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76 || muguet

Charles Leclerc

El fin de semana acabó más o menos como esperábamos. La carrera fue difícil porque salía desde el final de la parrilla, pero eso también la hizo interesante y entretenida tanto para mí como para muchos fans.

Lógicamente y a pesar del ruido ocasionado por los rumores, Helena tuvo un papel fundamental en mi remontada hasta el sexto puesto. No pudimos aspirar a más porque la suerte no estuvo precisamente de nuestra parte, pero hicimos un gran trabajo y Mattia supo reconocerlo cuando bajé del monoplaza. Su felicitación fue escueta y forzada, aunque no se olvidó de felicitar a Helena y de defenderla en varios medios de comunicación que le preguntaron por el puesto de trabajo que desempeñaba la novata. Podría decirse que llevó a cabo su labor como jefe de equipo, cosa que me dejaba muy tranquilo, puesto que apenas se había dirigido a ella desde que se vieron en la reunión matutina. Al menos estaba protegiéndola de la maldad de la prensa y eso era suficiente para mí.

El mal ambiente entre nosotros no pudo opacar la felicidad en el box. La segunda posición de Carlos y el conjunto de puntos que nos llevamos era motivo de celebración para todos, que se mostraban bastante esperanzados, pensando ya en los objetivos que perseguiríamos en Silverstone en un par de semanas.

Muy a mi pesar, no hubo tiempo para despedidas más allá de un adiós sencillo e insulso entre Helena y yo, igual que hice con el resto de mecánicos e ingenieros. Con ella solo me di el lujo de compartir un abrazo y recibir un sonoro beso en la mejilla a modo de enhorabuena por haber batallado tanto en la pista.

El brillo en sus ojos y la sonrisa que me obsequió valían más que el pódium y me llevé aquella recompensa durante el largo viaje en avión hasta Niza.

Pude descansar y reposar debidamente. El costado seguía molestándome y la carrera había hurgado en la herida, despertando también la irritación en mi brazo, que no estaba cerca de curarse de la quemadura. Así pues, aproveché para dormir y no hacer más esfuerzos físicos en las siguientes trece horas.

El lunes pasó sin pena ni gloria. Era un día importante, sí, pero no alegre. Estar con mis hermanos y mi madre hacían que no fuera tan difícil, aunque la espina en mi pecho siguió punzante el martes y el miércoles, cuando marché a Italia con Andrea deseoso de ver a Helena en las oficinas, incluso si no era ella la encargada de mis estrategias para Silverstone. Estaría con Carlos, tal y como marcaba su calendario, pero verla ayudaría a que olvidara la nostalgia y la pena de una fecha tan dolorosa.

Sin embargo, al llegar a las instalaciones de Maranello y preguntar por ella, tanto Xavi como Ricky me dijeron que no había ido a trabajar. Era muy raro. Especialmente raro porque ellos me explicaron que se había tomado un día libre por asuntos personales y eso no concordaba con su alma exigente y entregada.

Andrea insistió en que fuera a su piso después de comer. Mis compromisos se habían acabado hasta el jueves. Eso quería decir que tenía en la palma de mi mano casi veinte horas de descanso que podía emplear en lo que me apeteciera, y no había cosa que me atrajera más que buscar a Helena y descubrir qué la había llevado a faltar en la fábrica en un día tan ajetreado como aquel.

Mentiría si hubiera negado sentir algo de preocupación, pero intenté dejar la mente en blanco y conducir hasta su residencia sin inventar escenarios catastróficos.

Tras aparcar en su misma calle, entré al edificio y cogí el ascensor, que paró en la tercera planta a petición mía. Igual que ella conocía la contraseña de mi apartamento, yo guardaba la segunda copia de la llave de su piso a buen recaudo y la utilicé para abrir después de llamar al timbre varias veces y no obtener ningún respuesta.

Mientras pasaba por su recibidor y metía la llave en el bolsillo de mis pantalones, pensé en la posibilidad de que no estuviera en casa, pero seguía sin gustarme. Tampoco había contestado a mis llamadas y ni siquiera había visto mis mensajes. Todo eso se solucionaría si su móvil hubiese muerto en el transcurso de la mañana, aunque era demasiado improbable y no consiguió convencerme.

Lo coloqué todo en su mesa y apoyé la maleta contra su sofá al tiempo que la llamaba.

Tesoro? ¿Estás en casa? —Me respondió el silencio—. He vuelto de Mónaco y en la fábrica me han dicho que te habías tomado el día libre —Agregué—. ¿Ocurre algo? —Fruncí el ceño al vislumbrar una tenue luz saliendo desde su habitación—. ¿Helena?

