Historia #1: ''Miradas en Guerra''
Miradas en guerra
"Dame un beso y empieza a contar; luego dame veinte, y luego cien más." - Y entonces él la besó, Laura Lee Guhrke.
Lo observó mientras dormía. Su larga cabellera, enmarañada por los largos días sin encontrarse con un peine, caía dulcemente sobre su rostro. Sus ojos cerrados y su respiración pausada lo hicieron estremecerse. Marcus apretó con fuerza el papel que tenía en la mano derecha. Fastidiosa, impertinente y sumamente grosera. Sí, eso es lo que era. Y joder, cuánto la amaba. Dios estaba de testigo.
Intentó recordarse que se trataba de una misión. Una simple y, a la vez, tan importante misión que se le había encargado.
¿Cómo había entonces terminado en tan desdichada situación?
Marcus dejó caer el papel al suelo, hecho una bola, y, colocándose ambas manos en la cabeza, se alborotó el cabello. Era sencillo, ¿no es cierto? Al menos eso fue lo que había pensado, pero claro está, el amor no formaba parte de sus planes.
"Miles de mujeres, Marcus", pensó, "esa es la cantidad que tendrás cuando regreses como un héroe a Estados Unidos."
"Pero ninguna de ellas será Marlene", le respondió su voz interior.
Maldijo por lo bajo mientras se acercaba a ella. ¿Por qué tenía que ser tan malditamente hermosa?
Casi medio año había pasado desde que el plan tomó acción. Marcus Miller, con tan solo veintisiete años, era uno de los mejores espías entrenados por los Estados Unidos. Había sido escogido por encima de sus compañeros para llevar a cabo tan importante misión. Era simple: por un par de meses habría de visitar Alemania, específicamente la ciudad de Dortmund, e infiltrarse en la mansión de invierno Von Aulock, casa de uno de los generales más importantes dentro del ejército alemán, Hermann Von Aulock. Debía ser los oídos de la alianza en contra de Hitler para los sucesos a ocurrir en los siguientes meses: planes de batallas, mensajes encriptados, fechas e incluso horas.
La imponente mansión se distribuía en tres grandes plantas, de colores oscuros tales como el gris y el marrón, y grandes ventanales que permitían la entrada de la luz del sol; aunque las mismas solo se permitían abrir cuando el general se encontraba fuera de la ciudad, ya que, paranoico, decía que era exponerse ante el enemigo. Que, en realidad, no era una idea tan descabellada.
Con el mejor de los disfraces y su mejor alemán aprendido en el entrenamiento, Marcus se hizo pasar por uno de los miembros de la servidumbre. Varias semanas habían pasado y todo iba de maravilla. Todos los martes por la noche, Marcus corría al encuentro de otro de sus compañeros para pasar la información que había conseguido. Habían logrado, gracias a dicha información, adelantarse varios pasos al ejército enemigo.
Pero no todo podía ser perfecto, ¿no es cierto? Y es así como entra ella: Marlene. O mejor dicho, Marlene Von Aulock, la hija menor del general y la única mujer.
La joven de veinticinco años poseía una belleza singular. No era de esas que te detenías a mirar si pasase por su lado; petiza y un tanto regordeta. Entre sus rasgos más relevantes podrían destacarse su larga cabellera negra como la noche, la cual siempre dejaba correr con libertad. Tal vez podría hablarse también de sus ojos azul oscuro, aunque, más que sorprenderlo por su hermosura, a Marcus lo intrigaban: había algo en aquella mirada que no lograba descifrar, ya que, a diferencia de sus hermanos mayores y su padre, no encontrabas en la misma frivolidad. Pasaba mucho tiempo dentro de las cocinas; vestía informalmente, que, de no haber sabido quién era, podría haber sido confundida con cualquier otro trabajador. Marlene sonreía constantemente, con una sonrisa tan cálida que podría traerte la mayor de las calmas, aunque desaparecía con rapidez cuando se encontraba en presencia de algún miembro de su familia.
