62 || beggin' (on my knees)
Charles Leclerc
Desperté con la luz entrando por las rendijas de las persianas de mi habitación. El sol era tan intenso que iluminaba gran parte de la silenciosa estancia.
Iba cobrando la conciencia y lo primero que hice fue extender mi brazo izquierdo por la cama. Me hice daño al forzarlo y gemí, deteniendo la inspección del colchón. Estaba vacío y no yo no podía hacer grandes esfuerzos con ese brazo porque los malditos vendajes apretaban una barbaridad y la más mínima rozadura me hacía ver un cielo estrellado que no se correspondía en absoluto con la hora.
Mientras me desvelaba de aquel sueño, me noté más liviano. Ya no sentía ardor en la cabeza ni las articulaciones pesadas. Esas bolsas de hierro que ataron a la cama unas horas atrás se habían esfumado. Respiré con el estómago y llevé mi mano derecha, la sana, por todo el abdomen. No había camiseta que cubriera mi torso, pero tampoco recordaba habérmela quitado. Esa etapa febril me había dejado sin memoria y sin fuerzas, aunque estas últimas parecían aumentar con los segundos.
Al cabo de unos minutos que invertí en inhalar y expirar a un ritmo constante y profundo, creí escuchar un ruido que debía proceder de la cocina y la idea de que Helena siguiera en casa resurgió de sus cenizas.
Tras desperezarme y bostezar, salí de la cama. Iba a hacia el pasillo, pero la forma alargada del termómetro atrapó mi atención. Encendí el aparato y me lo puse en la axila. La fiebre debía haber bajado mucho, puesto que no sentía fría ni ganas de imbuirme bajo una tonelada de mantas térmicas que me aislaran de aquella destemplada sensación.
Descalzo, caminé por el pasillo de mi apartamento. Me tallé el ojo derecho y, de repente, la fuerte luz que venía de fuera me congeló al entrar en el salón. La cocina, unida a esa estancia de la casa, también estaba a la vista y, cuando la luminosidad me lo permitió, ubiqué a Helena en uno de los taburetes, frente a la isla donde ya habíamos desayunado en otras ocasiones.
—¿Helena? —la llamé sin obtener ninguna respuesta de vuelta. Confuso por su silencio, caminé hacia ella y puse mi mano izquierda en su espalda. Fue un gesto suave que no me provocó dolor alguno y que a ella la sacó de sus ensoñaciones—. Tesoro? —Giró el rostro—. Buenos días —Y besé su mejilla.
—Ah, perdón. No te había escuchado —se disculpó, olvidando el teléfono móvil sobre la mesa antes de girar ciento ochenta grados, darle la espalda a la isla y mirarme, cara a cara—. Buenos días.
No se había cambiado de ropa. Llevaba la misma camiseta de tirantes negras y la misma falda blanca con motivos florales que cuando llegó a casa la noche anterior.
—¿Qué estabas haciendo?
—Unas amigas me preguntaban por ti. Julia estaba intentando animarme. No importa ... —Sacudió de un modo adorable la cabeza y me observó tras el cristal de sus gafas—. ¿Cómo te encuentras? ¿El brazo no te duele? ¿Estás mejor?
—Sí —Asentí—. Gracias a ti.
Mi sonrisa le gustó. Las esquinas de sus ojos se arrugaron ligeramente, siendo ese el precedente a una sonrisa que alegraba toda su carita.
—¿Y la fiebre? —Puso su mano derecha en mi frente y yo me precipité a besar su palma con cuidado de no hacerle daño en la quemadura vendada—. Ya no estás ardiendo —Suspiró—. Puede que el médico acertara con lo del estrés ...
—Es probable que fuera un cúmulo de estrés. No estoy hecho para soportar tanto de golpe —Expuse—. El termómetro dirá en un par de minutos —Le señalé el objeto que tenía bajo el brazo izquierdo.
Parecía contenta con mi estado.
—Tienes mejor aspecto —Corroboró mientras sus dedos caían por mi rostro hasta volver a su regazo—. Es un alivio.
—¿Y tú? —La confusión de su semblante me obligó a especificar más—. ¿Has dormido?
Se encogió, buscando la palabra que definiera mejor toda la falta de descanso que veía en su mirada.
—Poco —admitió.
Esas ojeras no venían de una noche sin dormir, sino de varias. Recordé cómo se marchó del hospital, cómo no quiso hablar conmigo esa noche porque necesitaba calmarse, cómo habían pasado dos días enteros desde entonces. ¿Cuánto llevaba sin descansar apropiadamente? ¿Desde el accidente? Eso hacía un total de tres noches. Tres noches sin poder pegar ojo por culpa de mi arrebato, por decirles la verdad a mamá y a mis hermanos. Charlotte también se incluía en ese lote, pero no quería pensar en ella. No merecía mi tiempo. La única que lo merecía estaba frente a mí, luchando contra el cansancio después de haber velado por mí la noche entera.
Me acerqué a Helena y dejé caer mi mano derecha en su pierna.
—Lo siento —le susurré.
No tardó en quejarse.
—Ya te dije anoche que ...
—No es solo por haberme cuidado toda la noche —Indiqué, apesadumbrado por todo lo que había acarreado mi confesión—. También es por lo de mi madre.
No se mostró reticente a ese asunto, aunque sí bajó la barbilla y lo meditó durante un par de segundos.
—¿Quieres hablar sobre eso ahora? —inquirió.
—¿Estás enfadada? —Contraataqué yo, de forma inesperada.
Helena levantó el mentón, perpleja, y me sostuvo la mirada de nuevo.
—¿Qué? No —me aseguró, más seria y contundente—. Solo estoy cansada. Nada más.
—La falta de sueño te pone de malhumor —dije, bien encaminado.
Agarré con dulzura su muslo.
—Bueno, eso ... —balbuceó.
—Eso es cierto —insistí.
—No estoy molesta, Charles —Sus hombros cayeron en picado. Había soportado mucho y no quería que retuviera nada más—. De verdad.
Llevé mi otra mano a las suyas, que jugaban con el anillo de su abuela.
Helena reprimía muchas cosas al cabo del día y no me hacía ninguna gracia que se esforzara en algo así cuando enfadarse o irritarse por el comportamiento de su pareja era lo más normal del mundo. Quería esa normalidad para nosotros. Y, por encima de todo, quería que ella se sintiera libre de expresar cualquier sentimiento que viviera en su interior.
—No debí decirlo así —reconocí mi error y, por el ritmo de su respiración, creí que estaba diciéndome la verdad. No había ningún enfado del que hablar—. Sé que te molestó y lo siento mucho. Solo quería pararle los pies a las dos —me expliqué—. Mi madre habría seguido si no llego a hablarle de nosotros y Charlotte habría continuado viviendo su sueño cuando tú ...
—Fuiste muy brusco —Apuntó.
Si hubo algún tipo de irritación, había quedado en el pasado. En Bakú, probablemente.
—Lo sé.
—Y no me preguntaste si estaba conforme con contárselo de esa manera —Añadió.
Su voz, serena. Era apacible y me anegaba los oídos con una sensación mansa, de paz absoluta.
—Eso también es verdad ... —le concedí.
—En realidad —Jugar al juego que yo mismo había iniciado estaba endulzando su actitud tanto que me la habría comido a besos si no estuviera hipnotizado con el vaivén de sus pestañas y los mohines de su nariz—, sí que debería estar enfadada por cómo trataste un tema tan delicado que nos concierne a ambos sin consultarme antes.
Deslicé mi mano sobre la tela de su falda larga.
Me gusta que lleve falda. Es una prenda que le favorece infinitamente y que no usa muy a menudo.
—Puedes enfadarte si lo necesitas —la insté a abrir su caja de Pandora y a arrojarla sobre mí.
Mis dedos reptaron y ella separó los suyos para que pudieran encajar los unos con los otros. Estaban hechos a mi medida.
Esa conexión me secó la boca.
—Me gustaría, pero no tengo ninguna gana de poner el grito en el cielo —replicó Helena. El termómetro reclamó toda nuestra atención para sí y, con el piloto automático encendido, solté su pierna y me retiré el medidor—. ¿Qué dice?
—Treinta y siete con tres —Le enseñé la pantallita—. Solo son unas décimas.
Pero no se conformó con aquella temperatura e intentó bajarse del taburete.
—Te calentaré otra infusión de ...
Apresé su cintura con mis manos, bloqueando cualquier escapatoria y volviendo a poner su trasero en la banqueta.
—Quieta ahí —Sonreí y besé su pómulo—. Ya has hecho mucho, cariño. Deja que me ocupe yo.
—¿Olvidas quién es el enfermo aquí, Charles? —Rio ella.
—No lo olvido, pero primero tienes que perdonarme por haber sido tan insensible, por no haber tenido en cuenta tu opinión y por haberle dicho a mi familia que eres la mujer a la que quiero mientras estaba entubado e ingresado en un hospital de Azerbaiyán —relaté, fijándome bien en el brillo de sus orbes negros, que recobraban la vida por momentos.
—¿Quieres que te perdone? —Se cruzó de brazos y apoyó la espalda en el borde de la mesa—. Mi perdón no es barato, campeón —dijo, risueña.
La alegría de sus gestos era contagiosa. Se metía en mí como si fuera un virus, aunque esa era una enfermedad a la que no me importaba sucumbir durante años.
—¿Y qué tengo que hacer para conseguirlo? —Mis comisuras se alzaban al tiempo que lo hacían las suyas.
—No lo sé —Fingió una ignorancia poco creíble—. Creo que dependerá del esfuerzo que pongas en ganártelo.
Estaba muy seguro de que no lo hacía con esas intenciones, pero la altivez que entintaba sus palabras encendía motores dentro de mí que habían estado oxidados demasiado tiempo.
—Podemos pedir comida china. Es tu favorita —propuse.
Su sonrisa me encadilaba. Me tenía a su completa merced y ni siquiera lo aprovechaba.
—Podría funcionar en otro momento, pero no comprarás mi perdón con una buena comida. Estoy de malhumor, ¿recuerdas? —Frunció el ceño, batallando por teatralizar un enfado que se desintegró mucho antes de llegar a mi apartamento—. Es más difícil que eso.
—¿Entonces? —proseguí—. ¿Cars? ¿Un maratón de Pixar?
Mataría por ese perdón, aunque fuera el más ficticio y baldío que me hubiera dado nunca.
—Ahora que lo pienso, tampoco hemos ido a ese viaje que me prometiste —me acusó de haber faltado a la promesa que le hice y, a pesar de que su reprimenda era una farsa, quise sacarla de casa y llevarla al destino que decidí para nuestro primer viaje solos—. Es cierto que tuviste un accidente y podría justificarlo, pero ... —Dudó.
—Iremos a donde tú quieras —declaré, dispuesto a colmar todos sus deseos.
Ella negó con una mano y se reclinó más. Yo separé las mías de sus caderas.
—Tenemos una carrera en la otra punta del mundo dentro de unos días. Creo que una escapada romántica tampoco sirve ... —Pero mis movimientos le robaron la capacidad del habla—. ¿Qué haces? —cuestionó tras deshacerse de su pésimo papel como reina de la soberbia.
Guiado por la necesidad de complacerla, de remediar todos los fallos que no me estaba teniendo en cuenta, descendí hasta el nivel del suelo. Hinqué ambas rodillas en el parqué de mi piso y alcé la mirada hacia Helena, que no comprendía nada de lo que estaba haciendo.
—Arrodillarme —hablé con total naturalidad.
El golpe en mis costillas apenas se sintió cuando tensé el vientre y adopté aquella posición que tanto escándalo le generaba a ella.
—¿Estás de broma?
—No.
Había vergüenza en sus pupilas, pero también había algo más.
—Eso es demasiado, Charles ... —Trató de sonreír, inquieta—. Vamos, levántate.
—Es la forma que he elegido para que me perdones —Me sujeté a las patas de su taburete, detalle por el que Helena se retorció en su asiento—. Déjame intentarlo —supliqué.
—Te perdono —proclamó, más nerviosa—. Ahora sube.
Ignoré su demanda y, a cambio, pasé de tocar los barrotes de la pequeña banqueta a palpar sus tobillos. Iba descalza, igual que yo. Mi ajetreada mente se deleitó con su piel desnuda, tersa y oculta detrás de una falda que avivaba mi imaginación exponencialmente.
—¿No te gusta verme aquí abajo? —Entre caricias, mis dedos recorrieron un buen trecho hasta atrincherarse en sus pantorrillas—. ¿Tan malo es que ruegue un poco? —Contemplé la ansiedad que afloraba gracias a mis arriesgados y lentos avances—. ¿No dices nada?
—He dicho que estás perdonado —Puntualizó, tensa.
—No estás siendo sincera —aseguré antes de trepar hasta sus rodillas y, de ahí, al comienzo de sus muslos.
Esa zona, más blanda y suculenta que las anteriores, podría haber convertido a cualquier hombre en un demente.
Helena no estaba delgada como una modelo de pasarela porque no lo era. Tampoco tenía el cuerpo de un atleta. No quería que lo tuviera. Era perfecta porque era ella, sin importar que su cuerpo no fuera de revista. La forma en que las yemas de mis dedos se hundieron en la parte trasera de sus muslos me desconcentró y confirmó cuánto me atraía su cuerpo, que parecía estar diseñado para que mis manos se perdieran en él.
Todas esas mujeres por las que me había sentido atraído alguna vez no podían rivalizar con ella. Era imposible. Y, si hubiera tenido otro tipo de cuerpo, también lo habría adorado. Por primera vez en toda mi vida, el físico era tan secundario y a la vez tan estimulante que la atracción no podía venir de sus curvas, sino de la reacción que tenía cuando yo las tocaba.
Fue así desde que la toqué en aquella fiesta de Baréin y se aferró a mi ropa, como si estuviese destinada a disfrutar de mis caricias y yo de las suyas.
—Claro que lo soy —musitó, atenta a la presión de mis dedos.
El silencio era tal cuando ambos callábamos que la escuché tragar saliva.
—Digamos que lo eres —Accedí mientras masajeaba sus muslos, cada vez más próximo a su entrepierna—. ¿En qué piensas ahora? Juzgaré la sinceridad de tu respuesta.
Me detuve, cansado de refugiarme en invenciones que no me llenaban tanto como querría.
Bajé los brazos y ella volvió a respirar.
—¿No se suponía que estabas suplicando perdón? —Busqué sus ojos en las alturas. Eran mucho más transparentes entonces. Veía el deseo escurrirse por sus lagrimales—. ¿Ahora haces de juez?
No respondí a sus preguntas, puesto que el plan había cambiado y mis dedos ya recogían su falda. Una vez en sus rodillas, doblé la tela y la eché hacia arriba. Su blanca piel me tentó y yo no supe parar. En el instante en que rocé su epidermis y entendí que la imaginación no hacía justicia alguna a sus piernas descubiertas, todo mi cuerpo se inclinó hacia ella. No me percaté de lo que estaba haciendo hasta que pegué la boca a su rodilla derecha y la besé en un desvarío que prolongué en el tiempo.
—Sí ... —Asentí, plantando otro beso en la misma zona—. Y seré bueno contigo, Helena ...
Paulatinamente, abrió un hueco entre sus piernas para que tuviera mejor acceso a sus mullidos muslos. Me habría encantado enterrar el rostro en ellos, pero era más agradable hacerlo con cierta pausa y sentir cómo apretaba los músculos a mi paso.
—Pienso ... —titubeó—. Pienso que tienes una contusión en el costado y una quemadura muy fea en el brazo.
—Ninguna de esas dos cosas va a impedir que te toque —espeté, con la boca serpenteando por el interior de su muslo derecho.
Sostuve el izquierdo, a las puertas de su feminidad.
¿Cuánto había pasado? Más de un mes desde que tuvimos un momento como ese. El único.
Y por fin estábamos solos, sin nadie que pudiera interrumpirnos.
Salivé como un animal a punto de degustar el mayor festín de su vida.
—Charles, esto es ...
El color blanco de sus bragas me empujó a recorrer la corta distancia que me separaba de su sexo.
—¿No te gusta mi idea de rogar? —inquirí, echando a un lado los restos de su falda—. ¿Quieres que pare? —le pedí una confirmación o una negación. Ella sabía que me habría detenido si lo hubiera querido así, pero agitó la cabeza de lado a lado—. Si no quieres que pare, ¿qué problema hay?
—Que estás provocándome —esclareció, a lo que yo esbocé una pícara sonrisa—. Ese es el problema.
—Lo siento, pero se me da fantásticamente bien provocarte —La punta de mi nariz rozó lo que debía ser su entrada y ella se encogió, cohibida—. ¿Me perdonas por eso también, tesoro?
Besé la tela de su ropa interior y Helena tembló de la impresión.
—Dios mío ... —Suspiró en un español delicioso.
—¿Qué pasa? —Puse una mano en su culo con el objetivo de que se reclinara más—. ¿No disfrutas del sexo oral?
Se apoyó en la banqueta, incapaz de mantener las manos en una posición fija.
—No sé si me gusta porque nunca ... —Trató de decirme, un tanto avergonzada.
Y me enfadó. Me enfadó que ningún jodido hombre la hubiese adorado como se merecía.
—¿Nunca? —exclamé, irritado—. Putain ... Alors, je dois me donner à fond ...
—¿Qué ...? —No entendió mis palabras.
—Solo tienes que relajarte, ma belle ... —la alenté en a tranquilizarse—. Yo me encargo de todo, ça va?
Sentí cómo distendía los muslos bajo mi tacto.
—Ni siquiera sé si me correré de esta forma —alegó—. Podría ...
—¿Con qué clase de hombres has estado? —le pregunté y agarré la cinta de sus bragas.
Helena exhaló.
Ya me había contado que sus relaciones previas no habían sido una maravilla y que aquel recuerdo machacaba su autoestima. Debía creer que había tenido parte de culpa en que el sexo, hasta ese día, no fuera tan increíble como se solía decir.
—Con cretinos, en su mayoría ... —farfulló, eligiendo el adjetivo menos agresivo de su repertorio.
—Pues yo no entro en ese grupo, así que abre las piernas y déjame ver qué tienes para mí —Sorprendentemente, cumplió con mi demanda, dócil como pocas veces la había visto. Su pasividad me llenó de ambición, pero empeoró en el momento en que acomodó los muslos sobre mis hombros y tuve su entrepierna a mi entera disposición—. Eso es ... —Eché a un lado la banda de tela y me acerqué tanto como pude para comprobar que estaba lubricando bastante—. ¿No te gusta tenerme de rodillas? ¿Segura? —Volvió a negar, estoica. Con mi dedo índice, repasé sus mojados pliegues. La sonrisa que bailaba en mis labios escondía tanta lujuria que me era posible contenerla—. Porque estás muy receptiva ...
Mi dedo corazón se unió a la exploración, causándole una pequeña contracción que yo mismo noté.
—¿Por quién me tomas? —me increpó—. No soy ... No soy de esa clase de ...
Ahogué una carcajada y retuve sus piernas de forma que no las moviera en exceso.
—Miéntele a otro, tesoro ...
Al primer contacto de mi boca con su hendidura, Helena se estremeció y alzó tanto la voz que alcanzó hasta el último rincón de mi apartamento.
—¡Vale! —reí contra sus pliegues y pegué mis labios a los mismos—. Puede ... Puede que sí me guste un poco ...
—¿Solo un poco? —Embadurné mis dos dedos en sus fluidos—. No recuerdo que te mojaras tanto en aquel yate —Sonreí cual estúpido.
Empecé com besos esporádicos para que se hiciera a la sensación de mi boca en una parte tan íntima. También tuve cuidado con mi barba. Sabía que era muy sensible porque temblaba ante el más mínimo roce. Le pregunté si le molestaba y, aunque me aseguró que no era el caso, preferí ser metódico en mi labor.
