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2.

  IKER

  Arrastré mi equipaje hasta el coche. Ya lo había inspeccionado como doce veces antes, y después de desayunar. Parecía estar al completo. Madrugar tan temprano para no encontrar tráfico me estaba pasando factura. Era como si no me hubiera acostado en toda la noche, y me hubiera pillado una cogorza de mil demonios, con la consiguiente resaca, solo que sin fiesta, ni alcohol. Cansancio, sueño, nervios... Había pasado la noche dando vueltas a la cama, emocionado con que se hiciera pronto de día, e irme en busca de aventura en mitad de la naturaleza.

  Había puesto en el navegador la dirección del lugar al que quería llegar: Santillana del Mar. No quedaba demasiado lejos. Pero no había ido nunca y temía perderme. Tenía que escuchar atentamente la voz femenina, cantarina y metálica de Google, si no quería acabar en medio de un campo de vacas, mucho más lejos de lo que tenía que ir. Un campo de vacas... ¡Vaya por Dios! ¡Qué delirios tengo por la falta de sueño! Aunque era lo más habitual por aquellas zonas. Incluso a las afueras de donde residía yo.

  Tomé la N-634 convencido de llegar antes que por el otro camino que la voz que aquella mujer cantarina me ofrecía. Llamé a mi madre avisando de que estaba de camino al pueblecito. Le dije que podría llamarla en cuanto llegara allí. Que no había prisa. Pero siendo hijo único, y ella, una madrugadora empedernida, poco podía hacer que informarla.

  —Buenos días, ama.

  —Hola. ¿Ya saliste a la carretera?

  —Estoy de camino. No sufras. El tráfico es fluido.

  —Me alegro, cielo. Informaré a tu aita de que estás bien.

  —¡Pues claro que estoy bien, ama! Relájate un poco, ¿quieres? No estoy en mitad de un rally.

  —No corras, ¿sí?

  —No, ama. Tengo que colgar.

  —De acuerdo. Cuídate.

  —Vosotros también.

  Terminé la llamada y suspiré profundo. Mi madre era de esas mujeres fuertes que protegen a sus hijos como leonas. Sufridoras a más no poder. Con ella, y para que estuviera tranquila, tendría que avisarla incluso cuando pestañeara. Pero eso no podía ser. Yo ya había dejado atrás la infancia. Y ella tenía que dejarme volar porque ya no era un niño. Dejar que el destino me forjase, aunque fuera a golpes. Era lo justo, una vez llegado a la madurez. Y mis veinticinco ya eran más que una ajustada madurez.

  Fui disfrutando por el camino. Incluso hice unas fotos con mi preciosa y flamante cámara. Soy de aquellos que atesoran recuerdos inmortalizados que luego distribuyo en álbumes fotográficos de Hofmann. Tengo un buen puñado de ellos en mi piso. De hecho, compré un mueble librería adrede para ordenarlos y guardarlos a mi vista. Para inspeccionarlos después. Para luego deleitarme reviviendo mis viajes, o fardar con mis amigos. Aunque seguramente ellos traigan otro tocho de estas en carpetas virtuales, dentro de sus teléfonos móviles, con la idea de hacerme los dientes largos, y de echarme en cara ese «dije que te arrepentirías» por no aceptar su invitación. Tal vez fuera así porque una multiaventura con amigos sonaba de lo más interesante. Pero este año quería algo diferente. Quería retirarme un tiempo conmigo mismo. Estaban siendo unos meses muy raros hasta que encontré curro como repartidor de paquetería y pude centrarme, después de echar un sinfín de currículos, y ponerme de los nervios en la cola del desempleo, asfixiado hasta los límites de mi desesperación. Las letras del piso tenían que seguir abonándose. Y el resto de recibos no iban a pagarse solos. Agradecí que, por fin, tuviera algo de respiro y que este respiro, me diera para esta breve desconexión, recordando a qué me debía de ajustar para no gastar demasiado dinero. Aquel hostal estaba bien. Tenía un ajustado precio, y aunque no fuera tan cómodo como un hotel —aún no lo había comprobado, solo por las fotografías que rezaba Internet—, sería más que suficiente para unas vacaciones que me ayudaran a rebajar mi estado tensional. No podría quedarme más que una semana. Una que sería suficiente. Luego ya me las ingeniaría para seguir con mi proyecto de desconexión. Los alrededores de Bilbao tenían también su lado bonito. Y podía ir y venir a mi antojo a casa, después de haber pasado unas horas fuera de ella. Solo que esta vez me apetecía alargarme un poco más. Alejarme algo más de mi punto de inicio y continuidad.

  Me crucé con algunos campos de vacas. No era extraño verlas de camino. Y me reí al recordar lo que pensé de mi navegador. Dudé de que hubiera otro pueblo con el mismo nombre, o que me llevase a la otra punta del mapa por error. No eran tantos los minutos que rezaban que quedaban, en pantalla. Por lo que debía de estar dentro del acierto, solo que yo seguía dudando hasta verlo, y atento a la carretera para no perder ninguna de sus coordenadas, o equivocarme en alguna de las salidas.

  —Concentración, tío —me dije, dejando dibujarse en mi cara una risilla mordaz.

  Después de tanto kilómetro consumido, y mi paciencia de santo, llegué a la entrada del pueblo. Tenía una pinta increíble, al igual que sus alrededores. Suspiré, tembloroso, con la misma emoción que sentí al escogerlo multiplicada por dos. Esto era bonito. Esto tenía muy buena pinta. Y no tardaría, incluso, en recorrer aquellos verdes montes con mis pies, reencontrándome con esa serenidad que tanto ansiaba.


  MARIYA

  Registré mi equipaje con el fin de asegurarme de que todo estaba allí, adentro. Lo estaba, salvo la pereza que la llevaba encima. Metí las cosas en el maletero de mi pequeño utilitario de color rojo. El café cargado, con leche, que me había bebido hacía media hora seguía sin hacerme efecto. ¿Por qué? Por qué... por qué.  ¡Ideal! Divino de la muerte. Durmiéndome por todas partes, y teniendo que coger el coche para ponerlo en la autovía. Espero no chocarme con nadie ¡Demonios! Por delante me quedaban treinta minutos de asfalto.

  Puse la música a un volumen soportable, y fuera de los radares de denuncias de cualquier guardia civil por llevarla con demasiados decibelios. Volvía a Santillana del Mar y con ello, volverían muchos recuerdos de mi niñez; de tantas veces como fui hasta allí. Ya le había dado aviso a Olga de que salía ya hacia allí. Ella también había salido hacia el pueblo de su abuela, con su coche. Sus padres irían en otro. De ese modo, tanto ella, como yo, podríamos movernos entre pueblo y pueblo, sin depender de nadie.

https://youtu.be/UkQS1mFRpV0

  Iba cantando por el camino porque temía dar una cabezada. Todo estaba bien. Todo estaba... salvo el calor matutino que atenuaba el aire acondicionado de mi precioso vehículo. Seguía emocionada. Volvería a ver a mis tíos. Volvería a ver la plaza del pueblo, y sus alrededores. Las casas antiguas. Los verdes prados. Las calles empedradas. A revivir las fiestas de pueblo con sus verbenas —recordando a las películas de Paco Martínez Soria, como la de "Bienvenido Mister Marsall"—. No sé a cuántos de los vecinos que conocía volvería a ver, porque había llovido mucho desde mi última visita. Porque habían pasado un buen puñado de años desde mi última visita. Pero recordaba muchos de ellos con claridad como a Benigno y Apolonia; dueños de una pequeña mercería. A Eleuterio y Dorotea; ellos tenían una tienda de productos de la zona en la que recuerdo que nada más entrar e impregnarse de su aroma, la boca se te hacía agua. O Ezequiel y Adela, que tenían una menuda pero bonita pensión cerca de la plaza central del pueblo y que conocían tanto a mis tíos. Y a otros personajes entrañables, vecinos del pueblo que estaría encantada de ver. Aquello era pequeño, y se solía conocer hasta el más mínimo cotilleo, noticia o lo que fuese. Pero también había solidaridad. En la modernidad, no sé cuántos de ellos puedan quedar. Solo espero que siga respirándose la misma familiaridad de siempre, a pesar de haber caras nuevas entre sus habitantes que acuden por la curiosidad, y las ganas de desconectar de un sitio mucho más ruidoso y vertiginoso. Porque, para el verano y las pascuas, la población se multiplicaba con la llegada de huéspedes nuevos a este maravilloso y poético municipio.

  Mi corazón comenzó a bombear deprisa en cuanto alcancé con mi vista el municipio; tras dejar la carretera central. Allí estaba Santillana del Mar; inmortal y latente. Sobreviviendo al paso del tiempo. Era como si los años no se hubieran sucedido. Como si de repente el túnel del tiempo me atrapase y me hiciera regresar a otros tiempos. Incluso llegué a sentir mis ojos humedecerse por la emoción. Sí. No me había dejado caer por allí desde hacía como once años más o menos. Demasiados años desconectada de aquella parte que me otorgaba ese viaje en el tiempo. Ese volver a mis inicios familiares. A tantos de aquellos veranos que había habitado aquí, en tiempos estivales, y que dejé atrás cuando dejamos de visitar a mis tíos, y a tomar otros rumbos, en verano. Juro que lo estaba echando de menos. Echando de menos todo esto. Y que me servirá como terapia para que Samuel deje de repiquetear dentro mi cabeza. Y para que mi teléfono enmudezca por la falta de cobertura, y consiga huir por un tiempo del mundo real y feroz. El que se dedica a engullirme, continuamente.

  Observé a mi alrededor y sonreí. Vida...; aquello respiraba vida, verano, júbilo. Me quedé un instante allí, parada, echando un rápido vistazo a todo: las calles adoquinadas, las casas empedradas, de aquel peculiar estilo que solo sabía lucir perfecto, a mi parecer, este precioso municipio. El ayuntamiento, allí, perenne; majestuoso, presidiéndola. La casa del Águila, y la casa de la parra: prima hermana de la anterior, desde siglos inmemoriales, bajo aquellas reminiscencias góticas. La estatua al hombre de Altamira. La torre de Don Borja y la del Merino... Empezaba a sentirme emocionada como la más alocada historiadora que adora hacer su documentado trabajo. Suspiré, feliz, dando una vuelta entera para situarme. Tenía que darme prisa y llegar hasta la panadería de tío Manuel y tía Colasa. Efectivamente no veré a mis primos: Raúl y Javier volaron al extranjero en busca de nuevos horizontes. De ahí que tía Colasa buscase otra vía de ayuda. Hace demasiado tiempo que no les veo. Siquiera, en vacaciones. Apenas les recuerdo con pocos años de edad recorriendo el pueblo con nuestras bicicletas, jugando al balón en cualquiera de las plazuelas. Haciendo trastadas en casa de mis tíos —en la panadería—, recibiendo, de inmediato, la oportuna reprimenda. ¡Juro que echo de menos aquellos tiempos! Tiempos que, por más que lo deseemos, ya no regresarán. Pero que perdurarán en nuestras mentes por el resto de nuestros siglos. ¡Ay, por favor, qué intrusión de melancolía me estaba tragando de repente! Una melancolía que estaba estrangulando mi corazón, pero que, a fin de cuentas, me resultaba agradable, por muy masoquista que sonase.


Nota:

Ama: mamá.

Aita: papá.

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