Ella parecía esconder algo difícil de descifrar, incluso para uno de los mejores espías de Estados Unidos.
—Parece un tanto distraído —susurró la joven a su lado.
Marcus, que no la había visto entrar en la habitación, casi deja caer la bandeja que llevaba en la mano debido a la sorpresa. Se encontraban en el comedor, a la hora del almuerzo. Aunque no era uno de los tantos almuerzos familiares a los que estaban acostumbrados, este, en cambio, era privado, ya que el general se encontraba en una importante reunión con otros miembros del partido. Entraba y salía para dejar algunos entremeses y bebidas; en una de esas ocasiones había dejado la puerta entreabierta, intentando recuperar un poco de la información que compartían.
Volteó su vista hacia ella. La muchacha, muy cerca de él, lo miraba con el ceño ligeramente fruncido. Marcus pensó que tal vez había sido descubierto.
—Disculpe, señorita —respondió Marcus con un exagerado acento alemán—, no ha sido mi intención.
Marlene sonrió, y ahí estaba esa mirada, esa que todavía seguía sin tener sentido para él.
—Es de mala educación escuchar conversaciones ajenas, ¿no le parece? —El tono de Marlene era pausado pero firme—. ¿Qué le parece si seguimos con nuestro trabajo?
Marcus asintió. Las gotas de sudor amenazaban con caer por su rostro y, haciendo una pequeña reverencia, se alejó rápidamente hacia la cocina. Desde ese día, podía sentir la mirada de la joven sobre él, tan descarada, vigilándolo, esperando tal vez que se equivocara de alguna manera.
Era martes. La luna llena estaba en su punto más alto; tan solo unos minutos separaban a Marcus de la hora estipulada en la que tendría que reunirse con su compañero en el arroyo, a unos doscientos metros de la mansión. Era arriesgado; sin embargo, al haber estudiado dicho lugar a la perfección, sabía que los momentos para escabullirse y poder cumplir con su objetivo eran pocos, así que había diseñado una ruta perfecta para lograr salir sin ser visto, o al menos, eso era lo que él creía.
Eran las doce menos quince minutos de la noche cuando Marcus llegó al punto de encuentro. Como salido de una película de terror, detrás de las sombras de unos enormes matorrales, su compañero, Peter Andrews, hizo su aparición.
La conversación fue corta pero sumamente precisa. Von Aulock, junto a un pequeño batallón, planeaban una emboscada en las laderas del bosque donde habían descubierto que un pequeño grupo de soldados estadounidenses se escondía. Debían dar la alerta para que los mismos estuviesen preparados.
Su compañero desapareció tan pronto como había llegado. Marcus suspiró con pesadez; estaba agotado y, para su pesar, Andrews acababa de informarle que su viaje se extendería un par de meses más. Pensó en su madre; habían pasado dos años desde la última vez que la vio, lo recordaba: veinticinco de septiembre de 1941. La añoraba. Cerró los puños con fuerza porque tal vez ella ya lo daba por muerto a estas alturas.
Un escalofrío recorrió su columna cuando la sintió. Esa mirada. Esa profunda mirada que podría hacer que cualquier hombre perdiera el juicio.
Se volteó para encontrarse con una asustada joven que lo observaba con los ojos muy abiertos. Marlene lo había seguido.
Deben saber que fueron muchos los pensamientos que cruzaron la mente de Marcus en tan solo cuestión de segundos; tantos, que llegó a marearse. Ya no podría regresar a la mansión; si lo hacía, probablemente no sobreviviría y, aún peor, no podía dejar que Marlene regresara tampoco. Estaba seguro de que había escuchado toda la conversación, lo que significaba que lo sabía absolutamente todo; incluida la localización de todas las tropas armadas estadounidenses.
Marlene iba a correr. Lo sabía, podía verlo en sus expresiones. La tensión corría en el ambiente; tanta que podría haber sido cortada con tijera. Marcus tenía que actuar rápido. Así que, cuando la joven que se encontraba a unos cinco metros de él, escondida tras unos matorrales, emprendió su huida, se dejó caer sobre ella.
Dieron un par de vueltas hasta caer sobre el arroyo; las piernas de Marlene sufrieron un par de días debido a la superficie rocosa.
La joven se resistió. Pateó, arañó e inclusive mordió; pero el espía era muchísimo más grande que ella, y su peso sobre su cuerpo no le permitía mover mucho las extremidades. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras una corriente de impotencia le llenaba el cuerpo entero. Quiso gritar; tal vez alguien podría escucharla y alertar a los soldados que patrullaban los alrededores, pero él no se lo permitió.
Cubriendo su boca con una de sus manos, sacó un arma que se encontraba en el bolsillo trasero de su pantalón y la apuntó por la espalda.
—Si gritas, te mataré. ¿De acuerdo? —susurró en su oído. La muchacha, cargada de una impotencia que podría haberla matado, se limitó a asentir. Aun apuntándola con el arma y pidiéndole que no intentara nada estúpido, la condujo por el bosque hasta que estuvo seguro de que nadie podría escucharlos.
El vestido de Marlene estaba empapado, y el frío le calaba hasta los huesos; la temperatura debía estar bajo cero. Maldecía en voz baja cada vez que tropezaba con alguna roca oculta en la oscuridad. Maldijo también su imprudencia; no tendría por qué haberlo seguido. Pero, como bien dicen, muchas veces la curiosidad puede más que cualquier sentido innato de autopreservación.
Ese joven le provocaba una curiosidad inmensa. Había observado sus movimientos durante semanas, y aquella noche, al verlo salir de la cocina tras recoger los restos de la cena, notó algo extraño en su comportamiento. Sin pensarlo mucho, decidió seguirlo.
Jamás imaginó lo que encontraría ni lo que escucharía. Supo que estaba perdida en el momento en que el hombre se giró y sus miradas se cruzaron. Más allá de la tristeza por no volver a ver a su padre o a sus hermanos mayores, lo que más le dolía era la idea de no volver a ver a su nana ni a los empleados de la mansión, quienes para ella eran como una familia. El joven no tenía otra intención que matarla, y nadie sabría qué había pasado con ella. Llegaron a un granero abandonado; al entrar, el penetrante olor a humedad inundó sus sentidos y una náusea creciente la invadió. El techo de paja estaba cubierto de telarañas y algunos insectos se movían por él.
El joven la obligó a rasgar su hermoso vestido. Con los retazos, ató sus pies y manos con firmeza; Marlene quedó completamente inmovilizada.
El corazón de Marcus martillaba con fuerza contra su pecho.
¿Qué haría ahora? ¿Tendría que matarla?
En unas pocas horas, cuando la buscaran en su habitación y no la encontraran, iniciaría una búsqueda. Von Aulock pronto se daría cuenta de que había un traidor entre su gente y no tardaría en dar con él. Aunque Marcus no había usado su verdadero nombre, su descripción física era suficiente para que le pusieran precio a la cabeza.
Tenía que actuar rápido: contactar a sus compañeros e idear un plan de escape.
—Mi padre vendrá por mí, hijo de perra —exclamó Marlene, sacándolo de sus pensamientos—. Cuando lo haga, no te dejará con vida. Eres un desgraciado y morirás como todos los de tu clase.
La joven chilló en cuanto Marcus volvió a apuntarla con el arma.
—¡Silencio! —gritó el espía americano, con verdadera furia. Marlene se quedó en silencio—. Si no te callas, te juro que te mataré, Marlene. Por favor, no me hagas hacerlo.
Ese era el dilema de Marcus: podía considerarse muchas cosas, pero jamás mataría a alguien que considerara inocente, a menos que no tuviera otra opción.
Varios días pasaron en los que Marcus, consolidando su plan, logró ponerse en contacto con uno de sus compañeros. Este, al enterarse de la situación, llevó el mensaje a su jefe y la respuesta no tardó en llegar.
