Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

1.Déjà vu

La habitación estaba sumida en la penumbra, con apenas un rastro de luz filtrándose por las cortinas mal cerradas. Diana Biganzi, con el cabello revuelto, estaba en su ambiente natural: al borde del caos. En ese momento, la cama emitía un ritmo constante de crujidos, acompañados por los jadeos de un chico que cumplía diligentemente con su papel de conquistador de una noche.

Diana, con el rostro apoyado en la almohada, parecía más concentrada en sus uñas que en la actuación del chico. Justo entonces, su móvil vibró en la mesilla de noche. Ella alzó la vista, fastidiada, y frunció el ceño al ver el nombre de Alaska iluminando la pantalla.

—¿En serio? —murmuró, alzando una ceja mientras el chico seguía con lo suyo.

Con un suspiro resignado, estiró el brazo para alcanzar el teléfono. Contestó sin dejar de apoyarse en las sábanas, intentando mantener la compostura.

—¡Alaska! ¿Qué pasa? Estoy un poquito ocupada...

—¡Diana, me quiero morir! —La voz de Alaska sonaba al borde del colapso—. No me pagan aquí en Arabia, ¡no tengo un duro! Necesito volver a Miami, quedarme en tu casa, lo que sea.

Diana tuvo que morderse el labio para no soltar un gemido. El chico, claramente sin intención de interrumpir su "gran momento", seguía en plena tarea.

—Claro, hermanita, vuelve cuando quieras... —Diana dejó escapar un pequeño jadeo y se tapó la boca rápidamente, fingiendo una tos—. Es decir... ¡qué barbaridad! Arabia es una mierda.

—¿Qué te pasa? Suenas como si te estuvieras quedando sin aire.

—¡Estoy en yoga! —improvisó Diana, echando una mirada de advertencia al chico que la miraba confuso. Él reanudó su ritmo con entusiasmo—. Me pillas en la postura del perro.

—¿Por la noche? Escucha, Diana, ¿puedo quedarme en tu casa? Es que estoy completamente arruinada, ni para un hostal tengo.

—¡Claro que sí, Alaska! Mi casa es tu casa. Pero no me cuentes tus penas ahora, que ya sabes cómo soy de generosa.

Diana dejó escapar otro gemido disimulado, que tapó con una tos exagerada.

—¿Estás segura de que estás bien? —preguntó Alaska, dudosa.

—¡Perfectamente! Es... la meditación. Me tomo muy en serio mis clases de yoga.

—Bueno, pues gracias.

—¡Genial! ¡Nos vemos pronto!

Diana colgó antes de que Alaska pudiera añadir nada más. Rodó los ojos y dejó caer el móvil en la mesilla.

—Esto es un déjà vu de manual... —murmuró para sí misma.

Se giró hacia el chico, que la observaba con cierta expectativa.

—A ver, guapo, me has desconcentrado. Baja y hazme un favor, ¿vale?

El chico sonrió y desapareció bajo las sábanas. Diana cerró los ojos, lista para recuperar el momento. Justo cuando sus gemidos empezaban a ser más sinceros, la puerta de la habitación se abrió de golpe.

—¡Diana!

Diana dio un respingo, apartando las sábanas mientras el chico asomaba la cabeza con cara de desconcierto.

—¡¿Pero cómo has llegado tan rápido?! —exclamó Diana, boquiabierta.

—La verdad es que cuando te he llamado ya estaba en la puerta de tu casa. —Alaska, con su maleta en la mano, la miraba con los ojos como platos—. Pero esto... ¿qué demonios es? ¡Pareces un manual de desastres humanos!

Diana se llevó una mano a la frente, suspirando con teatralidad.

—¡Bienvenida a Miami, Alaska! —respondió con sarcasmo—. Y, ya que estamos, ¿te importaría llamar antes de irrumpir en mi habitación?

—¿Tienes sábanas limpias por ahí? —Cambió de tema Alaska, cruzándose de brazos.

El chico, aún bajo las sábanas, murmuró tímidamente:

—¿Debería irme o...?

Diana lo miró, luego a Alaska, y alzó los hombros con resignación.

—No, quédate. Total, aquí ya somos una gran familia, ¿no?

 

Varios días después:

Alaska llevaba tres días en cama. Tres días sin moverse, apenas comiendo lo que le alcanzaban, y en pijama con el mismo moño deshecho desde su llegada. A Diana le costaba creer que su hermana estuviera tan devastada. No era la primera vez que Alaska fracasaba en algo; de hecho, era prácticamente su especialidad. ¿Qué tenía esta ocasión de diferente?

