Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

3. Una artista incomprendida

La mañana en casa de las Biganzi comenzó como cualquier otra: con Alaska buscando nuevas maneras de justificar su existencia y Diana ignorándola con el profesionalismo de una hermana mayor harta. El sol de Miami iluminaba la sala de estar, pero el ambiente seguía siendo un tanto opaco, quizá por la colección de cajas, ropa y objetos sin identificar que Alaska había acumulado desde su llegada.

Diana estaba en la cocina, bebiendo su café con la actitud de alguien que no necesita justificarse ante nadie. Llevaba una camiseta holgada del Inter Miami. Alaska irrumpió con el entusiasmo de un niño que acaba de descubrir los marcadores permanentes.

—¡Lo tengo! —gritó, agitando su móvil en el aire.

—¿Un contrato de fútbol? —preguntó Diana sin siquiera levantar la vista.

—No, algo mejor. ¡Una idea revolucionaria!

Diana suspiró y la miró.

—Me muero de curiosidad.

—Escucha esto: ayer pagaron dos millones de dólares a un escultor por una pieza de chatarra que parecía un Transformer derretido.

—¿Y?

—¡Y que puedo hacer lo mismo! —Alaska sonrió como si acabara de descubrir la cura para el aburrimiento.

Diana se quedó en silencio unos segundos, mirándola fijamente. Finalmente, dio un sorbo a su café y respondió:

—¿Tú? ¿Escultura? Alaska, no sabes ni apilar latas de sopa sin que se caigan.

—Eso es porque no lo he intentado con visión artística —replicó Alaska, indignada—. ¿Sabes lo que dicen? El arte está en los ojos de quien lo mira.

—En este caso, espero que quien lo mire esté ciego.

Alaska ignoró el comentario y comenzó a trazar un plan mientras gesticulaba con exageración.

—Voy a recoger materiales. Hay toneladas de cosas abandonadas en Miami: hierros, ruedas, quién sabe qué más. Luego las montaré en algo épico, como... una metáfora visual de la lucha del ser humano contra la opresión capitalista.

Diana arqueó una ceja.

—Sí, porque la gente siempre paga millones por un montón de mierda oxidada.

—¡Exacto! —exclamó Alaska, confundiendo deliberadamente el sarcasmo con apoyo genuino.

Antes de que Diana pudiera formular una réplica, Alaska salió disparada hacia la puerta con una bolsa de lona y unas zapatillas de deporte que claramente no estaban hechas para caminar por solares abandonados. Diana suspiró profundamente y se sirvió otro café, preguntándose si algún día su hermana sería una persona funcional.

—Mírala con esa pedazo de bolsa, va a parecer Art the clown.


Poco después:

El siguiente acontecimiento del día llegó sin previo aviso, cuando Diana decidió tomar el sol en su terraza. La tranquilidad duró exactamente cinco minutos, hasta que notó algo fuera de lugar: una cabeza que se asomaba tímidamente desde el borde.

—¿Qué demonios? —murmuró mientras se incorporaba en su tumbona.

—Hola —dijo, como si entrar a la terraza de otra persona sin permiso fuera lo más natural del mundo.

Diana parpadeó, intentando procesar la situación.

—¿Qué haces aquí otra vez, Madison?

—No quiero molestar. Solo quería verte en persona otra vez. —Madison dio un paso más hacia Diana, como si estuviera inspeccionando una obra de arte en un museo.

—Felicidades, me has visto. Fin del tour.

Madison no se movió.

—Eres aún más impresionante en la vida real.

—Sí, ya me lo han dicho. ¿Algo más? —Diana cruzó los brazos, tratando de mantener la calma, aunque una parte de ella ya estaba considerando usar la sombrilla como arma.

—¿Puedo echarme una foto contigo?

Diana suspiró, agarró el móvil de Madison y se tomó un selfie rápido, entregándoselo sin ceremonia.

—Gracias. Ahora vete.

Madison se quedó un momento más, como si quisiera decir algo importante, pero finalmente retrocedió hacia el borde de la terraza.

—Nos vemos pronto —dijo antes de desaparecer tan rápidamente como había llegado.

Diana se quedó mirando el espacio vacío, perpleja.

