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7. El gato, el rival y las ganas de saltar por la ventana

Capítulo 7: El gato, el rival y las ganas de saltar por la ventana

—¡¡Y que ni se te ocurra volver a esta casa!!

Los alaridos de su padre retumbaron por todo el pasillo. Estaba realmente furioso y no era para menos. Oliver salió de la vivienda sin siquiera despedirse de su madre, quien parecía iba a desmayarse en cualquier momento.

Se sentó en la vereda, aferrándose a la mochila que contenía las prendas justas y necesarias para abandonar su casa. Luego de armar un escándalo en la fiesta, el rumor de que mantenía un romance hasta entonces secreto con el hijo de Rogger Davies se había esparcido como si fuera una enfermedad viral.

La realidad era que ciertos invitados tenían contactos con la farándula y no desaprovecharían la oportunidad para intentar hundir a los candidatos más fuertes de estas elecciones. ¿Qué mejor forma de utilizar a sus hijos para destruirlos desde adentro? Eran unos hijos de perra brillantes.

Oliver no sabía qué hacer. Ni Albert ni Dorothy le perdonarían tan fácil esta. Su madre le había advertido que algo así pasaría si seguía comportándose como un adolescente inmaduro, pero se le fue todo de las manos. Al final de cuentas, nunca había tenido la oportunidad de comportarse como uno. ¿Se estaba justificando? Tal vez, así le gustaba pensarlo.

Estaba seguro de que Deva no querría dirigirle la palabra. Principalmente porque le debía muchas explicaciones sobre la extraña y veloz relación que había formado con Ryan. Explicaciones que no estaba dispuesto a dar. Ian era un caso aparte. Él seguía molesto por todo el trato que le había dado. ¡Maldición! Y hasta ahora se daba cuenta de que había sido un completo imbécil con su primo. No, Ian no iba a darle un espacio en su casa solo porque estaba jugando a ser un niño rebelde.

Un auto se estacionó en la vereda de enfrente y de su interior bajó una figura ya bastante conocida para Oliver. No pudo evitar sonreír cuando el otro se agachó para quedar a su altura.

—¿Estás bien? —preguntó Ryan, mostrando preocupación.

—Sí, solo tuve ganas de dar un paseo bajo la luz de las estrellas.

—No es gracioso, Oliver. Acaban de echarte de tu casa por besar a un chico.

—No, acaban de echarme por besarte a ti. Es diferente.

Ryan rodó los ojos. Extendió una mano hacia Oliver, pero este solo paseó la mirada entre esta y el rostro de su salvador.

—No estarás esperando que de verdad vaya contigo, ¿o sí?

—Oh, cariño, eso es justo lo que estoy haciendo.

Oliver iba a rehusarse. Por supuesto que evitaría a toda costa irse con el chico por el que se estaba jugando su cómoda vida de niño rico. Solo un verdadero loco aceptaría quedarse en la casa de la persona que lo había arrastrado hacia las profundidades del abismo. Justo en ese instante, el sonido de los truenos hizo retumbar la acera y, junto con ella, todo el cuerpo de Oliver. Las gotas de lluvia no tardaron en caer con furia, empapando a ambos.

—Te odio —soltó el más joven con desprecio.

—No te enojes conmigo. No es como si pudiera controlar el clima.

Resignado, al castaño no le quedó más opción que subir al auto del chico de encantadora sonrisa, quien le ayudó con la mochila y se aseguró de cubrirlo con una chaqueta de las suyas una vez ambas puertas fueron cerradas.

Durante el viaje hacia el departamento del mayor no hubo más que silencio. Sin embargo, a veces, el silencio era un buen amigo. Necesario, diría Oliver. La radio estaba encendida, pero el volumen era nulo. El dueño del vehículo no tenía intenciones de buscar alguna estación y el castaño tampoco se atrevió a estirar la mano para presionar botones a lo tonto.

