III
Hannibal observó con algo de asco el café en el vaso de telgopor térmico que sostenía entre sus manos. Will, por su parte, lo tomaba gustoso disfrutando de la brisa otoñal que acariciaba su rostro en aquel pequeño balcón, que se encontraba en el tercer piso del mismo edificio donde estaba el auditorio. El aroma a frutillas frescas se había intensificado por el mismo estado de ánimo de Will. Hannibal sentía que, con tan solo esa fragancia, podía soportar el horroroso sabor insulso del café barato que compraron en la cantina de abajo, luego de que el profesor Jack Crawford los dejara solos.
—Disculpa por no aceptar tu invitación la primera vez —soltó Will posando sus hialinos ojos azules sobre los suyos.
—Entendible, no se preocupe —respondió con esa elegancia fascinante que a Will le provocaba cierto cosquilleo en sus partes bajas. Aunque eso podía disimularlo, pero no la sonrisa que surcó su rostro casi sin permiso.
Hannibal, al ver ese gesto tan noble sobre los preciosos labios del omega, sintió como sus ansias de poseer su cuerpo se acrecentaban segundo a segundo. En cualquier momento perdería parte de su autocontrol si Will no disminuía la cantidad de feromonas que hacía flotar en al aire.
—Me agrada tu aroma —confesó Will para la sorpresa de Hannibal, quien ladeo levemente su rostro más que intrigado por aquellas palabras—. Es agrio, pero siempre me han gustado esa clase de aromas —agregó desviando su mirada a una paloma que se posaba en el barandal del balcón. No quería ser tan obvio, pero era cruelmente delatado por sus mejillas teñidas de un suave rojo carmesí.
Hannibal Lecter rara vez tenía tanto interés en una persona, rara vez valía la pena despegar su nariz del aroma de exquisitos vinos o extravagantes cenas de alta cocina. Pero la fresca fragancia de Will Graham era simplemente ineluctable, deseaba conocer hasta sus más oscuros deseos y pasiones. Poder escuchar sus ponencias en privado, y que cada esquina de su hogar y de su vida olieran a dulces frutillas de verano.
—Su aroma me enloquece —respondió él sin una pizca de vergüenza.
Will sintió una descarga eléctrica a lo largo de su espina dorsal al escuchar aquello con esa profunda voz que poesía el alfa. No era la primera vez que recibía un elogio semejante, pero si era la primera vez que le provocaba algo extraño en su interior. Hannibal, percibiendo el ambiente entre ellos, se acercó un poco más hacia él. Will, sin dejar de mirar hacia el piso, volvió a sonreír, pero ésta vez se encontraba tontamente feliz. Hannibal estaba sonriendo casi de igual manera, pero no se quería quedar sólo con ello. Por lo que, tomando su mentón, lo obligó a estar cara a cara.
Sus labios estaban tan cerca, que las puntas de sus narices se llegaron a rozar. Los oscuros ojos de Hannibal parecían casi escudriñar su alma. Su aroma se hacía cada vez más fuerte, y le provocaba placenteras cosquillas en su vientre. Estaba notablemente nervioso, pero aún así, se dejó hacer cuando Hannibal, finalmente, posó sus labios sobre los propios. Tenía un gusto amargo como sus hormonas, pero sus movimientos eran suaves y delicados.
Hannibal, por su parte, estaba extasiado. Los labios de Will Graham eran como rosas en flor, y de ellos parecía emerger el néctar más dulce que jamás había probado. Ahora que conocía una pequeña parte de él, se volvió más ambicioso.
—¿Quieres pasar el día conmigo? —le preguntó cuando sus bocas se separaron unos centímetros.
—Tengo que trabajar, tengo un segundo trabajo para pagar mis libros —respondió algo cansado.
—No vayas entonces. A mi lado no te faltará nada —enunció con la dulzura de un amante a su prometida, pero Will no soportaba esa arrogancia de alfas con gran poder adquisitivo.
Lo apartó de él y, con la decepción dibujada sobre cada facción de su rostro, articuló: —Pensé que serías diferente.
Hannibal por el momento lo dejó marcharse. Relamió sus labios un tanto frustrado, pero no sería por mucho. Sabía exactamente cómo mover sus fichas para que el omega no tuviera otra opción que rendirse en sus brazos.
...
Will Graham era un muchacho simple del interior de la provincia de Buenos Aires. Por ello es que había sido un cambio bastante abrupto el tener que mudarse a la Capital Federal. Especialmente cuando todo lo que conocía hasta ese momento era un pueblo con un par de habitantes en medio de una extensa y verde llanura, y el orfanato en el que vivió hasta sus dieciocho años. Sin la beca de alojamiento de la Universidad Nacional de Buenos Aires, no habría podido continuar con sus estudios.
Al pasar de los años se fue acostumbrando, y fue comprendiendo el tipo de personas de las que debía alejarse. La lista era encabezada por alfas de clase alta. Eran personas extremadamente arrogantes que creían que, con su dinero, podían tener a cualquier omega a sus pies. Prefería dormir tres horas al día luego de trabajar y estudiar, antes que adular a un alfa como si él fuese una muñequita a cuerda.
Pero el relativo control que tenía sobre su vida, se vería pronto desbaratado por el repentino cierre de la peluquería canina en la que trabajaba. Ese trabajo no solo era el que mejor se acomodaba a sus horarios de clase, sino que también era su único consuelo en aquellas murallas de concreto. Si había algo que extrañaba de su anterior vida, eran los más de diez perros que cuidaba en el campo, con quienes pasaba la mayor parte de su tiempo. Al menos en aquel empleo podía pasar un par de horas mimando estresados canes obligados a vivir en pequeños monoambientes sin patio.
"Qué mierda hago ahora para pagar los libros", se cuestionó de camino a la facultad. Al llegar al aula donde debía cumplir con su ayudantía, el profesor Jack Crawford se dio cuenta de las preocupaciones que traía de afuera, por lo que creyó que la propuesta de aquel hombre elegante que habían conocido en el auditorio no podía ser tan mala idea.
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