En el salón, Diana suspiraba mientras sostenía una copa de vino y miraba a Jude, que devoraba con entusiasmo un paquete de galletas.

—¿De dónde sacas ese apetito, cabezón? —le preguntó.

—De la comida, tía Diana. ¿De dónde si no? —contestó Jude con la boca llena, sin perder el ritmo.

Diana alzó una ceja. Jude era divertido, pero su inocencia rayaba en lo exasperante. Decidió que era momento de hacer algo con Alaska.

—Vale, Jude, hora de que tu madre deje de ser una seta. Vamos a animarla.

El niño levantó los ojos del paquete y señaló con una galleta:

—¿Qué pasa si no quiere?

Diana sonrió con un deje malicioso.

—Tú deja eso en mis manos.

Diana entró a la habitación de Alaska con la energía de un tornado.

—¡Buenos días, vaga! —gritó mientras descorría las cortinas.

Alaska gruñó desde debajo del edredón.

—Lárgate. Estoy haciendo planes.

—¿Qué planes?

—Voy a hacer una comida fantástica, me emborracharé, bajaré a la playa e intentaré nadar hasta Japón.

—Oh, ¿Por qué la comida?

—Para que se me corte la digestión antes de que me coman los tiburones.

Diana bufó.

—Ay, por favor, Alaska. Esto no es una telenovela turca. Te han estafado, sí, pero llevas fracasando desde que empezaste. Deberías estar acostumbrada.

Alaska se incorporó ligeramente, con los ojos hinchados y el pelo como un estropajo.

—Soy una fracasada, Diana. Todo lo que he intentado hacer en mi vida ha terminado en un auténtico fracaso.

—No lo ves desde el punto de vista adecuado.

—¿Te das cuenta? Otro fracaso.

—Cierra el pico y escúchame, no hay que avergonzarse de los fracasos, es parte de la vida. Así aprendemos.

—Llevo fracasando casi 28 años... ¿Y qué he aprendido? —Alaska miró a Diana, que no sabía si responder.

—¿No era una pregunta retórica?

Alaska le echó una mirada asesina.

—Vamos, Alaska, tienes que tomártelo con sentido del humor. Una jugadora malísima de Tercera hace el contrato de su vida ligándose a un árabe, pero resulta que no le pagan y la estafan...Es para partirse.

Alaska sigue mirando a Diana, sin hacer ningún gesto.

—Vale, ahora está muy reciente. Pero te aseguro que es gracioso.


Más tarde:

Diana estaba en la cocina, dándole vueltas a su café con desgana, cuando notó un movimiento extraño en la terraza. Levantó la vista y vio una figura que parecía agazapada detrás de una de las macetas.

—¿Qué demonios...?

Se acercó con cautela y abrió la puerta de cristal, solo para encontrarse con una mujer en mallas negras ajustadas y una camiseta de tirantes fluorescente. Con el pelo castaño despeinado y una expresión que oscilaba entre la adoración y el pavor.

—¡Oh! Hola, Diana —dijo la desconocida con una sonrisa que estaba justo en el límite entre encantadora y aterradora.

Diana parpadeó, confundida.

—¿Quién eres y qué haces en mi terraza?

La mujer se puso de pie con una rapidez que a Diana le pareció casi felina.

—Soy Madison. Vivo en el piso de al lado. Bueno, técnicamente, en el ático del edificio de al lado, pero tengo una vista perfecta de tu terraza desde allí.

Diana cruzó los brazos y ladeó la cabeza.

—Eso no responde por qué estás aquí ahora mismo.

Madison sonrió, como si la respuesta fuera obvia.

—Pasaba por aquí y pensé: "Diana podría necesitar algo". Así que bajé.

—¿Bajaste? —repitió Diana, desconcertada.

Madison levantó el cuaderno y lo agitó con orgullo.

—Estoy diseñando un mural de fútbol para la comunidad, y tú eres mi mayor inspiración. He estado observándote... profesionalmente, claro... desde hace años. ¡Eres un ícono!

Diana dio un paso atrás, algo incómoda.

—¿Observándome?

—Bueno, sí. No de manera rara. ¡Es admiración pura! Como cuando ves un documental sobre el tigre de Bengala.

Diana alzó las cejas, incrédula.

—¿Me estás comparando con un tigre?

—¿Te parece poco? Son criaturas magníficas.

Madison dejó escapar una risa nerviosa y sacó un tupper de su mochila, como si el gesto pudiera compensar lo raro de la situación.

—Te he traído brownies. Son veganos, sin azúcar refinada y con un toque de cardamomo.