—Fantástico. La acosadora ninja. Lo que me faltaba.

Volvió a recostarse en la tumbona, intentando recuperar la paz, pero su mente ya estaba haciendo una lista mental de cerrajeros para instalar una valla eléctrica en la terraza.



Unas horas más tarde:

En el salón, Alaska estaba rodeada de un caos monumental. Había piezas de metal amontonadas, trozos de madera por todas partes y una mezcla preocupante de cables y cadenas colgando de lo que claramente pretendía ser una escultura. Frente a ella, una lámpara de diseño —que hasta hacía poco había adornado con elegancia la esquina del salón— estaba soldada de forma grotesca a un amasijo de hierros que parecía haber sobrevivido a una explosión.

Diana entró, con el móvil en la mano y una ceja arqueada, observando el desastre.

—¿Qué coño es eso? —preguntó, señalando la supuesta obra.

—Es mi obra maestra. —Alaska se giró con una sonrisa orgullosa, sosteniendo un soplete encendido como si fuera una espada láser.

Diana frunció el ceño y se acercó, inspeccionando la amalgama de chatarra con creciente horror.

—¿Es mi lámpara?

—¿Cuál?

—Esa, la que está ahí. —Diana apuntó con el dedo—. Esa que parece estar siendo estrangulada por una tubería oxidada.

Alaska apagó el soplete y lo dejó a un lado.

—Oh, esa... Estaba en medio de mis materiales. Pensé que era parte de la chatarra.

Diana la miró, incrédula.

—¿Parte de la chatarra? ¡Es una lámpara de diseñador que me costó mil pavos!

—Bueno, ahora es arte.

—¿Arte? ¡Es un crimen contra la decoración interior!

Alaska se encogió de hombros con total indiferencia.

—La belleza está en los ojos del que mira.

—Pues espero que los ojos del que mire esto estén muy, pero que muy borrachos.

Mientras Diana seguía enumerando las atrocidades cometidas contra el buen gusto, alguien llamó al timbre. Alaska aprovechó la distracción para escabullirse.

—¡Yo abro! —gritó, dejando a Diana refunfuñando junto a la "escultura".

Al abrir la puerta, Alaska se encontró con Eve, impecable como siempre, con su característico pelo corto pelirrojo y una mirada que podía atravesar paredes.

—¿Soy vuestra madre, me recordáis? —dijo Eve, cruzándose de brazos.

—¡Claro que sí, mamá! —respondió Alaska, con una sonrisa nerviosa—. Es solo que... Bueno, estamos ocupadas con cosas de... hermanas.

Desde el salón, Diana levantó la mirada, vio a Eve y, sin perder un segundo, bromeó:

—Hola... ¿Mamá, verdad?

Eve no tardó en replicar, con el tono de alguien acostumbrado a lidiar con la insolencia de sus hijas.

—Muy graciosa, Diana. Pasaba por aquí y pensé en saludaros, ya que nunca vais a verme.

—¿Cómo podríamos? Estamos demasiado ocupadas haciendo... arte. —Diana señaló la escultura de Alaska con un gesto teatral.

Eve entró y observó la obra con una mezcla de asombro y resignación.

—¿Qué es esto?

—Una metáfora de la lucha humana —respondió Alaska, seria.

—¿Contra el buen gusto? —preguntó Eve, inclinándose para inspeccionar la lámpara soldada.

Antes de que Diana pudiera añadir algo, apareció Madison en la terraza, como si hubiera estado esperando su entrada triunfal.

—¡Hola! —dijo con una sonrisa demasiado entusiasta.

Diana suspiró.

—¿Cómo has entrado?

—La puerta del jardín estaba abierta.

—Claro que sí —murmuró Diana, frotándose las sienes.

Madison se acercó a la obra de Alaska, sus ojos brillando con admiración.

—Esto es... impresionante.

—¿Verdad? —dijo Alaska, hinchando el pecho.

—Pero necesita un nombre —añadió Madison, con el tono de alguien que cree estar salvando el día.

—Ya lo tiene —dijo Alaska, levantando un dedo como si estuviera a punto de revelar una verdad universal—. Chatarrocoloso del Futuro.

Eve casi se atraganta con la risa, mientras Madison se quedó paralizada unos segundos, procesando.

