10. La vieja Alaska
Diana estaba en su cama, envuelta en sábanas de algodón blanco, mientras besaba a Alistair. Él, apoyado sobre un brazo, la miraba con una mezcla de afecto y picardía. El sol de la mañana iluminaba la habitación, entrando por las cortinas mal cerradas.
—Tengo una pregunta —dijo Alistair de repente, apartándose un poco.
Diana le lanzó una mirada curiosa, jugando con un mechón de su pelo.
—¿Te preocupa algo o quieres otra ronda?
—Tu hermana —respondió él, ignorando la broma.
Diana se dejó caer de espaldas en la cama con un suspiro.
—Ah, claro. Mi hermana. El eterno tema de conversación.
—No, en serio. —Alistair se inclinó hacia ella—. ¿Por qué lleva tanto tiempo viviendo contigo? Tiene un equipo ahora, ¿no?
Diana rodó los ojos.
—Bueno, técnicamente sí, pero cobra lo justo para comprar pan y agua mineral. Además, siempre encuentra alguna excusa para no mudarse. Alaska es como ese viejo jersey que nunca tiras porque es cómodo, aunque tenga más agujeros que sentido.
Alistair sonrió ligeramente, pero no dejó el tema.
—Aun así, ahora que está en el filial, podría buscar algo... un estudio, un piso compartido. Así tendríamos la casa para nosotros solos cuando yo pueda venir.
Diana arqueó una ceja con una media sonrisa.
—¿Te estás postulando para deshacerte de ella? Porque si es así, quizá me estés gustando más de lo que creía.
—Lo digo en serio, Diana.
Ella se estiró, perezosa, y le dio un beso rápido en los labios antes de responder.
—Vale, lo pensaré. Aunque no sé si ahora sea el momento. Está ocupada conquistando a Mia, la chica del filial.
Alistair se acomodó a su lado, apoyando la cabeza en la almohada.
—Si lo suyo con Mia cuaja, tal vez termine yéndose a vivir con ella.
Diana levantó la cabeza, sorprendida.
—No había pensado en eso.
—Por supuesto que no. —Alistair sonrió—. No te imagino planeando estrategias a largo plazo.
—Qué insulto más elegante, me encantas. —Diana le dio un leve golpe en el pecho, luego volvió a recostarse—. Pero, conociendo a Alaska, seguro que la caga. Es demasiado torpe para llevar adelante algo serio.
Alistair la miró pensativo.
—¿Y si hacemos una cena de parejas?
Diana lo miró con incredulidad.
—¿Qué?
—Podemos invitar a Mia y ayudar a Alaska a estar más cómoda. Puede que necesite un pequeño empujón para que las cosas avancen.
Diana lo observó por un momento, procesando la idea. Luego, una sonrisa traviesa apareció en su rostro.
—Mira que eres buen fichaje. Si además de darme placer consigues que mi hermana se independice, voy a tener que ponerte en mi lista de "mejores cosas que he hecho en la vida".
—¿Estoy por encima o por debajo de ganar la Champions?
Diana le dio un beso en la mejilla.
—Muy por encima. Ganar la Champions es fácil. Aguantarme a mí, eso sí que tiene mérito.
Ambos rieron, mientras Diana ya empezaba a imaginar la logística de aquella cena. Una mezcla de diversión y caos garantizado.
Esa tarde noche:
La terraza de Diana estaba iluminada por pequeñas luces colgantes que parpadeaban tenuemente en la noche de Miami. Desde allí, el horizonte brillaba con los rascacielos y el reflejo del agua. Diana, apoyada en una de las barandillas, sostenía una copa de vino tinto mientras miraba pensativa el paisaje.
Alistair apareció desde el interior de la casa, vestido impecablemente con unos pantalones oscuros y una camisa blanca perfectamente planchada. Al ver la copa en su mano, frunció el ceño y se acercó.
—¿Otra vez bebiendo, Diana? —dijo, quitándole la copa con suavidad.
—Es una copa, no un barril —respondió ella, girándose hacia él con una sonrisa sarcástica.
—Da igual. Mañana tienes partido. —Alistair dejó la copa sobre la mesa cercana.
Diana refunfuñó, cruzándose de brazos como una niña regañada.
—Desde luego, sabes cómo arruinar una velada romántica.
—Es por tu bien, ¿vale? —respondió Alistair con paciencia—. Te quiero al cien por cien en el campo.
Diana rodó los ojos, pero no dijo nada más. Alistair se inclinó para darle un beso rápido en la frente.
—Voy a terminar de arreglarme. No tardes.
Cuando él entró en la casa, Diana suspiró, girándose de nuevo hacia la barandilla.
—Menudo sargento, madre mía...
Un susurro detrás de ella la sobresaltó.
—¿Qué sargento?
Diana se giró rápidamente y se encontró con Madison, de pie junto a la puerta de la terraza, con una sonrisa nerviosa y un brillo extraño en los ojos.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Diana, visiblemente irritada—. ¿Otra vez has saltado la valla?
—Es importante —respondió Madison, acercándose un paso más—. Solo quiero hablar contigo.
—Bueno, pues habla rápido y vete antes de que te vea mi novio.
Madison torció el gesto.
—Eso es lo que quiero decirte. No puedo creer que estés con ese tipo.
Diana arqueó una ceja, divertida.
—¿Ahora también eres mi consejera sentimental?
—Escúchame —insistió Madison, ignorando el tono burlón—. Alistair está intentando cambiarte. ¿No te das cuenta? Alguien que te ama de verdad no haría eso.
Diana soltó una carcajada seca, apoyándose contra la barandilla.
—¡Claro! Porque tú, la acosadora oficial del vecindario, eres la experta en amor. ¿Cuántas relaciones sanas llevas, Madison? Déjame adivinar: ninguna.
Madison apretó los labios, herida, pero no se echó atrás.
—Solo quiero lo mejor para ti.
—¿Lo mejor para mí? —repitió Diana con una sonrisa ácida—. Lo mejor para mí sería que te buscases un hobby que no fuese espiarme. Tal vez hacer yoga. ¿Has probado?
—Diana, no estoy bromeando.
—Y yo tampoco. —Diana dio un paso hacia ella, señalándole la salida—. Vete. Ahora.
Madison la miró por un momento, como si quisiera decir algo más, pero finalmente giró sobre sus talones y desapareció por la barandilla.
—Menudo show... —murmuró Diana para sí misma mientras volvía a la barandilla.
Antes de que pudiera recuperar su tranquilidad, Alaska apareció apresuradamente por la terraza, con el móvil en la mano y una expresión de nerviosismo evidente.
—Diana, ¿qué tal estoy?
Diana la miró de arriba abajo, evaluándola con una mueca divertida.
—Bueno, parece que te hayas puesto lo primero que tenías en el armario, pero considerando que eres tú, diría que está dentro de lo esperado.
—¡Estoy hablando en serio! —protestó Alaska.
—Y yo también. —Diana sonrió y la miró con un poco más de ternura—. Tranquila, estás bien. Mia no va a fijarse en tus pantalones.
Alaska suspiró, mordiéndose el labio.
—¿Crees que le gusto?
Diana arqueó una ceja con su típica expresión de sarcasmo.
—Si no le gustases, ¿por qué iba a quedar contigo? A menos que le hayas pagado, claro.
—¡Diana!
—Vale, vale. —Diana levantó las manos en señal de rendición—. Escucha, Alaska, relájate. Sé tú misma. Y si empiezas a hablar demasiado, cállate. No lo arruines y todo irá bien.
Alaska la miró con los ojos entrecerrados.
—Eres todo un ejemplo de apoyo emocional.
—Por supuesto. —Diana sonrió con ironía—. Agradece que soy tu hermana mayor.
Alaska soltó una risa nerviosa, pero se la notaba un poco más tranquila.