—La mantendrás como rehén —había dicho Andrews.
—¿Qué has dicho? —había preguntado Marcus con incredulidad.
—Esta es una excelente oportunidad —respondió su compañero sin inmutarse—. El general ha abierto una búsqueda por su hija, es decir, que tenemos la ventaja. El jefe quiere que negociemos la liberación de varios de nuestros compañeros que se encuentran en sus calabozos a cambio de la vida de su hija. Tu trabajo aquí, mi querido amigo, es vigilarla y mantenerla con vida hasta que tus instrucciones cambien.
La joven no hablaba y no probaba bocado del alimento que Marcus le proporcionaba. Las horas se habían convertían en días y, poco a poco, la desesperación del joven aumentaba.
—Tienes que comer —se sentó a un lado de ella un día después de que Marlene le patease nuevamente el plato que él colocó frente a ella. No contestó—. Por favor, Marlene, al menos habla conmigo.
—No recuerdo haberte dicho que podías llamarme por mi nombre de pila. Además, tú y yo somos todo menos amigos —respondió la joven con voz cansada.
—Tienes razón —respondió él con el mismo deje de cansancio que ella—. No somos amigos, pero por el momento soy todo lo que tienes, ¿no te parece? —Marlene suspiró—. Te diré que... —continuó Marcus, captando su atención—. Si prometes comer, prometo soltarte las manos para que te alimentes tú misma; eso sí, sin intentar nada estúpido, ¿te parece?
Marlene pareció meditar su proposición por algunos instantes hasta finalmente volverse hacia él y asentir.
Unos pocos minutos después, Marcus todavía se encontraba sentado a su lado y ella comía un tanto desesperada. Una vez terminó de comer, se vio obligado a volver a atarle las manos; sin embargo, esta vez ella no opuso ninguna resistencia.
Esa misma noche, mientras Marcus encendía una vela que los mantendría calientes durante la noche, la escuchó hablar:
—Así que, soldado... por lo visto estaremos aquí un tiempo —carraspeó—, ya que sabes mi nombre, lo justo me parece conocer el tuyo.
Una media sonrisa se asomó por el rostro de Marcus y se volteó para observarla fijamente. Ahí estaba de nuevo, esos ojos azules con una mirada tan cargada de emociones que le era imposible descifrar.
—Marcus... —contestó él en un tono bajo, como si estuviera más para él mismo que para la joven—. Mi nombre es Marcus.
Marcus corría a través del bosque en el crepúsculo. Su respiración era agitada mientras intentaba acelerar el ritmo; el eco de voces y disparos lo perseguía, cada vez más cerca. Había sido imprudente, lo sabía; no debería haberse aventurado solo, pero las provisiones se estaban acabando y no llegarían al fin de mes. De repente, lo vieron y lo reconocieron. En un intento por despistarlos, se adentró en un sendero rocoso. Un disparo rozó su oreja derecha, haciéndolo tambalear. Cayó al suelo, cortándose profundamente en el costado. Con un estallido de adrenalina, se levantó y continuó corriendo, ocultándose detrás de algunos matorrales hasta perderlos de vista. Cuando la medianoche se acercaba, divisó un granero.
Marlene descansaba su cabeza sobre un montón de paja. Al verlo, su expresión se tornó sombría, y Marcus percibió una chispa de preocupación en sus ojos.
—Sangras... —dijo ella, observando la camisa empapada en sangre de Marcus desde varios metros de distancia.
—Estoy bien —intentó asegurar él, pero un gesto de dolor al sentarse junto a ella demostraba lo contrario.
El silencio en el granero se hizo palpable durante unos minutos.
—Déjame curarte... estudié enfermería en la universidad —dijo Marlene en un tono bajo, casi como una súplica. Marcus la miró—. Prometo no escapar.
La mirada de Marlene era sincera y, por un momento, el corazón de Marcus dio un vuelco. Ella había dicho esas últimas palabras en inglés.
—¿Hablas inglés? —preguntó él, ignorando su petición por un momento. Se dejó caer al suelo, a unos metros de ella, maldiciendo el dolor.
—Hablo cuatro idiomas —respondió ella—. El inglés es uno de ellos. Ahora, por favor, déjame curarte —eso último, aún en inglés, sonó casi desesperado.
—¿Para qué? —replicó él en un tono similar al de ella—. Déjame desangrarme y desmayarme; luego podrás idear una forma de escapar.
Marlene sonrió; parecía que no había considerado esa opción hasta ahora.
—Quizás —suspiró—, no soy tan mala como crees que soy. Déjame curarte, Marcus, y si aún así mueres, no habrás perdido nada.
Reflexionando, Marcus se levantó con dificultad, no sin soltar un gemido de dolor. Se acercó a ella, tomándola de las manos y desatándola cuidadosamente. Luego, hizo lo mismo con sus pies. Se lanzó al suelo nuevamente, mareado.
Marlene se levantó y miró hacia la puerta. Marcus siguió su mirada y entendió. Parte de ella quería irse, y él, en su estado, no podría detenerla. No la culparía.
¿Así acabaría todo para él? Pensó en su madre, que nunca sabría qué le había pasado. Para su sorpresa, Marlene suspiró, caminó hacia un vertedero de agua, buscó un balde y regresó.
Se arrodilló a su lado, observándolo fijamente. Con cuidado, le ayudó a quitarse la camisa, evitando hacerle daño. Marlene examinó la herida, temblando mientras rompía un trozo de la camisa de Marcus y lo mojaba en agua.
—Esto puede arder un poco —susurró en inglés, y colocó el trozo de tela sobre la herida, comenzando a limpiarla. Marcus soltó quejidos de dolor.
Después de unos diez minutos, Marlene rompió otro trozo de la camisa y, con la ayuda de Marcus, lo vendó.
—Gracias a Dios no es tan grave —dijo ella—. Deberías estar bien en unos días.
—¿Por qué te molestas en ayudarme? —preguntó él en un hilo de voz, mirándola fijamente—. Podrías haberte ido y dejarme morir.
Ella sonrió y, sorprendiéndolo, levantó su mano y apartó un mechón de cabello de su rostro.
—Supongo que, al igual que yo, no eres del todo malo, Marcus —respondió.
Un par de meses habían pasado desde aquel encuentro, y, como bien Marlene lo había predicho, la herida de Marcus (con su debido cuidado) había ido sanando lentamente hasta convertirse en una simple cicatriz. Aunque aún permanecía atada, sus tan extrañas conversaciones se hacían cada vez más constantes; de alguna manera, había comenzado a formar parte de una rutina que ellos habían creado para ese encierro. Hablaban sobre sus vidas, sueños y esperanzas; tan solo callaban cuando sentían la burbuja romper y la realidad los arrastraba nuevamente.
—Marcus —lo había llamado ella una noche, mientras ambos cenaban, sus manos libres por un corto período de tiempo. Él se volvió hacia ella—. Si pudieras ser cualquier persona ahora mismo, ¿quién serías?
Él carraspeó para aclararse la garganta, pero no dudó para nada antes de responder:
—Alguien que hiciera sentir orgullosa a mi madre.
Ella ladeó la cabeza, tal vez no comprendiendo la respuesta.
—¿Piensas que ella no lo estaría?
Él observó las magulladuras en las manos de Marlene, causadas por el tiempo que había pasado llevando las ataduras, y sintió una punzada en el corazón.
—No, no lo creo —respondió—, pero voy a intentar serlo.
Marlene suspiró; tal vez Marcus y ella tenían más cosas en común de las que originalmente había pensado.
—No tenemos una buena relación —soltó de repente. Marcus enarcó una ceja, confundido—. Mi padre y yo —aclaró la joven en voz baja—, y por ende, tampoco con mis hermanos. Creo que siempre he sido muy diferente; y no es algo que a ellos les llenase precisamente de orgullo.
—Mi madre murió cuando yo tenía dos años; así que no tengo muchos recuerdos de ella. La única figura materna que conocí es mi nana; así como la gente que trabaja dentro de la mansión. Mis hermanos, ellos son mucho mayores que yo; y siempre están detrás de los ideales de mi padre. Cuando la guerra comenzó, mi padre quería casarme, pero me negué completamente, anunciando que me mataría en la primera oportunidad que tuviera si lo hacía. Entonces me envió lejos, a la universidad, en donde, contra todo pronóstico, estudié enfermería. Luego de eso, hace un par de años me instalé acá en la mansión de invierno, como mi domicilio fijo, porque no tenía ni quería tener nada que ver con las atrocidades que sabía que mi familia estaba cometiendo. No es que no los quiera; al fin y al cabo, son la única familia biológica que me queda. Pero supongo que me matarían en la primera oportunidad si supieran que realmente no comparto sus intenciones dentro de esta guerra. Así que los meses que pasan acá durante el invierno, intento cruzarme con ellos lo menos posible, y eso a ellos parece funcionarles —carraspeó—. Todos cometemos errores, Marcus. Pero lo veo en tu mirada, eres una buena persona, y estoy segura de que tu madre está orgullosa de ti, sin importar qué.
Desde esa noche, no volvió a atarle las manos y desató también sus pies.
No intentó retenerla de ninguna manera, pero ella tampoco escapó.
"Me atraparía enseguida" intentó convencerse Marlene, "por eso no puedo escapar", pero muy en el fondo ella sabía que eso no era cierto.
Ella podría escapar y él no haría nada para intentar detenerla; era ella quien no quería dejarle.
Solo que a veces, vivir en una mentira es más fácil que aceptar la verdad.
Seguía sin existir ningún tipo de respuesta por parte del padre de Marlene ante su apresamiento. Una carta; era eso todo lo que esperaban, la carta que le diría a Marcus finalmente la respuesta de cuál sería su siguiente movimiento.
Algo crecía en su interior, el temor desgarrador de tener que hacer algo tan cruel que haría que su pobre alma se partiera en miles de pedazos: asesinarla, pero... ¿cómo podría hacerlo? ¿Cómo podría arrebatarle la vida a alguien que había llegado a apreciar...? O, incluso peor, empezado a querer.
Entonces, ese día llegó.
La carta había sido entregada la noche anterior mientras dormían. Herman Von Aulock había rechazado el acuerdo; no liberaría a los soldados americanos bajo su poder.
Cada línea lo expresaba con claridad: las órdenes habían sido dadas. Marcus debía asesinar a Marlene y hacerle llegar su cuerpo a su padre.
Él volvió a observar el trozo de papel arrugado en el piso, y esta vez su maldición no fue expresada en un tono muy bajo, por lo que, asustada, Marlene abrió los ojos abruptamente desde el montón de paja sobre el cual dormía.
Las manos del joven cubrían su rostro; abrumado, se sentía derrotado. Ella se incorporó y se acercó con cautela hacia él.
—Marcus... —lo llamó, su voz temblando con una mezcla de miedo y desesperación. El hombre se giró hacia ella, sus ojos oscuros reflejando una tormenta interna.
Él palideció, una expresión de dolor cruzando su rostro, y sintió cómo las lágrimas comenzaban a acumularse en sus ojos. No respondió; simplemente mantuvo la mirada fija en ella. Esa conexión, intensa y abrumadora, hizo que Marlene sintiera un escalofrío recorrer todo su cuerpo, porque sabía lo que significaba.
Su mirada se desvió hacia el pedazo de papel arrugado en el piso, la prueba de lo que estaba a punto de suceder. Con un hilo de voz, apenas audible, formuló la pregunta que ya había estado atormentando su mente, la respuesta que temía conocer:
—Debes matarme... ¿no es cierto?