—Mmm... Creo que debería ser algo más profundo. Algo que haga pensar.

Alaska la miró, confundida, y luego se quedó en silencio, aparentemente reflexionando. Madison le dio un par de palmadas en el hombro y se dirigió hacia la puerta.

—Piensa en ello, tienes talento. Nos vemos, Diana.

—Adiós, Madison. —Diana la acompañó hasta la puerta y la cerró rápidamente.

—¿Por qué la dejas entrar? —le preguntó Eve, cruzando los brazos.

—No la dejo entrar. Se cuela.

—Pues parece cómoda para ser una intrusa.

Diana suspiró y se fue junto con Eve a la cocina, mientras que Alaska seguía en silencio frente a su obra.

Alaska levantó la vista, su expresión llena de concentración.

—Ya lo tengo. Chatarrolandia Suprema.



Una hora más tarde:

La entrada de la galería de arte era elegante, con paredes blancas impolutas y un aire de pretensión flotando en el ambiente. Alaska y Madison, en cambio, parecían dos intrusas en una boda de gala. Alaska empujaba un carro chirriante lleno de piezas de chatarra soldadas, mientras Madison intentaba contener una pila de hierros que amenazaban con desmoronarse en cualquier momento.

—¿Podemos entrar con esto? —preguntó Alaska al guardia de seguridad, un hombre corpulento con expresión pétrea.

El guardia miró el carro, luego a Alaska, y finalmente suspiró.

—Mientras no arañen el suelo.

Alaska y Madison arrastraron el carro con una torpeza que garantizaba, precisamente, arañazos. Las piezas metálicas se balanceaban de un lado a otro, produciendo un estruendo que hacía girar cabezas.

—Esto va a ser un éxito, lo noto —dijo Alaska, sudando mientras tiraba del carro.

—Totalmente. Las miradas son de admiración —respondió Madison, aunque sus palabras parecían más un intento de animar que una observación realista.

Finalmente, llegaron a un rincón donde varios artistas exponían sus obras. Había cuadros de trazos abstractos, esculturas minimalistas, y un hombre de gafas redondas observando todo con el dedo en la barbilla. Alaska se acercó a él con decisión.

—Hola, soy Alaska Biganzi, y esta es mi obra: Chatarrolandia Suprema. —Señaló con orgullo el amasijo de hierros en el carro.

El hombre ajustó sus gafas y miró la obra, ladeando la cabeza como si tratara de entender qué estaba viendo.

—Interesante... ¿Es un comentario sobre el impacto del consumismo en la sociedad moderna?

—Exacto, eso mismo —respondió Alaska rápidamente, aunque no tenía ni idea de lo que significaba.

—Hmm... —El hombre asintió lentamente y luego dio un paso atrás—. Bueno, ahora mismo estamos saturados de propuestas. Pero mucha suerte.

—Pero si es única —insistió Alaska—. Mire este detalle. —Señaló un trozo de metal que alguna vez fue una lata de refresco.

—Sin duda... fascinante. —El hombre sonrió de forma tensa y se alejó.

Madison intentó animarla.

—No pasa nada, Alaska. La próxima será mejor.

—¿Qué próxima? —dijo Alaska, avanzando hacia una mujer que miraba una escultura cercana—. Disculpe, ¿le interesa el arte revolucionario?

La mujer miró el carro y luego a Alaska.

—Estoy más en la línea de lo conceptual...

—¡Esto es conceptual! —Alaska agitó los brazos hacia su obra—. Este se llama El Rugido del Hierro Herido.

La mujer parpadeó un par de veces, luego sonrió débilmente.

—Es... un título evocador.

Tras una docena de intentos similares y nombres aún más extravagantes como La Cumbre de la Chatarra Cósmica y Resaca Industrial, Alaska estaba lista para rendirse.

—Son unos snobs, Madison. No entienden la grandeza cuando la tienen delante.

—Definitivamente no saben lo que se pierden. —Madison intentó levantar un trozo de la obra, pero casi se le cae encima.

Cuando ya estaban saliendo, un hombre de aspecto distinguido, con traje impecable y un pañuelo de seda en el bolsillo, se les acercó. Era alto, con un porte teatral y un leve acento italiano en su voz.