Por supuesto, seguí las pocas indicaciones que logró darme. Un apabullante tono granate pintó sus mejillas y su respiración se volvió un desastre, pero respondió a algunas de mis preguntas. Se sentía cómoda. Le excitaba que jugase con mi lengua. Le encantaba que atrapase su clítoris entre mis dientes y ejerciera una ligera presión. Si bien no necesitaba constatación de eso último, fue extremadamente placentero oírlo de su boca, mientras peinaba algunos de mis tirabuzones y se afianzaba a mis hombros con ambas piernas.
Pasaron unos minutos y yo encontré la combinación perfecta, que consistía en introducir mis dedos índice y corazón dentro de ella y mantener un ritmo constante en la succión de su hinchado clítoris. Sus paredes vaginales temblaban cada tantos segundos y Helena sufría débiles temblores que la desestabilizaban más de lo que habría deseado. Aquel taburete no le daba mucha seguridad y me lo dijo después de un lujurioso gemido.
—Voy a caerme, Charles ... —me advirtió.
Tenía su mano derecha en mi cabello, dirigiendo mis movimientos, y la otra descansaba en el borde de la mesa, al igual que su espalda. Su postura no era mala, pero continuar así durante más tiempo podría ser una desventaja, por lo que aceleré el curso de los acontecimientos y lamí el lugar que la deshacía en suspiros.
—No vas a caerte, cariño ... —le prometí antes de llevar mi mano izquierda a su estómago bajo y sostenerla con fuerza de la cintura—. Te tengo, ¿lo ves? —Su vientre se encogió bajo mis gruesos dedos. De repente, cambió la mano que se perdía en mi pelo y cogió mi brazo, usándolo como soporte. Por la manera en que miraba el techo del salón, supuse que estaba cerca—. Relájate ...
Vi su pecho subir y bajar estrepitosamente. También vi que sus pezones se marcaban a través de la tela negra.
La mano que tenía en su cadera trepó unos centímetros, levantando su camiseta de tirantes y permitiéndome ver parte de su estómago. Ese impulso de escalar hasta sus abultados pechos fue difícil de doblegar, pero me centré en penetrarla con la lengua y hacer que se retorciera de gusto.
Ese capricho podía esperar; su orgasmo no.
Aquel ataque hizo que Helena soltara mi antebrazo izquierdo y precipitara sus dedos a la entrada que yo invadía. Ella estaba sin aire. Cuando bloqueó su sexo a mi extenuado paladar, me tomé un descanso y la miré.
—Charles ... —Sus finos dedos se entremezclaron con mi saliva y con sus abundantes líquidos. Jadeó, agitada. Supuso que tenía problemas sujetando sus bragas, pues se escurrían debido a la humedad que impregnaba toda la zona, y enrolló la banda elástica entre varios dedos—. ¿Quieres matarme?
Sonreí, feliz de que se sintiera al borde un precipicio. Entonces, sus largas uñas almendradas captaron mi atención y mis ojos repasaron su forma una y otra vez hasta respirar sobre ellas.
—Ese es el plan ... —Afirmé.
Pasé mi lengua por su abertura, que estaba más dilatada de lo que recordaba, y atrapé su dedo corazón en mi boca. Lo chupé. No sabía qué estaba haciendo. Solo me dejé llevar por mi instinto y por el amor que padecía hacia sus hermosas manos. Podría besarlas hasta la saciedad. Siempre lo hacía, pero aquella vez sucumbí a un impulso famélico por sentir sus dígitos de un modo más perverso y obsceno de lo normal.
La imagen que desbloqueé para ella debió ganarle la partida, ya que, mientras su dedo era avasallado por mi lengua, la escuché gemir. Un gemido gutural que me avisó de su inminente colapso, ocasionado, ni más ni menos, que por un simple arrebato mío contra el que no supo luchar. Se derrumbó y yo hice el mismo movimiento que recordaba de aquella primera vez en Miami; introduje mis dos dedos en su interior, estimulando su vagina, y terminé curvándolos para que llegaran a su pared más susceptible, esa que la llevaba al orgasmo casi al instante. También presioné mi boca contra su clítoris, liberando su dedo en el proceso.
Y la bomba estalló.
Helena elevó la voz, temblando y juntando tanto las piernas que aprisionó mi cabeza entre ellas. Sus convulsiones me forzaron a clavar los dedos de mi mano derecha en su costado. Realmente podría haberse caído de la silla. Por suerte, pudo agarrarse a mí y tiritar todo lo que su cuerpo quiso sin perder la estabilidad.
No estuve seguro de la razón, pero habría apostado lo que fuera a que aquel fue mucho más intenso y desalmado que el orgasmo que le regalé en Miami por su cumpleaños. A lo mejor fue la posición, que me permitía masturbarla con una mayor profundidad. A lo mejor fue la predisposición o fueron las caricias que lo precedieron. A lo mejor fue la tranquilidad de mi apartamento, el hecho de que nadie podría molestarnos, lo que logró que Helena reaccionara así.
Las contracciones llegaron también a su vientre.
La necesidad de desnudarla y meter en su sexo algo más mis dedos, de que se retorciera por la presión de mi miembro, se desbocó. Mi pene gritó contra los pantalones de chándal que llevaba y no pude calmarlo a pesar de que los sollozos y las maldiciones de Helena eran todo en lo que quería pensar.
—Joder ... Joder ... —blasfemó en un español de lo más violento.
Acomodé sus bragas y chupé los labios. Me apresuré en cogerla de la cintura y ella, consciente de mis movimientos, bajó ambas piernas y estiró su brazo derecho hacia mí. Tan pronto como lo agarré, se abrazó a mi cuello. Suspiró en mi oído, insuflando de vida todo mi cuerpo, y apoyó la boca en mi lóbulo.
—¿Lo he hecho bien? —pregunté, buscando su cumplido igual que buscaría agua en el desierto.
Asintió repetidas veces, todavía conmocionada.
Tras unos cuantos segundos, se apartó de mi oreja y sostuvo mi pómulo.
—Muy bien ... —Confirmó, boqueando. Ansioso por más que sus palabras, me lancé contra su boca y la besé. Sus tiernos gemidos desembocaron en mi cavidad durante un rato. Entre esos besos desesperados, Helena comentó algo sobre el sabor—. Sabe raro ...
Su apreciación me causó una risa inesperada.
—¿No te habías probado? —cuestioné, sosteniendo su rostro. Ella negó con la cabeza, contagiada de mis tontas risotadas—. A mí me encanta ... —le aseguré antes de regresar a mi insaciable sed de sus besos.
Si le dijera cuánto había recordado nuestro momento en aquel yate y le explicara que podría degustar sus fluidos sin cansarme, me habría tomado por un lunático.
—Ha sido increíble ... —dijo, peleando con mis labios para poder proyectar la voz—. Gracias.
—Podemos repetirlo cuando quieras ... —insinué.
Ella sonrió y aceptó un beso más, tras el cual, me impidió continuar. Parpadeó, pensativa. Yo no sabía qué le pasaba por la cabeza y le habría preguntado si no se hubiera adelantado a mi duda.
—¿Y tú? —Alzó la mirada. El brillo de sus ojos me dejó sin aliento—. ¿Ya no te duele?
—¿Dolerme? —No lo entendía y mi confusión era su fuente de diversión favorita. La sonrisa que se instaló en sus comisuras era coqueta, poco habitual en Helena, que siempre apostaba por la discreción—. ¿Dónde?
Al no tener nada tapando mi torso, sus dedos rozaron primero mi vientre bajo. No hubo tiempo muerto. Ella apenas había recuperado el control sobre su menguada respiración y, aun así, puso su mano vendada sobre el bulto de mis pantalones. Yo me tragué un gruñido que bien podría haber salido de un animal en celo y no de mí.
—Aquí —murmuró.
🏎️🏎️🏎️
c viene s*exooooooo 😏
Estos solo han sido los preliminares, así que preparen sus palomitas porque en el siguiente cap Charles y Helena van con todo 😎
¿Cuántos días faltan para que se publique? No sé 🤷🏻♀️
Dependerá del apoyo que vea por aquí 😚
Nunca le doy prioridad a las interacciones porque el ansia de publicar me puede xD, pero esta vez quiero ver si tenéis ganas o no 👽
Os quiere, GotMe ❤️💜
30/8/2023
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