Interludio
En medio de un bosque seco lleno de sombras y haces de luz, dos bestias no humanas daban caza a su presa. Habían tomado su forma cazadora, una forma ágil y cuadrúpeda que les permitía alcanzar grandes velocidades e intensificaba su olfato y resistencia. Estaban desesperados por atrapar a ese humano que era tan veloz como ellos. Jadeaban con intensidad, captando los olores del bosque, detectando el sudor de aquel humano, sin encontrar una pisca de cansancio en su aroma. Lo perseguían desde dos ángulos distintos, guiándolo a un acantilado, donde no podría huir. Sus gruñidos, que parecían casi risas, llenaban el silencioso bosque.
Abriel, por su parte, corría a toda prisa con una sonrisa en su rostro. Saltando y trepando por troncos caídos, usando manos y piernas en un estilo aprendido de un exiliado. Su corta capa verde ondeaba en el aire mientras sus sentidos agudizados lo mantenían con ligera ventaja. Aquellas dos bestias no humanas no se rendirían, ya que él les había robado una importante reliquia, que antiguamente era de la humanidad, pero habían perdido en un duelo justo. Había entrado a tierras hostiles, hasta las entrañas de la civilización manaruna, y les había robado en la cara sin que se dieran cuenta... casi; aunque su misión no era esa, su misión solo había sido de reconocimiento, pero en el momento que se enteró de aquella reliquia, no pudo aguantar su ira, y fue a recuperarla.
Los árboles comenzaron a escasear con rapidez con cada paso que daba, hasta dar con un gran claro que terminaba en un acantilado, conectando directamente con el mar. Abriel se detuvo justo a la orilla, observando la caída de más de veinte metros, al fondo, el mar rompía contra la roca con fuerza embravecida.
—Ufa —susurró, sintiendo náuseas al mirar la gran caída. Miró en distintas direcciones, calculando sus siguientes movimientos.
Un viento fuerte chocó con su cuerpo, ondeando la capa verde y llevando su aroma a los manaruna que recién entraban al claro. Comenzaron a gruñir y aullar, casi parecían risas bestiales. Abriel se dio la vuelta, dedicándoles una sonrisa mientras los manaruna cambiaban su cuerpo a la forma de batalla, casi asemejando a un mono bestial; sus huesos comenzaron a crujir con violencia mientras su cuerpo pasaba de cuadrúpedo a bípedo, alargando sus extremidades y aumentando su pelaje, sus manos se volvieron más homínidas, llenándose de garras largas; sus rostros eran una explosión de color acompañados con dos grandes colmillos curvos, con un hocico alargado y rojo, rodeado de crestas azules inflamadas. Sus ojos, pequeños y hundidos, brillaban con una inteligencia salvaje. Sus huesos dejaron de crujir al terminar de transformarse.
—Que asco, no vuelvan a hacer eso frente a mí por favor.
—Eres bueno para hablar —gruñó la manaruna más grande, claramente la hembra por sus colores menos intensos en el rostro.
—Soy bueno para muchas cosas —respondió Abriel, mirando en todas direcciones, trazando velozmente varios planes en su mente.
La manaruna hizo un gruñido leve, casi gutural, y el otro ser trató de rodear a Abriel, pero este dio unos pasos para atrás, quedando en el filo del acantilado. Ambos se miraron a los ojos, Abriel siempre tenía escalofríos cuando veía esas bestias a los ojos, casi humanos, brillando con inteligencia.
—Dos contra uno —meditó Abriel—, si si, me parece un poco injusto —Sacó dos monedas de uno de sus bolsillos—, pero para ustedes.
Las dos bestias no humanas cargaron al instante contra Abriel, mientras este lanzaba velozmente una moneda contra cada uno, una directa y la otra ligeramente hacia arriba. Desapareció en un parpadeo quedando detrás del manaruna macho, en un instante, cerró su puño con el guantelete reforzado alrededor de la pequeña moneda y reventó las costillas de aquel ser con su guantelete derecho, el golpe lo tomó tan desprevenido que arrancó el aire de su pulmón y reventó sus costillas. Abriel vio el terror en los ojos de la manaruna, preocupada por su igual que caía de rodillas al suelo vomitando sangre. En otro parpadeo, Abriel cayó del cielo, intercambiando de lugar con la otra moneda y atacando con un puño destructor, pero la manaruna logró esquivarlo y atacó con sus garras a un Abriel que aún estaba en el aire. Las garras perforaron su peto de cuero y su piel, pero Abriel logró intercambiar de nuevo con la moneda grande, evitando que el daño fuera letal. Quedó al lado del otro ser, y pudo escuchar el crujir de huesos mientras este reacomodaba sus costillas quebradas, se alejó unos pasos de él, manteniendo la distancia.
—Ya no te veo sonriendo —gruñó la manaruna, lamiendo la sangre de sus garras.
—Es que estoy corto de tiempo —Vio de reojo como el otro manaruna se ponía de pie, con una mirada enloquecida.
Abriel inhaló con fuerza. Sacó una daga de obsidiana de una bolsa en su cintura junto una pequeña fruta, y pasó ambos filos del cuchillo por esta. Los manaruna reconocieron la fruta y empezaron a rugir con fiereza.
—¡Un cobarde que pelea con venenos!
—Esto no es un duelo como para luchar justamente, además, solo los paralizará un par de horas, tranquilos —respondió Abriel, con una sonrisa maliciosa, guardando la pequeña fruta en su bolso de nuevo—. ¿Entonces quién viene primero?
Ambos seres atacaron al instante con un impulso veloz. Abriel lanzó ambas monedas en distintas direcciones y corrió hacia ellos, cambió de posición con ambas monedas de forma veloz y seguida, para luego desaparecer por completo de sus vistas mientras las monedas volvían a ser lanzadas por los aires. Los manarunas conocían sobre los fragmentos de alma de aquel humano, así que entraron en estado salvaje, afilando sus sentidos y reflejos, pero los cortes de Abriel no se hicieron esperar ni un instante; dos cortes profundos dieron con la manaruna hembra, quien entró en pánico al saber que pronto quedaría paralizada, su regeneración solo servía para reacomodar y reparar huesos. El polvo se alzó justo en el filo del acantilado, el otro manaruna, entrado por completo en estado salvaje, saltó por reflejo hacia el aroma de Abriel, con sus sentidos afilados por la caza y el estado salvaje, rasgó la espalda de Abriel, sacándolo de la invisibilidad.
La manaruna rugió desesperada, tratando de correr hacia su compañero, que pasaba recto hacia la caída; sus piernas fallaron por el veneno paralizante y cayó de bruces, sintiendo un pánico nauseabundo. Abriel vio al manaruna caer, se dio la vuelta, dispuesto a noquear a la otra bestia, pero se paralizó al ver sus ojos sapientes llenos de terror, en ese instante, decenas de recuerdos dolorosos pasaron por su mente. Corrió hacia el filo del acantilado y saltó alto, tiró la moneda pequeña hacia la manaruna, sacó su resortera de caza mientras se alzaba en el aire, colocó la moneda grande y tensó con su fuerza monstruosa. La moneda salió disparada a máxima velocidad, alcanzando al instante al manaruna que ya se hallaba a un par de metros de las afiladas rocas contras las que rompían las olas. En lo que dura un parpadeo, Abriel cambió de lugar con la moneda grande, abrazó al manaruna por la espalda y se teletransportó a la moneda pequeña, justo al lado de la bestia no humana paralizada. Abrazó con todas sus fuerzas, quebrándoles las costillas al manaruna y corrió hacia el filo del acantilado de nuevo, sosteniendo la moneda grande que apenas comenzaba a caer.
Se quedó viendo como la manaruna paralizada se arrastraba con sus brazos para abrazar a la otra bestia. El daño de las costillas no sería letal para esas bestias, pero sí lo detendría por un rato. Abriel hizo contacto visual con la manaruna, aquellos ojos sapientes y expresivos lo pusieron nervioso, llenándolo de escalofríos, pero supo, con solo verla a los ojos, que le estaba agradeciendo. Abriel se sintió extraño... no entendía a esas bestias, ¿serían madre e hijo? Volvió a tensar la resortera de caza con su fuerza monstruosa, esta vez con la moneda pequeña y la lanzó alto al horizonte, en dirección al cielo. En un parpadeo, desapareció, dejando solo una pequeña nube de polvo en su lugar.
Rato después, Abriel planeaba por los aires, controlando su caída con la capa, lanzando hacia el cielo de nuevo la moneda pequeña con la resortera para mantenerse cayendo indefinidamente. Estaba empapado en sudor, agotado por cada teletransporte, pero ya podía ver su destino a lo lejos, sorprendido de que los exiliados hubieran tenido razón con la ubicación del árbol que conectaba mundos. Un par de teletransporte más y llegaría.
Abriel se detuvo en un barranco en una isla rodeada de montañas, volcanes y desfiladeros, observando el pequeño valle que había en el medio. Un gigantesco árbol se alzaba justo en el medio, rodeado de manarunas y layqas, colocando pilares y trazando gigantescas runas en el suelo. Abriel podía sentir el árbol pulsar, incluso el viento parecía moverse al ritmo del pulso, como ondas expandiéndose en el agua, empujándolo y luego atrayéndolo. Se bañó en lodo para cubrir su olor y colocó la capa alrededor de su cuello, sus ojos brillaron levemente y se volvió imperceptible a la vista. Bajó al valle, sintiendo el pulso cada vez con mayor intensidad.
—¿Qué estarán haciendo aquí? —susurró Abriel.
Los layqas, otra raza sapiente con extraños cuerpos bípedos, daban órdenes a los manaruna. Para Abriel, los layqas eran los peores de las razas sapientes, ya que en realidad no tenían cuerpos propios como tal, sino que tomaban partes de los diferentes seres que cazaban y lo unían a su cuerpo, reformándolo y acomodándolo. Incluso a veces se podía ver a algunos layqas con hasta tres cabezas de diferentes animales, caminando de forma bípeda, mezclando pieles, plumas y pelaje... todo como si fuera una recompensa de caza. Además, eran los únicos que se negaban a la bendición de la comunicación de los dioses duales, ya que podían hablar en idiomas blasfemos inentendibles. Por eso espiarlos era inútil, ya que nunca hablaban en otro idioma que no fuera la lengua blasfema.
Abriel se internó entre las filas enemigas, tratando de poner atención a lo que hablaban los manaruna, sin lograrlo, solo escuchaba palabras extrañas mezcladas con chasquidos y silbidos, la lengua blasfema de los layqas. Se rindió al instante, sabiendo que no conseguiría nada de información tratando de escucharlos.
Se detuvo frente al árbol y observó hacia arriba, sorprendido con la altura, sabiendo que ni con su resortera de caza podría tirar una de sus monedas tan alto. Su grosor tampoco era normal, tal vez podrían rodearlo entre unos treinta hombres tomados de la mano. Las hojas, bien a lo alto, parecían también ser gigantescas, tal vez de su tamaño. Pero lo que más lo sorprendía era el pulso que emitía, lo sentía atravesar sus órganos y sus huesos, incluso el pasto de alrededor era empujado y atraído.
Lo rodeo, siguiendo al tumulto de layqas, viendo como el árbol se hallaba al filo de un cenote abierto, debajo de este, entre las raíces bajo tierra, una luz azulada pulsaba frente a un extraño altar ligeramente inundado. Dos layqas enormes de tres cabezas y cuatro brazos de diferentes especies se hallaban frente al altar, hablando enérgicamente con sus chasquidos y silbidos interrumpiendo palabras ininteligibles.
Abriel dio un par de vueltas más alrededor del valle, memorizando todo lo que veía para luego llegar a dar el informe. Subió a la montaña más alta y sacó su brújula para ubicarse. Suspiró con fuerza, sabiendo que lo esperaba un viaje largo de regreso. Volvió a sacar la resortera de caza, tensando con todas sus fuerzas la moneda pequeña y la soltó, desapareciendo instantes después.
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