Ryan estacionó bajo un farol que, gracias a la lluvia, tenía un bonito efecto de lente difuminado. Corrieron hacia la entrada chapoteando los pequeños charcos formados en las veredas. Oliver apenas sintió un frío recorrer su espina dorsal una vez estuvo en la sala y tembló bajo la atenta mirada de su mayor.

Pelusa estaba durmiendo en el sillón. Se veía tan adorable que Oliver sintió deseos de estrujarlo contra su pecho y no soltarlo jamás.

—Ve a tomar un baño caliente —dijo Ryan, más bien como una orden que como sugerencia—. No quiero que te enfermes.

Oliver acató su petición sin rechistar. Dentro suyo se sentía bien saber que le importaba a alguien, aunque solo se tratase del tipo que indirectamente lo llevó a cortar lazos con sus padres. Pensándolo en la ducha, todo resultaba más claro. Él nunca había tenido un vínculo afectivo con ellos. Era como si todo ese tiempo fuese un total desconocido en su propia casa. Una carga que nadie quería, pero que habían acogido porque era su responsabilidad.

No tardó demasiado. Estaba cansado, agobiado. Solo quería dormir, donde sea, pero dormir. Cuando volvió a la sala, notó que Ryan se había despojado de su ropa mojada y cambiado por un conjunto más cómodo. Tenía una taza de café siendo rodeada por sus manos, con el vapor llegando hasta su rostro en medio de una danza improvisada.

Oliver paseó sus ojos por toda la habitación sin saber qué hacer. Parecía un lugar diferente al de esa mañana, cuando despertó con una horrible resaca y el mismo chico que admiraba ahora le brindaba su ayuda. Una sensación extraña lo invadió cuando sus mejillas fueron acunadas entre las palmas del contrario. Davies sostenía su rostro como si este estuviese fabricado con porcelana, como si fuera algo frágil y difícil de manipular. Era cálido. No solamente el tacto en sí. Ryan era cálido como los rayos del sol de pleno otoño que te golpean en el rostro cuando sales a la calle.

Oliver quiso cerrar sus ojos por un tiempo para apreciar mejor ese sentimiento que parecía tan familiar, pero a la vez tan extraño. No pudo lograr su cometido, pues Ryan se apartó demasiado pronto para su gusto y fue la cachetada que lo trajo de vuelta a la realidad.

—¿Quieres algo para beber? —preguntó en un tono suave, como si estuviera por contarle un secreto—. No tengo del horrible café que te gusta, pero creo que me quedó algo de té.

Oliver negó.

—Estoy cansado —contestó en el mismo tono—. ¿Puedo usar tu sofá?

—Eres mi invitado, Fields. De ninguna forma dormirás en ese sofá.

—¿Y dónde se supone que...?

—Dormirás en mi habitación —sentenció con firmeza. A Oliver se le empezaron a colorear las mejillas de un tono carmesí, lo que le dio un motivo para aclarar—: Tú duermes en mi cama, yo aquí en la sala.

—Davies —el castaño sonrió de lado mientras el otro lo miraba expectante—. Puedes dormir en tu cama conmigo a tu lado y aun así no me importaría.

—¿Te sientes bien?

Inmediatamente, Ryan se acercó a Oliver para revisar su temperatura. El más bajo lanzó manotazos al aire para que el rubio lo dejara en paz. Era un maldito exagerado, pero se sentía muy lindo.

No hubo necesidad de mostrarle el camino a su habitación, Oliver ya había estado en su apartamento antes. Algo mareado por el sueño, fue tanteando las paredes blancas hasta toparse con la puerta correcta; esa con un precioso caballo pintado a mano. Sin duda alguna, el bastardo de Davies había nacido para ser artista.

Un maullido acompañó su andar hasta la cama de dos plazas. Pelusa dio un brinco y acabó enrollándose cerca de la cabecera, junto a las mullidas almohadas que invitaban a Oliver a un descanso profundo.

—No le gusta dormir solo. Espero que no sea mucha molestia.

—Para nada —alivió el menor, con una sonrisa surcando su rostro—. En todo caso, si llegamos a estar apretados, te tiraremos de la cama.

—Qué considerados —espetó con burla, a nada de hacer una escenita dramática—. Mi gato y mi rival unen fuerzas para hacerme la noche imposible.

—No soy tu rival, Ryan. Nuestros padres lo son.

—Su dolor también es nuestro. Ya sabes, como la típica trama de las telenovelas donde dos familias se odian a muerte, pero termina siendo que los hijos se enrollan a escondidas y se juran amor eterno. Al final, terminan haciendo las paces con tal de verlos felices.

Oliver calló, debatiendo mentalmente cómo debía responder a eso. No estaba seguro si Davies intentaba hacerlo reír con la comparación, o si le estaba insinuando un supuesto amor eterno, o bien solo había hecho el comentario porque sí. El cansancio le estaba ganando una batalla que solamente daría fin cuando sus ojos se cerraran, lo que le impedía pensar con el lado lógico de su cerebro.

Rogando a quien fuera la fuerza mayor que lo estuviera observando tener la mente en blanco, Oliver se acomodó de lado mientras abrazaba por instinto la almohada. Era suave, moldeable y tenía un curioso aroma a vainilla que lo estaba volviendo loco. Aunque los aromas dulces solían empalagarlo, este no era tan desagradable y le ayudaba a conciliar el sueño.

Cuando las luces fueron apagadas y la oscuridad inundó el cuarto, Oliver sintió unas inevitables ganas de echarse a llorar. Era estúpido, un hombre llorando porque sentía que la situación lo superaba. Si su padre pudiera verlo pensaría que era lo más ridículo que había hecho hasta ahora. Evitó hacer sonido alguno y los espasmos de su cuerpo debieron ser controlados. Tenía a Ryan durmiendo a menos de un metro de distancia y lo que menos buscaba era que aquel a quien apenas estaba conociendo lo viera con lástima.

Las gruesas lágrimas caían sin control por sus mejillas hasta aterrizar en la superficie del colchón. Incluso su nariz comenzaba a congestionarse por el llanto. Se odiaba tanto. Ni siquiera sabía por qué reaccionaba de esa manera. ¿Acaso no se había convencido de que dejar su casa y a sus padres fue lo mejor? ¿Por qué tenía que doler tanto si eso era lo único que no le haría perder la cordura?

Cometió el error de divagar entre sus pensamientos. No le gustaba pensar, sobre todo porque había tomado la costumbre de hacerlo durante la noche, cuando debería estar descansando de todo y de todos. Descansando del mundo entero.

Casi pega el grito de su vida cuando una escurridiza mano fue rodeando su cintura con calma. Un nuevo peso se acomodó junto a su cuerpo e inundó su helada piel, haciendo que por un segundo olvidara por qué había empezado a llorar. Concentró su atención en la pausada respiración sobre su nuca mientras mordía su labio sin lastimarse.

Ryan se aferró a su espalda como un bebé koala y no daba indicio alguno de querer soltarlo.

—Los hombres también pueden llorar, Oliver.

Fue lo único que dijo, lo poco que necesitó el castaño para cerrar sus ojos y sumergirse en el mundo de los sueños, mientras el chico detrás suyo velaba por un buen descanso.

***

Ryan acostumbraba a despertarse por la luz que entraba por la ventana o por los constantes maullidos de su pequeño gato, quien pedía por comida deliciosa a su perezoso amo que dormía hasta muy tarde. Sin embargo, aquella mañana fue otra cosa lo que le obligó a abandonar su comodísima cama.

Oliver había enfermado. Sí, fueron los constantes estornudos del castaño los responsables de hacerlo madrugar y la insoportable tos la culpable de mantenerlo alerta. Sin abrir sus ojos del todo, se dirigió a la cocina y comenzó a tantear los estantes en busca del pote de miel que su amable vecina le había regalado en una ocasión. Esa viejita que solía visitar a su hija en el campo a las afueras de la ciudad y que se traía un montón de delicias culinarias caseras consigo.

Por poco obligó a Oliver a tragarse la cucharada de miel. Algunas personas son demasiado sensibles y quisquillosas cuando enferman; Oliver era una de ellas. Mientras mantenía el termómetro bajo el brazo, Ryan llamó a Ángelo para consultarle alguna que otra infusión natural para curar el resfriado.

—Dale jugo de naranja exprimido —indicó del otro lado de la línea—. Luego le haces una sopa de vegetales para el almuerzo y té de regaliz durante la tarde. ¡Ah! Y asegúrate de que beba mucha agua para recuperar los líquidos que elimine a través del sudor si llega a tener fiebre. Y por favor que evite tomar alcohol, eso sería contraproducente.

Al entrar a su habitación con la bandeja, un moribundo Oliver luchaba por mantenerse sentado. Se acercó, apoyó el vaso con jugo en su mesita de noche y chequeó el termómetro mientras el menor se tiraba en la cama nuevamente. Ryan no era médico ni enfermero, pero en cuanto vio que había llegado a los treinta y nueve grados no pudo evitar alarmarse.

—Tienes fiebre —musitó preocupado. Ver a Oliver en ese estado lo destrozaba, y todo fue culpa de su padre por echarlo en plena noche y con lluvia—. Maldito cerdo desgraciado.

—Ya sé que estoy gordo, pero no hay necesidad de que me digas así.

—No te lo decía a ti, tonto.

—Sí, ¿cómo no? —Oliver ya estaba delirando; Ryan creyó oír también un quejido—. Primero me cambias por ese tal Ángelo y ahora me dices gordo.

—¿De qué estás hablando ahora, Fields?

—¡Que me estás siendo infiel! —chilló fuera de sí, lanzándole un cojín directo a la cara—. ¡Y en mi propia casa, Pablo Lorenzo!

—Esta ni siquiera es tu casa. Bebe el jugo y cúbrete bien. No saldrás de esta cama hasta que te mejores.

Oliver empezó a reírse a carcajadas.

—No vas a decirme lo que debo hacer, estúpido.

El castaño se levantó de un salto y se dirigió hacia la ventana que permanecía cerrada. La abrió de par en par con Pelusa viéndolo atentamente desde la silla del escritorio. Sus inmensos ojos azules se plantaron en su dueño, quien a duras penas era capaz de evitar que Oliver se aventara como un loco.

—¡Maldita sea, Fields! ¡¿Acaso estás demente?!

—¡Quita tus asquerosas manos de mí! —el menor pataleaba y meneaba la cabeza de un lado al otro. No quería que Ryan lo tocara, pero al muy maldito parecía no importarle pues se aferraba con fuerzas a su cadera—. Siempre quise saber qué se sentirá volar. ¡Déjame cumplir mi sueño al menos!

Mientras trataba de calmarlo a como diera lugar, unas gotas fueron derramadas en sus nudillos y los sollozos no tardaron en ser oídos. Oliver lloraba desconsoladamente, apoyando su espalda en el pecho de Ryan quien aflojó la presión ejercida en el cuerpo del contrario sin saber cómo reaccionar.

—Oliver —apenas fue un susurro, un llamado ameno que buscaba calmar al menor—. Oliver, te llevaré a la cama. ¿Entiendes, amor?

Apenas recibió una afirmación con la cabeza, pero eso le bastó para rodear al castaño y cargarlo hasta su cama. La piel de Oliver ardía. Estaba más que claro que la fiebre lo había puesto en ese estado de sensibilidad total y que por ello balbuceaba cosas tan incoherentes.

—Tengo frío —se quejó para luego taparse hasta el cuello con las mantas.

—Intenta dormir un poco. Ya verás que la fiebre baja.

—Ryan.

El aludido dejó de arroparlo para mirar directamente a sus ojitos rojos. Se veía tan tierno que solo pensaba en abrazarlo hasta que pudiera quedarse dormido.

—¿Todavía te gusto?

—¿A qué viene esa pregunta?

—Dijiste que te gustaba —recordó. Ryan disimulaba sin éxito su nerviosismo por el tan repentino interés—. Pero desde entonces no he hecho más que demostrarte que no valgo la pena. ¿Te estás arrepintiendo ya?

La cara triste de Oliver reflejaba lo mucho que le dolía pensar en ello, a pesar de que Ryan no estaba seguro de por qué se ponía así. La verdad era que su cabeza estaba hecha un lío con la declaración del menor. Oliver Fields le confesaba que temía dejar de ser interesante para él. ¿Debería sentirse feliz por eso?

—Todos tenemos cosas malas.

Oliver liberó una risotada.

—Pero no todos tienen más cosas malas que buenas.

—Estás delirando. Ni siquiera sé por qué me preocupo en explicarte algo que probablemente no recordarás mañana.

—Porque te importo, Davies.

El rubio no contestó, no creyó que fuera necesario. La fiebre había ganado la batalla contra el castaño de bonitos ojos, dejándolo exhausto hasta el punto de volver a quedarse dormido. Con Pelusa vigilándolo desde una distancia prudente, Ryan decidió ir al almacén de la cuadra para conseguir los vegetales que necesitaría para preparar una buena sopa.

El tiempo era ideal si uno se consideraba amante de la temporada fría. La brisa le acariciaba el rostro, moviendo sus cabellos platinados al compás de las hojas secas que volaban en dirección contraria. El otoño era sin duda alguna su época favorita del año. Ni mucho frío como en invierno, ni mucho calor como en verano. Y las alergias no lo atacaban sin piedad como en primavera. Sonrió.

Después de una compra rápida y con ganas de llegar a su departamento, Ryan miraba videos en YouTube sin entender cómo esa señora era capaz de cortar las cebollas sin echarse a llorar como viuda en funeral. ¿Por qué la sopa llevaba cebolla para empezar? Necesita un guía que respondiera a todas sus dudas, urgente.

No podía llamar a Ángelo. Este le había comentado por mensaje que llevaría a Ian al cine para compensar su falta de atención de las últimas semanas. Ian era un suertudo, su novio era muy dulce con él. Ryan quería tener algún día lo que esos dos tenían.

Deva fue la segunda opción, pero la descartó luego de analizarlo. Oliver aún no le contaba a su amiga que lo habían echado de su casa y que ahora estaba siendo acogido en el apartamento del chico que aseguraba odiar. No, definitivamente no llamaría a Deva.

Bueno. ¿Qué más daba? Haría una sopa para Oliver, aunque tuviese que repetir el video quinientas veces, se quemara e incluso hiciera un desastre en la cocina, la cual hasta entonces solo había utilizado un par de veces. Vivir solo no era fácil y los locales de comida rápida eran como imanes para los jóvenes que apenas estrenaban su independencia.

Mientras luchaba para pelar una papa de forma decente y sin cortarse los dedos, alguien tocó a su puerta. Hizo una mueca, extrañado. No esperaba a nadie ese día y sus paquetes de tiendas en línea no llegarían hasta la semana entrante. Dejó todo como estaba encima de la mesada para ver por la mirilla de quién se trataba.

No era ningún tonto, se la pasaba viendo películas de asesinatos como para saber que antes de abrir una puerta hay que asegurarse de que la persona que esté del otro lado no significara un peligro. Sin embargo, no fue capaz de divisar a alguien del otro lado. Tal vez se había tratado de los niños que jugaban a tocar puertas al azar y ya.

Cuando estaba a punto de darse media vuelta para seguir sufriendo en el mundo culinario, el timbre sonó. Esta vez abrió de un solo tirón, preparándose para mandar a volar a esos mocosos irrespetuosos que solo querían sacarlo de quicio.

Grata fue su sorpresa cuando quedó frente a frente con la última persona que esperaba ver ese día.

—Hola, hijo.  

***

Ryan tiene la paciencia de una mamá primeriza tratando de dormir a su hijo llorón a las 3am.

¡Al fin un nuevo capítulo! ¿Qué les pareció?

Hubo emociones variadas porque mis moods al escribir dependen de qué tanto calor o frío haga. Fueron días raros 😅

En fin, espero les haya gustado. ¡Esperen los próximos!

Besos infinitos,
Mar🦔

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