Diana tomó el tupper con expresión neutra, aún evaluando si esta mujer era adorable o potencialmente peligrosa.

—Gracias... creo.

—Si necesitas algo, cualquier cosa, estoy justo al lado. Siempre disponible para una leyenda como tú.

Antes de que Diana pudiera responder, Madison empezó a caminar hacia la barandilla.

—¿Por dónde has entrado? —preguntó Diana.

Madison señaló hacia la barandilla.

—Trepando. Es un poco inseguro, pero ¿qué no haría por conocerte?

Y sin más, se deslizó por la barandilla como si fuera lo más normal del mundo.

Diana cerró la puerta con llave y se quedó mirando el tupper.

—¿Qué clase de maniática hace brownies veganos?

Mientras regresaba al sofá, Conchi entró desde el pasillo con un trapo en la mano.

—¿Qué ha sido ese ruido?

Diana señaló hacia la terraza con el pulgar.

—Una loca que vive en un ático por ahí cerca. Dice que soy su tigre de Bengala.

Conchi la miró fijamente, evaluando si valía la pena preguntar más. Decidió que no y siguió limpiando.

Diana suspiró y miró de nuevo el tupper.

—Ni de coña me como esto.

 

Más tarde:

La tenue luz de la tarde se colaba por la ventana de la habitación de Alaska, bañando con tonos cálidos su figura en posición fetal sobre la cama. Diana, con una copa de vino en la mano y un aire despreocupado, se asomó por la puerta entreabierta.

—Vamos al cine. ¿Quieres venir? —preguntó, apoyándose en el marco de la puerta.

Alaska apenas movió la cabeza, su voz débil como un susurro:
—No, gracias.

Diana levantó una ceja, mirándola como si observara un cuadro particularmente deprimente.
—¿No quieres comer?

—No, gracias —repitió Alaska sin variar su postura.

—¿Y beber?

—No.

Diana dio un sorbo al vino y ladeó la cabeza, estudiándola con fingida preocupación.
—¿Una botella de whisky y un gigoló?

Alaska se cubrió más con la sábana.
—Quiero estar sola.

Diana resopló, dejando escapar una risa breve y seca.
—Para eso no me necesitas.

—Cierra la puerta cuando salgas —dijo Alaska, hundiendo la cara en la almohada.

Diana avanzó un par de pasos, como si considerara alguna idea alocada, pero terminó alzando las manos en un gesto teatral.
—De acuerdo. La cerraré, le pondré unos clavos, la enyesaré y colgaré un cuadro de algo más alegre, como, no sé... un accidente de avión.

La puerta se cerró con un golpe suave. Por unos segundos, el silencio reinó en la habitación. Alaska suspiró profundamente y murmuró para sí misma:
—Se acabó. Ya está bien de compadecerme de mí misma.

Se sentó con esfuerzo, intentando reunir fuerzas, pero tras un instante de vacilación volvió a recostarse con un quejido.
—Uy, qué va... —dijo mientras se acomodaba de nuevo en posición fetal.



Al día siguiente:

Los golpecitos suaves de Jude resonaron en la puerta de la habitación de Alaska.
—Mamá.

Desde dentro, una voz apagada respondió:
—¿Sí?

—La tita Diana va a llevarme a casa de papá.

Tras un instante de silencio, Alaska habló con un tono que intentaba sonar animado pero fallaba estrepitosamente:
—Pasa un momento y despídete.

La puerta se entreabrió y Jude asomó la cabeza.
—Adiós —dijo, sin entrar del todo.

Alaska, aún en posición fetal, arqueó las cejas.
—¿Ya está? Ven aquí y dale un abrazo a tu madre.

Jude suspiró, resignado, y entró a la habitación para abrazarla con poca convicción. Alaska no hizo el menor esfuerzo por levantarse, pero sonrió ligeramente.
—Eso está mejor —murmuró.

—¿Sigues deprimida? —preguntó Jude, mirándola con curiosidad infantil mezclada con preocupación.

—No, no, estoy bien. Solo estoy durmiendo la siesta.

Jude frunció el ceño.
—Llevas durmiendo dos días.

—Me estoy haciendo vieja —respondió Alaska, como si aquello lo explicara todo—. Las viejas duermen mucho... Es un ensayo para la muerte.

Jude rodó los ojos.
—Ya, bueno, hasta luego.

—¡Hasta luego! —dijo Alaska, tratando de sonar más alegre.

El niño se detuvo un momento en la puerta, dándole una última mirada.
—Mamá, aunque no seas una gran futbolista, yo te quiero igual.

