el comentario y se aclaró la garganta, intentando mantener la compostura.
—Supongo que tendremos que volver a explicarte todo.
Rebecca intervino, aún con su tono seco.
—Jude tiene un examen importante el martes, así que tiene que estudiar durante el fin de semana.
Peter añadió rápidamente:
—Además, el lunes tiene un partido y el miércoles un entrenamiento.
Diana ladeó la cabeza, claramente intentando seguir el flujo de información.
—Vale, entonces... ¿fin de semana de estudio, partido el martes...? No, espera, el examen... ¿o era el miércoles...?
—El examen es el martes, el lunes tiene partido —corrigió Rebecca con impaciencia.
—¿Y el miércoles? —preguntó Diana, confusa.
—Entrenamiento —contestaron Rebecca y Peter al unísono.
Diana levantó una mano, como pidiendo tiempo muerto.
—Dadme un momento, ¿vale? Esto me está dando dolor de cabeza.
Diana se giró y se fue al interior de la casa, dejándolos plantados en la puerta.
Diana regresó al recibidor empujando a Alaska por los hombros, quien se resistía visiblemente. Peter y Rebecca la miraron con sorpresa al ver su aparición repentina.
—¡Aquí está! —anunció Diana, soltando a su hermana como si estuviera entregando un paquete. Luego, sin más preámbulos, se dirigió al salón y se dejó caer en el sofá con un libro sobre naturaleza en las manos.
Peter, confundido, miró a Alaska.
—¿Por qué estás intentando evitarnos?
—¡No es eso! —dijo Alaska rápidamente, aunque su tono no era del todo convincente.
Desde el sofá, Diana levantó la vista de su libro y, con aire despreocupado, añadió:
—No os evita. Solo se esconde.
Alaska le dirigió una mirada fulminante.
—Gracias, Diana. Muy útil.
Rebecca, con su tono seco habitual, intervino.
—Entonces, ¿por qué te escondes?
Diana, ignorando la tensión, cerró el libro parcialmente y empezó con tono reflexivo:
—¿Por qué se esconde un tímido cervatillo de un lobo hambriento? ¿Por qué se oculta un despistado conejo de un águila feroz? ¿Por qué una indefensa cebra huye de un león con melena abundante?
Todos se giraron hacia ella, confusos y en silencio. Diana levantó el libro, mostrando la portada.
—Es de National Geographic. Aprendes muchísimo.
Peter suspiró, intentando recuperar la compostura.
—Alaska, Rebecca tiene algo que decirte sobre tu madre.
Desde el sofá, Diana lanzó una carcajada.
—Oh, esto promete. Siempre es bueno hablar de mamá.
Rebecca, intentando mantenerse cordial, cruzó los brazos y fijó su mirada en Alaska.
—Mira, no quiero ofender, pero cada vez que tu madre viene a nuestra casa a ver a Jude, se pone insoportable.
Alaska asintió, sabiendo perfectamente a qué se refería. Rebecca continuó:
—El otro día le dijo a Jude que tenía los oídos sucios. ¡Como si yo no supiera cuidar de un niño!
Diana levantó una mano desde el sofá.
—Dato interesante: las madres de los leones lamen a sus cachorros para mantenerlos limpios y reforzar el vínculo.
Todos se giraron hacia Diana otra vez, con una mezcla de incredulidad y resignación.
—Me pareció relevante al tema —se defendió Diana, encogiéndose de hombros.
Peter, volviendo a centrarse en Alaska, habló con un tono más serio.
—Mira, Alaska, sé que tu madre es como es, pero por favor, trata de controlar un poco su carácter cuando esté con Jude.
Rebecca asintió, claramente molesta pero intentando contenerse.
Alaska asintió también, incómoda, pero sin ganas de discutir.
—Lo intentaré.
Peter y Rebecca se despidieron con un gesto cortés y comenzaron a salir por la puerta.
—Gracias por entenderlo —dijo Peter antes de cruzar el umbral.
Cuando ya estaban saliendo, Diana levantó la vista de su libro y, con tono despreocupado, añadió desde el sofá:
—¡Le diré a Alaska que habéis venido!
Los tres se giraron para mirarla por última vez antes de marcharse, mientras Diana volvía a sumergirse en las páginas de su libro.
Más tarde, esa noche:
Alaska estaba sentada en el sofá con Jude, apuntes desparramados por la mesa de centro y el libro de historia abierto entre ambos. Alaska leyó una pregunta del libro, señalando el párrafo con el dedo.
—A ver, Jude. ¿En qué año comenzó la Revolución Francesa?
Jude se rascó la cabeza, frunciendo el ceño.
—No me acuerdo...
Alaska suspiró.
—¡Pero si acabas de leerlo!
—Ya, mamá, pero es que lo de esos tíos pasó hace mucho.
Alaska alzó una ceja y cruzó los brazos.
—¿Ah, sí? Y lo que has comido hoy, ¿te acuerdas?
Jude sonrió triunfante y empezó a enumerar rápidamente:
—Tostadas con mermelada para desayunar, macarrones para comer, y luego un plátano en la merienda porque no querías que me comiera las galletas.
Alaska puso los ojos en blanco, sin saber si sentirse frustrada o impresionada por la memoria selectiva de su hijo.
En ese momento, se oyó la puerta principal abrirse, y Diana entró tambaleándose, con una gran sonrisa en el rostro. Detrás de ella, un chico joven asomó la cabeza brevemente para despedirse.
—¡Gracias por el paseo a caballo! —dijo Diana, dándose la vuelta hacia él, y luego susurró con un guiño:— Y por dejarme montarte a ti también...
El chico se rió nervioso antes de desaparecer. Diana cerró la puerta y comenzó a tararear una canción mientras se deslizaba hacia el salón.
—¿Qué le pasa a la tía Diana? —preguntó Jude, mirando a su madre con curiosidad.
—Eh... está lesionada, y los masajes del fisio la dejan un poco atontada —respondió Alaska rápidamente, lanzando una mirada significativa a su hermana.
Diana, ignorándolas, se dejó caer dramáticamente en el sofá, apartando un par de apuntes con total desdén.
—¿Qué hacéis aquí tan serios?
—Estamos estudiando para el examen de historia de Jude —respondió Alaska con paciencia.
Diana apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos.
—Me apetece una cosa de esas rosas de azúcar...
Jude arqueó una ceja.
—¿Algodón de azúcar?
—¡Eso! —exclamó Diana, señalándolo con el dedo sin abrir los ojos
—Para eso tienes que ir a la feria, tía Diana.
—Alaska, llévame a la feria.
Alaska soltó un resoplido.
—Estamos ocupados.
Diana chasqueó la lengua como una niña pequeña y se dejó caer aún más en el sofá, murmurando:
—Qué peñazo de tía...
Alaska ignoró el comentario y volvió al libro.
—Jude, ¿quién fue el rey que perdió la cabeza en la Revolución Francesa?
Diana, con los ojos aún cerrados, levantó la mano como si estuviera en clase.
—¡Yo lo sé! Fue "Luis el Cornudo".
Jude se llevó las manos a la cara, tratando de contener la risa.
—¡No, tía Diana! Era Luis XVI.
Diana abrió un ojo y sonrió con picardía.
—Bueno, algo de cornudo tendría, ¿no? Con tantas intrigas en la corte...
Alaska se llevó una mano a la frente, suspirando profundamente mientras Jude reía sin parar.
—Ya vale, Diana. Estás siendo más distracción que ayuda.
Diana levantó las manos en señal de inocencia, aunque su sonrisa burlona decía lo contrario.
—Yo solo intento animar el ambiente.
Alaska sacudió la cabeza y volvió al libro, mientras Diana se acomodaba en el sofá, disfrutando de su pequeño espectáculo.
—Alaska...
—¿Qué quieres, Diana? —respondió resignada Alaska.
—Llévame a la feria, anda.
El Lunes:
Alaska entró en casa con Jude, cargando la mochila del colegio.
—Lávate las manos, Jude, que vamos a comer.
—¡Vale! —gritó el niño mientras corría hacia el baño.