Caminé por el pasillo, siendo ese el único sonido perceptible, hasta que alcancé la puerta de su cuarto, medio cerrada, y la empujé, encontrándola en la cama, consumida por algunas sábanas a la vera de su mesilla de noche.

Helena batió las pestañas como si no hubiera hecho nada malo jamás y yo esperé a que las bisagras de su puerta dejaran de sonar tétricamente. No quería emular la atmósfera de una casa encantada, la verdad.

—¿No pensabas responderme? —la interrogué.

Gimió brevemente.

—Me molesta hasta respirar ...

Alertado, solté el pomo y avancé hacia la cama.

—¿Por qué? ¿Qué te pasa? —Observé cómo se revolvía bajo las mantas—. ¿Estás enferma?

Sin quitarle el ojo de encima, me senté al borde la cama y analicé su mirada perdida, que venía acompañada de un par de bolsas oscuras.

—Es mi periodo ... Hace que todo sea horrible ... —Se le escaparon un par de toses y distinguí su voz más nasal que de costumbre—. Ni siquiera puedo levantarme sin que los calambres me tiren al suelo y encima ... Encima he pillado un resfriado y odio con toda mi alma los resfriados porque nunca tengo suficiente fiebre como para querer medicarme, pero me duele todo el cuerpo. Además, sentir la nariz congestionada es lo peor del mundo ... —Otro ataque de tos le impidió continuar hablando y yo corrí a ofrecerle el vaso de agua que tenía en su mesilla de noche, a lo que ella me dio las gracias y bebió—. Gracias ... —Se tumbó de nuevo y siguió explicándome—. He tenido una noche horrible. Casi no he podido dormir por culpa de la congestión y de una jodida pesadilla y no podía ir a trabajar después de no haber descansado en condiciones ni una mísera hora, así que he cogido uno de los pocos días libres que tengo al mes y me he quedado en la cama como una vaga de primera categoría mientras los demás están trabajando y medio mundo cuestiona mi rendimiento ... —Se arropó, dejando la cabeza de lado para poder mirarme—. ¿Sabes lo mal que me siento?

Acaricié su costado sobre la manta y le respondí con una mueca de comprensión.

—Ya veo.

Helena no lo había comentado en su larga lista, pero también podría haber añadido la quemadura de su mano. Por suerte, ya no le dolía y solo necesitaba unos cuantos días más para que la piel se recuperara por completo. Era todo un alivio que ya no lo viera como un problema.

—Es una mierda ... —Se quejó, pero, a pesar de su malestar general, fue más rápida que yo y se negó al beso que me propuse darle—. ¿Qué haces? —inquirió, cubriéndose la boca con la sábana.

—Saludarte —alegué.

—Ibas a besarme —Me acusó acertadamente.

Junto con media sonrisa, asentí.

—Besarte es mi saludo favorito —Lo reconocí.

Ella puso gesto de enfado, aunque su nariz enrojecida y los ojos medio cerrados a raíz del cansancio hacían que no la viera como una amenaza.

—Pero estoy resfriada y no quiero contagiarte —declaró.

Se escudó en una gran verdad que a mí no me importaba quebrantar con tal de satisfacer mis banales deseos y se lo hice saber de una manera un tanto infantil y egoísta. Una manera que lograba estrujar su corazón mucho más de lo que admitiría nunca.

—¿Entonces me quedo sin beso a pesar de que he venido corriendo para verte? —lloriqueé, lastimero.

Helena se encogió más, juzgándome seriamente con ese par de pupilas negras que tanto amaba.

—No has venido corriendo —corrigió.

—Bueno, he venido en coche —Accedí—, pero ni siquiera he pasado por mi apartamento. He dejado la maleta en tu salón —Le informé y solo obtuve una fría mirada de disgusto—. Vamos ... Falta más de una semana para Silverstone —supliqué—. Puedes resfriarme varias veces y me recuperaré antes de la próxima carrera.

Suspiró, consciente de que tendría que lidiar con mi cabezonería si no lo consentía y que, en su estado, mis lloros solo contribuirían a multiplicar su dolor de cabeza. Además, podría negarlo cuanto quisiera, pero también había añorado mis caricias, así que, a regañadientes, se retiró la tela del mentón y me observó a modo de advertencia.

—Mmm ... Solo uno —Se rindió y yo me lancé sobre ella para plantar no uno, sino varios besos que le sonsacaron una genuina sonrisa—. He dicho que solo ...