—Gracias... creo.
Diana le dio un golpe ligero en el hombro.
—Venga, ve a conquistar a tu chica. Pero no te emociones mucho, que si te mudas, igual hasta te echo de menos.
Alaska sonrió y salió de la terraza, dejando a Diana sola una vez más, ahora con una pequeña sonrisa de orgullo en los labios.
Más tarde:
El restaurante, un espacio elegante y moderno con decoración minimalista, tenía un aire acogedor pero exclusivo. Las paredes estaban adornadas con fotografías en blanco y negro de paisajes urbanos, mientras que las mesas, iluminadas por lámparas bajas, estaban separadas por paneles de cristal esmerilado que ofrecían cierta privacidad. El aroma a especias y hierbas frescas llenaba el ambiente.
Diana, Alaska, Mia y Alistair estaban sentados en una mesa redonda cerca de un gran ventanal que daba al mar. La conversación fluía entre risas y comentarios casuales mientras disfrutaban de sus platos, una selección de cocina internacional que parecía diseñada para impresionar.
—Miami es una ciudad increíble —comentó Mia, apartando un mechón de su cabello oscuro—. Aunque es un poco caótica a veces, me recuerda a cuando era pequeña y vivía en Barcelona con mi padre.
—¿Barcelona? —preguntó Alaska, interesada.
—Sí, mi padre es español y mi madre canadiense. Vivimos allí hasta que tenía diez años y luego nos mudamos a Toronto.
Alaska soltó una carcajada involuntaria.
—¿Canadiense? —repitió, mirándola divertida—. Bueno, ¿recuerdas a Canadá, Diana? fueron la que os ganaron la final olímpica de Tokio en penaltis.
Mia se echó a reír, pero Diana, que estaba cortando su filete con precisión quirúrgica, levantó la mirada con una sonrisa sarcástica.
—Ya. Dos medallas olímpicas contra... —hizo una pausa dramática, apuntando con el tenedor hacia Alaska—. Oh, cierto, ninguna.
—Touché —respondió Alaska, haciendo una mueca mientras Mia reía con complicidad.
La conversación continuó con buen ánimo, pero la química entre Mia y Alaska se hacía cada vez más evidente. Risas, miradas largas y pequeños gestos crearon un ambiente íntimo entre ellas. Alistair, observando la situación, se inclinó discretamente hacia Diana.
—Creo que es un buen momento para dejarlas solas —susurró, con una sonrisa cómplice.
Diana levantó una ceja, entre divertida y escéptica, pero acabó asintiendo.
—Vale, vamos a darle un empujoncito al destino. —Levantó una mano para llamar al camarero—. La cuenta, por favor.
Cuando el camarero se acercó, Alistair dijo casualmente:
—¿Cómo lo hacemos? ¿Dividimos o cada uno paga lo suyo?
—Voy al baño —interrumpió Alaska rápidamente, levantándose de un salto.
Diana, que no le quitaba el ojo de encima, entrecerró los ojos con suspicacia.
—Yo también —anunció, dejando caer la servilleta sobre la mesa antes de seguirla.
Alaska estaba frente al espejo, inspeccionando sus dientes con exagerada atención. Se enjuagaba la boca, luego volvía a sonreír frente al espejo y, después, repetía el proceso. Estaba claramente alargando el tiempo.
Diana entró en el baño y cerró la puerta tras de sí con un golpe seco.
—Creía que venías a mear.
Alaska pegó un respingo, girándose rápidamente hacia ella.
—¡Ya voy! —dijo, intentando sonar natural. Caminó hacia uno de los retretes y cerró la puerta tras ella.
Diana, divertida pero sospechosa, se metió en el retrete contiguo.
—No te oigo mear —comentó tras unos segundos.
—A veces me tarda en salir el chorro —respondió Alaska, visiblemente nerviosa.
Un incómodo silencio llenó el baño. Finalmente, Alaska salió de su retrete, caminó hacia el grifo y abrió el agua, simulando que se lavaba las manos. Diana también salió y la siguió, mirándola fijamente.
De repente, Alaska se giró hacia el retrete.
—Ah, la cadena —dijo, volviendo para tirar de ella.
Diana cruzó los brazos, observando incrédula pero sin decir nada.
Alaska regresó al lavabo, abrió el grifo de nuevo y se llevó las manos al estómago.
—Ufff... —murmuró, tocándose la barriga antes de correr de nuevo hacia el retrete—. ¡Espera, tengo que ir otra vez!
Diana, que ya había perdido la paciencia, soltó una carcajada irónica.
—¿Qué haces?
—¿Tú qué crees? —respondió Alaska desde el retrete, con voz nerviosa.
—Espectacular —dijo Diana, entre dientes. Sin más, se metió de nuevo en su propio retrete—. ¿Quieres jugar? Pues juguemos.
—¿Qué haces ahora? —preguntó Alaska, alarmada.
—¿Tú qué crees? —replicó Diana, imitando el tono de Alaska.
Desde el retrete, Alaska suspiró.
—Esto puede llevarme un rato.
—A mí también —respondió Diana, burlona, cruzándose de brazos mientras esperaba.
Diez minutos más tarde:
El ambiente estaba cargado de un incómodo silencio, roto solo por algún carraspeo ocasional. Finalmente, Alaska suspiró desde su retrete.
—Parece que este tren no está listo para salir de la estación.
Diana salió al mismo tiempo que ella, cruzando los brazos y mirándola fijamente en silencio. Alaska, como si no notara la tensión, sonrió con nerviosismo.
—Ya sabes el dicho, más vale estar en el baño y no tener que ir que tener que ir y no estar en el baño.
Mientras caminaban hacia los lavabos, Diana arqueó una ceja y, con voz cargada de veneno, preguntó:
—¿Ah, sí? ¿Y quién lo dice?
Alaska, atrapada, titubeó.
—Es... sabiduría popular.
Ambas se colocaron frente al espejo, y Alaska comenzó a echarse agua en las manos lentamente. Diana, sin apartar la mirada de su reflejo, la imitó con exagerada calma.
—El jabón líquido es una buena idea para la casa, ¿no crees? —preguntó Alaska de repente, mientras cogía el dosificador con deliberada lentitud.
Diana apretó los labios y respondió con un seco:
—Supongo.
—Es que, con la pastilla, le pasas los gérmenes al siguiente, pero con el líquido eso no pasa —continuó Alaska, mientras se frotaba las manos con espuma.
Diana, resoplando con visible frustración, replicó mientras se enjabonaba también:
—Buena idea. Le diré a Conchi que compre jabón líquido.
—Bien, bien —respondió Alaska, como si el tema le fascinara.
Las dos siguieron enjabonándose las manos en un bucle absurdo de movimientos idénticos, hasta que Alaska sonrió.
—Ay, qué graciosa es Conchi.
Diana giró la cabeza hacia ella, al borde de su paciencia.
—Para mearse —respondió con ironía.
Por fin empezaron a aclararse las manos, ambas lanzando miradas discretas pero cargadas de reproche. Cogieron la toalla al mismo tiempo y, como si fuera un duelo, se pusieron a secarse las manos. Alaska comenzó a hacerlo dedo a dedo, con una meticulosidad ridícula.
Diana, mirándola fija e incómodamente, imitó el gesto. Finalmente, Alaska se sintió obligada a justificarse:
—No quiero coger mano de atleta.
Diana rodó los ojos, pero continuó secándose, hasta que ambas dejaron la toalla al mismo tiempo. Alaska se quedó quieta unos segundos, como si esperara algo. Diana, con una mirada de advertencia, no apartó la vista de ella.
Alaska, con un resoplido, caminó hacia el secador de manos y lo encendió, colocándose debajo con exagerada tranquilidad.
—Otra buena idea para tu casa —dijo con naturalidad mientras se secaba.
Diana cerró los ojos y exhaló lentamente para no gritar.
Finalmente, ambas salieron del baño. Alaska, tocándose el estómago como si estuviera reflexionando, soltó un nuevo resoplido. Pero antes de que pudiera decir nada, Diana la cogió firmemente por los hombros desde atrás y susurró con voz amenazante:
—Ni se te ocurra.
Alaska levantó las manos en señal de rendición, con una sonrisa inocente.
Más tarde, esa noche:
Diana se dejó caer contra el respaldo del asiento del copiloto, mirando por la ventana mientras Alistair conducía con tranquilidad. Aún tenía las cejas fruncidas y los brazos cruzados, claramente irritada.
—¿Te puedes creer lo que ha hecho mi hermana? —empezó, rompiendo el silencio—. ¡Diez minutos en el baño! ¡Diez! Todo para evitar pagar la cuenta.
Alistair la miró de reojo con una sonrisa divertida.
—Tal vez solo estaba nerviosa. Es una situación importante para ella.
—¡Por favor! —exclamó Diana, agitando una mano—. Alaska no tiene problemas con los nervios, tiene problemas con la cartera. Esa mujer es tan tacaña que estoy segura de que, si pudiera, pagaría el alquiler con cupones de descuento.
Alistair dejó escapar una pequeña carcajada.
—Bueno, al menos esta noche se ha lanzado y han ido juntas a tomar algo. Eso ya es un avance, ¿no crees?
Diana chasqueó la lengua, girándose hacia él.
—Sí, claro. ¿Pero cuánto crees que durará antes de que lo estropee? Alaska tiene una habilidad especial para eso. Si hubiera un mundial de meter la pata, tendría más títulos que Messi.
Alistair sonrió, intentando suavizar su frustración.
—Dale un poco de crédito. Parece que a Mia le gusta, y eso ya es algo.
Diana bufó, aunque una sonrisa pequeña se asomó a sus labios.
—Ya veremos. A estas alturas, solo espero que no haya un incendio en el pub o algo peor.
Alistair le lanzó una mirada cómplice.
—Tienes mucha fe en ella.
—En Alaska, siempre —respondió Diana, sarcástica.
Mientras tanto:
En un pub acogedor y algo bohemio, con luces cálidas y música de fondo tranquila, Alaska y Mia estaban sentadas en una pequeña mesa, cada una con una copa delante. Alaska se movía nerviosamente en su silla, jugando con la base de su vaso, mientras Mia la miraba con una sonrisa tranquila.
—Entonces, ¿qué fue lo que te hizo venir a Miami? —preguntó Mia, rompiendo el hielo.
—Eh... bueno, cosas de la vida, supongo —respondió Alaska, encogiéndose de hombros—. Me ofrecieron un contrato aquí... ya sabes, nada del otro mundo, pero no podía decir que no.
—¿Jugar al fútbol en Wynwood? —preguntó Mia, con un tono curioso.
Alaska asintió, soltando una risita nerviosa.
—Sí... bueno, hasta que el equipo desapareció.
Mia arqueó las cejas, pero su sonrisa no se desvaneció.
—¿Y qué hiciste después?
—¿Yo? —Alaska bebió un sorbo de su copa para ganar tiempo—. Nada. Me quedé en casa de mi hermana. Ella dice que soy como un mueble, pero yo prefiero pensar que soy parte del inventario.
Mia rió con ganas, y Alaska se sintió algo más relajada.
—Diana parece tener un carácter fuerte —comentó Mia.
—¡Fuerte no, arrollador! —exclamó Alaska—. Pero, en el fondo, es buena. Solo que su forma de demostrarlo es... bueno, única.
Ambas rieron, y la conversación fue fluyendo de forma cada vez más natural. Hablaron de fútbol, de sus familias, de anécdotas tontas de su infancia.
Mia rió, pero sus ojos se clavaron en los de Alaska con una mirada intensa, esa pausa que siguió estuvo cargada de algo que Alaska no supo identificar al principio, pero que se aclaró cuando Mia se inclinó un poco hacia ella.
—Alaska, me lo estoy pasando muy bien contigo.
—Yo también —murmuró Alaska, sintiendo cómo se le secaba la garganta.
Y entonces, antes de que pudiera pensar demasiado, Mia se inclinó más y sus labios se encontraron. Fue un beso lento, cálido, que rápidamente se volvió más apasionado.
Cuando se separaron, Alaska abrió los ojos de golpe, con el corazón desbocado.
—¡La cuenta! —exclamó de repente, levantando una mano para llamar al camarero.
Mia la miró divertida, sin dejar de sonreír.
—¿Tan mal ha estado?
—¡No, no! —dijo Alaska rápidamente, agitando las manos—. Es solo que... bueno... ¡Es tarde!
El camarero se acercó, y Alaska empezó a rebuscar en su bolso con desesperación. Mia soltó una carcajada, poniendo un billete sobre la mesa.
—Tranquila, invito yo.
—¡No, no, no puedo permitirlo! —protestó Alaska, aunque sin muchas ganas de sacar su billetera.
Mia sonrió, divertida.
—De verdad, Alaska. No pasa nada.
Alaska se quedó quieta, mirándola, y finalmente asintió con una sonrisa torpe.
—Gracias. La próxima invito yo.
—Lo tomaré como una promesa —respondió Mia, levantándose mientras Alaska la seguía, aún con las mejillas encendidas.
Al día siguiente, por la tarde:
Diana y Alaska caminaban por el pasillo, hablando mientras se dirigían al cuarto de Alaska.
—¿Y entonces? —preguntó Diana con una sonrisa burlona—. ¿Qué tal fue con tu nueva amiga? ¿Le has gorroneado también?
—¡Claro que no! —protestó Alaska, aunque su tono no era del todo convincente—. Fue genial, Diana. Hablamos, nos reímos, y... bueno, creo que fue un paso importante.
Diana arqueó una ceja con escepticismo.
—¿"Un paso importante"? Suena a cita de una terapeuta barata.
Alaska rodó los ojos mientras abría la puerta de su cuarto.
—Voy a ducharme, ¿vale? —dijo antes de desaparecer en el baño.
Diana se quedó de pie en el cuarto de Alaska, mirando alrededor con desdén. Las maletas abiertas, ropa tirada por todas partes, y encima un cuadro torcido sobre la pared.
—¡Por el amor de Dios, Alaska! —murmuró, avanzando hacia el cuadro.
Lo enderezó con cuidado, pero algo detrás llamó su atención. Frunciendo el ceño, lo retiró de la pared, y su boca se abrió al encontrar un fajo enorme de billetes escondido.
—No puede ser... —dijo, incrédula.
Sin pensarlo dos veces, lo guardó en el bolsillo trasero de su pantalón y salió del cuarto, murmurando para sí misma:
—Esto va a ser interesante.
Una hora más tarde:
Diana estaba sentada en el salón, hojeando distraídamente una revista, cuando el timbre de la puerta sonó.
—¡Es la pizza! —gritó Alaska desde el baño.
Diana se levantó lentamente, mirando fijamente hacia el pasillo.
—¿Qué tal si esta vez pagas tú? —dijo en voz alta, con tono seco.
Un momento de silencio incómodo. Finalmente, la voz de Alaska resonó:
—¿Eh? Bueno... sí, claro. ¿Por qué no pago yo?
Diana esbozó una sonrisa sarcástica y caminó hacia la puerta, sacando el fajo de billetes del bolsillo. Al abrirla, el pizzero, un joven de aspecto cansado, la saludó con una sonrisa profesional.
—Son 25 dólares, señorita Biganzi.
Diana contó un par de billetes y añadió uno extra.
—Quédate el cambio.
El pizzero abrió mucho los ojos, entusiasmado.
—¡Gracias, señorita Biganzi! ¡Pida más pizzas cuando quiera!
Diana le detuvo con un gesto de la mano.
—Espera, escucha esto.
El pizzero se quedó parado, algo confuso. Diana levantó un dedo, pidiendo paciencia. Unos segundos después, se escuchó un grito desgarrador desde el cuarto de Alaska.
—¡MI DINERO!
Diana sonrió y añadió otro billete al pizzero.
—Gracias por esperar.
El joven salió del edificio con una sonrisa más grande que antes, mientras Diana volvía al salón, divertida.
Diana entró al cuarto de Alaska, encontrándola arrodillada junto a la cama, revolviendo frenéticamente entre su ropa.
—¿Buscas algo? —preguntó Diana, apoyándose contra el marco de la puerta.
Alaska titubeó, claramente nerviosa.
—Mi... mi cartera.
Diana señaló despreocupadamente hacia la mesa.
—Ahí está.
Alaska se giró hacia la mesa y, efectivamente, su cartera descansaba tranquilamente sobre ella. Diana la cogió, fingiendo sorpresa.
—¡Vaya! ¡La legendaria cartera perdida de Alaska Biganzi!
—Muy graciosa —dijo Alaska, frunciendo el ceño.
Diana hizo un sonido exagerado mientras la abría lentamente.
—Ñeeeeee... —sopló sobre la cartera, como si estuviera cubierta de polvo—. ¡Oh, vaya! ¡No tienes dinero!
—¿No? —preguntó Alaska, fingiendo sorpresa también.
Diana negó con la cabeza, con expresión seria.
—No. ¿Cómo pensabas pagar la pizza?
—Yo... bueno... tengo un... —Alaska balbuceó, pero no completó la frase.
Diana dio un paso adelante, mirándola fijamente.
—¿Qué tienes, Alaska?
Finalmente, Alaska se rindió con un suspiro.
—Nada.
Diana sacó el fajo de billetes y lo agitó en el aire.
—¿Seguro? Porque me he encontrado esto, pero si no es tuyo...
Los ojos de Alaska se abrieron como platos, y su tono cambió de inmediato.
—¡¿Cómo lo has encontrado?! Quiero decir... ¿qué es eso?
Diana levantó una ceja.
—Cinco mil dólares en billetes pequeños. Aunque, bueno, algo menos ahora. He pagado la pizza y una generosa propina.
—¿¡Cómo que generosa propina!? —se indignó Alaska. —ahora que lo dices... He perdido un royo de billetes muy parecido.
—¡Vaya! No tenía ni idea de que lo tenías. —replicó con sarcasmo Diana.
—Bueno, es normal —contestó con suavidad Alaska.—dame el dinero.
Diana se encogió de hombros, divertida, y se sentó en la cama.
—Mira, Alaska, entenderás mi estupefacción. Cuando alguien tiene una cantidad de dinero así en casa, cualquiera pensaría que podría pagar una puta cena.
—¡No lo entiendes! —protestó Alaska, desesperada—. Ese dinero no es para mí, es para... para la vieja Alaska.
—¿La vieja Alaska? —repitió Diana, confundida.
—¡Sí! La Alaska del futuro.
Diana se cruzó de brazos, tratando de procesarlo.
—¿Van a seguir habiendo Alaskas en el futuro?
—Mira, estoy pasando un mal momento económico desde... el instituto —explicó Alaska—. Pensé que podría acabar como una pobre vieja sin que nadie se encargue de mí. ¿Con quién podrá contar la vieja Alaska?
—¿Y qué pasa con Hacienda? —preguntó Diana mirando el fajo de billetes.
—¡A ellos les da igual la vieja Alaska! —respondió Alaska, ofendida.
Diana suspiró y negó con la cabeza.
—Entonces, guardas dinero para la vieja Alaska mientras la joven Alaska sangra a la imbécil de Diana.
—No la llamaría imbécil —replicó Alaska con una sonrisa nerviosa—. Diría más bien... cariñosa y generosa Diana.
—Tienes un problema muy serio —dijo Diana, con tono firme.
—Lo sé, no cabe duda. —admitió Alaska, extendiendo una mano hacia el fajo—. Ahora, dámelo.
Diana lo retiró, pensativa.
—¿Sabes lo que vas a hacer con este dinero?
—¿Qué? —preguntó Alaska, desconfiada. —Bastante estreñida estoy ya.
—No me refería a eso. Vas a gastarlo. Cada dólar.
Alaska abrió los ojos, horrorizada.
—¿Y qué pasará con la vieja Alaska?
—Supongo que estará durmiendo en la habitación de invitados de la vieja Diana hasta que la embalsamen.
Alaska suspiró, aliviada.
—Entonces, pase lo que pase, ¿puedo contar contigo?
Diana rodó los ojos, suspiró y le devolvió el dinero.
—Mejor guárdatelo, loca.
Alaska abrazó el fajo con entusiasmo.
—Gracias, cariñosa y generosa Diana.
Diana salió del cuarto, dejando a Alaska contando su preciado tesoro.
El cine estaba casi vacío, con su suelo pegajoso y el leve olor a palomitas rancias flotando en el aire. Alaska, envejecida, encorvada y con un uniforme desgastado, entregaba un pedido a una pareja joven. Sus manos temblaban al extender el paquete de palomitas y el refresco gigante.
—Aquí tiene, disfrute de la película —dijo con una sonrisa débil y forzada.
Tras ellos, Jude, ahora un hombre de unos 30 años, algo gordito y con la camisa mal abotonada, estaba detrás del mostrador. Se veía perdido mientras intentaba encajar la tapa de un vaso de refresco sin que se desbordara.
—¡Jude, céntrate! —regañó Alaska, girándose hacia él.
Antes de que Jude respondiera, la puerta del cine se abrió con un sonido metálico, y Alaska alzó la vista. Diana entró como si estuviera desfilando, con un aire rejuvenecido a pesar de su pelo canoso y perfectamente peinado. Llevaba un vestido caro y un chico atractivo, de unos 30 años, le cogía la mano con adoración.
—¡Oh, hola, Diana! —saludó Alaska con sorpresa, arreglándose el delantal lleno de manchas.
—¿Qué tal, hermana? —respondió Diana con una sonrisa amplia, casi resplandeciente.
Diana se acercó al mostrador sin soltar la mano de su acompañante.
—Quiero una bolsa grande de bombones —pidió con su tono relajado.
Alaska buscó entre los estantes y le alcanzó una bolsa polvorienta.
—Son 25 dólares.
Diana sacó un billete de 100 de su cartera de piel, impecable como ella.
—Quédate el cambio, hermana —dijo, mientras le guiñaba un ojo.
—Gracias, hermana, siempre echándome un cable —murmuró Alaska, sintiendo una mezcla de gratitud y resignación.
Diana se giró hacia su chico y, cogiéndole del brazo, dijo con coquetería:
—Vamos, nene. ¿Sabes que soy mayor que ella?
El chico la miró incrédulo y luego soltó una carcajada.
Jude, que había estado observando toda la escena, masculló mientras cogía un puñado de palomitas del mostrador.
—Qué bien se conserva la tía...
Alaska, al verlo, frunció el ceño y le soltó una de sus miradas fulminantes.
—¡No te comas las palomitas, Jude!
Jude se sobresaltó y, con torpeza, devolvió las palomitas al recipiente.
—Perdón, mamá...
De repente, el sonido de las risas de Diana y su chico al salir del cine se desvaneció, y Alaska despertó sobresaltada en su cama, jadeando y cubierta de sudor. Miró a su alrededor, desorientada, hasta que la realidad le golpeó. Estaba en su habitación, sola y sin uniforme.
Se dejó caer de nuevo en la cama, llevándose las manos a la cara mientras murmuraba:
—La vieja Alaska... Necesito un plan mejor.
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