—Perdona, signorina. ¿Esta obra es tuya?

Alaska se detuvo y se giró, sorprendida.

—Eh... Sí. ¿Por qué?

El hombre la miró intensamente, ignorando por completo a Madison y al carro.

—Es una maravilla. Parece vomitar las frustraciones de una artista atormentada. Es una bocanada de aire fresco a la escultura conceptual de la actualidad.

Alaska parpadeó.

—¡Gracias! Yo... Bueno, eso es exactamente lo que quería expresar.

El hombre sonrió con aprobación.

—Soy Giovanni Cavalleri, dueño de una galería de renombre en Milán. Esto... esto necesita estar en mi próxima exposición.

—¡Claro! —dijo Alaska, emocionada—. Tengo más en mi... taller.

—¿Puedo visitarlo? Necesito ver el lugar donde se crea esta magia.

Alaska dudó un segundo, pero luego sonrió con seguridad.

—Por supuesto. Le doy la dirección. —Sacó un papel y escribió la dirección de la casa de Diana.

—Perfetto. Pasaré esta tarde. —Giovanni tomó el papel, inclinó la cabeza en un gesto cortés y se marchó.

Alaska y Madison se quedaron quietas, procesando lo ocurrido.

—¿Te das cuenta de lo que significa esto? —dijo Alaska, mirando a Madison.

—Que tu arte va a llegar a Europa.

—¡Exacto! ¡Soy una genia incomprendida!

—Bueno, incomprendida hasta ahora. —Madison sonrió.

Alaska agarró el carro con renovado entusiasmo, arrastrando las piezas hacia la salida.

—Diana va a flipar.

Y así, mientras Giovanni Cavalleri se alejaba, Alaska y Madison salieron de la galería con la determinación de conquistar el mundo del arte, empezando por el salón de su hermana.



Más tarde:

Alaska irrumpió en la casa de Diana con una energía que hacía temblar hasta las paredes. Llevaba una sonrisa de oreja a oreja y un brillo de triunfo en los ojos, mientras arrastraba un trozo de chatarra particularmente retorcido que parecía una antena de televisión herida.

—¡Diana! —gritó, dejando caer el amasijo metálico en medio del salón—. ¡Lo he conseguido!

Diana, que estaba tumbada en el sofá con un batido de frutas en una mano y el móvil en la otra, levantó una ceja.

—¿El qué has conseguido? ¿Un nuevo nivel de desastre en la decoración de mi casa?

—¡He conocido a un coleccionista italiano súper importante! Me ha dicho que mi obra es... espera, ¿cómo era? —Alaska se detuvo, frunciendo el ceño mientras trataba de recordar—. Ah, sí, que es un vómito de aire fresco a la escultura mesopotámica contractual de la actualidad.

Diana parpadeó lentamente, como si las palabras acabaran de golpearse entre sí en su cerebro.

—¿Eso es bueno o malo?

—¡Es bueno! Creo. O bueno, parecía emocionado, dice que va a venir a mi taller... Que es este.

Diana suspiró y se levantó del sofá, miró alrededor del salón. Había una lámpara sin pantalla en el suelo, trozos de metal apoyados en las paredes y un rastro de virutas en la alfombra.

—¿Tu taller? Alaska, esto no parece un taller, parece un vertedero que perdió la esperanza.

—¿Entonces me ayudas o no?

Diana la miró durante unos segundos y luego sonrió de lado.

—Está bien, pero luego no te quejes de cómo hago las cosas.

En cuestión de horas, el salón se había convertido en algo que casi podía pasar por un taller de artista. Diana había movido los muebles más caros fuera de la vista, dejando espacio para los montones de chatarra de Alaska, organizados de manera que parecieran deliberados. Colocaron un caballete vacío en una esquina, aunque Alaska no pintaba, y pusieron una bata de trabajo en una silla para darle un toque profesional.

—No está tan mal, ¿verdad? —preguntó Alaska mientras ajustaba una lámpara de escritorio para iluminar uno de sus amasijos metálicos.

—Si te refieres a que no parece una escena de crimen, entonces sí, no está tan mal —respondió Diana.

Cuando sonó el timbre, ambas se miraron. Diana tomó aire.

—Vale, recuerda: yo soy la coleccionista rica y fascinada por tu arte, ¿vale?

Alaska asintió con entusiasmo, abriendo la puerta con un gesto teatral. Allí estaba Giovanni Cavalleri, impecable con su traje ajustado y su sonrisa de dientes perfectos.

—¡Benvenuta, signore Cavalleri! —dijo Alaska, imitando un acento italiano que no podía sonar más ridículo.

Giovanni entró, mirando alrededor con interés fingido mientras Alaska lo guiaba hacia el "taller". Diana se acercó con una sonrisa deslumbrante.

—Ah, Giovanni, qué placer conocerle. Soy Diana Biganzi, una humilde coleccionista, pero absolutamente fascinada por la obra de mi hermana.

Giovanni hizo una pequeña reverencia, aunque sus ojos no se apartaron de Alaska.

—El placer es mío, signorina.

Diana se inclinó hacia un amasijo particularmente feo que Alaska había titulado Crisis Metálica del Siglo XXI.

—Es extraordinaria, ¿verdad? Estaba pensando en adquirir esta pieza por, digamos, quince mil euros.

Alaska casi se atragantó con su propia saliva, pero mantuvo la compostura. Giovanni asintió lentamente, aunque no parecía estar prestando atención.

—Una suma justa. Aunque la verdadera joya está aquí, delante de nosotros. —Miró directamente a Alaska.

—Eh... Bueno, voy a dejaros a solas para que podáis hablar de precios y logística. —Diana salió del salón con una sonrisa triunfal y se quedó en el porche.

#### Las Verdaderas Intenciones de Giovanni

Giovanni caminó alrededor del taller improvisado, inspeccionando las piezas con un interés que se desvaneció rápidamente.

—¿Algo de beber? —preguntó finalmente, deteniéndose junto a Alaska.

—Claro, ahora mismo te traigo algo.

Alaska fue a la cocina y volvió unos minutos después con un vaso de agua. Cuando entró al salón, lo encontró desabotonándose la camisa, que ya colgaba medio abierta, revelando un pecho sorprendentemente lampiño.

—¡Pero qué haces! —exclamó Alaska, dejando caer el vaso en una mesa.

Giovanni sonrió, acercándose como si fuera el galán de una telenovela.

—Tesoro, no estamos aquí por el arte, ¿verdad? Esto es mucho más personal.

Alaska retrocedió, levantando las manos para mantener la distancia.

—¿Qué? ¡Claro que estamos aquí por el arte!

Giovanni suspiró, frustrado.

—Las obras son una mierda, Alaska. Estoy aquí por ti.

El silencio fue aplastante por un momento, luego Alaska señaló la puerta con una furia contenida.

—¡Fuera de mi casa!

Giovanni intentó calmarla, pero Alaska no le dio tiempo. Lo empujó hacia la puerta, donde Diana estaba esperando con los brazos cruzados.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Diana, observando cómo Giovanni ajustaba su ropa antes de salir apresuradamente.

—¡Que este italiano imbécil no venía por mis obras, sino porque quería ligar conmigo!

Diana la miró, sorprendida, antes de reírse a carcajadas.

—¿Y cuál es el problema? Podrías haberte liado con él. Tiene pinta de tener pasta.

—¡Es el único italiano feo que existe y me ha tenido que tocar a mí! —se quejó Alaska, cruzando los brazos.

Diana le dio una palmada en la espalda.

—Bueno, al menos sabemos que tu arte todavía no causa indiferencia.

En ese momento, la puerta trasera de la casa se abrió de golpe, y Conchi entró cargando un cubo de limpieza y un trapeador. Tenía el ceño fruncido y el pelo revuelto, claramente en pie de guerra.

—¡Pero esto qué es! —exclamó, lanzando el cubo al suelo con un golpe seco.

—Hola, Conchi —saludó Diana con su tono más despreocupado—. ¿Qué tal tu día?

—¡Mi día era estupendo hasta que entro aquí y veo esta... esta... desgracia! No sé qué tipo de fiesta de degenerados con síndrome de Diógenes habéis montado, ¡pero yo no pienso limpiarlo! 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro