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Duelo

Ella odiaba el fuego, lo sabía perfectamente y sin embargo se había imbuido en él durante horas completamente desnuda. Ya era muy tarde y aún en la oscuridad se podía percibir una nube flotante húmeda y placentera. Olía a sexo y eso a ella le encantaba. Aspiró una intensa bocanada de aquel aire impregnado de la esencia de ambos y se relamió conmemorando los momentos que acababa de vivir. Se recostó sobre el relajado cuerpo de él y repasó con sus dedos aún húmedos las líneas de los músculos de su sobreprotector torso. Se había dormido profundamente y reposaba con su larga melena desparramada sobre su lecho improvisado. No quería despertarle, le agradaba verle así y se preguntó si alguien como él soñaría y si había alguna posibilidad de que fuese ella la protagonista de su subconsciente. Al fin y al cabo él le había enseñado que se podía tener esperanza.

Sus oscuros ojos se posaron sobre su cuello rígido, potente, que horas antes había cubierto de mordiscos y lo había lamido como uno de los dulces más deliciosos (el mejor era sin duda el que guardaba entre sus piernas). La noción de la realidad volvió a ella quien era consciente de que podía agarrarlo un poco entre sus peligrosas manos, retorcerlo un poquito, como una de las muchas caricias que le había regalado pero más intensa. O sino simplemente con alcanzar el cuchillo que escondía bajo sus ropas sería suficiente. Si quería, en unos instantes podría convertirse en la reina del Infierno, la que había logrado acabar con un ser como él y tan fácilmente. Bueno, lo de fácil desde los ojos ajenos, haberlo llevado hasta este estado no había sido una tarea sencilla y aunque tremendamente placentera, también había resultado frustrante en numerosas ocasiones. Acarició su nuez vibrante, tan blanca, tan inmaculada que antes de que alguna de esas zorras vampiresas se adelantaran, ella ansiaba ponerle su propia marca, una marca maldita que les relataría inmediatamente, ¿pero y qué más daba eso?

En realidad sí importaba, por lo que se contuvo. Había ido propagando casi a gritos que tan sólo le estaba utilizando, que todo formaba parte de su juego. Pensaba que si todo el mundo se lo creía ella también acabaría haciéndolo. Pero no quería matarle. El placer que él le daba no se lo había dado ningún otro ser antes, ni siquiera ella misma que tan bien conocía su cuerpo había logrado arrancarse un estremecimiento tan intenso como aquel hombre lo había hecho. Y se lo repetía con cada encuentro furtivo.

Aquello era un hecho difícil de aceptar. La respuesta era muy obvia, pero ella se negaba a verla. En lugar de eso había decido investigar, intentar averiguar su secreto, lo que le hacía bajo su vientre, sobre su piel, contra sus labios, sin encontrar una respuesta convincente. Y tras unas cuantas investigaciones cada vez se sentía más perdida y confusa.

Tuvo un antojo enorme de llevarse un cigarro a sus labios envenenados, pero de repente se acordó que él detestaba el humo y no quería empezar otra discusión. Se hallaba demasiado a gusto así echada sobre su pecho, contando cada respiración y comparándolas con los latidos de su corazón. Él se dejaba abrazar a pesar de lo agobiante que debía resultar pasar toda una noche así, pero no se quejaba hasta que llegaba el día siguiente, cuando se empeñaba en fingir que nada había ocurrido. Aquella forma de actuar lograba sacarla de sus casillas. Había llegado a un momento que ya no sabía qué pensar, si todo eran alucinaciones suyas, producto de aquella asquerosa sustancia que Raziel le proporcionaba. Por eso, cada noche guardaba minuciosamente cada detalle, cada gota que formaba aquella nube de placer.

Despegó las manos de la agraviada carne y extendió las manos hacia el cielo estrellado. Se materializó rápidamente una pequeña caja de madera barnizada. Sus manos ágiles la abrieron con un suave clic y la melodía comenzó a fluir. El pequeño cristal tornasolado giraba como un carrusel y mientras los ojos de ella se posaban casi hipnóticamente en los destellos que reflejaba, el receloso tesoro compuesto por sus inmortales memorias se activó empezando a reproducir aquella película larguísima que hacía llorar, angustiarse y temblar. Aquella caja de música era su diario. En ella guardaba aquellos recuerdos que por una cosa u otra merecía la pena protegerlos.

Una vez a salvo y a buen recaudo ese maravilloso y mágico polvo, volvió a encaramarse a él cerrando los párpados y dejó que la dulce y melancólica música la envolviera haciéndole olvidar que llevaba tatuada la palabra "problemas" en la frente. Así se mantuvieron hasta que la profunda voz de él deformó el silencio que hacía tiempo que les rodeaba puesto que la cuerda ya se había acabado.

—¿De dónde has sacado esa música?

La mujer dio un sutil respingo tras sentir su voz caracoleando en su interior, actuando como un bálsamo, como un licor reconfortante.

—Es un regalo. ¿A que es bonita? —ronroneó ella.

—La verdad es que no lo sé.

Ese tipo de respuestas desconcertantes eran habituales en él, aunque ella nunca se acostumbraría del todo a aquel tono de voz tan neutro, impersonal y vacío aunque lo que él pretendía era sonar franco.

—¿Entonces no sabes si yo te gusto?

Él resopló como respuesta y cambió de postura, poniéndose de lado. La cabeza de ella resbaló enredándose con sus revueltos cabellos.

—Si no te gustase no aguantarías lo que aguantas follándome —siguió insistiendo.

—Sólo nos estamos batiendo en duelo, pero soy tan caballeroso que dejo que me lleves a tu terreno para igualar las cosas...

—¿Y cómo va el duelo? —preguntó, lacónica.

—Uff... —contestó al fin— Creo que se va a prolongar bastante en contra de todo pronóstico.

La mujer no pudo reprimir una sonrisa de gozo dejando entrever sus colmillos.

—¿En serio?

—La verdad es que ella tenía todas las de vencer, se ha ganado una gran reputación, pero él no lo está haciendo nada mal. No es tan difícil comprender su cuerpo.

¿Tan evidente era lo mucho que le gustaba?

"Tan sólo se está haciendo el machito"

Tras decir aquellas palabras él la dedicó una mirada pícara cargada de chispas verdosas que la encendieron de nuevo. Ella serpenteó por su cuerpo pegándose aún más a su desnudez y le siseó al oído con aquella sensualidad que sólo ella sabía dotar a sus palabras.

—Necesito sentirte dentro de mí una vez más —le rogó, casi suplicante. Mientras hablaba le mordisqueaba la oreja, el cuello, le masajeaba el lóbulo con sus armas de mujer. Él sin embargo la apartó.

—Mañana va a ser un día duro.

—Pues quedémonos todo el día durmiendo, aquí acurrucaditos...Si yo no voy y tú no vas no habrá batalla.

—Caín irá igualmente y no puedo permitir que se salga con la suya.

—Caín —repitió ella exhalando una bocanada de aliento que había logrado robarle —Siempre le está poniendo trabas a nuestra relación.

Escuchar aquellas palabras le hizo alegrar sus facciones solemnes.

—Pura envidia.

—Deberías intentar comprenderle.

—No empieces con lo mismo. Ya tengo bastante con escuchar a Amara.

Amara. Si él la conociese tan bien como lo hacía ella a saber qué pensaría. Decidió que era mejor que siguiera en la feliz ignorancia. Las mujeres tienen sus secretos íntimos.

Él no tenía intención de continuar por lo que cerró los párpados. Su descanso no duró mucho y las lechuzas salieron volando espantadas ante el grito que le nació bajo el vientre y que sus cuerdas vocales amplificaron. Le había agarrado bien por sus partes íntimas y las había estrujado con toda su mala leche. Él se incorporó súbitamente con el fuego verde chisporroteando en su aterradora mirada.

—Estás loca —escupió.

—Y tú amargado. No te quejes si mañana os damos una paliza. Eso es lo que pasa cuando no se me satisface después de provocarme.

—Si salgo herido necesitaré un tiempo de abstinencia para reposar y recuperarme —contraatacó apuntando directamente hacia el punto débil.

Los ojos de ella se entornaron, había dado de lleno y eso la cabreaba, pero también se sentía herida y no estaba dispuesta a dejar que aquel cabrón se saliese con la suya.

—Caín no necesita reposo —alegó—. Además, pensaba que estaba loca.

—Y desconcertantemente buena y cachonda, ya lo he asumido—. Esto es sólo por el bien del mundo. Si hago que te enamores de mí habré ganado a un importante rival.

—No te esfuerces —musitó ella en un susurro apenas audible—. Eso no pasará.

—Y más quisiera ése parecerse una mínima parte a mí —siempre tenía que tener él la última palabra.

Ella le dio la espalda y apretó sus nalgas fuertemente a las de él mientras fingía intentar dormirse. Ella también tenía sus estrategias. Le estaba haciendo creer que aquella noche había ganado él. A la mañana siguiente se despertaría con su enorme mano sobre su seno y ella le propinaría un guantazo. Después le besaría apasionadamente y haría que fuese a la batalla con todo el calentón. No dejaría que tuviese heridas de combate, pero lo que sí que tenía claro es que no iba a dejar que aquel cuerpo escultural siguiera igual de inmaculado. Tendría otro tipo de heridas, las que ella le haría con sus dientes, uñas, fustas y con lo que fuese que aquel cuerpo goloso le sugiriese.

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