Alaska esbozó una sonrisa sincera por primera vez en días.
—Gracias, hijo.

Jude ya se había dado la vuelta cuando añadió, con un tono despreocupado:
—Eres mi madre, ¡tengo que quererte!

Al salir, Jude cerró la puerta y cruzó el salón donde Diana y Conchi estaban sentadas. Diana lo miró al pasar.
—¿Qué? ¿Sigue acurrucada como una gamba?

Jude asintió, exasperado.
—Sí. Qué fin de semana tan divertido —dijo mientras se dirigía hacia la puerta.

—Espérame en el coche —le pidió Diana.

Cuando Jude salió, Diana se giró hacia Conchi, dejando su copa sobre la mesa con fuerza.
—Muy bien, se me está acabando la paciencia. Yo he perdido una final de Champions en el descuento, una final olímpica en penaltis, me han cancelado una boda... ¡Y no me he ido corriendo a la cama por eso!

Conchi carraspeó incómoda, pero Diana la interrumpió con un gesto antes de que pudiera hablar.

—¡No es lo mismo, ya sabes a lo que me refiero!

Diana suspiró, tomó su móvil y comenzó a buscar algo con decisión.
—No pensaba tener que hacerlo, pero ante situaciones desesperadas, medidas desesperadas.

Conchi la miró con ojos entrecerrados.
—¿Qué vas a hacer?

—Algo que esperaba no hacer nunca.

Mientras marcaba un número, Conchi pareció alarmarse.
—¿No irás a...?

Diana levantó un dedo, indicando que no quería interrupciones, y se llevó el teléfono al oído.
—Me temo que sí.

Un segundo después, habló con tono neutral pero firme.
—¿Mamá?


Más tarde:

Un golpe en la puerta rompió el silencio de la habitación. Desde su posición fetal, Alaska levantó la vista al cielo con expresión de cansancio infinito.
—Oh, Dios, ¿qué plaga vas a hacer caer sobre mí ahora?

La voz de Eve se escuchó desde el otro lado, clara y ligeramente burlona:
—Alaska, soy mami.

Alaska cerró los ojos y suspiró, volviendo a dirigir su mirada al techo.
—Muy bueno.

La puerta se abrió, y Eve entró con su característico aire de superioridad tierna. Al ver a Alaska hecha un ovillo, puso una mano en su pecho, exagerando el gesto.
—Oh, mi pobre chiquitina.

Eve se acercó a la cama y se sentó a su lado, dándole un par de palmadas en el hombro.
—¿Cómo estás, cielito?

—¿Tú qué crees? —respondió Alaska con un tono entre agrio y resignado—. Me he quedado sin equipo, he malgastado mi última bala en una estafa, y estoy peor de dinero que antes. Soy una fracasada.

Eve hizo una pausa dramática, como si estuviera considerando sus palabras con cuidado.
—Cielo, ahora no tienes una visión objetiva de todo.

Alaska la miró de reojo, desconfiada.
—¿A qué te refieres?

Eve adoptó una expresión solemne.
—A todas tus meteduras de pata, a tus oportunidades desperdiciadas, a las tristes equivocaciones de tu inútil vida, a...

—¡Lo sé, lo sé! —la interrumpió Alaska, exasperada—. Es una oportunidad de aprender y crecer, bla, bla, bla.

Eve sonrió con ese aire que Alaska conocía bien, el de quien tiene algo más que decir.
—Lo importante es que puedes echármelo en cara.

Alaska puso los ojos en blanco.
—Siempre es un gusto verte.

—No he acabado —replicó Eve, alzando un dedo para enfatizarlo.

—Ya me extrañaba —murmuró Alaska con ironía.

Eve cruzó las piernas y continuó como si no hubiera escuchado el comentario.
—Tras esta nube hay algo bueno.

—Estoy deseando oírlo —respondió Alaska, con sarcasmo.

—Ahora estás sola, sin equipo y sin blanca —declaró Eve, con tono casi triunfal.

Alaska arqueó una ceja, incrédula.
—¿Todo eso hay detrás de la nube?

—Exacto —afirmó Eve con entusiasmo—. A no ser que cojas la lepra, no te puede ir peor. Has tocado fondo, cariño, ya solo puedes ir hacia arriba.

Por primera vez en días, la expresión de Alaska cambió. Sus ojos se iluminaron levemente, como si las palabras de su madre hubieran encendido una chispa.
—¡Es verdad! —exclamó, sentándose lentamente—. Eres una egoísta y una manipuladora, pero tienes razón.

