3.
IKER
Tenía que buscar la pensión «Castro». Esta estaba situada en la calle de Los Hornos. El navegador de su teléfono seguía indicándole por donde ir. No tardó en encontrarla después de pasar por la plaza mayor del pueblo. De tropezarse con tantos turistas que habían visitado la ciudad, seguramente con la misma curiosidad que él.
Entró adentro. Era una edificación de aquellas antiguas, y aunque se hubiera restaurado, algunas partes conservadas del edificio desvelaban una aproximación de su edad. Una mujer de unos cuarenta y pocos, cabello rizado, con melena, unos reflejos caoba enganchados en una cola baja, nariz chata, y labios en forma de corazón, salió a atenderle.
—Buenos días. ¿En qué puedo atenderle?
—Tengo una habitación reservada.
—¿A nombre de...?
—Iker Uztegi.
—Dame un segundo. —Tecleó en su ordenador consultando la duda—. Vale. Sí. —Se dio la vuelta en busca de la llave de la habitación—. Te acompañaré para indicarte cuál es.
—Perfecto.
Los escalones eran altos. Seguían la misma línea de antigüedad que el resto del edificio. Tampoco es que los subiera con mayor dificultad. Mi nulo sedentarismo me ayudaba en ello, y con cualquier cuesta que quisiera derrotarme.
—Esta es.
—Muchas gracias.
—Conocía de tu llegada hoy ya puse sábanas y toallas nuevas. Cualquier cosa que necesites, nada más tienes que bajar a recepción y comentármelo.
—Lo tendré en cuenta. Gracias.
—¡Hola! —me saludó una mujer entrada en años—. Bienvenido a Santillana del Mar, muchacho.
—Buenos días, señora.
—Ella es mi madre; Adela.
—Encantado —la saludé. Tenía un rostro bondadoso y apacible que me hizo sentir esa agradable sensación de estar como en casa. Aquella gente era realmente hospitalaria. Creo que acerté en el lugar escogido, si nada tuerce mi primera impresión—. Tengo que dejar mis cosas y...
—Oh, claro. No te preocupes muchacho —respondió Adela, de nuevo.
—Claro. No te molestamos más.
Me metí dentro, dejando mi equipaje sobre el suelo, salvo la bolsa de mano que dejé reposar sobre la cama. Una cama que tenía una colcha original con colores llamativos apagados, similares a la antigua tela que se utilizaban para confeccionar los trajes regionales. Sus paredes se salteaban en un bicolor de anaranjados y blancos. Visillos claros con volante superior en azul eléctrico. Y unos muebles similares a lo que tenían mis abuelos, completamente de época, hechos con madera de roble. Las lamparillas clásicas no se quedaban atrás con su estilo antiguo. Además de tener un tapete de ganchillo sobre la cómoda que me quedaba al otro lado de los pies de la cama donde había un par de jarrones decorativos. Eché un ojo al pequeño cuarto de baño. Tan pequeño que sabe Dios cómo podré meterme allí para ducharme en el plato de ducha. O la posición de Tetris, adecuada, que tendré que usar para sentarme en la taza del váter. A pesar de todo ello, se sentía acogedor.
Colgué la ropa en el diminuto armario y guardé las prendas pequeñas en la mesilla de noche y en la cómoda, repartidas. Entraba una luz agradable. Me gustan las habitaciones con bastante luz. Esa luz solar que da calidez y devuelve la habitabilidad a cualquier edificio frío y apagado.
Volví a llamar a mi madre.
—Hola, ama. Ya estoy alojado en la pensión.
—Hijo, que bien que llegaras perfecto.
—Sí. Te haré un par de fotos y te las pasaré por WhatsApp.
—Estupendo, cariño. Desayuna algo jugoso. No te pases la mañana sin tomar nada.
—¡Ya desayuné antes de salir de casa, ama! —repliqué, con el regreso de su parte maternal controladora.
—Lo que veas, hijo. Le diré a Aita que estás bien. ¿Quieres hablar con él?
—En otro momento. Quiero echar un vistazo a esto y ambientarme.
—Claro cielo. Ya hablamos.
—Ya hablamos —repetí.
Me senté sobre la cama, respirando hondo. Sí. Quiero investigar un poco por el lugar. Ya me bajé el callejero de Google. Y me apetece darme una vuelta por este, mi nuevo hábitat.
MARIYA
Llegué a la puerta del negocio de mis tíos. Respiré hondo antes de entrar porque la emoción que me estaba embargando colocaba un nudo molesto en mi garganta, y humedecía mis ojos. Volvía a verlos. Y les ofrecería mi ayuda gustosamente. ¿Cómo estaría mi tío? ¡Pobre hombre!
En cuanto entre adentro, mi tía Colasa dio un gritito, corriendo hacia mí para abrazarme. Estaba atendiendo a una vecina mayor que se nos quedó mirando con una risilla de sorpresa remarcada, y que le dibujaba graciosas arruguillas en sus ojos cansados. La conocía. Era Petra, una mujer que vivía en la Plaza del Abad, y que se juntaba con las señoras mayores del pueblo en la plaza del pueblo los días de primavera que hacía bueno, o en las tardes de verano que alargaba el día, a tejer, y a charlar de los cotilleos del pueblo. Si querías enterarte de todas las noticias frescas nada más tenías que acercarte hasta allí y prestar mucha atención. Aunque muchas veces guardaban silencio y decían que había ropa tendida cuando el tema se ponía un poco subido de tono. Aquello ya no era para niños. Entonces las protestas por nuestra parte surgían solas. Y los mohines de disgusto. Porque veamos, no teníamos otra cosa que hacer que jugar e investigar a todo aquel que estuviera haciendo, o diciendo algo interesante. Eso, cuando no estábamos haciendo travesuras.
—¡Madre mía! ¿Es la hija de tu hermano?
—Mi sobrina. Sí. Mi preciosa Mariya.
—¡Cuánto tiempo, hija! —dijo la mujer, acerándose a mí, cordial, para abrazarme también.
Cuando conseguí que me soltara empezó mi turno de las preguntas por educación y protocolo.
—¿Qué tal su familia?
—¡Bien! Tengo dos nietos preciosos. Están ya mayores ¿Y tú? ¿Tienes pareja? ¿Marido? ¿Niños?
¿Con lo joven que soy? Sí. Esto era lo más normal aquí. En cualquier pueblo. Preguntas comunes e indiscretas modo cotilleo, de toda la vida, que nos colocaban el estereotipo de mujer anclada a un hombre, y con hijos. ¡Para eso ya tendré más que tiempo!
—No. Aún soy muy joven —justifiqué, con una risilla nerviosa, tragándome para mí las protestas que me habría gustado soltar sintiéndome disgustada, pero que no sería lo adecuado para mi imagen de niña buena.
—No tardes mucho, hija. O se te pasará el arroz.
Eso sonó peor que la primera pregunta a la que me sometió.
—Tendré tiempo para todo. Por eso no se preocupe.
—Bueno, hija. Tú sabrás. —Ahora se dirigió a mi tía—. Colasa, dame un par de barras de pan duro, y una del día. Tengo que ponerme a hacer las migas. Y el cocidito. La familia viene a casa a comer.
—Hoy tienes la casa llena —consultó mi tía.
—Sí.
—Qué bonito es tener la casa llena.
—Tú ve dando prisa a tu sobrina y así, cuando te visite, que traiga a la chiquillería con ella, ya que tus hijos te quedan más lejos y los ves mucho menos. Aunque deberían espabilar y darte nietos. Ver la casa llena de risas infantiles es una gozada.
¡Y dale con la señora! Con lo bien que me había caído hasta hace unos segundos, y ya empezaba a considerar en meterla en la lista negra de mis personajes menos soportables. ¡Eso sí! Que les meta prisa a mis sobrinos y que me deje a mí, en paz. Observé a la señora con suficiencia y tía Colasa me reprendió con otra miradita que al instante comprendí. Elevé los hombros, indignada. ¡No entiendo cómo pueden disfrutar con esto! ¡Masocas!
Nos despedimos de ella. Yo con mi cara de mosqueo que no la inmutó, y mi tía mirándome de reojo controlándome para que no me echase encima de aquella y me la merendase, antes de que desapareciera. ¡Cómo me conocía!
—Y dime, tía... —Empecé a decir recuperándome del mosqueo—. ¿Cómo está el tío?
—Ay hija. Que le dio la ciática. Y esto es trabajo de dos. Apenas pude hornear pan y algo de bollería. No doy para más con él, así.
Al momento entraron tres personas más.
—Tengo que atender. Si quieres te doy las llaves de la casa y dejas todo allí. Al tío lo encontrarás tumbando en un sillón reclinable porque no se puede mover. Está tan enganchado como la Engracia cuando dijo que podía levantar aquel balde tan lleno de agua, ¿recuerdas? La pobre mujer estuvo más de quince días, doblada y con muchos dolores. —La recordaba. Sí que recordaba el hecho, por muchos años que hubieran pasado—. Supongo que no necesitará nada pues no me llamó.
Negué. No podía dejar a mi tía sola porque volvieron a entrar dos clientes más, comenzando a llenarse aquello.
Dejaré esto en la trastienda y regresaré para ayudarte.
—Ay hija. Pero qué maja que eres. Tienes un delantal allí, adentro, y un gorro para el pelo.
—De acuerdo. Regresaré en nada.
—¿Mariya?
Esa voz... Me fijé en su rostro. No la había reconocido. Era Tomasa. La señora Tomasa que vivía al lado de la colegiata de Santa Juliana. Mis tíos tenían una clientela fiel que habían conseguido con los años, y que continuaban con ellos.
—¡Hola, Tomasa! ¿Cómo está su marido?
—¿Juan? —Su mirada se oscureció y me temí lo peor—. Mi marido falleció hace un mes. Pobrecillo mío se quedó postrado en la cama por dos años y aunque mis hijas me ayudaban, acabamos agotados. Teníamos que darle de comer, bañarlo... Apenas hablaba. —Hizo una mueca de dolor—. Quería mucho a mi Juanito. —Se le escapó una lagrimita mientras el resto de clientas la observaban, entristecidas, viéndola así de afligida—. Me dejó un gran vacío, chiquilla.
Me acerqué a ella y la abracé, tratando de consolarla.
—Lo siento muchísimo.
—Es ley de vida, cariño. Supongo que tenemos que conformarnos —murmuró cerca de mi oído.
¿Qué pasaría conmigo? ¿Encontraría un marido así de fiel? ¿Uno que durase por casi una eternidad? ¿Que me adorase tanto que no pudiéramos estar el uno sin el otro? Poco creía yo en el amor de verdad, cuando hoy en día cualquiera está demasiado ocupado para amar de verdad sin cansarse.
—Lo sé. Pero todo esto es demasiado triste —respondo, tan triste como ella. Me había hecho reflexionar.
—Eso también lo sé.
—Siento interrumpiros. De verdad que lo siento. Pero llevo algo de prisa —dijo una de las clientas de las que estaban aguardando a que llegase su turno. Habían entrado dos clientes más. Estos parecían forasteros —turistas—. No quería que mi tía diera mala impresión de cara a su negocio. Y se estaba llenando demasiado como para ir durmiéndose en los laureles.
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