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63 || je veux que tu essaies

Charles Leclerc

—¿Cuándo sale tu avión? —le pregunté después de humedecerme los labios.

Helena moldeó su mano para cubrir parte de mi erección.

—A las seis y media de la mañana —me comunicó en un seductor susurro.

Todas esas indirectas llevaban a un solo final y ella lo sabía tan bien como yo. No estaba negándose. Dios mío, no estaba poniendo ninguna pega.

Sentí una debilidad pasajera en las piernas, como si perdiera resistencia y todo el peso de mi cuerpo se desplomara ante la idea de romper esa maldita barrera.

La masturbación podía funcionar, pero no lo haría eternamente. Funcionó en Miami. Podría sacarnos del apuro allí, en mi casa, pero ella no estaba por la labor de prolongar aquella abstinencia sexual a la que nos habíamos acostumbrado. Siempre estábamos rodeados de gente o demasiado cansados como para pensar en el sexo. En realidad, Helena estaba agotada. Aquel jueguecito no le había quitado la fatiga. La forma en que me miraba desprendía un desfallecimiento que no la había abandonado en días. Sin embargo, sentada frente a mí, abierta todavía de piernas y con sus exquisitos dedos recorriendo la longitud de mi miembro ... Nunca me había parecido tan atractiva como entonces.

—Eso es mucho tiempo ... —Señalé.

Movió la cabeza de arriba a abajo, fijando la vista en mi entrepierna.

—Y tengo el día libre —Añadió a su declaración.

Extenuado por la lasciva mezcla de su voz y de sus caricias, liberé su cadera y puse la mano en cuestión sobre la mesa. Mi corazón retumbaba con una intensidad sobrenatural. Bombeaba a una velocidad que debería considerarse ilegal porque atentaba contra mi salud de una forma tan retorcida y agradable que, para empezar, podría haberme corrido sin más incentivo que ese.

Sì? —inquirí, desalentado.

Sì ... —Desesperado por frenar el orgasmo que se echaba sobre mí, me incliné y pegué el rostro a su mejilla. Respiré como si hubiera levantado veinte kilos en pesas durante diez minutos seguidos, a lo que ella encajó más sus muslos y me acercó a su complexión—. Y nunca lo he hecho en una cocina ... —Su risa me sacó un jadeo roto.

Y me habría encantado cumplir ese deseo suyo, pero tenía que proteger la cordura que sumábamos entre los dos y no se me ocurrió más que cogerla en peso. Ella se sorprendió y estuvo a punto de emitir un grito que apenas vertió contra mi cuello mientras se refugiaba de una caída potencial. Parecía bastante asustada de perder el equilibrio, así que la agarré firmemente y evité que se desprendiera de mí.

La tela de su falda se enredó en mi cintura y en sus pantorrillas. La fricción de la fibra irritó el hematoma de mi costado y debería haberme incordiado, haberme molestado, haberme forzado a no tensar más músculos de los necesarios ... Sí, debería haber sido así. Y, en lugar de la reacción lógica, sentí una ráfaga de satisfacción insoportable, como si arrastrar su ropa por mi herida no fuera algo peligroso, sino idílico. Solo acerté a rodear su trasero y subirlo más, evitando que entrara en contacto con mi emocionado miembro.

—Me temo que eso tendrá que esperar porque tengo los preservativos en la habitación ... —Helena tomó mi cara y me silenció con un beso húmedo y combatiente. Retomé el camino de regreso a mi cuarto totalmente a ciegas—. Y no creo que salgamos pronto de ahí, chérie ...

Sonrió contra mi boca.

—Estás caliente ... —Pellizcó mi labio inferior con los suyos—. ¿Te ha subido la fiebre? —se burló.

—El doctor dijo que sudar me vendría bien para bajarla, ¿no? —Ella siguió regando de besos mi rostro, midiendo mi temperatura. En el fondo, por muy excitada que estuviera, sentía preocupación por mí. Ninguno sabía si me había recuperado realmente—. Pues no veo una mejor manera de hacerlo —razoné.

Mi pretexto hizo que riera, feliz de que bromeara. Helena me conocía bien y yo no bromeaba si no me encontraba en buenas condiciones. Era una señal de que todo marchaba hacia buen puerto. Una señal de que podíamos continuar y de que mi físico no suponía ningún problema para lo que queríamos hacer.

Tres segundos más tarde, me subí a la cama de rodillas y la tiré sobre el colchón. La inercia me llevó a seguir su trayectoria tanto que pude robarle un rápido beso antes de retroceder y mirarla desde las alturas.

Helena se quitó las gafas y me las dio para que las dejara a buen recaudo, sobre la mesilla.

Estar a sus pies era increíble, pero tenerla debajo era un placer completamente diferente. Un placer inexplicable.

—¿Alguna regla o preferencia? —Lancé la pregunta en un momento de lucidez—. ¿Algo que necesite saber o que ...?