Eve sonrió con suficiencia, como quien sabía que iba a ganar el argumento desde el principio.
Alaska respiró hondo, y por fin se levantó un poco más de la cama.
—Me he asomado al abismo y sigo aquí. Han destrozado todos mis sueños y aún sigo aquí. Me he comido todas las mierdas que la vida podía tirarme... ¡y sigo aquí!

Eve hizo una mueca.
—Qué gráfico, hija. Qué manera más bonita de decir que estás viva.

Alaska rio entre dientes, casi sin darse cuenta. Eve se puso de pie, alisándose la falda como si aquello fuera una ceremonia.
—Ahora levántate, vístete y sigue con tu vida.

—Vale —dijo Alaska, con un tono que indicaba que lo decía en serio esta vez.

Eve se inclinó un poco, mirándola fijamente.
—Y recuerda, pase lo que pase, siempre te querré.

—Lo sé —respondió Alaska, con un destello de gratitud en los ojos—. Gracias.

Eve se dirigió hacia la puerta, alzando una mano en señal de despedida mientras añadía con una sonrisa:
—Soy tu madre, ¡tengo que quererte!

La puerta se cerró tras ella, dejando a Alaska sola pero, por primera vez en mucho tiempo, con la sensación de que no estaba completamente derrotada.



Al día siguiente, por la noche:

La televisión brillaba tenuemente en el salón mientras un programa de entrevistas nocturno llenaba el silencio con risas enlatadas. Diana estaba hundida en el sofá, con las piernas estiradas y un bol de palomitas a medio terminar en su regazo. Alaska, revitalizada después de días de depresión, se había acomodado a su lado, con un entusiasmo casi infantil.

—Es como en los viejos tiempos, ¿eh? —dijo Alaska, golpeando suavemente el brazo de Diana con el codo.

—Ajá. —Diana no apartó la vista de la pantalla.

—¿Te acuerdas cuando vivíamos en casa de mamá y veíamos esos culebrones horribles? —insistió Alaska, sonriendo ampliamente.

—Mmm.

—Y cómo siempre decías que tú ibas a ser rica y famosa mientras yo acabaría vendiendo móviles en un centro comercial...

—Ajá.

—¡Qué cosas, eh! Bueno, no vendí móviles, pero tampoco es que me fuera mucho mejor...

Diana dejó escapar un suspiro largo, agarró una palomita y la lanzó hacia la pantalla.

—Alaska, ¿qué tal si ves el programa? Están entrevistando a alguien famoso. Te puede servir de inspiración para no acabar vendiendo móviles.

Alaska se rió, ignorando la indirecta.

—Lo que quiero decir es que esto es como... no sé, como reconectar. Hermana y hermana, juntas otra vez. ¡Hasta mamá estaría orgullosa si no fuera porque tiene el corazón de piedra!

Diana apretó los dientes, claramente al borde de su paciencia.

—Sí, Alaska, todo muy bonito. Hermana y hermana, juntas viendo la tele. Un sueño hecho realidad.

Alaska frunció el ceño por un momento, pero rápidamente lo desechó.

—¿Sabes? Es curioso, pero anoche soñé que era una futbolista de éxito. Y tú estabas allí, pero eras mi asistenta personal. —Se echó a reír.

Diana giró la cabeza hacia ella, con una expresión impasible.

—¿Has terminado con tu monólogo de Disney Channel o tengo que esperar al intermedio?

—Vale, vale, ya me callo. —Alaska levantó las manos en señal de rendición, pero aún parecía entretenida consigo misma.

Un silencio incómodo se instaló entre ellas. Diana volvió a concentrarse en el programa, disfrutando del breve respiro, hasta que recordó algo.

—Por cierto... ¿estás bien del todo?

Alaska la miró, confundida.

—¿A qué te refieres?

—Anoche te escuché sollozar un poco. ¿Estabas llorando? —preguntó Diana, sin apartar la vista de la pantalla.

Alaska se quedó muda por un momento, luego su expresión se endureció.

—Pero eso es porque me masturbo.

El silencio que siguió fue tan pesado que podría haber roto un cristal. Diana parpadeó lentamente, procesando la respuesta con una mezcla de incredulidad y resignación.

—Bueno, eso explica por qué Conchi no quería cambiar las sábanas esta mañana.

Alaska soltó una carcajada nerviosa, pero Diana simplemente volvió a mirar la tele.

—¿Algo más que quieras compartir? —añadió Diana con sarcasmo.

—No, creo que ya está todo dicho.

—Perfecto. —Diana cogió otra palomita, se la metió en la boca y dejó que el ruido de la tele llenara nuevamente el salón.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro