¡Bala perdida!
4.04 pm
—¿Por qué tiene que ser hoy, y por qué tiene que terminar así? Él no se merece eso, te aseguro que no nos perseguirá —dijo Mariana, sin tanta confianza.
Ariel sabe que no serán seguidos, que ella tiene razón. No obstante, para él todo iba junto. No solo la quería a ella, lo quería también a él. Todo tenía que ser como lo había planeado, y quería presenciarlo en su totalidad.
Una última charla sugestiva y Mariana está lista para iniciar el plan. Ella sigue las órdenes encomendadas, aun cuando suenan a locura y le generan miedo.
La razón y la lógica la abandonaron en cuanto hubo cerrado la puerta hacía cuatro horas atrás, ese había sido su chance para escapar, abandonar la casa, ir donde Ethan, contarle todo.
Ahora estaba entregada a Ariel y su plan maldito.
—Esto es muy difícil —dijo, al tiempo que intenta una tercera arremetida contra la ventana—. Parecería más real si lo hicieras tú, sería más convincente y costaría menos convencer a la policía.
Ariel se niega rotundamente, él está ahí solo como espectador. Aun estando lleno de lóbregos deseos, se dispuso a cumplir su objetivo sin mover un solo dedo en un acto de violencia. No la tocaría, al menos no de esa manera. Si Mariana hubiera podido atarse sola, ni eso hubiese hecho.
7.30 pm
—¡¿Qué mierda significa esto?! —La que llenó la habitación, fue la voz de Mariana; eso y los constantes gemidos y alaridos provenientes del televisor.
Ella sabía que Ariel los grababa con regularidad. Incluso y hasta disfrutaba verse en esa mismísima pantalla, cuando Ariel no podía ir a su encuentro y se veía obligada a consolarse en solitario.
Pero esto no era lo que habían acordado.
—Mariana, ¿Como--? —A Ethan le costaba articular palabras. Una voluta de vómito se abría paso en su interior. No era por el asco que sentía. Sino por el tobogán de emociones que comenzaba a pasarle factura a su cuerpo.
Ariel se había descubierto el rostro, el pasamontañas le impedía ver bien. Quería disfrutar su asiento en primera fila sin ningún estorbo de por medio.
—¡Esto no era parte del plan! —Continuó farfullando Mariana, enarbolada, intentando sortear sus amarras.
Una rabia insana recorría sus venas. Todo el amor que había acumulado por Ariel, todas las ideas que éste le había puesto en su cabeza, todos los pensamientos que transó consigo misma para auto convencerse de que había que seguir el plan de Ariel. Todo eso se esfumó tan pronto reparó en la sonrisa morbosa con la que su querido amante miraba el sufrimiento de su esposo.
Lo normal hubiese sido que Ethan también estuviera lleno de rabia, que se abalanzara a golpes contra el ladrón, que le gritara a su esposa; pero de alguna forma, esos interminables minutos vividos habían sido suficiente para él, no tenía deseos de pelear.
El shock sacó su peor parte y cayó derrotado sobre sus rodillas, llorando lágrimas invisibles, con la mirada perdida en la nada.
Ariel ya no sujetaba con firmeza el arma. El esposo pudo fácilmente haber sometido al ladrón si hubiera actuado con toda su agudeza, pero estaba derrotado, sin ánimos siquiera para ponerse de pie.
Desaprovechó la oportunidad, pero no lo hizo así su esposa. Habiendo logrado liberar una mano, se arrojó al sillón y fue con todo a por el arma.
Ariel salió de su ensimismamiento, hubo un forcejeo, hubo gritos, el arma oscilaba en dirección de un amante y otro, pero ya había sido empuñada.
Fue inevitable. La pistola se disparó.
Ambos cayeron al piso, y el revolver fue a dar al suelo junto a un derrotado Ethan.
Siguieron peleando en la fría cerámica, y la sangre comenzó a fluir. Mariana había perdido el arma, pero seguía furiosa. Con su mano libre, se puso sobre un sangrante Ariel y, con la ayuda de un poco de soga de sus amarras, comenzó a estrangularlo, cegada por la rabia que la invadía.
El tiro había sido certero, un charco resbaloso y negro se formó alrededor de los tórtolos que reñían. Ariel no podía quitarse de encima a Mariana, había perdido demasiada sangre, demasiada fuerza.
Cuantas veces habían estado en esa misma posición, ella arriba, él plano en perpendicular, ambos profesándose amor entre suspiros y sábanas.
No había nada de amor en esta ocasión.
Todo estaba en silencio, o eso le parecía a Ethan. Miraba el piso, arrodillado, sus brazos como estropajo desparramados a los lados; la televisión y los gritos de socorro del ladrón eran sonidos sordos contra el pitido que retumbaba en su cabeza.
¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Un minuto? ¿Diez?
Se encontró contemplando sus manos, la habitación parecía recobrar colores. El silencio lo abandonaba, y ahí, detrás de sus manos, enfocó un objeto metálico que estaba siendo alcanzado por un líquido perverso.
Ethan reaccionó, miró a su esposa y su corazón dio un salto de pavor. Sus fosas nasales se abrieron, sus ojos un poco más. Ya no quería seguir presenciando esto, quería despertar de esta pesadilla.
Tomó el arma, su mano temblaba. La sujeto con ambas manos, y levantó los brazos. Esto tenía que terminar.
—¡Detente! —Exclamó—. ¡Lo vas a matar!
Mariana no se detenía, el ladrón ya casi dejaba de moverse y su cara se tornaba de un color innatural.
Ethan, sin pensarlo, disparó hacia arriba con la esperanza de detenerlos. El sonido surtió efecto, ambos amantes dejaron de luchar.
Ariel tomo grandes bocanadas de aire, tanto como la toz se lo permitió. Mariana, exhausta, comenzó a entrar en sus cabales. Volteó a ver a su esposo, sus ojos se abrieron en gesto pasmado cuando vio que él los apuntaba con el revólver.
Ella no sabía que pensar, ¿cómo iba a reaccionar su esposo? Miró a un costado y luego a sí misma. Había mucha sangre, y estaba empapada con ella.
Él, en cambio, se miró las manos con las que sostenía el arma. «Disparé un revolver», pensó.
—Mi esposa mató a un hombre —dijo ahora en voz muy baja, pero no lo suficiente, ella lo escuchó.
Sus ojos se encontraron, y una risa neurótica se le escapó a Mariana. Supo de inmediato que su esposo no era un asesino.
Se había salvado, y lo que era peor, su egoísmo sacó a relucir lo peor de ella. Ya maquinaba ideas de como culpar a su marido y escapar indemne de este pequeño lapsus de locura temporal que tuvo, porque una cosa era evidente. Ariel iba a morir, había perdido demasiada sangre.
Ethan la leyó como a un libro. Aunque los ojos espantados de su esposa tardaron medio segundo en pasar del terror a la confianza. Su risita nerviosa la delató.
Miró entonces a su alrededor.
¿Quién podía creer que el marido era la víctima en esa situación?
Había disparado el arma y tenía pólvora en sus manos. No había forma de que creyeran que él no había disparado al ladrón.
El lascivo video seguía sonando. ¿Por qué no habría de dispararle a ese malnacido? Le había arrebatado a su esposa. Lo habían humillado.
Era obvio para cualquier que los viera que fue él quien le disparó al adúltero y luego maltrató a su esposa.
¿Quién iba a creer su inocencia? Era su palabra contra la de su mujer.
Dio un largo y minucioso vistazo al arma que sostenía..., luego miró a su amada. Ella perdió rápidamente la confianza que había conseguido, palideció.
Ethan volvió a mirar el arma, ¿Qué debía hacer? Maldijo para sus adentros, odiaba la situación en la que se encontraba. Maldijo también a su esposa por ponerlo en esta situación. «Maldito el momento en que tome esta arma y la disparé», pensó, y miró al techo donde la bala había dejado su marca.
Luego un pensamiento horrible lo atravesó.
—¡Valentín! —Exclamó, desesperado—. ¡Hijo!, ¡¿Qué he hecho?!
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