Marcus sacó el arma de debajo de su camisa, el metal frío y oscuro contrastando con la calidez de la atmósfera. Se limitó a asentir, la gravedad de la situación envolviéndolos en un silencio pesado.
El aire era denso mientras ambos se perdían en sus propios pensamientos, cada uno lidiando con el inminente desenlace. Finalmente, Marlene rompió el silencio con un susurro cargado de resignación:
—Hazlo, Marcus, mátame.
Pero, ante la sorpresa de Marlene, el arma se resbaló de las manos del joven, cayendo al suelo con un golpe sordo cerca de sus pies.
—No.
—¿Qué has dicho? —preguntó ella, su voz quebrándose en un sollozo.
Marcus se acercó, su cuerpo temblando mientras caía de rodillas frente a ella, abrazando sus piernas con fuerza. Las lágrimas fluyeron de sus ojos, un llanto cargado de necesidad y un dolor que Marlene jamás había escuchado antes.
—No voy a matarte, Marlene; no puedo hacerlo.
Desconcertada, ella también se dejó caer frente a él, sus rostros tan cerca que podía sentir su aliento entrelazándose. Sus miradas se encontraron, escudriñándose, buscando respuestas en los ojos del otro. En ese instante, ambos reconocieron algo que había comenzado a florecer entre ellos: un sentimiento que crecía lenta pero poderosamente, un amor que desbordaba sus corazones.
Marlene acarició su rostro con sus dedos, llenos de ternura y desesperación. El contacto cálido de su piel contra sus fríos dedos le robó un suspiro, una conexión palpable que la llenó de emoción.
—Si no me matas, te matarán, Marcus. No puedo dejar que mueras...
—No me importa morir si eso significa que tú vives.
—Oh, Marcus... —susurró ella, el sonido tembloroso de su voz cargado de amor y desesperación. Sin pensarlo, impulsada por el llamado sofocante de su corazón, unió sus labios con los de él.
El mundo a su alrededor se desvaneció, y el beso, que comenzó como un gesto tierno y dulce, se tornó desesperado. El corazón de Marlene golpeaba con fuerza en su pecho, como si fuera a explotar. Marcus correspondía con la misma intensidad, sumergiéndolos en una corriente de pasión que los unía más allá de cualquier amenaza.
Marlene se encontró recostada en el frío piso del granero, sintiendo cómo Marcus depositaba suaves besos a lo largo de su cuerpo, gemidos de placer escapando de sus labios. El amor que compartían los envolvía, ardía en sus venas, incontrolable y verdadero.
No sabían cuándo, ni cómo, ni por qué había tenido que ser de esta manera, pero ambos estaban seguros de que nunca antes nada se había sentido tan correcto.
—Te amo, Marlene —jadeó Marcus, sus labios separándose de los suyos, su mirada intensamente fija en ella—. Perdóname por todo, por favor —murmuró, acariciando su rostro con una dulzura desgarradora.
—Creo que te perdoné desde aquel día —respondió ella, sintiendo la calidez de sus caricias—. Desde el momento en que me dejaste curar tus heridas. Me enamoré de ti sin darme cuenta. Te amo, Marcus, en este y en cualquiera de los cuatro idiomas que sé.
Una risa involuntaria brotó de la garganta del joven, un momento de alivio en medio de la tensión.
—Vendrán por mí en la mañana —comentó él, volviendo a la seriedad—. Quieren ver que haya llevado a cabo mi tarea... ¿Qué quieres que hagamos?
Marlene, pensativa, acarició con sus dedos el cabello del hombre que amaba, buscando en su interior la respuesta correcta.
—Intentar huir, supongo, e ir resolviendo sobre la marcha. Pero antes, quiero besarte de nuevo —respondió finalmente, su voz llena de determinación.
—¿Qué?
—Bésame, Marcus, por si no hay un después.
Y él así lo hizo.
NA: Una historia corta de romance que tenía mucho tiempo en borradores c:
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro