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47 || l'amour est un sacrifice

Charles Leclerc

22:41 p.m. Port Palace Monte Carlo Hôtel - Mónaco

Aunque lo pasé bien, algo no me dejaba estar en paz, así que, pasadas las once de la noche, me disculpé con mis amigos y declaré que se me hacía tarde. El gran día comenzaba en apenas doce horas y no podía entretenerme ni trasnochar demasiado esa noche. Ellos lo entendieron y me animaron de cara a la carrera. Sabía que los tendría cerca, en el balcón de Ricardo, apoyándome desde las alturas, como siempre.

Charlotte y yo apenas cruzamos palabras durante la cena. Marcar las distancias entre ambos era mi labor porque, observando su comportamiento, suponía que ella esperaba algún tipo de roce que no ocurriría.

Tomé un taxi y me dirigí hacia el hotel donde el equipo al completo se hospedaba en aquella ocasión. Al bajar del vehículo, tropecé con varios fans. No tuve más remedio que firmar algunos autógrafos y echarme unas cuantas fotografías que, en otras circunstancias, no me habrían importado en absoluto. No me quedaba ninguna duda de que alguien había grabado un día y mi entrada al hotel quedaría registrada para el resto del mundo. Justo lo que quería evitar.

Después de despedirme de aquellos desconocidos, fui hacia la imponente entrada de cristal y, extrañamente, me pareció escuchar el nombre de Helena a mis espaldas. No logré escuchar más que un remoto rumor y pensé que, de tanto tenerla en mi mente, estaba imaginando cosas.

¿Por qué la nombrarían tras hablar y fotografiarse conmigo? ¿Acaso la habían visto por allí? ¿Sabían algo de lo que yo no estaba informado?

Más nervioso de lo que reconocería nunca, me apresuré a cruzar la recepción del hotel, saludando desde una distancia precavida a las personas que me reconocían. Por suerte, nadie quiso detenerme. Debieron sentir que mi acelerado ritmo no invitaba a pausas y sintieron bien porque solo quería llegar a la quinta planta y golpear la puerta de su habitación hasta confirmar que todo estaba en orden. Que Helena estaba a salvo y que retrasar aquella comprobación no había sido un error incorregible.

Cuando el ascensor abrió sus puertas, yo salí a escape al iluminado pasillo. Primero, comprobé que no había ni un alma cerca y, después, me fijé en el orden que seguían los números de las habitaciones. Seguí el curso correcto hasta doblar hacia la izquierda, en busca del número 98.

Giré la esquina que tanto me prometía y allí estaba ella, pasando la tarjeta por el lector de su cuarto y engalanada con un vestido largo de satén que solo dejaba a la vista sus brazos. El color verde oliva de la tela doraba su piel de una manera extraordinariamente hermosa. Su cabello negro seguía igual de corto, pero, en aquel instante, me di cuenta de que era más largo que la primera vez que la vi. Había pasado el tiempo y habían ocurrido muchas cosas entre nosotros desde entonces.

Ni siquiera éramos las mismas personas.

Nos separaban unos diez metros. No lograba ver su rostro. Fue el click de la puerta lo que me ayudó a despertar, a dejar de observarla, embelesado, y me empujó a llamarla por su nombre.

—¡Helena!

No terminó de abrir la puerta, pues mi reclamo surtió efecto y me mostró sus profundos ojos negros. No traía gafas. Estaba ... Estaba preciosa. Estaba preparada para nuestra cena. Esa fue la impresión que tuve y lo primero que me vino a la cabeza.

Si está arreglada, lista para salir, ¿por qué no ha venido al restaurante? ¿Qué ha pasado?

Al verme, en lugar de detenerse y esperar a que llegara hasta ella, volvió a girarse y reanudó la tarea de abrirse paso a su habitación.

Confundido por sus acciones, avancé y recorrí el pasillo en menos de cinco segundos. No se preocupó por cerrar la puerta. No parecía enfadada a simple vista. Ni siquiera evitó que la siguiera ni que entrara a su habitación.

Todo aquello me inquietaba mucho más que una mirada de desprecio.

El chirrido de la puerta sonó de nuevo bajo la presión de mi mano.

Por un instante, creí que todo había sido un sueño y que ella no estaba a pocos metros de mí porque el silencio era sepulcral. Sus tacones no emitieron ni un solo sonido gracias a la gruesa alfombra que bañaba el suelo de su cuarto. No la oí hablar.

Mientras cerraba la puerta y las luces se encendían, me decidí a romper ese pacto de silencio que, al menos yo, no había firmado.

—¿Helena? —Moderé la voz. Miré su espalda; el diseño del vestido me dejaba contemplarla con todo lujo de detalles—. ¿Estás bien?

Me acerqué un poco más y pude discernir algunos de los lunares que salpicaban su blanca piel.

—¿Por qué estás aquí?

Había quietud en su tono de voz. No estaba alterada en absoluto. Pude identificar un poco de resignación, pero nada más.

—¿Por qué? —repetí, confuso—. Pues ... Porque no respondías al teléfono y estaba preocupado —comenté mientras ella dejaba su bolso en la mesa del cuarto que, como era habitual, tenía decenas de papeles repartidos en su superficies—. Pensé que te había pasado algo y no ...

—Olvidé mi móvil aquí —Señaló con su mano derecha hacia el aparato, que se encontraba sobre la silla más cercana a la salida—. Yo estoy bien.

—¿Y dónde has estado? —Me desabroché la chaqueta, acuciado por el calor de finales de mayo—. ¿Por qué no has venido a nuestra cita?

No quería que me sintiera molesto, aunque, en el fondo, me irritaba que hubiera faltado a su palabra y que hubiera decidido evitarme. No había remordimiento. No lo sentía y eso me provocaba cierto enfado.

Entrecerré los ojos y analicé sus lentos movimientos.

—Iba a ir, pero ... —Hizo una mueca con sus labios y movió un par de hojas del escritorio—. Supongo que me eché atrás —dijo, aparentemente sincera—. Deberías haberte buscado a una chica más valiente —musitó lo último.

Sabía de su falta de autoestima y, si ese había sido el origen de su ausencia en el restaurante, intentaría que recuperara la confianza.

Sopesando el escenario que se me presentaba y el peso de lo que estaba diciendo, me saqué la chaqueta negra. La camisa blanca seguía asfixiándome, así que, después de colocar la americana sobre el respaldo de una de las sillas, empecé a desabotonar los puños de la camisa.

—¿Por qué dices eso, tesoro? —hablé con tranquilidad, dispuesto a permanecer sosegado.

—Porque es la verdad —Notó mi inminente acercamiento, pero no hubo reacción alguna por su parte—. ¿Cenaste solo? Lo siento por eso —Había algo que no me agradaba en esa disculpa.

Mi intención era tocarla. Creía que ella lo necesitaba tanto como yo. Con la mano ya en alto, cerca de su espalda descubierta, me sorprendí a mí mismo retrocediendo.

Deseaba sentirla cerca. A pesar del alto al fuego que proclamamos en Barcelona y de la cálida despedida que nos dimos allí, esos días distanciado de Helena habían sido muy duros. Estaba estresado, agotado y de un mal humor que no era común en mí, sobre todo si se trataba de mi carrera en casa. ¿Acaso estaba perdiendo la paciencia con ella? No. No era eso. Sin embargo, los factores externos y ese retintín en su voz provocaban sentimientos contradictorios en mi interior.

—Llegaron ... Llegaron unos amigos antes de que pudiera marcharme —Me guardé la mano en el bolsillo del pantalón—. De todas formas, ese no es el punto aquí.

Una media sonrisa cargada de dolor en sus labios fue letal para mi permisividad.

—¿Hay algún punto? —Interrogó.

—Sí —Fruncí el ceño, comenzando a sentir su escepticismo—. Quiero saber por qué no has venido y por qué estás hablando con una ironía que no me gusta —Aquella sonrisa se borró de su rostro progresivamente y ella se apoyó en la mesa—. Me lo tomo en serio, Helena. Lo creas o no, estoy intentando arreglar lo que sea que está rompiéndose entre nosotros —Arremetí contra su apatía.

—Soy irónica por naturaleza —contestó, negándose a mirarme.

Desde que me vio en el pasillo, no se había dignado a posar sus pupilas en mi figura ni un maldito segundo.

—Y me encanta, pero no ahora. No es el momento de bromear —Mi reprimenda caló en ella, pero no había ido a su habitación para echarle en cara una actitud altiva como la que estaba teniendo—. Dime qué he hecho mal —Le exigí.

Se mantuvo estoica, aunque solo le duró unos instantes.

—No has hecho nada mal —dijo.

—¿Entonces? —No quería desesperarme y lo estaba haciendo—. ¿Por qué parece que me estás castigando?

Tampoco pretendía jugar el papel de víctima. Nada de lo que había pensado que ocurriría cuando nos viéramos estaba sucediendo y parecía que el control huía de mí, que no conseguía templarme.

—¿Castigarte? —Helena se volvió, seria—. ¿Sabes acaso cómo me siento?

—No. No lo sé —No me moví ni un milímetro—. Por eso te estoy pidiendo que me lo expliques —Ella quería decirme algo, lo notaba en la rigidez de su mandíbula y los huecos que adornaban su armadura invisible. También había llegado a su límite—. ¿Es por Charlotte?

Al nombrarla, Helena no tardó en esconderse de mí. El poco tiempo que pude disfrutar de sus ojos, vi en ellos un mar de amargura muy diferente a los malos sentimientos que, en ocasiones, se apoderaban de su voluntad. No eran celos. No quería castigarme, pero estaba tan desconcertado que no supe redirigir la charla hacia un lugar seguro, donde se sintiera cómoda y pudiéramos ser nosotros mismos.

Regresó a su posición inicial, de cara a la pared y ofreciéndome su espalda semidesnuda.

Sufría. Percibía su sufrimiento. Y conocer que estaba sobrepasada por un dolor que venía de mí, de nuestra relación, era igual de hiriente que echar sal a unas heridas abiertas, en carne viva.

—¿Qué tiene que ver ella en ...?

—Sé que te molesta verla en el paddock —declaré, convencido de que no erraba en dicha suposición.

—No me molesta —Vi cómo se sacaba una horquilla del cabello, que regresaba a su alisado habitual—. Es una buena persona y podríamos ser amigas. En otra vida, a lo mejor —Tiró el accesorio sobre la mesa y llevó las manos a su oreja derecha para quitarse los pendientes—. Me duele, pero no me molesta.

Yo tenía la culpa de que le doliera. No era estúpido. Podía ... Podía ser poco riguroso, condescendiente y perseguir el beneplácito de los demás por encima del mío propio, pero tenía la cabeza sobre los hombros y no dudaba de que sus inseguridades más recientes habían surgido de mi permisividad, de mi falta de decisión cuando me enteré de que mamá había hecho de las suyas, trayendo a una mujer que, si bien no rivalizaría con Helena, muy posiblemente minaría sus fuerzas porque Charlotte tenía una presencia única en el paddock y yo también había oído las palabras de la gente. Unas palabras que eran desagradables para la mujer que estaba a mi lado realmente.

—Ya te dije que no la quiero —Recogí de nuestra anterior conversación, insistiendo en algo que no suponía ningún problema para Helena—. No siento más que aprecio por ella y ...

—Ya lo sé, pero ella sí te quiere —respondió con tal firmeza que me desestabilicé. Llevaba la razón en eso. Todos lo habían visto en vivo y en directo durante el fin de semana—. Y yo ... En esta ciudad donde todos os adoran ... Me siento como una maldita intrusa. Una entrometida que se está inmiscuyendo en una relación que acabó hace tiempo y que parece sobrevivir de alguna retorcida manera que no consigo comprender —Me abrió una de las heridas más grandes con las que tenía que cargar en silencio.

Consciente de que no había puesto en su sitio a Charlotte y de que, para ella, esa era la peor traición de todas, me acerqué a su cuerpo y dejé caer mis dedos en su brazo desnudo.

—No hay ninguna relación —Mis párpados cayeron suavemente, atemorizados—. Sabes ... Sabes perfectamente que solo puedo pensar en ti —le indiqué.

—Pero ella está en todas partes. Y creo ... —Escuché el sonido de sus pendientes golpeando la superficie de cristal y su suspiro roto—. Creo que me volveré loca a este paso.

Quise aferrarme a su brazo, hallar un camino para agarrarme a Helena antes de que me viera obligado a soltarla.

—¿A qué te refieres? —pregunté, alicaído y frustrado con mi incapacidad de gestionar todo lo que ocurría a mi alrededor.

Sé a lo que se refiere. Claro que lo sé.

—Hay algo que sí has hecho mal —dijo, tras unos momentos de reflexión que se me atragantaron junto al poco aire que entraba en mi aparato respiratorio—. Dejar que se quede en el box —expuso, desprovista de valentía—. Lo sabes tan bien como yo, Charles.

Si estaba enfadado con alguien, era conmigo. Y, de repente, toda esa decepción me atacó con tanta efervescencia que estallé contra la persona que menos necesitaba oírme desvariar. Si ella merecía algún tipo de reprimenda o aviso por no haber actuado correctamente, no era de aquella forma.

Me alejé de Helena, cabreado.

—¿Y qué querías que hiciera? —Me torné más severo, más áspero—. ¿Señalarle la puerta amablemente? ¿Armar un escándalo? —Barajé, arqueando las cejas de pura impotencia.

—No —Negó ligeramente, cabizbaja—. Nada de eso.

Pero seguía sin mirarme y afrontar lo que estaba pasando y me enfureció más saber que Helena tampoco sabía cómo subsanar aquella brecha que nos separaba.

—Pues, si no es nada de eso —Hice una corta pausa que no bastó para bajar mi tensión—, no intentes sermonearme porque yo también tragué cuando Rafael te paseó como un trofeo en aquel jodido yate.

Cuando quise retractarme de lo que había soltado, ella ya se había dado media vuelta y, a pesar de la desventaja de la altura, que me hacía inalcanzable, destiló tan furor en sus ojos negros que no hubo contratiempo capaz de pisar su respuesta.

—¿Un trofeo? Yo no soy el trofeo de nadie —Mi comentario la partió en dos, abrió su pecho en canal, y no logré disculparme por decir tal barbaridad. Esa disculpa no salió de mí; se atrincheró en mis cuerdas vocales, orgullosa y deseando que mi ego ganara al de Helena—. Y Rafa no tiene nada que ver con esto —Añadió, debilitándose después de mirarme a los ojos y ver un arrepentimiento que no verbalizaba.

—Tiene mucho que ver —Seguí diciendo—. Es igual, Helena. Está ocurriendo lo mismo otra vez.

—No. No te equivoques —Su mirada se oscureció, se malogró en sentidos que, humanamente, no deberían ser lícitos—. Él y yo nunca hemos sido más que amigos. Nunca nos han aclamado por ser la pareja perfecta —Apuntó a una realidad aplastante que yo no quería reconocer—. Hay diferencias. Muchas diferencias.

—¿Diferencias? ¿Cómo cuáles?

—No puedo creer que estés comportándote así ... —Su sonrisa reflejaba sorpresa y fragilidad, aunque también una ira que apenas estaba tomando consistencia—. ¿Es tu venganza por haberte dejado plantado? —inquirió, buscando una razón lógica a mi arrebato.

—¿Venganza? —dije yo, incontrolable—. ¿Es que no puedo estar herido? ¿Tú sí, pero yo no? —la acusé.

—¡Estás hablando de algo que pasó hace prácticamente un mes, Charles! —exclamó, destrozada tanto por dentro como por fuera—. Creí que ese tema estaba zanjado y ahora decides sacarlo para desviar la conversación porque no te interesa que sigamos hablando de Charlotte y de cómo medio mundo, incluyendo a tu madre, la encuentra idónea para ti.

Las verdades se sucedieron en su discurso. Entumecido por la rabia y la incomodidad de estar discutiendo con la persona que amaba exacerbadamente, medí las palabras emponzoñadas y replegué el ejército de reproches que me habría gustado hacerle por cosas que, en parte, yo mismo había enturbiado.

—Lo siento, pero no soy yo el experto en desviar conversaciones —dije, agrediendo su autoestima con una puntería demasiado certera.

¿Qué me pasaba? ¿Por qué estaba tan susceptible? ¿Por qué no podía morderme la lengua antes de soltar cosas tan dañinas? Yo no era así. Solo me comportaba de ese modo cuando me sentía acorralado por fuerzas superiores a mí, pero, mientras llegaba a su hotel, no creí que mi tolerancia estuviera tan desgastada.

¿En qué momento había decidido ser borde con ella?

Helena me observó como si no me reconociera. Sí, yo tampoco me sentía bien. Esas palabras no me definían; solo definían un enfado que estaba fuera de mi alcance y que crecía a la velocidad de la luz.

Con la tez marchita y los ojos llorosos, rechazó mis orbes y miró hacia la puerta.

—No puedo con esto ... —musitó, respirando hondo.

—¿Con qué? —No le di tiempo para calmarse. El nerviosismo que fluía en mis arterias me forzaba a ser precoz e irresponsable—. ¿Con unos cuantos cuchicheos? No son más que eso —Indiqué, hastiado por no encontrar el final a un túnel que estaba acabando con la poca paciencia que me quedaba—. La gente habla y seguirá hablando y nosotros deberíamos ser más inteligentes que ellos, no ...

—¿Nosotros? —Me increpó, recuperándose momentáneamente de ese bajón que le había arrancado el color de las mejillas—. ¿Hablas por mí también? —espetó, muy cabreada—. Primero me defines como un trofeo y ahora te metes en mi cabeza —La sonrisa ladina con que me enfrentó estrujó algo en mi pecho, retorciéndolo y machacando la despiadada vocecita que trataba de convencerme de que esa discusión nos beneficiaría—. Vaya. Incluso fuera de la pista eres un prodigio —Se burló, atacándome para defenderse.

No la culpaba por recurrir a esa técnica. Si hubiera sabido cómo parar aquel frenesí de crueles embestidas, lo primero habría sido insultarme por ser tan capullo. Sabía que ella lo pasaba mucho peor que yo en miles de aspectos. Eso no quitaba que yo también sufriera guardando el secreto de que nos queríamos, pero Helena tenía problemas para gestionar sus emociones. Me lo dijo en Italia y yo debería estar respetando lo que me pidió.

Le prometí que lo haría y estaba fallándole.

—Si pudiera meterme en tu cabeza, sabría cómo solucionar esto —le aseguré.

—No. No funciona de esa forma —rebatió ella.

—¿Y cómo funciona? ¿Cómo demonios funciona? —dije, desesperado porque quería mandarlo todo a la mierda y estar a su lado, para lo bueno y para lo malo—. Podríamos empezar por dejar de guardarnos cosas y contarle al otro ... No sé, asuntos importantes como ofertas de trabajo, aunque vengan de una persona del montón. Nadie relevante, por supuesto —Disparé una nueva dosis de ironía—. Nadie que sea una potencial amenaza para mi equipo ni para el sueño de mi vida.

¿De verdad me dolía tantísimo su silencio o solo estaba explotando por todo lo que había tragado esas semanas? Y no solo en nuestra relación, sino en la pista, en el despacho de Mattia y delante de las cámaras y los periodistas que preguntaban, como grabadoras en repetición, si Charlotte y yo habíamos vuelto.

¿Tan difícil era entender que solo amaba a Helena? ¿Nadie lo notaba?

—¿No te molestaba mi ironía? —Me miró otra vez y juraría que no había nada más desolador que contemplar su amor, opacado por el miedo y la furia—. Porque la utilizas a las mil maravillas —Se detuvo, modulando la voz—. Es una pena que el ser humano ataque los defectos del resto antes que los suyos propios —soltó, visceral.

—¡Por favor, Helena! —No grité, pero ella lo consideró como tal—. Dios ... A veces eres tan ...

Me mordí la lengua.

No hagas esto, Charles.

En cuanto corté mi intervención, decapitando la desagradable idea que recorría mi mente, Helena se impulsó y me tomó del brazo. Sus ojos, abiertos y ofendidos, me exigieron una continuación antes de que su boca lo hiciera.

—Termina, vamos —exhortó, a la espera de que fuera el villano y el héroe de la historia a partes iguales—. Termina la oración.

Y hablé.

—No es fácil estar contigo —Me pronuncié—. A veces es ... Frustrante a más no poder. Por tu carácter, por tu forma de ser ... Yo ...

Apartó los dedos de mi antebrazo, consciente de que era verdad y con una puñalada de diez centímetros justo donde su corazón palpitaba como un demente.

—Nadie te obliga a soportarme —escupió.

—No hablo de ...

—Te lo dejé claro desde el principio —Sus lágrimas seguían haciendo malabares para no caer y yo, entendiendo lo que acababa de decir, empecé a sentir algunas quemando mi córnea mientras me esforzaba por mantener el enfoque—. Te dije que necesitaría tiempo, que no soy una persona abierta, que no soy el prototipo de mujer al que estás acostumbrado. No soy ninguna muñeca. No soy ningún trofeo que sonríe a las cámaras a todas horas —Rescató mi desafortunado apunte. Le costaba hablar, pero lo hacía porque, si callaba, todo lo que nos unía se rompería definitivamente—. Ni siquiera deberías haberte fijado en mí. Te lo dije, Charles —Se relamió los labios, apurada—. Y reprochármelo ahora es lo más rastrero que podías hacer.

Lo era y no había perdón para mí después de sacar una carta tan macabra como aquella.

—¿Crees que estoy recriminándote algo? —musité.

No estaba viniéndome abajo. Al menos, quería pensar que no era así.

—¿No es lo que estás haciendo? —contraatacó.

—¡No! ¡Claro que no! —Me llevé la mano derecha a la cabeza, histérico—. Solo quiero que seas justa y que no armes un maldito alboroto por la existencia de Charlotte cuando fuiste tú la que me ocultó que Max te había puesto la mano encima y que su jefe quiere meterte en una de sus jaulas y monopolizarte.

—¡No quería mentirte! —gritó, desmoralizada.

Su cuarto se había vuelto una jauría de gritos. Parar era lo correcto. Sin embargo, tenía tantas ganas de chillar y desgañitarme que no contuve la verborrea que me subía por la garganta.

—¡Pero lo hiciste! —Esa acusación fue recta, franca, y Helena se tambaleó—. Y me duele. Me desborda porque pensé que ser sinceros era la prioridad —Saqué a relucir uno de los puntos que ella misma me rogó que respetara.

—¿¡Y a mí no me destroza saber que mi futuro podría estar lejos de ti!? ¿¡No me importa!? ¿¡Eso es lo que crees!? —El mazazo viajó en mi contra y pronto sentí los ojos arder como si estuvieran en llamas—. Ojalá no tuviera sentimientos. Sí, ojalá estuviera vacía por dentro —Dio un paso atrás. Me di cuenta de que iba a perderla y recuperé la distancia avanzando—. Si lo estuviera, nunca habría dado pie a esto —murmuró, lamentando que mi dolor fuera el suyo.

La angustia me nublaba los sentidos, pero logré articular una pregunta clave.

—¿Estás lamentado lo que tenemos? —Disparé, desconsolado.

Yo ya estaba llorando cuando a ella se le resquebrajó la voz.

—¿¡Y qué tenemos, Charles!? —Chocó contra el borde de la mesa, viéndose atrapada entre el mueble y mi llanto—. Me voy a la cama pensando en qué tipo de relación tenemos y me levanto con la misma duda. Una y otra vez ... Me está matando. Solo ... —Se limpió dos gruesas gotas de ambas mejillas y parpadeó, aclarando una visión que le fallaba en el momento más crítico—. Solo he sacado en claro que no quiero esto.

La había visto llorar en España y no se asemejaba en nada a la manera en que estaba desplomándose entonces. Creí que verla destrozada me animaría a soltar las armas, a sacar la bandera blanca y suplicar una tregua que ni siquiera merecía, pero el pavor que me golpeó tras oírla decir esa última oración no me dio ni un segundo de descanso.

Solo aguanté un instante cubriéndome la boca, temblando como un animalillo recién nacido, abandonado en un mundo que mejor podría recibir el nombre de infierno.

—¿No me quieres? —interpelé a su cordura—. ¿De verdad tienes el cinismo suficiente para decirme a la cara que no estás enamorada de mí? —denuncié su poca decencia.

Otro paso.

Más lágrimas cayendo por sus pómulos de porcelana.

Hubo una extraña calma que me acompañó a la hora de llegar frente a ella. De pronto, todo estaba tranquilo a nuestro alrededor. Aquellas paredes nos resguardaban de una tormenta que había quedado fuera, que ya no regresaría, que no amenazaba con empaparnos y arrojarnos a la intemperie.

Estaba encajonada entre el escritorio y mi complexión y me miraba. Me miraba, pálida y sofocada a la par. Sabía lo que sentía porque yo también me encontraba diluido, desparramado, en algún lugar que ya no era hostil e ingrávido, sino familiar y sereno. Un lugar donde no me harían daño, donde ella no se sentiría mal y donde los dos podíamos tocarnos sin pensar en todo lo que estaba mal en ese roce.

Las mentiras que decíamos a todas horas para que no supieran nada. Las miradas que rechazábamos al contrario para salvaguardar nuestra privacidad. Todo eso ya no me preocupaba.

—Yo no he dicho ... No he dicho que ...

Primero balbuceó incoherencias. Después, con mi pulgar recorriendo una línea de agua bajo su ojo cerrado, suspiró tan aliviada que la posibilidad de que no hubiera llegado a quererme nunca se desvaneció en el pesado ambiente de su habitación.

—¿Quieres alejarme diciendo otra mentira? —Sollozó, reconociendo que aquel era el único as que tenía bajo la manga—. Porque lamento mucho desilusionarte, Helena —Levanté su rostro y entreabrió los párpados, recibiendo la caricia que propicié en su nariz al presionarla con la mía y sumirme en la noche oscura y apacible de sus ojos—, pero eso no va a pasar —Supe que se apoyó en la mesa porque no tardé en hacerme con su cintura—. No mientras yo tenga algo que decir.

La desengañé y la salvé. Una combinación rara que vi pasar en sus pupilas castañas. La luz del cuarto aclaraba su pigmentación. No era el tono azabache de siempre. Aquella fue la primera vez que admiré el verdadero color de sus ojos y todo lo que guardaba dentro.

Su colonia me dejó aturdido durante unos segundos. Bajo los efectos del aroma, me incliné hacia ella y quedé a las puertas de su boca. Helena no se distanció de mí. Le di margen para hacerlo, pero no se retiró. En lugar de escabullirse, respiró sobre mis labios. Canalizó el temblor de sus extremidades al sostener mi brazo derecho, que buscaba la forma de mantener erguido con tal de poder acariciar su mejilla. Un instante después de envolver el grosor de mi antebrazo entre sus dedos, se aferró a mi camisa blanca con el izquierdo.

Yo di por supuesto que ansiaba ese beso y toqué su comisura inferior.

—No quiero que me beses ... —susurró, haciendo que nuestros hambrientos labios chocaran suavemente.

En Australia no decías lo mismo, pensé.

Ya no había rastro del enfado que me había estado controlando. Mientras acariciaba su moflete y las yemas de mis dedos se llevaban el poco rubor que todavía lo maquillaba, algunos de mis dígitos entraron en contacto con sus hebras negras. Moviendo mi mano, rodeé su oreja y me afiancé con mayor seguridad.

—¿Por qué? —Mi interrogante la invitó a cerrar el puño sobre la tela de mi camisa—. ¿Porque te recuerdo lo cobarde que estás siendo? —Derramé encima de su boca entreabierta.

—Sí. Porque sé que no te mereces a alguien así —A pesar de lo que decía, yo la besé. Fui delicado para que no pudiera rechazarme—. Porque esta semana he conocido a una chica que no siente pánico al compromiso y que te adora libremente y yo no ...

Otro beso mío silenció sus lamentos.

—¿Tú? ¿Qué pasa contigo? —La escruté y volví a pegar mis labios a los suyos, minando su encomiable fuerza de voluntad—. ¿No me adoras? —bromeé, pero no parecía una broma en absoluto.

No tuvo que reflexionar antes de responder.

—Te adoro ... —Recibió mi reguero de besos como si realmente me adorara. La creía. Sabía que era cierto—. Y siento que voy a explotar —farfulló, llorosa—. Por eso ...

—Pues hazlo —la animé, espoleando aquello que no lograba aceptar por sí misma—. Yo estaré aquí. Te ayudaré a recoger los pedazos. Te prometo que saldrá bien. ¿Por qué no confías en lo que digo? —Abracé parte de su nuca, revolviendo algunos mechones, suaves y agradables al tacto.

—Charles ...

Sus ojos estaban inundados, anegados. Las gotas caían a borbotones. Las mías no eran rivales dignos para ellas.

—Helena —reclamé su entera atención, aunque solo obtuve migajas. Parecía desconcertada y somnolienta—, no dije que te quería para que me lo dijeras de vuelta. Lo dije para asegurarme de que lo sabías.

Tan rápido como me escuchó, liberó mi brazo y mi camisa y se apoderó de mi nuca, colgándose de ella para que la diferencia de altura no fuera un impedimento al besarme. Podía ser la ansiedad, esa ambición contagiosa o una amasijo de ambas, pero no me importaba averiguarlo. Devolverle aquellos besos era la última baza que me quedaba si quería demostrarle que daría todo, incluso lo que no tenía, si me daba la oportunidad de estar a su lado independientemente de las habladurías de la gente.

Sus besos se hicieron firmes y sólidos después que yo respondiera con otros más profundos y entregados. Perdí la cuenta de los minutos. Cuando volví en mis sentidos, todavía embotados por el llanto y las maravillas que me obsequiaban sus dulces labios, uno de los tirantes del vestido resbalaba por su hombro.

No me dio ninguna señal de querer detenerse. Por lo tanto, no me entretuve y eché algunos de los folios de cálculos y estadísticas hacia la esquina contraria de la mesa para poder subirla en peso. El movimiento la sobresaltó, pues sentí cómo se agarraba a mi cuello con más intensidad. Ocupado en obstaculizar sus inhalaciones, liberé su cuerpo y empecé a sacarme la camisa de los pantalones, pensando que ella se encargaría de desabrochar los botones. No fue de tal forma porque estaba concentrada en colmar mi boca de atenciones, así que dejé la tarea de desvestirme a medias y me coloqué entre sus piernas. La tela de la falda incordiaba muchísimo. En un ataque de excitación, tiré del sedoso material. Se me escurría entre los dedos continuamente y tardé un largo minuto en tener sus muslos desnudos bajo las palmas de mis manos.

Al sentir el calor que desprendía esa parte de su cuerpo, suspiré y rompí la famélica sucesión de besos que intercambiábamos. Besé su mandíbula y su cuello. El estremecimiento que le sobrevino me estímulo más de lo sanamente aceptable.

Su escote ya no cumplía ninguna función. A través de mis entumecidos ojos, podía ver con toda claridad el contorno de sus pechos y el sujetador blanco que los sujetaba. También localicé ese lunar que ubiqué por primera vez en Miami en su pecho izquierdo, cuando estuvimos a punto de desvestirnos por completo y acabar en mi cama. Quería besarlo. Quería besar todo su cuerpo hasta que sintiera la inconmensurable cantidad de amor que había en mí y que únicamente deseaba derramar sobre ella.

Esos segundos de reposo encubrieron mi detallado análisis de su pecho. Después de aquel descarado examen, puse mi mano en su hombro, cogiendo la tira que se le resbalaba para bajarla del todo. Deduje que tenerme observando su piel descubierta con esa vehemencia no debía ser cómodo, por lo que aparté la vista de los lugares más erógenos y deposité varios besos en sus comisuras.

Ella notó que tiraba del tirante de su sujetador y, ladeando la cabeza, esquivó mi boca. Se abrazó a mi torso y, sigilosa, detuvo el paseo de mi mano por su brazo. No quería que la desnudara, pero estaba tan excitado por la idea de hacer las paces que descendí a su cuello de nuevo, posicionando mis labios cerca de su yugular.

—Necesito tiempo ... —dijo, demasiado embriagada.

—Lo sé ... —afirmé, picoteando la zona que tanto la seducía.

Si me hubiera detenido, si me hubiera dado la peor excusa del mundo, la habría soltado. Si hubiese contestado con alguna de las opciones que burbujeaban en mi mente, todo habría seguido su curso. Ojalá hubiera sido así.

—No —Presionó la mano contra el centro de mi pecho—. Necesito tiempo sin ti.

Mi respiración se cortó y creí que no volvería a probar la tranquilidad del oxígeno, culebreando por los recovecos de mi cuerpo.

"Si Helena te pide tiempo, dáselo. Mi nieta se estresa mucho, ¿sabes? Cuando te pida tiempo para pensar, no importa lo que haya pasado, si has tenido tú la culpa o si la tiene ella; respeta su decisión. Ocurrirá. Siempre ocurre".

Recordé las palabras de su abuela.

¿Siempre presagiaron un futuro tan cercano?

Mi mirada, esparcida por todo su cuello, se mantuvo allí durante diez largos segundos. Sentí la necesidad de inhalar una bocanada de aire y retrocedí. Mi lentitud debió preocuparla, pero estaba intentando transcribir el código de sonidos que había llegado a mi cerebro porque no era capaz de procesarlo. En realidad, procesarlo no resultaba tan problemático. El problema estaba en lo que significaba, en las implicaturas que traía consigo.

Estupefacto, me separé ligeramente de ella, dejé de tocarla, creé más espacio entre nuestros cuerpos, y, finalmente, la miré como si hubiera macheteado todas las sensaciones, todos los sentimientos positivos y esperanzadores, que se habían forjado dentro de mí después de varios minutos bebiendo de su boca. Nunca me había drogado. No sabía lo que se sentía cuando esa mierda comenzaba a bajar el nivel y el bajón te golpeaba. Ni tenía más referente que el alcohol.

Si una jodida resaca hubiera podido compararse con el hervidero de dudas y el desgarro emocional que sufrí entonces, habría sido mucho más llevadero. Y no lo era. No era soportable. Apenas logré articular la pregunta que confirmaría lo que ya veía en sus ojos.

—¿Quieres que rompamos?

La pequeña ilusión de que no estuviera hablando de eso murió pronto.

—Ni siquiera estamos juntos ... —Señaló Helena, confundida.

Sus piernas se transformaron en barrotes que amenazaban con llevarme de vuelta a una pelea interna que no quería retomar.

Al retroceder, ella se subió los tirantes. De repente, había una distancia abismal entre nosotros. No era un metro, sino kilómetros y kilómetros que se multiplicaban con cada segundo en silencio. Aturdido, sentí la boca seca e imaginé que ese extraño sabor a cosmético debía ser el suave tono rosado de su pintalabios, que me persiguió el resto de la noche.

También me perseguiría en sueños.

Me toqué los labios, consciente de que no había metido la pata esa vez. No era mi culpa. No lo era.

—Claro —Perdido en una avalancha de preguntas, agregué algo más a mi escueta intervención—. Solo era real para mí.

—¿Qué? —No la vi bajar de la mesa, pero supe que lo había hecho porque intentó alcanzarme—. No ...

Me moví y Helena, paralizada, experimentó el dolor de que te rechazaran en primera persona. Nunca me negué a su cercanía. Tampoco estaba orgulloso de hacerlo. Era horrible, desgarrador y vejatorio, pero no iba a empatizar con ese padecimiento; había tenido más que suficiente.

Sin devolverle la mirada, me aparté de ella, tirando por la borda sus intentos de expresarse, de explicarme lo que había detrás de su cruel petición.

—Está bien —Ubiqué la cama a mi izquierda, recuperando la orientación—. Te daré ... Te daré todo el tiempo del mundo —Parpadeé. Los ojos me picaban. ¿Iba a llorar más? ¿En serio?—. Te di mi corazón. Algo de tiempo no es nada en comparación —dije en un murmullo que se desvanecía por sí solo.

Al igual que yo conocía sus reacciones, Helena también conocía las mías. Jamás me había visto en esa tesitura, pero supo que no estaba bien porque me había quedado blanco como el papel. Si no hubiera sido por los duros latidos que me taponaban el oído, me habría autodiagnosticado una bajada de tensión.

Marché hacia atrás sin prestar atención a la coordinación de mis extremidades. No me tropecé y fue una suerte; al agarrar el respaldo de la silla donde tenía mi chaqueta, me pregunté cómo era posible que siguiera medianamente lúcido.

—No me malinterpretes, Charles —Atrapé la chaqueta, dispuesto a irme—. Yo ...

El color beige de las paredes retumbó en mí, despertándome brevemente. Usé esos segundos de clarividencia y expulsé todo cuanto me había estado asesinando en secreto desde que me suplicó que no le contáramos a nadie lo que había entre nosotros.

—Estoy ... Estoy agotado —Fruncí el ceño, exhausto—. Y, sinceramente —Alcé la cabeza, encontrándola allí, a pocos metros, con sus bonitos ojos más tristes que nunca—, no estoy seguro de poder aguantar el tiempo que necesitas —La estaba mirando como si me hubiera apaleado y tirado a un vertedero—, pero lo intentaré porque prefiero poner a prueba el amor que siento por ti antes que rechazarlo —Me erguí—. El amor es un sacrificio, tesoro. Y sé que tú me amas, pero no sé si estás dispuesta a hacer esos sacrificios para que podamos salir ahí fuera de la mano —Segué el brillo de sus pupilas y continué con la revelación que había guardado para mí durante más tiempo del debido—. No te lo había dicho nunca, pero odio ocultarme. Lo odio con toda mi alma. No estamos haciendo nada que deba ocultarse. Y odio que estés acostumbrada a ocultarte del mundo. Por suerte, ese odio no basta. No es ni una milésima parte de todo lo bueno que siento cuando estoy contigo. Y he hecho el maldito sacrificio porque te quiero —Descansé, vislumbrando el remordimiento en su semblante—. Pensé que sería increíble hacerlo público aquí, en Mónaco, pero sabía que no lo aceptarías y me lo callé. ¿Sabes cuánta ilusión me hace gritar que he encontrado a la mujer de mi vida en la ciudad que me ha visto crecer? No. No lo sabías hasta ahora. No debería haber tardado tanto en decírtelo. Pensaba ... Pensaba decírtelo cuando pasara un mes de Baréin, pero después pensé que solo era un mes, que necesitaba esperar más. A los dos meses, pensé lo mismo. Ahora estamos cerca del tercero y resulta que ni siquiera estábamos juntos —Recuperé el aliento—. Tragué y tragué por darte la seguridad que necesitabas a costa de mis deseos y no me arrepiento de haberlo hecho porque puedo sacrificarme, pero solo hasta cierto punto. No soy el tipo bueno y tolerante que creí ser, Helena —Una mueca cruzó mis comisuras—. Soy más ambicioso desde que supe que me querías y que podríamos tener un futuro juntos. Soy impaciente y egoísta y siento mucho serlo. No es nada justo para ti que lo sea —Asentí—. Esto no se trata de que me ocultases lo de Horner o lo de Max. Se trata de que te atrevas a quererme sin miedo. Creo que no pido tanto —Me mordí el labio inferior. No podía romper a llorar. Debía decirle todo, hasta la última palabra—. ¿Quieres tiempo? Perfecto. Puedo dártelo. Puedo darte lo que me pides. Ahora escucha lo que yo quiero —Perlas transparentes rodaban colina abajo por su rostro—. Te quiero a ti; terca, difícil, insegura en muchas cosas, sí, pero también cariñosa y libre. Sobre todo, libre. Eres esa Helena porque me enamoré de ella y sé que está aquí. Está aquí todo el puto tiempo —proferí, agresivo y ácido—. Solo dejas de serlo cuando te paras a pensarlo y, lamentablemente, eso pasa demasiado a menudo. No mereces vivir con miedo. No te lo mereces y parece que no quieres entenderlo. Tampoco quiero que cambies. Acepto que dudas de ti misma y que te cuesta confiar en los demás. Te quiero así, pero no quiero una relación que se base en el miedo. Eso no, Helena. Eso no es amar —Me aferré a la tela de mi chaqueta, satisfecho con los dardos que había lanzado en su dirección—. Se hace tarde —Me giré, incapaz de provocar su llanto y no hacer nada para remediarlo—. Descansa —concluí y abrí la puerta de su habitación. No me sorprendió ver a Julia a un lado del pasillo. No terminé de cerrar la puerta porque imaginé que querría entrar—. Buenas noches, Julia.

Había escuchado, al menos, mi monólogo. Sus ojos aguados lo corroboraban.

—Buenas noches, Charles —masculló ella.

Avancé un poco por el pasillo, reconociendo lo que acaba de ocurrir entre Helena y yo. El alivio me colmaba de un modo insufrible. Con la mirada borrosa, detuve mis pasos y me giré hacia su mejor amiga.

—Julia —Ella se volvió, intranquila—, quédate con ella esta noche, por favor —Quise volver dentro y abrazarla, así que sujeté con más fuerza la prenda, que parecía templar mis impulsos—. No quiero que esté sola.

—Claro. No te preocupes —Aseguró—. ¿Estás bien?

Dudé. No estaba seguro del grado de la tortura que experimentaba en esos precisos instantes.

—La verdad es que no —le dije, sincero—. No estoy bien —La garganta se me cerró y necesité un poco de silencio para recomponer mi voz, que se deshacía en el aire—. Suerte mañana —le deseé.

Julia sentía pena por mí. Era evidente.

Sus tirabuzones rubios me distrajeron.

Estaba perdiendo la concentración.

¿Acaso iba a desmayarme?

—Igualmente —La oí decir mientras retomaba mi camino.

Y me marché de allí sin un destino al que regresar, sin saber a dónde ir, porque ya no tenía un hogar en Helena.








🏎🏎🏎

Capítulo nuevo check 😎🤙🏻

Creo que no hay mucho que añadir: punto de vista de Charles y estallido de su relación 🙂

¿Se arreglará?
Sí.
¿Tendremos el punto de vista de Helena y la razón de por qué le ha pedido ese tiempo?
También.

Pero necesitaremos paciencia y unas semanas hasta que eso llegue 😉

Muchas noches y buenas gracias 🫶🏻

Os quiere, GotMe 💜❤️

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