Sus dedos rozaron mi pantalón corto.

—No te sobreesfuerces, ¿de acuerdo? —Esa petición me golpeó, al igual que el atisbo de un miedo casi exterminado que se reflejaba en sus pupilas—. Eso va antes que todo lo demás.

Seducido por aquella postura en la que yo tenía el poder, palpé sus caderas y su vientre con ambas manos.

—Nada de sobreesfuerzos —juré.

El color pálido de la piel de su barriga me pidió que le rompiera la camiseta si con eso lograba tener su pecho a mi jodido alcance.

No lo hice porque noté que Helena quería hablar.

—Bien ... —Respiró hondo y yo me senté en sus muslos—. Siempre has sido amable y considerado conmigo y me encanta que lo seas, pero también me gusta ... —Me miró, tímida—. Normalmente me gusta fuerte.

Mi erección empezó a luchar contra la ropa interior que estaba enjaulándola. La mujer que más amaba en el mundo acababa de reconocer que sus gustos sexuales iban más allá de lo suave y lo seguro y yo me derretí de solo imaginar las posibles posturas que preferiría probar.

—¿Fuerte o muy fuerte? —Necesitaba más detalles.

Yo no controlaba la sonrisa y ella rodó la mirada, sonrojada. No sonrió porque su orgullo era lo primero, pero se moría de ganas.

—No quiero que me partas en dos, Charles ... —respondió.

—Podría hacerlo —rebatí. Ella se rindió, sonriendo ampliamente. Entonces, estiré mi brazo derecho hasta su barbilla y perfilé su carnoso labio inferior—. Solo tienes que pedirlo con esta boquita.

Su boca.

Mierda.

Su boca podía hacer tantas cosas ...

—A eso me refiero —Interfirió en aquellos pensamientos poco éticos.

—¿A qué, exactamente? —dije, perdiendo el hilo de la conversación.

—Al diálogo —Aclaró—. Tú ya lo has hecho otras veces. En ... En Miami, por ejemplo —Rescató aquel viaje de mi memoria, aunque había demasiados momentos memorables y aguardé a que especificara más—. La noche de mi cumpleaños, cuando estábamos en tu baño y me ...

—Te azoté —mencioné—. ¿Te gustan los azotes? —Fruncí un poco el ceño.

—No hablo de ...

Su intento de explicarse quedó en nada, pues yo había metido mi mano izquierda bajo su culo, apresándolo en mi palma. Mi otra mano cayó de su mentón y descansó en la base de su cuello para luego deslizarse hacia su escote.

—Podría azotarte —consentí de buena gana—. Si me lo pides, claro. Pídemelo —Recorrí la forma de su pecho, ansioso por ver más—. ¿O te da vergüenza, tesoro?

Al provocarla y ponerla contra las cuerdas, hubo un cambio en su semblante y en el auge de su respiración.

—Justo así —denotó, descentrada—. Quiero que me hables justo así.

Resoplé.

Estaba tan excitado que no existía ni un solo método que midiera mis niveles de testosterona sin reventar en el proceso.

Me olvidé de su trasero, de sus voluptuosos pechos y del dolor que mi polla experimentaba. Sin demorarme, me aproximé a su estómago descubierto y fui descendiendo. A la altura de sus ojos, agarré su mejilla y la sostuve con determinación.

—¿Eso quieres? —Su desigual aliento abanicó mi rostro—. ¿Quieres que te domine?

Pero Helena lo negó con un pequeño gesto y sus pupilas negras cobraron vida propia.

—Quiero que lo intentes.

Empujó su rodilla, ya flexionada, contra mi entrepierna y vi jodidas estrellas. Vi incluso constelaciones. Tuve que apoyarme en el colchón con mi mano libre para digerir el ingente placer que amenazaba con consumirme antes siquiera de llegar al acto propiamente dicho.

—Joder ... —maldije.

Contenta de haberme frenado en seco, avanzó en su enigmática explicación.

—Soy respondona por naturaleza. Si no recuerdo mal, te lo dije la noche que nos conocimos —Acarició mi cuello con su mano quemada—. Sobre todo cuando un tío quiere crecerse —Bajó la voz y me besó la mandíbula—. Es algo que no soporto. Y si llevo esa lucha a la cama es algo que sigo sin soportar, pero que, de alguna manera, me pone como un tren —Contuvo una risotada—. Esa noche, en Baréin, no sé si lo notaste ... Cuando rebatiste todo lo que te decía sobre Red Bull ... Cuando no quisiste darme tu nombre ... Y lo has hecho muchas veces más desde entonces ... A diario —Sus atrevidos dedos recorrieron todo mi pecho, avivando el deseo carnal que sentía por ella desde esa bendita noche de marzo. Meses ... Había pasado meses enteros conteniéndome—. Nunca dejas de ser amable conmigo, pero no te asusta responderme de vuelta —me definió—. Los hombres con los que he estado no llegaron a entenderlo. Creían que hablaba de violencia física. Lo resumían a eso. Uno de ellos me tiró del pelo de repente. Fue horrible —Se rio de aquel desagradable recuerdo y yo, más estable, sonreí por la torpeza de aquel tipo—. La pelea verbal con alguien que me atrae es ... Creo que es lo que más me excita en el sexo. Y tú ya me atraes muchísimo, entonces ... Si me plantas cara ahora, podría ... Podría ser ...

—¿Y si consigo doblegarte? —pregunté, justo encima de sus labios, tentándola a rendirse—. ¿Qué pasaría entonces? ¿Lo soportarías?

—No —Se opuso—. No podrías. Nadie puede —Aprovechó para besarme usando su lengua—. Ese es el punto.

No paré de besarla, obcecado con lo cautivadores que eran sus besos. Entre los lujuriosos giros de mi lengua, intentando batir a la suya, balbuceé la única opinión que tenía sobre el tema.

—Esto va a ser divertido ...

De alguna manera, me impuse al anhelo de su fantástica boca y volví a mi posición, de rodillas, con su cuerpo entre mis piernas. La oscuridad que habitaba en los orbes de Helena se propagó tan rápido que solo la percibí cuando me alejé y la contemplé mejor. Atento a esa masa negra que centelleaba y me seducía indecentemente, me eché hacia la izquierda para atrapar la manivela del cajón de mi mesilla de noche. El estiramiento me tensó la piel, que se quejó y envió un punzante dolor a mi costado. No lo verbalicé. No era necesario. Simplemente, regresé a una postura que no me atizara en las heridas tras agarrar los paquetes de condones y tirar uno de ellos a la cama.

—¿Cuántos ...? —dijo ella, expectante.

—Dos cajas enteras —contesté.

Cogí la esquina superior del paquete y rompí el envoltorio que lo rodeaba.

—¿Y serán suficientes?

Sin perder de vista mi objetivo de abrirlo, analicé su entusiasmado rostro.

—Puede que no ... —Sonreí.

—Genial ...

Se desplazó hacia mí y, de repente, tenía de nuevo su mano en mi otro paquete. Ese que crecía y crecía, duro como una piedra.

—Helena ... —la llamé, a punto de entrar en un cortocircuito.

—¿Mmm?

Estaba muy atenta a la evolución de mi miembro. Por lo tanto, no tuve más opción que coger su habilidosa muñeca y retirarla del peligro.

—Créeme: no quieres hacer eso —le advertí.

—¿El qué? ¿Masturbarte? —Ojeó mi gesto. Yo asentí y me llevé la caja a los dientes, rasgándola definitivamente. Escupí el plástico, que se confundió con las sábanas blancas y desapareció—. ¿Por qué? ¿Es que vas a correrte ya? —me acusó, con media sonrisa surcando su cara.

No lo escondí porque era la pura realidad. Por su parte, Helena amplió su victoriosa sonrisa.

—En el sexo oral no sólo disfruta quien recibe, bella —Abrí el cierre de la caja—. Si piensas que se me ha puesto así por arte de magia, estás muy equivocada. Podría venirme si me pones la mano encima y no quiero ...

—¿Y qué quieres? —Saltó ella, apoyando sus codos en la cama—. Ya te he contado mis gustos. ¿Cuáles son los tuyos?

Inhalé. Las ideas viajaban y rebotaban en mi mente como pelotas fuera de control.

—No es una preferencia, sino lo que quiero ahora.

—¿Y qué es? —curioseó.

—Sentir cómo te contraes a mi alrededor, cómo me aprietas hasta que no pueda más y acabe corriéndome mientras sigo dentro de ti —enumeré en un orden muy claro y detallado.

Helena abrió los ojos en grande. Aquella confusión la volvió adorable.

—Vaya —Observó cómo sacaba uno de los sobres y echaba la caja junto a su pareja—. Eso ha sido muy explícito ...

Partí el sobrecito y el olor dulzón entró en mis fosas nasales. Lo dejé a mi izquierda, preparado para cuando acabásemos los preliminares y ni siquiera supiera abrir un jodido envoltorio con abre fácil.

—Puedo serlo todavía más —declaré.

—¿De verdad? Pues adelante —me animó.

—Sácate la camiseta —Mis dedos picaban, desquiciados por tocarla—. Debo tener una maldita obsesión con tu pecho —revelé.

—¿Ni un "por favor"? —Sus cejas subieron. Se regocijaba en mi debilidad—. Quítamela tú —ordenó. Un subidón de adrenalina me echó sobre ella, que retrocedió lentamente hasta que su espalda se adaptó al colchón—. ¿O tocarme las tetas también te da miedo, campeón?

Helena iba a acabar conmigo.

—Estás jugando con fuego ... —mascullé, sobreexcitado.

—Ya te he dicho que no soy una muñequita de porcelana como las que te has tirado estos años —Me aguantó la mirada, desafiante.

Está acabando contigo, Charles. Ya lo está haciendo.

—Así solo me la pones más dura, Helena ... —dije entre dientes.

—¿Y eso no es bueno? —Indicó.

Descansé la boca sobre su cuello, donde comencé a mordisquear y a lamer hasta que no hubo ni un centímetro de su piel libre de mis atenciones.

—Me gusta —Acepté.

—¿Te gusta?

—Que seas el doble de descarada —Mi saliva le daba un brillo especial a su clavícula—. Rozas la insolencia y te sienta como un puto guante ...

Abrazó mi espalda.

—Me alegro de que te guste, aunque, si quieres oírme —Besó mi lóbulo a modo de tentativa—, tendrás que hacer bien tu trabajo, cariño.

—Estarás muy satisfecha ... Te preguntaré dentro de quince minutos, Rivas ... —No le daba más tiempo que ese antes de que sus ínfulas se volatilizaran—. Cuando no puedas articular ni una sola palabra. ¿Te parece bien?

Sentí sus dedos en mi oído, pidiendo que perdiera la cabeza de una maldita vez.

—Lo que me parece es que sigo con la camiseta encima, Charles —Evidenció.

Atrapé el final de la prenda entre mis dedos y me incorporé para quitársela. Ella terminó de sacársela porque, tan pronto como su sujetador negro fue visible a mis hambrientos ojos, mis sentidos lo tiraron todo por la borda. Helena podría haber sacado sus garras, haber luchado contra mi clara devoción por sus pechos, pero no lo hizo. Si había razón o no, lo desconocía, al igual que me desconocí a mí mismo cuando curvé la espalda y tiré de la pieza lencera hacia abajo.

El grosor y la forma eran perfectos para mis manos, tal y como había calculado anteriormente. Los abarqué con ellas y Helena tembló. Aquel escalofrío ayudó a que sus redondos pechos chocaran de lleno con mis dedos. Admiré la dimensión, lo rebosantes que lucían, y me encapriché de sus aureolas, justamente proporcionadas. Unas cuantas estrías blancas subían por ellos, apenas perceptibles en primera instancia. Eran como dendritas, ramas de un árbol que embellecían la zona, plagada ya de lunares de múltiples tamaños. Las perseguí con la vista, completamente deslumbrado.

Sono magnifici ... —farfullé en italiano.

Tócalas ... —Su español era nítido a mis oídos. Rocé con el pulgar su pezón, provocándole un tierno jadeo—. No —Me detuvo al sujetar mi muñeca en un impulso. Sus ojos pedían mucho más y así lo expresó ella—. Con la boca.

El líquido preseminal empapó mis bóxers. Lo noté, pero seguí su decreto al pie de la letra y aprisioné su pecho izquierdo entre mis labios. De aquella forma descubrí que Helena era incluso más sensible allí arriba de lo que ya lo era en su sexo. Ella no fue capaz de decírmelo, pero bastó con sus gemidos y sus incesantes lamentos en español para que comprendiera cuánto la mataba que lamiera, chupara y maltratara sus pechos a mis anchas.

Ti piace? —Mi pregunta bañó su piel erizada.

Sí ...

Mantuvo los ojos cerrados y las piernas muy juntas.

Bene, perché non mi fermerò —la avisé y me llené con su pecho izquierdo.

Debido a su volumen, no entraba entero en mi boca. La sensación que me embriagó al notarlo escapar, blando y escurridizo, por los bordes de mis comisuras se tradujo en un falso orgasmo. Creí que era real y, de la impresión, mordí su piel. Helena gritó, debatiéndose entre un placer inusitado y el escozor ocasionado por mi indómita mordedura. A modo de disculpa, pasé mi lengua por toda su extensión, mimando la zona hasta que no hubiera evidencia de mi ataque.

Y podría haberme pasado horas masajeando, sorbiendo y lamiendo sus senos, pero, unos minutos después, Helena se pronunció, todavía cerrando los ojos.

Non ne hai avuto abbastanza? —interrogó ella.

Non ... —Su pezón escapó de mi prisión—. ¿Es que vas a correrte ya? —Elegí la misma oración de la que ella había hecho uso.

Sí ... —No mintió.

E cosa ti ferma?

Me eché hacia atrás, buscando su sofocado rostro. Inhalaba a través de la boca, desmayada.

Prima ti voglio dentro, Charles ... —balbuceó.

Y la urgencia de hacerlo también me atizó. Un lengüetazo de fuego se clavó en mis lumbares.

De nuevo en mis rodillas, anclé los dedos en su falda y se la bajé por los muslos. Helena tampoco perdió el tiempo; tiró de mis pantalones de deporte y levantó su trasero para que pudiera quitarle la larga falda por fin. A continuación, se llevó las manos a su espalda, desabrochando el cierre del sujetador. Lo tiró a los pies de la cama y yo creí ver que cayó al suelo, como casi toda nuestra ropa.

Solo quedaban sus bragas, pero la ansiedad me ganó y llevé ambas manos a mis bóxers.

No me importaba follar con sus bragas de por medio.

Me desnudé. Mi ropa interior se perdió en algún rincón del suelo de la habitación y, sin demorarme ni un segundo más, cogí el preservativo de su sobrecito y empecé a amoldarlo a mi longitud. Un suspiro convulso huyó de mí, advirtiendo de que era una tarea difícil, a pesar de todo lo que había lubricado naturalmente.

Helena, aún tumbada en la cama, miraba mi miembro con mucha atención. No obviaba detalle alguno de los movimientos de mis manos, que trataban de colocar la caperuza transparente con cuidado de llamar a ese orgasmo del que estaba huyendo.

Che ti prende? —No se inmutó al oír mi cuestión—. Il gatto ti ha mangiato la lingua? —bromeé con su mutismo.

Se chupó las comisuras, indecisa.

—Es más grande de lo que pensaba —me confesó.

Me enorgulleció que creyera aquello, pero no hice ningún alto y continué poniéndome el condón.

—Entrará. Haré que entre.

—¿Estás seguro? —insistió ella.

Mi tamaño le había sorprendido, tanto para bien como para mal. No podía culparla. Por lo que me había contado, había transcurrido un tiempo desde la última vez que tuvo relaciones sexuales con alguien. ¿Cómo no iba a sentirse cohibida tras ver por sí misma mi prominente erección? Incluso a mí me sorprendía que hubiera crecido tanto. No recordaba haberla visto así nunca.

—Iré despacio —declaré, más suave—. Ti va bene?

—Vale ... —Aceptó.

Acabado el laborioso trabajo de no correrme al tocarme, sostuve sus muslos y tiré de su cuerpo en mi dirección. Helena separó mejor las piernas y la humedad que se filtraba por sus bragas me pareció tan suculenta que no pude evitarlo y mi pulgar masajeó la zona, haciendo un alto con el que ella pudiera relajarse antes de que la penetrara.

—Pararé si lo necesitas —La puse sobre aviso.

—Ajá ... —dijo, medianamente conforme.

Le sonreí, temiendo que no se sintiera tranquila.

Toqué su vientre, sus caderas, y me percaté de que su cuerpo estaba más abajo que mi entrepierna. Para solventar aquel pequeño inconveniente, recurrí a una de mis almohadas. La metí bajo su culo, levantando así toda esa parte. El acceso era mucho más amplio de tal manera.

Mis dedos se enredaron en la cinta de sus bragas. Moví la tela, arrastrándola. Helena me ayudó para mantener las manos ocupadas.

Siendo sincero, ella se encargó de retirar la última prenda que tenía encima porque yo me extravié en el instante en que la tinta negra destacó en el terreno pélvico que su ropa interior había ocultado hasta entonces.

Empujé un par de dedos a su piel. Imitar las minúsculas curvas de aquella serpiente fue todo cuanto acerté a hacer. Al ejercer un poco de presión, noté el hueso de su pelvis, pero ni siquiera su presencia consiguió que saliera del trance.

—¿Desde cuándo tienes un tatuaje? —pregunté, hipnotizado.

El dibujo no era más grande que mi meñique. Era más pequeña. La serpiente, negra como el tizón, se doblaba de izquierda a derecha. Se deslizaba por su piel blanca como uno de esos reptiles se mueven por la tierra.

Mientras estudiaba el tatuaje, mi pene buscó el camino hasta su monte de Venus. Lo encontró y Helena gimió en alto. Su clítoris no podía soportar esa cercanía.

—Desde ... —titubeó, como si no pudiera pensar con claridad—. Desde los diecisiete años.

De repente, mis caderas dieron con un ritmo sosegado y todo mi falo se restregó contra su feminidad. Observé que echaba la cabeza hacia un lado y jadeaba, sobreestimulada.

—¿Te bailan las fechas, chérie? —Reí en voz baja.

—No ... —Se resistió.

La suavidad de aquel vaivén sustituyó mi reciente obsesión por el animal grabado en su piel. Estaba hinchada y había dilatado tanto que mis cinco dedos podrían haber entrado de golpe y no habría sentido el más mínimo dolor. Pude comprobarlo al pasar mi falo por su entrada, midiendo la dificultad que encontraría cuando quisiera introducirme en ella. Deduje que no sería complicado. Resbalaba, como si estuviera cubierta de un fino aceite.

Tu es trempée ... —Señalé.

El lubricante artificial que rodeaba mi preservativo era una jodida broma en comparación a la cantidad de fluidos que Helena estaba segregando.

Desde luego, esos minutos que pasé jugando con sus senos habían hecho maravillas ahí abajo.

Exaltado, flexioné sus piernas y las coloqué contra mi cintura, cada una a un lado. Con el movimiento, la cabeza de miembro hizo el amago de entrar en su mojada hendidura, pero aguanté y retrocedí un poco. En primer lugar, debía garantizar que se sentiría relajada. La tensión que acumulaba en su vientre era palpable y yo solo ...

Mierda ... —Su maldición revoloteó por mi habitación a pesar de que había cubierto parte de su rostro con el brazo izquierdo—. Por favor, Charles ... —Sus ojos negros me arañaron el alma—. Por favor, fóllame ... Me volveré loca si no lo haces ya ...

Joder. Está suplicando. Helena Rivas Silva, suplicando.

—No sabía que supieras suplicar ... —dije yo, embelesado—. Y no sabía que tuvieras una boca tan sucia ... —farfullé, hundiendo los dedos en el hueso de su cadera.

Me escrutó con un fervor que no olvidaría jamás.

—Habló el inocente que se arrodilló para meterse entre mis piernas —declaró, casi sin poder respirar.

Sus ganas de pelear me excitaron incluso más que esos ruegos y le di lo que exigía porque no era distinto a lo que yo deseaba.

Se me encogieron las entrañas cuando me metí en ella. Todo mi ser se redujo mientras Helena agarraba las sábanas, temblando, y luchaba por hacerse con algo de oxígeno. Me habría detenido si no hubiera sido por el ímpetu que empleó en tocar mi estómago.

Sus uñas dejaron un sendero rojizo allá por donde iban. Sus pupilas ardían como si estuvieran siendo sometidas a una noche eterna. Sus piernas se adhirieron a mi cintura en busca de un mayor contacto. Sus paredes se ceñían sobre el intruso que las invadía.

Mis manos abrazaban sus costados con precisión. Mi cuerpo avanzaba, embistiendo. Mi corazón ladraba, rabioso.

Sus pechos se agitaron a la par.

Mis dedos corrieron a atrapar uno de ellos.

¿Hacer el amor ...? ¿Hacer el amor siempre ha sido tan placentero? Porque no lo recordaba así. Dios mío ... Aquello era diferente a todos los recuerdos que me picoteaban la memoria.

Había una armonía casi perfecta entre su cuerpo y el mío. Cuanto más me adentraba en su vagina, más gritaba. Al principio, la duda de que fueran gritos causados por un dolor ajeno a mí subsistió, pero se esfumó enseguida.

Los chirridos de mi cama hicieron compañía a las maldiciones de Helena y creí ... Creí que rompería el mobiliario.

Podría haberlo roto.

Le prometí que sería bueno con ella. Se lo prometí, pero sus suspiros me hacían empujar con más fuerza. Sentir esa comprensión, notar sus contracciones, vivir de primera mano lo que había sido un simple anhelo ... Todo me abocó a embestir más y a un orgasmo como ningún otro.

No obstante, la imagen que ella me ofrecía, con el cabello revuelto, las mejillas coloradas como cerezas y los labios mordidos por la necesidad de acallar esos imparables gimoteos, se unieron de tal modo que, con medio miembro en su plácido interior, detuve el acto.

Su mano escaló hasta atrapar la mía.

Batió sus pestañas negras, sofocada.

—¿Por qué paras ...? —me preguntó.

Jadeante, intenté concentrarme y darle una contestación válida.

—Porque eres hermosa ...

Mi explicación valió una de sus sonrisas. Ah, pero no era una sonrisa cualquiera, sino la más bonita y radiante. La más especial. La que más buscaba entre la multitud después de una carrera. La que más añoraba cuando se marchaba lejos.

Me agaché, atraído por ella y por su dulce risa de cerdito.

El corazón se me achicó, se me contrajo, igual que se contraía Helena, haciendo más y más estrecho el canal que nos mantenía unidos.

El mejor orgasmo de toda mi existencia estaba a punto de hacer su entrada triunfal.

En realidad, podría haberme corrido de solo mirarla.

No entendí cómo lo contuve.

Ella cogió mi brazo derecho, tiró de él y pronto estuve sobre su colorado rostro. Inhalé su aroma antes de fundirme en la maravillosa boca que ponía a mi disposición. Su beso fue demasiado intenso y fogoso. Helena recibió con mucho gusto mi sucesión de gemidos, aunque yo hice lo propio cuando, a raíz del frenético movimiento que había retomado, mi pene se escapó y rozó su estimulado clítoris, provocándole un sollozo ahogado.

Llevó la mano vendada a mi sexo, introduciéndolo nuevamente en su histérica feminidad. Con su segundo orgasmo, la matriz había perdido el juicio al mismo tiempo que su dueña y, en medio de aquel caos de sonidos rotos de placer, se autopenetró para que yo sintiera en mis carnes todo lo que ocurría en su interior.

Me encerró. Me encarceló en su orgasmo y, completamente vencido, no supe gestionarlo sin rugir en mitad de un beso descompuesto y pecaminoso.

Bordel ... —gemí, desgañitándome.

Desplacé mi boca a su ardiente pómulo. Mi saliva empañó su piel ruborizada.

—¿Lo notas ...?

Clavé los codos a ambos lados de su cabeza, incapaz de encontrar soporte.

—Me estás ... —Pero la voz no salía de mí.

Me estás estrangulando.

—¿Sientes cómo me contraigo a tu alrededor? —repitió mis exactas palabras mientras lidiaba con aquel orgasmo—. ¿Cómo te aprieto hasta que ...?

—Helena, por favor ... —imploré.

—¿No era eso lo que querías, Charles? —inquirió, tan atrevida como exhausta.

Una de esas contracciones me puso el orgasmo en una bandeja de plata y me corrí como nunca creí que sería posible. Se cernió sobre mi miembro, engulléndolo y rodeándolo con una brutalidad que me saltó las lágrimas.

—¡Helena! —clamé su nombre.

Lo siguiente que sentí fue un tsunami de placer y las tenues caricias de sus dedos en mi pelo. Una combinación increíble.

Perdí la noción del tiempo. Solo podía pensar en la calidez de su vagina y en sus pechos presionándose contra mis pectorales. Y así continuó hasta que se acercó a mi oído y me preguntó acerca de la condición física en la que había terminado.

—¿Te encuentras bien? —Se interesó por mi quietud.

Seguidamente, me aparté de su cuerpo, sacando mi pene de su sexo para tumbarme a su lado. Con el corazón todavía acelerado, me palpé el centro del pecho.

El techo de mi habitación me dio una calurosa bienvenida. Parecía que nada había sucedido allí y que volvía de un viaje muy largo. Un viaje que me apetecía repetir una y otra vez.

A ciegas, me saqué el preservativo. Por curiosidad, miré el capuchón y comprobé que estaba atestado de mi semen. ¿Solía llenarlo? No lo recordaba. Hacía meses que no tenía sexo con nadie. Desde Navidad, si mi memoria no fallaba. Ni en esa ocasión ni en todas las que se dieron con mis anteriores parejas hice tan buen uso de un condón.

Suspiré y me incorporé para liarlo.

—No sabía que pudiera correrme tanto ...

Vacié la caja que había abierto antes y todos los preservativos, perfectamente empaquetados en sus envoltorios, quedaron esturreados por las sábanas. Utilicé el paquete como papelera y lo lancé a los pies de la cama. Cayó con un par de golpes sordos en el parqué. Después, volví a caer de espaldas en el colchón.

Helena se había dado la vuelta y su espalda, salpicada de numerosos lunares, entró en mi campo de visión. Me habría encantado contarlos. Eran muchos. Sin embargo, su trasero respingón me despistó durante unos segundos.

—Yo tampoco ... —contestó, mirándome.

Se echó el cabello hacia la derecha.

—¿Cómo ...? ¿Cómo mierda hemos aguantado tanto tiempo sin follar ...? —dije, supeditado a la incertidumbre.

—No lo sé ... —Resopló—. Y me arrepiento de no haberlo hecho antes ... Joder ... —maldijo, haciéndome sonreír—. Sabía que el sexo contigo sería espectacular, pero esto es ... Joder ... —concluyó.

—Una descripción muy acertada, cariño ... —Apunté, risueño.

Al final, sí que se había quedado sin palabras.

Descansó todo el peso de su tronco en ambos codos, ofreciéndome una imagen de su figura que debería ser ilegal.

—¿Te ha gustado? —me preguntó de repente.

Confundido, analicé su semblante.

—Joder, Helena ... Llevo corriéndome como veinte minutos y nunca he sido precoz en eso ... ¿De verdad necesitas que te responda? —Le contagié la sonrisa. Abochornada, estiró los brazos y cayó sobre su vientre. No permaneció mucho en esa posición y se tumbó sobre su espalda, igual que yo—. ¿Es por los cretinos? —Ante su silencio, hice el esfuerzo de apoyarme en el codo izquierdo, con cuidado de no joderme el vendaje del brazo—. ¿Te metieron alguna idea estúpida en la cabeza?

Esa posibilidad siempre había estado ahí. Desde que, un par de meses atrás, en esa misma cama, me pidió paciencia y tiempo antes de dar el paso adelante y tener relaciones conmigo.

—No. Todo lo contrario ... —negó, pensativa—. Se iban. No hablaban —Esperó, recordando momentos que no eran agradables para ella—. No decían nada.