En la cocina, Conchi terminaba de poner los platos en la mesa mientras Diana, con un café en la mano, se apoyaba contra la madera. Tenía el pelo recogido en un moño descuidado y una expresión que claramente denunciaba una resaca monumental.
—No vuelvo a beber. Nunca más —murmuró Diana, como si hablase consigo misma.
Conchi se rio mientras sacaba una última cuchara del lavavajillas.
—Eso decía usted también en Madrid, cuando salía con sus compañeras brasileñas. Y al día siguiente estaba igual o peor.
—Era diferente, Conchi. En Madrid todo tenía más glamour. Aquí todo es tequila y caballos.
—Pues en Madrid eran caipiriñas y samba —respondió Conchi con una sonrisa, recogiendo su bolso—. Bueno, yo me voy, que ya he terminado por hoy.
—Gracias, Conchi —dijo Alaska mientras ponía un bol de ensalada en el centro de la mesa.
—Hasta mañana, chicas. —Conchi salió cerrando la puerta con suavidad.
Alaska se giró hacia Diana, que seguía con su aire desganado.
—Oye, el chico del caballo... ¿era el mismo que el del otro día?
Diana la miró con una ceja levantada y una sonrisa perezosa.
—No. Ese era otro.
—¿Otro? —Alaska dejó el bol en la mesa y se cruzó de brazos—. ¿Cuántos van esta semana?
Diana fingió contar con los dedos antes de responder con una sonrisa traviesa:
—¿Definimos semana de hoy al domingo o del lunes pasado a este lunes?
—Diana...
—Vale, vale. El chico del caballo ni idea, iba ciega. Y el del otro día es entrenador en un colegio.
Alaska parpadeó sorprendida.
—¿Un entrenador? ¿Dónde?
—No sé, una escuela de aquí. No me acuerdo del nombre, ¿Pinecrest?.
Alaska frunció el ceño.
—¡Diana, esa es la escuela de Jude!
Diana la miró con los ojos entrecerrados, procesando la información, y luego soltó una carcajada.
—¿¡Qué!? ¿Me estás diciendo que me he acostado con el entrenador de tu hijo?
—Eso parece.
Diana apoyó la cabeza en la mesa, aún riendo. En ese momento, Jude apareció en la cocina con las manos aún mojadas.
—¡Ya estoy!
Se sentaron todos a la mesa, y Jude comenzó a hablar entre bocados.
—Hoy el entrenador me ha puesto en el equipo titular.
Diana y Alaska se miraron.
—¿Ah, sí? —dijo Alaska, tratando de sonar casual.
—Sí, es raro, porque yo juego fatal —dijo Jude, masticando un trozo de pan despreocupadamente.
Diana no pudo resistirse.
—Bueno, a veces lo importante no es ser bueno... sino tener buenos contactos.
Alaska la fulminó con la mirada, pero Jude no captó el doble sentido.
—El entrenador es un fan tuyo, tía Diana. Cuando le dije que eras mi tía, se emocionó un montón.
Diana sonrió, dejando el tenedor en el plato.
—Ah, entonces lo entiendo. Quién no querría poner a alguien con mis genes en el equipo titular.
—O con tu experiencia... —murmuró Alaska, mirando a Diana de reojo.
Jude terminó de comer y se levantó.
—¿Puedo ver la tele?
—No. —Alaska negó con la cabeza—. Tienes que terminar de estudiar, Jude. El examen es mañana.
El niño gimió, pero recogió su plato y se fue a regañadientes. Cuando desapareció del salón, Alaska miró a Diana.
—¿Cómo lo haces?
—¿Qué?
—Lo de haberte acostado con medio Miami en tan poco tiempo.
Diana alzó las manos con fingida modestia.
—Talento, hermana. Y una agenda bien organizada.
El miércoles:
Alaska entró en la casa con una sonrisa triunfal, agitando un papel en el aire.
—¡Ha sacado un sobresaliente! ¡Jude ha sacado un sobresaliente!
En el salón estaban Diana, tumbada en el sofá con un vaso de agua, y Eve, sentada con las piernas cruzadas y un café en las manos. Diana levantó la vista con una ceja arqueada, mientras Eve se giró lentamente hacia su hija menor, evaluando la situación como si analizara un partido de fútbol.
—¿Un sobresaliente? —preguntó Eve con un tono que hacía que la victoria pareciera menos brillante—. ¿Qué tipo de sobresaliente?
—¡Un sobresaliente de historia! —exclamó Alaska, ignorando la falta de entusiasmo.
Eve se inclinó hacia adelante, interesada pero con ese aire crítico que nunca abandonaba.
—Ajá. ¿Y había muchos que sacaron sobresaliente?
Jude, que estaba sentado en una esquina del salón jugando con un lápiz, levantó la vista.
—Casi todos.
Alaska puso los ojos en blanco y se cruzó de brazos, mientras Eve se recostaba con una sonrisa que no auguraba nada bueno.
—Ah, claro. Entonces, ¿seguro que no era demasiado fácil?
—¡Mamá! —Alaska le lanzó una mirada de advertencia.
—Solo intento entender la situación —dijo Eve, encogiéndose de hombros. Luego se giró hacia Jude, sonriendo con condescendencia—. ¿Y qué tal tu compañera esa, la niña superdotada? ¿Cómo le fue?
Jude arrugó el entrecejo, confundido por el repentino interrogatorio.
—Sacó más nota.
—Ah, claro, claro —respondió Eve, llevándose una mano al pecho como si acabara de confirmar algo importante
—Es que esa niña es un bicho raro, no se puede comparar. —justificó Alaska
— ¿Verdad que no? ¿Jude con quién compite? ¿Con algún cejijunto de la América profunda?
Alaska, horrorizada, se agachó para ponerse a la altura de su hijo.
—Jude, ve a tu habitación un momento, ¿vale? Mamá tiene que hablar con la abuela.
El niño asintió lentamente y salió del salón arrastrando los pies.
—¡Mamá! —espetó Alaska, girándose hacia Eve—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué tienes que arruinarle el día?
Eve arqueó las cejas, sorprendida por la reacción.
—¿Arruinarlo? Solo estoy diciendo que tiene que esforzarse más. Si le pones límites, nunca sabrás de qué es capaz.
—Es un niño, mamá. No tiene que ser un prodigio ni ganar el premio Nobel antes de los diez años.
—Pues así va el mundo, Alaska. Si quieres mediocridad, claro, no hagas nada. Pero no te quejes cuando termine fracasado y viviendo de ayudas sociales.
—A mí me parece un examen muy difícil —interrumpió Diana desde el sofá, levantando el papel que había estado mirando con fingido interés.
Eve la ignoró y se dirigió a Alaska, que ya parecía a punto de explotar.
—Solo estoy diciendo que si no le pones retos, nunca destacará.
—Sí, mamá. Porque nuestra infancia fue un modelo de estabilidad y apoyo emocional —replicó Alaska con sarcasmo.
—Ah, ya estamos. Siempre volviendo a lo mismo. Vuestras quejas. ¡Como si yo no hubiera hecho lo mejor que pude!
Alaska intentó replicar, pero Diana alzó la voz desde el sofá.
—Evolución Salvaje es otra revista buena sobre animales. Muy educativa, deberías suscribirte, mamá.
Eve chasqueó la lengua, agarró su bolso y se levantó indignada.
—Sabéis qué, me voy. Esto es ridículo.
Se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir, lanzó una última mirada a sus hijas.
—Cuando queráis resultados, no vengáis llorando.
La puerta se cerró de golpe, y Alaska se dejó caer en el sofá con un suspiro agotado. Diana, mientras tanto, seguía hojeando la revista.
—¿Sabías que los osos polares enseñan a sus cachorros a cazar en el hielo? Fascinante, ¿no?
Alaska la miró, exasperada.
—Diana, no empieces.
Diana sonrió y siguió leyendo como si nada hubiera pasado.
Unos días más tarde:
Las hermanas no hablaban con su madre desde la bronca, la puerta principal se abrió de golpe, y Madison apareció con una expresión severa, como si fuera la profesora de moralidad que nunca habían pedido. Alaska y Diana, que estaban en la cocina tomando un café, la miraron con sorpresa.
—¡Ya basta! —soltó Madison sin preámbulos—. ¿No os da vergüenza pelearos tanto con vuestra madre?
Alaska abrió la boca para hablar, pero Madison levantó un dedo, cortándola.
—No, ni una palabra. Siempre lo mismo. Tú —señaló a Alaska—, quejándote de que no te apoyó lo suficiente. Y tú —miró a Diana con desdén—, haciendo como si no te importara nada. ¡Vuestra madre os dio la vida!
Diana, sin inmutarse, se cruzó de brazos y señaló hacia la puerta.
—¿Cómo has entrado a mi casa?
Madison la ignoró por completo y continuó con su sermón.
—Una familia tiene que ser una piña. Vuestras peleas son ridículas, y lo peor es que no veis cómo la estáis destruyendo emocionalmente. ¡Es una mujer mayor!
—Tampoco es que esté en la tercera edad, ¿eh? —intentó defenderse Alaska, pero Madison volvió a alzar el dedo.
—¡Silencio! —gritó, como si estuviera dictando sentencia—. Diana, Alaska, tenéis que aprender a valorar a vuestra madre antes de que sea demasiado tarde.
Diana suspiró y se levantó con calma.
—Madison, te lo digo con cariño. Lárgate.
Madison la miró con los ojos entrecerrados.
—¿Vas a hacerme lo mismo que a tu madre?
—Más o menos —respondió Diana, y le cerró la puerta en la cara con un portazo seco.
Alaska soltó un suspiro exasperado.
—Seguro que esto es obra de mamá.
—Por supuesto —dijo Diana, volviendo a sentarse—. La pregunta es... ¿cuál será el siguiente ataque psicológico?
Antes de que Alaska pudiera responder, apareció Conchi desde el pasillo, sujetando su móvil.
—¿Quién coño le ha dado mi número a vuestra madre? —preguntó, con una mezcla de incredulidad y enfado.
Diana y Alaska se miraron y luego a Conchi, pero ninguna respondió.
—Genial, sois un cuadro. Yo paso, ¿eh? —dijo Conchi antes de salir del salón.
Más tarde, Diana y Alaska estaban en el sofá con una pizza frente a ellas, viendo un documental de animales en la tele. Diana, con una porción en la mano, miraba la pizza como si estuviera contemplando una obra de arte incomprendida.
—¿A quién se le ocurrió ponerle piña a la pizza? —preguntó, llevándose un trozo a la boca.
Alaska, más concentrada en el documental, no respondió. En ese momento, el móvil de Diana sonó. Contestó con naturalidad.
—¿Sí? Ah... vale. Ajá. Perfecto. —Colgó sin más, dejando el teléfono sobre la mesa.
—¿Quién era? —preguntó Alaska, curiosa.
—Han dicho que mamá está ingresada. Algo del pecho.
Alaska se incorporó, alarmada.
—¿Cómo que algo del pecho? ¡Puede ser grave!
Diana, sin levantar la mirada de la pizza, cogió otro trozo.
—¿A que sí? ¡Piña en la pizza! ¿Qué clase de monstruo haría algo así?
—¡Diana! —gritó Alaska, horrorizada—. ¡Es mamá!
—Sí, y esta pizza está buenísima, para qué engañarnos.
—¡Mamá está en el hospital!
Diana suspiró y se limpió las manos con una servilleta.
—Está fingiendo, Alaska. ¿De verdad no lo ves? Esto es su enésima táctica para manipularnos.
—¿Y si no lo es? —insistió Alaska, con los ojos muy abiertos—. ¿Y si de verdad le ha pasado algo? ¡Vamos a ir al hospital ahora mismo!
Diana gruñó, pero finalmente se levantó.
—Está bien, está bien. Pero que quede claro que esta pizza me la llevo al coche.
Más tarde:
En el pasillo del hospital, Diana y Alaska se detienen frente a la puerta de la habitación de Eve. Un médico sale al encuentro de ambas con una sonrisa tranquilizadora.
—No se preocupen, su madre no tiene nada grave. Solo fue un susto pasajero.
Diana cruzó los brazos y lanzó una mirada cargada de sarcasmo a Alaska.
—Te lo dije —murmuró, apenas moviendo los labios.
Alaska, ignorando el comentario, agradeció al médico antes de empujar la puerta para entrar.
Dentro, Eve estaba tumbada en la cama con un respirador colocado de manera exagerada. Sus ojos recorrieron la habitación con un aire de dramatismo digno de un culebrón.
—Hijas mías... pensé que no llegaba a veros nunca más... —murmuró con una voz entrecortada.
Diana rodó los ojos, pero se acercó a la cama con una sonrisa fingida.
—Mamá, el médico nos ha dicho que esto es más serio de lo que parece.
—¿Qué? —preguntó Eve, con una chispa de nerviosismo.
—Sí, resulta que tienes varios problemas que no sabías. Algo del corazón, los pulmones... ¿y qué era lo otro, Alaska?
Alaska, incrédula, abrió la boca para protestar, pero Diana continuó sin darle tiempo.
—Ah, sí, una obstrucción en... algo. Pero el médico ha dicho que has tenido suerte de venir a tiempo.
Eve abrió los ojos como platos, su respirador haciendo ruido mientras respiraba más rápido.
En ese momento, el ruido de pasos en el pasillo llamó la atención de Alaska, que se giró hacia la puerta y vio a Rebecca y Peter llegar con Jude.
—¡Abuela! —exclamó Jude al entrar corriendo en la habitación, mientras Alaska y Diana salían a saludar a los demás.
—¿Cómo está? —preguntó Peter, con tono preocupado.
—Bien —dijo Alaska con firmeza.
—Aunque... —añadió Diana, con una sonrisa malévola— parece que se ha iniciado una pequeña competición quirúrgica. Vamos a tener que operarla nosotras mismas.
Rebecca la miró con el ceño fruncido, y Diana se giró hacia ella con una sonrisa falsa.
—¿Te apuntas? Seguro que tienes pulso firme, Rebecca.
—No digas tonterías, Diana —intervino Alaska, frustrada, mientras regresaba a la habitación para poner fin a la farsa.
Dentro, Eve estaba quitándose el respirador mientras miraba a Alaska con una sonrisa astuta.
—No hace falta que digas nada, Alaska. Ya sé que era mentira.
—¿Entonces? —preguntó Alaska, confundida.
—Voy a aprovechar la situación. Si me van a operar, que sea para quitarme esta papada. La abuela no va a tener más cuello de pavo, Jude —dijo con dramatismo, y luego añadió con picardía—. Por cierto, he puesto la operación a nombre de Diana.
Desde la puerta, Diana levantó las manos al aire con resignación.
—Por supuesto que sí, mamá. Lo que haga falta.
Por la noche:
Diana estaba tumbada en el sofá con el mando a distancia en la mano, viendo un documental sobre la vida de las abejas. En la pantalla, una voz grave narraba:
—Las abejas obreras o zánganos viven una vida de total devoción a su reina.
Diana, sin decir nada, echó un vistazo a la cocina, donde Alaska estaba preparando un sándwich con todo el esmero del mundo. Sacaba ingredientes de la nevera, cortaba pan y ensamblaba todo con cuidado.
La voz del documental continuó:
—Desde que nacen, estas laboriosas, pero sin embargo poco inteligentes criaturas, trabajan como esclavas.
Diana volvió a mirar hacia Alaska, que ahora estaba decorando el plato con un toque extra de salsa.
Desde el pasillo, Eve apareció con gafas de sol y un pañuelo cubriéndole la cabeza y el cuello, mientras sostenía un mojito en una mano y un cigarrillo en la otra.
—¡Alazka! ¿Dónde eztá mi zándwich?
Alaska suspiró profundamente mientras respondía:
—Ya voy, mamá.
Con el plato en mano, Alaska salió de la cocina y se lo llevó a Eve, que lo recibió con una sonrisa satisfecha.
En la pantalla, el narrador del documental cerraba la reflexión:
—Un destino cruel, pero así es la vida en el reino animal.
Diana, mirando fijamente la tele, asintió lentamente con una expresión de entendimiento profundo.
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