Trató de rebelarse y, para que no se molestara de verdad, me retiré después de contar el sexto beso. Fueron roces demasiado débiles y pillar su resfriado no sería tan fácil como lo pintaba. Mis defensas volvían a estar en forma y harían falta más cosas para derribarme en la cama por un simple constipado.

Con las manos en alto, me aparté de sus labios fruncidos y contemplé cómo las esquinas de sus ojos se esforzaban por no alzar el vuelo, simulando nuevas sonrisas.

—Vale, vale —dije, resignado.

Entonces, intentó incorporarse, pero un nuevo punzamiento en el vientre se lo prohibió tajantemente. Solo pudo echarse y comprimir su cuerpo de forma que la molestia no se extendiera a más lugares.

—Joder ... —blasfemó.

Preocupado, le pregunté por el grado de gravedad.

—¿Te duele mucho?

Zarandeó la cabeza suavemente.

—No es insoportable, pero el resfriado hace que todo sea peor —Exhaló, recomponiéndose después del último calambre—. Los dolores se me pasan un poco si me encojo —me explicó.

Naturalmente, yo no había experimentado esa clase de molestias en mis carnes, pero Helena era una de las personas que mejor resistía al dolor en mi lista de conocidos. Por ende, entendí que la combinación de aquel resfriado y de los cólicos debía ser una especie de pesadilla para ella.

—¿Por eso estás hecha una bolita? —deduje.

—Sí ... —Se apartó el cabello y respiró con cierta constancia—. Me pongo insufrible cuando estoy así. Deberías marcharte antes de que pague toda mi ira contigo —bromeó acerca de su mal genio.

Palmeé su cintura.

—¿Más de lo habitual? —Me metí con ella.

Rodó la mirada.

—No seas capullo ...

Hice el amago de reír y negué cualquier posibilidad de abandonarla.

—No voy a irme, Helena —aseguré, dulce.

Le agradó saberlo, pero no disfrutó abiertamente de mis palabras e hizo uso de una actitud más recta.

—Estás en mi piso. Puedo echarte si me apetece —Estableció.

—¿Vas a echarme? —pregunté, incrédulo—. Porque, si me echas, te quedarás sin el regalo que te he traído —Expuse mi mejor baza.

Tras oírme, Helena gimoteó en voz alta y se cubrió con la manta otra vez.

—Eso no vale ...

—¿Por qué?

—Porque sabes que me encantan los regalos —me replicó.

Satisfecho por haber jugado tan bien mis cartas, me regodeé.

—Tengo mis recursos para controlar tu espíritu rebelde —Afirmé.

Esperó unos segundos en completo silencio, como si se resistiera a ceder a mis bonitos detalles.

—¿Qué es? —Terminó preguntando.

—Está en la entrada —comenté—. ¿Quieres que lo traiga?

Usé un tono más distendido para provocarla y lo conseguí, pues movió la sábana y me escrutó con intensidad.

—No puedo moverme, Charles.

Me reí y dejé un corto beso en su frente. A continuación, me levanté del colchón. Si quería satisfacer sus deseos aquel día, debía empezar por el primero de todos. Además, lo haría con mucho gusto porque sabía que le alegraría obtener un obsequio mío por pequeño que fuera.

—Si no hay más remedio, se lo traeré a la cama, señorita Rivas —Me expresé con algo de hastío adrede.

Salí de su habitación y recogí el regalo mientras las paredes de gran parte de su apartamento hacían resonar los muelles de la cama, avisando de que se estaba moviendo bastante, probablemente para encontrar una posición más cómoda.

Con cuidado, lo escondí tras mi espalda y regresé por el pasillo. Al entrar a la estancia, la hallé sentada, de piernas cruzadas, y pude ver mejor que llevaba una camiseta negra con grabados en tinta blanca que le quedaba bastante grande. Un par de tallas, a lo sumo. No obstante, la forma en que se le resbalaba por el cuello me distrajo repentinamente.

Por lo general, no la veía tan indefensa y despreocupada. Era una faceta suya que me gustaba y que no presenciaba tanto como quería. Casi siempre se marchaba antes que yo a trabajar y las pocas veces que nos despertábamos al mismo tiempo no estaba en mis plenas facultade. Con los sentidos medio dormidos era imposible que examinara su aspecto de recién levantada, así que me recreé más en contemplarla.

No me di cuenta de que estaba tan cerca de la cama hasta que Helena se enganchó a mi ropa y trató de mirar lo que había en mi espalda.

—No lo escondas más ... —Me pidió. Al instante, saqué el regalo de su escondite y se lo mostré, dejándola mucho más sorprendida de lo que esperaba—. ¿Son para mí? —dudó, observado muy atentamente.

—No —bromeé—. Son para el fantasma que tienes al lado —Vislumbré la sombra de una sonrisa incipiente en sus labios—. ¿No los coges?

Ante mi pregunta, movió los brazos y, a pesar de la lentitud, acabó por agarrar el oloroso ramo. Su pestañeo era de lo más tierno. En realidad, la confusión funcionaba como el aliciente perfecto para que Helena se volviera el ser humano más encantador del universo.

—Gracias ... —susurró, embelesada con el tono blanco de las flores acampanadas—. ¿Son lirios del valle?

Tal y como imaginé, dio en el clavo con tan solo observarlas.

—Sí. En Mónaco y en Francia se les dice muguets —dije, guardándome ambas manos en los bolsillos—. Mientras le comprábamos flores a mi padre, vi unos y mi madre me recordó lo que significan; felicidad y alegría por reencontrarse con alguien. Creo que también se relacionan con la buena suerte, aunque lo primero ya era motivo suficiente para traerte un ramillete ... —Un tenue brillo en sus ojos hizo que me detuviera. Sentía algo de nerviosismo, como si entregarle un detalle tan simple me hiciera una ilusión impresionante—. Te lo estoy explicando como si no supieras lo que significan ... —bromeé para rebajar esos tontos nervios—. ¿Te gustan?

Helena admiraba el ramo como si no hubiera visto uno en siglos.

—Mucho —Asintió, parpadeando repetidas veces—. Nadie me había regalado flores nunca —me confesó.

Las lágrimas en las esquinas de sus orbes, rebosantes, me quitaron la voz. Necesité unos segundos muy largos para atreverme a hablar porque jamás habría creído que un regalo como aquel conseguiría provocarle el llanto.

Chérie ... —La llamé, forzándola a enjugarse la primera gota de su ojo derecho—. ¿Estás llorando?

—No ... Solo me pican los ojos ...

Se le olvidaba que era una actriz pésima.

—¿Tienes alergia a las flores y yo no lo sabía? —Sonreí un poco.

Ella resopló y cerró los ojos para intentar controlar esos impulsos de llorar.

—No te burles de mí ... —masculló.

Sabía que no me había pasado de la raya, pero corrí a disculparme como si hubiera cometido el mayor crimen de la historia.

—Perdón, perdón ... —susurré, derrotado por verla tan afligida.

Se tapó un ojo y bajó la barbilla. Sabía que estaba avergonzada porque llorar en un momento así no pegaba con ella, con su personalidad, aunque era más que lícito después de todo lo que había ocurrido la semana anterior.

Mi accidente en Bakú todavía era reciente. La tensión y el miedo ante mi forzosa recuperación física, nuestra reconciliación, el ajetreo de la rueda de prensa, la mala clasificación en Canadá, los rumores esparcidos por Max y la repercusión mediática ... Una montaña rusa de las que te cortan la respiración. Por no incidir en nuestra mayor fuente de problemas, esa que llevaba el nombre de nuestro jefe de equipo. Todo junto debía estar obstruyéndole los pulmones, además de crearle un manantial inagotable de estrés y dolores de cabeza.

No me cabía ninguna duda de que el peso era insoportable porque, en parte, yo también lo cargaba sobre mis hombros, pero para ella era diferente.

La pobre estaba estallando frente a mí. Y todo desencadenado por un ramo de flores.

—Es que ... —balbuceó, incapaz de frenar el descenso de las lágrimas.

Una de sus manos tenía que sujetar los lirios, así que estaba limitada y no podía secarse las gotas con tanta agilidad.

Consternado por el derrame de sus sentimientos, tomé asiento a su lado y me apresuré a tocar su pierna para que supiera que estaba allí.

—Tranquila. No hay prisa —Le aseguré—. No me voy a ninguna parte.

Reprimió un sollozo y sus párpados se alzaron porque ella misma les obligó.

No le pediría que me contara nada. Si solo quería llorar, podía llorar durante horas. No me movería ni un centímetro. Eso era lo único que intentaba transmitirle con aquel débil apretón a su muslo, pero para Helena fue igual de rápida que un pistoletazo de salida y dejó que todo saliera en forma de torrente.

—Me dolió no poder ir contigo a Mónaco —reconoció lo que yo ya había notado cuando le conté acerca de mi viaje—. He estado resentida todos estos días porque es muy injusto. El mundo y la gente ... Todos son injustos con nosotros —Se sorbió la nariz—. Mi penitencia es no acompañarte cuando más lo necesitas y ... Yo solo quería estar a tu lado en un día importante, pero no podía decirte que me molestaba tanto porque sabía que harías cualquier cosa para llevarme y me lo he guardado desde que te fuiste de Canadá aunque sé que odias que no te diga lo que siento realmente —Tomó una bocanada de aire y volvió a posar la mirada en las delicadas flores—. Así que ... Me he sentido doblemente mal desde que volví a Bolonia —resumió—. Y encima enfermé y ahora estoy con estos jodidos cólicos, y de pronto tú llegas con un ramo de flores ... —Echó un jadeo al aire, al borde de la frustración. Apresuradamente, cambió su objeto de estudio por mi rostro—. ¿Cómo quieres que no llore? —me increpó.

Moví mi pulgar sobre la tela de sus pantalones de pijama.

—Sabía que te dolía —le dije—. Eres un libro abierto.

Aunque no añadí que, inconscientemente, ese ramo, de algún modo, era mi manera de pedirle perdón por todas esas cosas que escapaban a mi alcance y que tanto daño le infringían.

—Ya, pues ... Ojalá no me doliera y ojalá tú no te sintieras culpable por las mierdas que tenemos que aguantar —respondió, enfurruñada.

Estaba siendo sincera conmigo. No estaba guardándose nada. Si bien había estado un par de días reteniéndolo, había decidido decírmelo por sí misma. Nada más que eso importaba.

—¿Vas a seguir maldiciendo? —cuestioné, fijándome en sus comisuras mordisqueadas.

Las había maltratado mucho desde que nos separamos en Montréal y eso solo se traducía en que había sufrido sola y en silencio.

—Sí —contestó, airada—. Querría tener la libertad de poder maldecir a todo el puto mundo cada día y en público y no es posible. Creo que es el momento perfecto para ...

Impedí que siguiera con aquella borrasca de improperios al atrapar su mejilla derecha y obligarla a mirarme únicamente a mí.

—Eres mi felicidad —susurré—. Lo sabes, ¿no?

Todo su semblante se desmoronó, construyendo desde los cimientos una armonía difícil de explicar.

Eres mi felicidad. Da igual lo que la gente diga porque seguirás haciéndome el hombre más afortunado y dichoso.

Una lágrima resbaló por su mejilla y chocó con mis dedos.

—Lo sé —atestiguó.

Esbocé una sonrisa para ella.

—¿Y sabes que eres el triple de adorable con la nariz roja y el ceño fruncido?

Su gesto cambió, reflejando cómo su interior se inundaba de la calma que había perseguido recientemente.

—También lo sé —musitó.

—Entonces deberías saber que el veinte de junio del año que viene vendrás a Mónaco conmigo. Podrás llevarle flores tú misma —prometí.

Entornó la mirada, dudosa.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo, porque los iris que dejé en su tumba simbolizan la llegada de unas buenas noticias que no tardarán en aparecer —le garanticé antes de regalarle un beso corto en los labios—. Le hablé de la mujer que me espera en Maranello y de cuánto la quiero —Acaricié su moflete con mimo—. Tengo que llevarte pronto o me castigará por mentiroso.

Sopesó mi promesa y agitó la cabeza de arriba hacia abajo, conforme con mis intenciones y planes de futuro.

—Gracias por los lirios —dijo, abatida.

No pudo negarme el siguiente beso porque necesitaba ese afecto. Lo necesitaba tanto como respirar aunque no lo manifestara.

—De nada, ma vie —Revisé su cara, comprobando que estaba relajada por fin—. ¿Has comido algo? ¿Quieres que te haga un caldo caliente?

—¿No tienes ninguna cita? —me preguntó.

—Agenda limpia hasta mañana por la mañana —respondí yo.

Una sonrisa torcida en su boca bombeó mi corazón. Le dio cuerda a ese viejo trasto que se derretía por la chica fanfarrona y sensible que ya no temía llorar frente a su pareja.

—Entonces ... —Se limpió ligeramente los pómulos—. Una sopa estaría bien.

—Pues la cocinaré, te la tomarás enterita y, después, pondremos una peli —Ensanchó su sonrisa, contenta de que me quedara, de que estuviera en casa—. Me tumbaré contigo y podrás convertirte en una oruga durante el resto de la tarde. ¿Trato? —Busqué su aprobación.

—Trato —repitió.

Me incliné, besé su frente descubierta por segunda vez y me incorporé, preparado para ser su concinero privado, su paño de lágrimas y su apoyo. Sobre todo eso último.

—Genial.

Agarré el ramo de sus manos e hice el ademán de llevármelo fuera. Tenía que ponerlo en agua pronto.

—Espera —Me detuvo cuando estaba a punto de cruzar el umbral de su cuarto. Giré hacia ella, expectante—. No tengo jarrones en casa.

—Por eso te he comprado uno —le conté, ganándome otra de sus sonrisas—. De porcelana fina, además —Le di toda la información.

—Eres un arrogante —me insultó desde la cama.

—Ajá.

Salí al pasillo y localicé en el suelo de la entrada el paquete en el que había traído el frágil jarrón.

Ser previsor era una de mis especialidades.

—Y te quiero —Oí en la distancia.

Fingiendo una sordera irreal, quise que lo dijera de nuevo.

—¡¿Qué has dicho?!

—¡Que te quiero! —gritó de vuelta.

Rompí el embalaje y abrí la caja de cartón mientras el dolor de labios me hacía compañía.

—¡Y yo a ti, incluso cuando pareces un perro rabioso!

—¡Eh!

Acabé riendo.

Cumplí lo prometido y le preparé un plato de sopa con algunas verduras. Por el esfuerzo que hizo para comérsela, supuse que no estaba tan rica como la que me cocinó la semana anterior, pero no dejó nada en el plato. Se lo agradecí, aunque Helena dijo que la única que debía agradecer algo era ella.

La quise todavía más por ello.

Después de fregar y de recolocarlo todo en sus armarios, me cambié a una ropa más cómoda y fresca y me metí en la cama con Helena. La arropé con las mantas y dejé que pusiera la película que más le apeteciera. Al final se decidió por una comedia romántica que me sonaba, pero que no me interesaba más que abrazarla.

No estaba prestando atención a la escena que se proyectaba en la televisión cuando su voz me despertó.

—Charles.

—¿Mmm?

—¿Puedes ponerme las manos en la barriga? —Ladeó el rostro hacia mí—. Sentir calor en esa zona me alivia.

Yo le rodeé el vientre, tirando de su cuerpo hasta que su espalda se amoldó a mi pecho. Levanté la tela de su camiseta ligeramente y probé con una posición cualquiera.

—¿Así?

—Joder —clamó—, eres como una estufa ...

Sintiéndome muy útil, acomodé por completo la mano derecha bajo su camiseta para que el calor fuera más directo.

—Gracias —Observé las luces reflejándose en el cristal de sus gafas y descansé la boca sobre su oído—. ¿Cariño? —reclamé su atención.

La película debía ser muy interesante porque no me miró.

—¿Mmm? —respondió.

—Has dicho que tienes pesadillas —comenté—. ¿Qué pasa con eso?

Se desconcentró. Lo noté en su parpadeo inquieto.

—Ah, eso ... —dijo como si nada—. Tengo algunas —Me confirmó—. De vez en cuando.

—¿Y pretendes que me trague una mentira tan descarada? —La acusé.

—No hay ningún patrón —Siguió ella—. Simplemente aparecen. Tratan sobre distintos asuntos.

La pantalla se fundió al negro y, de golpe, una fría luz azul radió su cuarto.

—¿Cómo qué?

Se movió entre mis brazos.

—Sobre ti y sobre mí, sobre mi familia, sobre el trabajo —enumeró—. Ya sabes; cosas que me aterra perder.

Abarqué el nacimiento de su estómago con la palma de mi mano.

Tesoro ... —farfullé.

Ella no tardó en meter su propia mano bajo la ropa y atrapar la mía en señal de serenidad.

—Estoy bien. Solo paso un mal rato cuando me levanto, pero convivo con ellas —Simplificó—. Ya lo he aceptado.

Debía de haberlo interiorizado tanto que ya no le causaba un gran problema la idea de que aparecieran cuando menos lo esperaba. Lo había normalizado, a pesar de no ser algo normal.

Yo no sabía cómo ayudarla con ese asunto y me desesperaba entender que lo pasaba mal por las noches por culpa de miedos y traumas.

—¿Y dormir juntos no ayuda? —interrogué.

—Puede. No lo sé —habló poco convencida—. No recuerdo haberlas tenido las noches que te quedas conmigo.

Me acurruqué más contra su cuerpo.

—Podemos comprobarlo hoy ... —propuse, besando su cartílago—. Está bien que hayas tardado en contármelo, pero al psicólogo le dirás hasta el último detalle, ¿verdad?

—Se lo contaré todo —declaró y me colmó de tranquilidad—. Y siento no habértelo dicho —Se movió, encajando mejor entre mi costado y el colchón—. No creí que fuera tan importante. Teníamos demasiado que hacer en el equipo, así que ...

—Todo lo que te ocurra es importante para mí, Helena.

A través de su barriga, sentí cómo respiraba con fuerza.

—Se me olvidaba que tengo un novio que se preocupa por su novia —Se mofó.

—Muy graciosa ... —Suspiré.











Helena Rivas Silva

Durante la película, di una cabezada que no duró más de cuarenta minutos. Charles debió percatarse, pues no se movió ni un centímetro. Desperté por un golpe sordo procedente de la película, aunque continué adormilada el resto del largometraje. No obstante, llegando ya a las escenas finales, algo me vino a la cabeza.

—Charles —Lo nombré.

Él tenía la punta de su nariz contra mi mejilla derecha y también parecía cansado.

—¿Demasiado calor? —Se interesó por mí.

—No ... —dije antes de que retirara sus manos de mi vientre—. ¿Has ...? ¿Lloraste el lunes?

La pregunta generó un denso silencio a nuestro alrededor que Charles rompió casi forzosamente.

—No.

Respondió con demasiada asertividad. No me convenció en absoluto que lo afirmara con tanta seguridad porque no era natural que las lágrimas no hubieran estado ahí cuando recordaba y homenajeaba a una de las personas más importantes de su vida.

Me giré lentamente hacia él.

—¿Por qué? —dudé.

Respiró hondo y se acomodó en la almohada algo más inquieto.

—Porque mi madre se entristece tanto que solo puedo intentar consolarla —me contó—. A Lorenzo y a Arthur les ocurre algo similar. No tenemos tiempo para llorar.

—¿Pero querías hacerlo? —Indagué en sus sentimientos.

Se movió, ocultando el rostro en el hueco de mi cuello. Ahí me percaté de que no quería que lo mirara y ese gesto solo podía significar que había dado en el clavo. Sí, había abierto la herida.

—Muchísimo —me reconoció en un susurro apagado—. Y quería que estuvieras allí conmigo —Incluyó en su confesión, estrujándome el alma—. Quería darte la mano para aguantar las lágrimas. Haces que quiera ser más fuerte de lo que soy —La voz se le entrecortó—. Fue tan difícil, Helena ...

Rápidamente, llevé mi mano al lugar donde la suya descansaba, sobre mi estómago hinchado.

—Lo echas mucho de menos, ¿no? —Intuí.

—Sí ...

Tras unos segundos batallando conmigo misma, opté por acariciar el dorso de su mano y observar el cambio de escena que se sucedía en la televisión de mi cuarto.

—No soy buena consolando ... —comenté, sintiéndome mal por ser tan torpe en ese tipo de situaciones—. El experto en eso eres tú —dije a modo de broma.

Me lastimaba no saber qué hacer para animarlo, pero, después de exponer mis carencias, escuché un débil intento de risa viniendo de él. Pude confundirlo con un sollozo y, con el paso del tiempo, me convencí cada vez más de que así había sido. Sin embargo, sus palabras desmintieron mi incapacidad para cuidar de los demás.

—Ya lo estás haciendo ... —Aseguró, con sus labios pegados a la piel de mi cuello.

La humedad también empañó la zona, señalándome que había comenzado a llorar con mayor vehemencia a pesar de que sus gemidos eran prácticamente mudos.

—Me alegro —susurré, aliviada—. ¿Quieres un pañuelo?

Tras un hipido, me respondió.

—Por favor ...

Cumpliendo sus deseos, me moví para alcanzar el paquete de pañuelos que tenía a medias sobre la mesilla y saqué una unidad mientras me giraba y lo abrazaba. Charles se aferró a mí como si de verdad hallara consuelo en mi roce. Seguidamente, le ofrecí el pañuelo y acaricié su espalda.

—Ven ... —le pedí que no se alejara demasiado.

La película había perdido cualquier relevancia que hubiera tenido hasta entonces. Toda mi atención era suya y solo suya.

En Mónaco, lo vi llorar, pero el llanto de esa tarde era diferente al que aconteció en su ciudad natal. Nunca le había oído gemir de dolor ni sollozar, tan vulnerable que podría pasar por un niño desamparado que ha perdido la felicidad tan característica de los días de la infancia. Estaba acostumbrada a que Charles me alegrara las mañanas, las tardes y las noches; era muy distinto tenerlo entre mis brazos, llorando por una pérdida que no superaría realmente nunca y que llevaría dentro allá donde fuera.

Era diferente y demoledor, aunque también me hacía querer ser más estable, ser su ancla, y poder acompañarle en esos duelos tan difíciles. Los dos teníamos en común la muerte de un padre y aquella era una fina cuerda que nos unía. Invisible y fuerte.

—No sé si lo hago bien ... No sé si hacerme el valiente es lo correcto, pero ... Cuando veo a Arthur con la cabeza gacha o a mi madre ... Con los ojos húmedos ... No sé actuar de otra forma ... —La respiración se le cortó; un detalle tan insignificante que me conmovió como ningún otro—. Y sé que podría dejarlo en manos de Lorenzo, pero no puedo ser tan egoísta ...

A raíz de aquel comentario, comprendí que Charles también se comportaba así conmigo. Quería ser el más fuerte en la relación, alguien en quien yo pudiera apoyarme siempre que lo necesitara, incluso si eso lo dejaba en la estocada. Era parte de su naturaleza. Lo aprendió desde niño y lo repitió una y otra vez durante su adolescencia para cuidar de sus seres queridos. Y me gustaba que fuera de ese modo, pero era injusto para él no poder quejarse, llorar o maldecir cuando le viniese en gana, así que lo abracé para que sintiera que allí tenía la posibilidad de librarse del papel de líder estoico.

—Eres un gran hijo y una gran hermano —Apunté, convencida de que era cierto—. Ellos deben de haber notado el esfuerzo que haces.

Se hizo diminuto en mis brazos.

—¿Tú crees? —cuestionó.

—Las madres lo saben todo y los hermanos se lo imaginan —repliqué yo.

Pasamos los siguientes minutos en silencio mientras él se tranquilizaba y las lágrimas disminuían. Al rato, Charles se decantó por darme unos datos que no estaban en mi conocimiento.

—En el vivero, ella me enseñó los muguets —me comunicó—. Me habló un poco sobre la tradición de regalarlos a las personas que más queremos. Acabó diciendo que me llevara un ramo —reveló—. Un ramo para ti.

—¿Dijo eso?

Me costaba bastante creerlo, pero le di el beneficio de la duda a Pascale porque, al fin y al cabo, todo el mundo puede rectificar y corregir errores pasados.

—No lo dijo literalmente, pero ... —Aquella puntualización bastó para que se me escaparan unas pocas carcajadas—. ¿De qué te ríes?

—De lo tierno que eres —contesté.

—Era su forma de pedirte perdón. Yo solo te lo estoy transmitiendo —dijo, persuadido por el sutil movimiento de su madre.

Me emocionaba que Pascale pensara en mí y en disculparse por haberme tratado con indiferencia y altivez sin que yo le hubiera dado motivos. Eso decía mucho de ella y de que, en el fondo, se sentía mal por lo ocurrido entre nosotras. No le guardaba rencor, pero sí que sentía cierto miedo a que nunca me acogiera en su familia. Y, por suerte, ese malestar empezaba a desaparecer de mi estómago.

—Pues muchas gracias —Acepté, más feliz—. Mensaje recibido —Rocé su cuello con los dedos—. ¿Eso quiere decir que las flores no son tuyas, sino de tu madre? —bromeé.

—No —Estableció, reticente—. Son mías.

Sonreí más.

—Olvidaba que tienes que ser el primero en todo, cariño —recordé.

Introduje varios dedos en el cabello naciente de su nuca. Él, por su parte, enterró el rostro en bajo mi oreja derecha.

—Adoro que me llames así —Suspiró.

—Lo sé.

—Y me encanta que me acaricies el pelo.

Mi sonrisa creció el doble.

—Eso también lo sé —Confirmé.

—No dejes de hacerlo nunca, por favor —rogó con dulzura.

—Vale ... —susurré.

Y, estando tan enferma, los cólicos y el resfriado quedaron en el olvido. Lo único que quise a partir de entonces fue cuidar de él y consolarlo, aunque solo fuera estando a su lado el resto de la noche.








🏎️🏎️🏎️

¡¡¡¡Feliz año nuevooo y feliz primera actualización!!!! ✨✨✨✨🎉🎉🎉🎉🎉🎉🎉🎉

Yo ha tenido un inicio de año bastante malo 🤡, pero espero que no sea vuestro caso

Una de las cosas buenas que me ha traído ya el 2024 ha sido los 300k de Fortuna 🥹
Como siempre que llegamos a una cifra significativa, no sé de qué manera dar las gracias a todas las personas que os pasáis por aquí y apoyáis la historia 😭🫶🏻
De verdad, os agradezco una barbaridad que estéis presentes en la evolución de Fortuna y ojalá este año sigamos en contacto a través de comentarios y mensajes ♡〜٩(^^)۶〜♡

Dicho esto, espero que este capítulo tan cute sea un buen regalo para comenzar el año ❤️‍🩹

Nos leemos pronto ✨✨

Os quiere, GotMe 💜❤️

7/1/2024

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