Al imaginar esos escenarios, algo me pidió golpear a todos y cada uno de los imbéciles que habían estado en su cama para tener un polvo rápido y desaparecer sin decir ni un mísero comentario sobre lo que había pasado entre ellos. No pedía que hubieran tenido sentimientos por Helena porque aceptaba que el sexo también estaba ahí como un desahogo, sin ataduras. Era muy normal que tuviesen relaciones sin nada más en mente que disfrutar. No obstante, ignorarla y dejarla como si no hubieran obtenido lo que iban buscando era cruel incluso para unos cuantos estúpidos que no fueron capaces de ver en esa chica algo más que un pasatiempo.

Ella creía que no había estado a la altura de lo que esos capullos buscaban. Se culpaba a pesar de ser una mujer preciosa y atractiva que podía satisfacer hasta al tío más ridículo y mononeuronal.

Ahora era mi turno y no iba a imitar comportamientos tan presuntuosos. Esos malditos traumas no crecerían mientras yo fuera su pareja.

Atrapé su barbilla entre mis dedos. Su mirada perdida cambió al sentir mi roce.

—Pero ahora tienes la gran suerte de haberte acostado conmigo y no sé si eres consciente de que me encanta hablar. Hablo por los codos —Afirmé y Helena esbozó una sonrisa que me debilitó los sentidos—. Puedes preguntarme lo que sea, así que no dudes de ti misma, ¿vale? —Me examinó con detenimiento—. ¿Qué quieres saber? Vamos. Pregunta.

Le habría respondido a cualquier duda que hubiera quedado remanente tras nuestro primer encuentro sexual serio, pero ella no se inclinaba por un interrogatorio.

—Quiero saber qué he hecho para merecerte —planteó.

Mis facciones se deshicieron de cualquier tipo de tensión. El comienzo de una sonrisa en sus labios me aseguró que no guardaba sensaciones incorregibles. Un poco de mi cariño haría de ungüento para todas las experiencias que no le habían aportado más que quebraderos de cabeza.

—Ser mi otra mitad ... —Me incliné sobre su cuerpo y atrapé su boca con la mía en un beso que sanó sus heridas rápidamente—. ¿Te parece poco?

—Muy poco —balbuceó, besándome con una dulzura insustituible. Yo me moví hasta que su cadera y mi entrepierna se toparon y Helena agrandó su brillante sonrisa bajo las copiosas atenciones de mis labios—. No se te baja ...

—¿Y cómo quieres que se me baje si no dejas de besarme? —le reproché al instante.

Su risa, suave y alegre, sobrevivió a mis besos, por más fervorosos que estos fueran.

—Bueno, es mejor así —dijo, condescendiente.

—¿Es mejor? —inquirí yo.

—Tienes dos cajas enteras, ¿no? —Las carcajadas apenas la dejaban hablar.

Me di cuenta de que no la había visto tan feliz nunca y que el motivo de esa felicidad que escapaba de su ser a borbotones no era ni más ni menos que nuestra relación y toda la seguridad que le había brindado después de haber hecho el amor.

—¿No estás cansada?

Me preocupé por aquellas ojeras. Eran lo único por lo que podía preocuparme, pues su sonrisa nublaba todo lo demás.

—Tengo cuerda para mucho rato, Leclerc —me informó, tragándose mis persistentes caricias—. Aunque sigues convaleciente y no quiero que ...

—Ojalá esté convaleciente una semana más ... —Me puse encima de ella, asistiendo a sus risitas. Precisamente, esas risas me complicaron la audición y tardé más de lo normal en identificar su tono de llamada—. ¿Es tu teléfono? —dudé.

Afiné el oído. Sonaba lejos. Desde la cocina.

—Yo no escucho nada —Me robó nuevos besos.

—Pero está sonando la canción que ... —Traté de convencerla de que no era ninguna invención.

Helena llevó sus manos a mi nuca y yo no pude girarme hacia la puerta de la habitación. Sus grandes orbes negros me atraparon y la melodía resonó con más estridencia. Era nítida y fuerte tanto para ella como para mí.

—Charles, te estoy diciendo que no escucho nada —insistió, pletórica.

Sonreí gradualmente.

—No escuchas nada ... —reiteré.

Mis comisuras temblaban, enternecidas y exaltadas por lo que implicaba aquella mentira.

—Absolutamente nada ... —especificó, con esas arruguitas haciéndose eco alrededor de sus ojos.

Chilló cuando empecé a besar todo su rostro.

Las armónicas risotadas de Helena se sobrepusieron a la llamada telefónica.

El mundo se silenció.

Solo estaba ella.

Mientras se retorcía en mis brazos y suplicaba que detuviera el ataque blindado, me formulé la misma pregunta. La lancé al aire como quien tira una moneda y espera a que caiga del lado que ha elegido.

¿Y qué he hecho yo para merecerla?

Jamás di con la respuesta.








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El tatuaje de Lena:

Y después de este señor capítulo en honor al cumpleaños de Carlos ❤️❤️❤️❤️, me marcho a sobar que estoy muertaaAAA

GRACIAS POR EL APOYO Y BYE 🫶🏻

Os quiere, GotMe ❤️💜

1/9/2023

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