4. Calcetagolf
Alaska irrumpió en la casa con Jude a remolque, sujetándolo del brazo mientras el niño intentaba escabullirse. Traía una mochila colgando de un hombro y el ceño fruncido, dejando claro que alguien estaba en problemas.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Diana, asomando la cabeza desde el sofá con una expresión de ligera alarma.
Alaska soltó un suspiro teatral mientras soltaba a Jude, que se cruzó de brazos con aire desafiante.
—Está castigado —declaró con tono solemne.
—¿Otra vez? ¿Qué ha hecho ahora? —preguntó Diana, echándose hacia atrás en el sofá como si disfrutara de la escena.
—Ha decidido que su habitación en casa de Peter necesitaba un "toque personal" y ha pintado las paredes de azul eléctrico.
Diana arqueó las cejas, impresionada.
—Bueno, al menos tiene criterio. Podría haber sido naranja chillón.
Jude sonrió de medio lado, pero Alaska lo fulminó con la mirada.
—Esto no es gracioso. Ahora, si me disculpas, tengo que hacer unos recados. Tú puedes quedarte ayudando a Jude con los deberes.
—¿Yo? —preguntó Diana, llevándose una mano al pecho con fingida incredulidad—. Alaska, no soy niñera ni profesora particular.
—No te preocupes —dijo Alaska, ignorándola por completo mientras rebuscaba en su bolso—. Conchi está enferma, así que también puedes aprovechar para hacer algo útil y lavar la ropa. Y que Jude te eche una mano.
—¿Jude? —replicó Diana, mirando al niño de arriba abajo—. Este chico no sabe ni diferenciar un calcetín de un con... —Jude miró curiosamente a su tía, para ver cómo terminaba la frase —con...jín, un cojín.
—Pues le enseñas —respondió Alaska con desdén mientras salía por la puerta. Antes de cerrar, asomó la cabeza—. Y por favor, no lo conviertas en algo raro.
—¿Raro? Yo nunca hago cosas raras —respondió Diana, ofendida.
Pero Alaska ya se había ido.
Diana miró a Jude, quien la miraba de vuelta con una mezcla de resignación y aburrimiento.
—Bueno, campeón. Vamos a lavar ropa.
—¿Tengo que hacerlo yo? —preguntó Jude, arrastrando las palabras.
—Claro que no. Soy una excelente líder. Tú serás mi fiel aprendiz.
Un rato después, Diana y Jude estaban en el cuarto de lavado. Diana metía ropa en la lavadora de manera descuidada, mezclando colores, mientras Jude observaba sentado en un taburete.
—¿De verdad sabes hacer esto? —preguntó Jude con escepticismo.
—Por supuesto. Soy una mujer independiente. ¿Sabes cuántas camisetas he lavado en mi vida?
—¿Cuántas?
—Al menos cuatro.
Jude puso los ojos en blanco, y Diana aprovechó para enrollar un par de calcetines en una bola improvisada.
—¿Sabes qué sería más divertido que lavar ropa? —preguntó Diana, enseñándole su creación con una sonrisa maliciosa.
—¿El qué?
—"Calcetagolf".
—¿Qué es eso? —preguntó Jude intrigado.
—Es como el golf, pero sin gastar una fortuna en palos y bolas. Haces una bola con calcetines y el objetivo es meterla en un hoyo. Por ejemplo... —Diana miró alrededor y señaló el fregadero—. Ahí.
Jude frunció el ceño.
—¿Y qué pasa si fallas?
—Pues... —Diana se encogió de hombros—. Tienes que lavar los calcetines que usaste como bola. Es un sistema infalible.
Jude se rió, y Diana le pasó la bola improvisada.
—Venga, pruébalo.
El niño lanzó la bola, que rebotó contra el borde del fregadero y cayó al suelo. Diana silbó, impresionada.
—Nada mal para un principiante. Pero ahora verás cómo lo hace una profesional.
La lavadora quedó olvidada mientras ambos se turnaban para lanzar la bola de calcetas a diferentes "hoyos" improvisados: la papelera, el fregadero, una caja vacía. Los gritos de júbilo y frustración llenaron la casa, y Jude parecía más animado que nunca.
Mientras tanto, en otro lugar de Miami:
Alaska empujó la puerta de la pequeña y polvorienta casa de empeños, mirando alrededor con una mezcla de optimismo y resignación. Una campanilla anunció su entrada, y un hombre mayor, con gafas de montura gruesa y una expresión que parecía congelada en el escepticismo eterno, apareció tras el mostrador.
—Buenos días —saludó Alaska, dejando una bolsa llena de objetos en el mostrador con un ruido metálico que hizo temblar un par de estanterías.
—Depende de para quién —replicó el hombre, observándola con una mirada que parecía juzgar todo su árbol genealógico.
—Traigo algunas cosas para vender —dijo Alaska con entusiasmo, ignorando el sarcasmo mientras sacaba los objetos uno por uno—. Esto es un auténtico tesoro.
El dependiente levantó una ceja al ver lo que sacaba. Una vieja tostadora oxidada, un florero agrietado y un par de candelabros que parecían haber sobrevivido a un incendio.
—¿Tesoro, dices? —preguntó, tomando la tostadora y mirándola con desdén—. ¿Es de oro sólido y yo no me he dado cuenta?
—No, pero tiene historia —respondió Alaska con tono convincente—. La usé para hacer tostadas perfectas durante un mes entero.
El hombre dejó la tostadora en el mostrador con un suspiro.
—Claro, y seguro que el florero es una reliquia del Renacimiento, ¿no?
—¡Exacto! —exclamó Alaska, entusiasmada—. Aunque... podría ser de imitación.
El hombre la miró como si hubiera dicho que el cielo es verde. Luego tomó los candelabros, los examinó y los dejó de nuevo en la mesa sin siquiera molestarse en ocultar su desprecio.
—¿Esto es todo? —preguntó con tono seco.
—Bueno, también tengo este reloj —dijo Alaska, sacando un reloj de pulsera con la correa rota—. Es vintage.
El dependiente lo tomó, lo giró en sus manos y luego se lo colocó en la oreja como si esperara escuchar el tic-tac.
—Sí, vintage. Del tiempo en que los dinosaurios paseaban por la Tierra.
Alaska puso los ojos en blanco.
—Entonces, ¿cuánto por todo?
El hombre se quedó en silencio un momento, calculando en su mente.
—Puedo ofrecerte... —hizo una pausa dramática—... cinco dólares.
Alaska abrió la boca, incrédula.
—¿Cinco dólares? ¡Esto es una estafa!
—No, esto es economía. Tú traes basura, yo te doy lo que vale.
—¡No es basura! —protestó Alaska, señalando los candelabros—. ¡Esto es arte!
El hombre suspiró, cansado.
—Mira, te doy diez dólares y ni un centavo más. Y solo porque necesito un pisapapeles nuevo.
Alaska frunció el ceño, pero finalmente aceptó el billete con un gruñido, recogió la bolsa y salió del local murmurando para sí misma.
—La próxima vez traigo mis esculturas. Eso sí que valen millones.
—Seguro que sí —gritó el dependiente mientras la puerta se cerraba tras ella.
En casa
Diana y Jude seguían inmersos en una épica partida de calcetagolf. Habían inventado un sistema de puntuación que nadie entendía, pero que ambos defendían como si estuviera aprobado por una federación internacional.
—Atención, señoras y señores —narró Diana, sosteniendo un plátano como si fuera un micrófono—. El campeón del mundo de calcetagolf se prepara para el golpe decisivo. ¿Será capaz de realizar esta hazaña histórica?
Jude, concentrado, lanzó su bola de calcetas hacia el fregadero, que había sido bautizado como el "Gran Hoyón". La bola rebotó en el borde, giró en el aire y, milagrosamente, cayó dentro.
—¡Hoyo en uno! —gritó Jude, saltando de alegría.
Diana se unió a la celebración, aplaudiendo como una loca y sosteniendo el plátano ante su boca.
—¡Nunca he visto un logro igual en toda la historia del calcetagolf! —exclamó, girando sobre sí misma como si estuviera narrando una final de Champions—. ¡El público enloquece! ¡Los espectadores lanzan rosas y vítores al campeón!
En ese momento, la puerta principal se abrió y Alaska entró con varias bolsas de la compra, tropezando con el felpudo.
—¡Los fans del campeón del mundo invaden el campo y obsequian al ganador con bolsas de la compra! —continuó Diana sin inmutarse, apuntando el plátano hacia Alaska.
Alaska dejó las bolsas en el suelo, miró a Diana y a Jude, luego a las calcetas desparramadas por toda la casa, y suspiró profundamente.
—No quiero ni saber qué está pasando aquí.
—Estás asistiendo a historia pura, hermana —dijo Diana con seriedad—. Pero no te preocupes, también tendrás tu momento de gloria.
Jude reía a carcajadas mientras Diana seguía narrando los eventos imaginarios. Alaska, por su parte, se dejó caer en el sofá, agotada.
—Espero que os hayáis divertido, porque ahora os toca recoger todo esto.
Diana y Jude intercambiaron miradas.
—Creo que se acaba de suspender el campeonato —murmuró Diana con una sonrisa culpable.
Unas horas más tarde:
Diana y Jude estaban sentados en el sofá, totalmente absortos en el partido que se transmitía por la televisión. Los últimos minutos del encuentro estaban siendo de infarto, y ambos tenían los ojos pegados a la pantalla.
—¡Vamos, vamos! —gritó Diana, agitando los brazos como si estuviera en el estadio.
De repente, un delantero del equipo que apoyaban realizó un disparo espectacular desde fuera del área. El balón entró directo en la portería, rebotando en la red con un impacto sonoro.
—¡GOOOOOOOOOL! —gritaron Diana y Jude al unísono, saltando del sofá y chocando las manos en un gesto de victoria absoluta.
En ese momento, Alaska entró al salón, atraída por los gritos.
—¿Qué equipo es ese para que os pongáis así?
Jude, con una enorme sonrisa, respondió:
—¡Hemos ganado la apuesta!
Alaska se quedó congelada, parpadeando lentamente mientras trataba de procesar lo que acababa de oír.
—¿Qué? —preguntó, mirando alternativamente a Jude y a Diana—. ¿Qué apuesta?
Jude, muy seguro de sí mismo, señaló a Diana con el pulgar.
—Sin riesgo no hay recompensa, mamá.
La mandíbula de Alaska casi tocó el suelo.
—Diana, contigo. A la terraza. Ahora.
Diana suspiró teatralmente, pero siguió a Alaska fuera del salón mientras Jude se encogía de hombros y volvía a sentarse para disfrutar de las repeticiones del gol.
En la terraza, Alaska cerró la puerta corredera con fuerza y se cruzó de brazos, fulminando a Diana con la mirada.
—¡Eres una irresponsable! —exclamó, sin siquiera dejar que Diana abriera la boca.
—Lo sé, soy una irresponsable. ¿Qué hay de cenar?
—¡Un niño no puede apostar, Diana! ¿Qué ejemplo le estás dando?
Diana puso los ojos en blanco.
—Tengo hambre, Alaska.
—¿Es que no me escuchas?
Diana suspiró
—Alaska, relájate, no seas dramática. Jude no ha apostado nada. Solo estaba emocionado porque yo he ganado.
—¿Qué tú has ganado? —repitió Alaska, elevando la voz aún más—. ¡Peor me lo pones! ¡Le estás enseñando que las apuestas son divertidas, que está bien arriesgar dinero!
—Vamos a ver, Miss Virtudes —respondió Diana, cruzándose de brazos y adoptando un tono burlón—. Jude no tiene ni idea de qué va el tema. Solo ha visto que yo estaba feliz y se ha unido al momento. No le estoy enseñando a jugar en el casino ni nada parecido.
—¡No me importa! —replicó Alaska, señalándola con un dedo acusador—. Esto es lo último que necesitaba. Es evidente que aquí no se está criando en un ambiente adecuado, tal vez deberíamos mudarnos con mamá.
—¿Un ambiente adecuado? —repitió Diana, fingiendo indignación—. Claro, porque cuando vivíamos con mamá aquello era la casa de la pradera, ¿verdad?
—No seas exagerada —respondió Alaska automáticamente, aunque su tono reflejaba que sabía a dónde iba esto.
—Alaska, por favor. ¿Te acuerdas cuando mamá nos dejó todo un fin de semana solas porque tenía que "resolver algo"? —Diana hizo comillas con los dedos.
—No me acuerdo, supongo que estaría ocupada.
—¡Estaba en Las Vegas! —protestó Diana—. Y no olvides que nos dejó con latas de sardinas y pan de molde. ¡Pan de molde!
Alaska cerró los ojos un segundo, exhalando con frustración.
—Diana, no me importa lo que hiciera o dejara de hacer mamá. Esto no se trata de nosotras, sino de Jude. Es lo mejor para él.
Diana ladeó la cabeza, estudiando a su hermana.
—¿De verdad crees que va a estar mejor con mamá? —preguntó con seriedad—. Porque yo creo que estás exagerando por algo que no tiene importancia.
—No estoy exagerando, Diana. Ya lo he decidido.
Diana abrió la boca para replicar, pero la determinación en el rostro de Alaska la hizo detenerse. Alaska ya había girado sobre sus talones y estaba entrando de nuevo a la casa.
—Voy a hacer las maletas —dijo Alaska con frialdad antes de desaparecer en el pasillo.
Diana se quedó en la terraza, mirando al horizonte con el ceño fruncido.
—Genial. Ahora soy la mala de la película. Otra vez.
Unos días después:
La sala de estar de Eve estaba impecable, decorada con un gusto casi obsesivo por el orden. Diana estaba sentada en un sillón con los pies apoyados en la mesita de centro, mirando a Alaska, quien estaba acomodando algunos cojines en el sofá.
—Mírate —dijo Diana con una sonrisa burlona—. Eres una adulta, pero sigues viviendo con tu madre. ¿Cómo te sientes en una escala del uno al dos?
Alaska se giró con un suspiro.
—No vivo con mamá, Diana. Esto es temporal. Solo será hasta que llegue año nuevo y encuentre un equipo.
—¿Eso es un uno? —preguntó Diana, arqueando una ceja con sorna.
—¿Qué quieres? —preguntó Alaska, cansada de la conversación.
Diana se incorporó ligeramente, cambiando su expresión a una de falsa preocupación.
—Llevas aquí varios días. Estoy segura de que ya te habrá salido una úlcera.
—Estoy perfectamente —contestó Alaska, cruzándose de brazos.
—Venía a ofrecerte volver a mi casa.
Alaska frunció el ceño, desconfiada.
—¿Cómo es que ahora quieres que vuelva?
—Para ser sincera, quiero que vuelva Jude —admitió Diana con una sonrisa pícara—. Pero supongo que tú entras en el paquete.
Alaska negó con la cabeza rápidamente.
—Estamos bien aquí, gracias.
Diana puso los ojos en blanco y se levantó, caminando hacia Alaska.
—Estás dejando que mamá ejerza su maligno poder sobre Jude todos los días.
—No es todos los días —se defendió Alaska—. Solo cuando viene a pasar el finde.
Diana alzó las manos dramáticamente.
—¡Eso es mucho! ¿Sabías que una piraña puede devorar una vaca en una hora?
Alaska la miró incrédula.
—¿Qué tiene eso que ver?
Diana señaló con un dedo en el aire, como si acabara de descubrir un gran secreto.
—Que Jude es la vaca. Y mamá es la piraña. Parece que no recuerdas nuestra infancia, ¡nos jodió vivas!
Antes de que Alaska pudiera responder, una voz familiar resonó desde el pasillo.
—Al menos estáis vivas.
Ambas hermanas se giraron para ver a Eve entrando a la sala, con su característico andar firme y mirada crítica.
—¡Hola, mamá! —exclamó Diana, alzando las manos teatralmente.
Eve no se inmutó.
—Ya tienes 36 años, Diana. Es hora de que dejes de culparme por cómo eres.
Diana abrió la boca para replicar, pero Eve ya se había girado hacia Alaska.
—Alaska, el Libanc no es para sentarse.
Alaska, como si le hubieran dado una orden militar, se levantó como un resorte.
—¡Perdón, mamá!
Eve luego miró a Diana, quien seguía cómodamente en el sillón.
—Tú tampoco, Diana.
Diana se levantó como si hubiera recibido la orden de un sargento.
—Perdón.
En ese momento, Jude entró corriendo al salón.
—¡Tía Diana! —exclamó, abrazándola por la cintura.
Eve se acercó rápidamente, apartando a Diana con sutileza y abrazando a su nieto con fuerza.
—Ven aquí, cariño —dijo con una sonrisa que apenas disimulaba su severidad—. ¿Qué te he dicho de ir dando gritos por la casa?
Jude comenzó a retorcerse en su abrazo.
—¡Abuela, me asfixias!
Alaska observaba la escena con los ojos abiertos como platos, congelada en el sitio. Era como si una avalancha de recuerdos de su infancia la golpeara de repente. Diana se inclinó hacia ella y susurró:
—¿No te suena?
Alaska parpadeó, saliendo de su trance, y miró a su hermana con determinación.
—Tienes razón. Acabemos con esto.
Diana sonrió de oreja a oreja, sacando algo de su bolsillo. Era la copia de la llave de su casa que había pertenecido a Alaska. Se la ofreció con complicidad.
—Aquí tienes de vuelta tu llave.
Alaska la tomó, asintiendo con la misma complicidad.
Ambas intercambiaron una mirada de mutuo entendimiento mientras Eve, totalmente ajena, continuaba regañando a Jude con cariño excesivo y un toque de control absoluto.
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