41 || Rivas Silva
Helena Silva
Comencé el fin de semana del Gran Premio de España revisando mi manual de setenta páginas sobre el volante, centrándome especialmente en las variaciones incluidas en el de Carlos. Ese repaso al manual y al reglamento, que también traía cambios para la carrera en Barcelona, contribuyeron a que mi dolor de cabeza creciera. A mediodía, después de comer, tuve que tomar una pastilla que me bajara ese malestar cuanto antes. A pesar de que no teníamos prácticas físicas y reales con los coches el jueves, los ingenieros teníamos que trabajar como locos y no hubo apenas descanso para nosotros.
Ese jueves, solo logré saludar a Charles. Un abrazo. Nada más.
Él se estuvo pateando todo el paddock, haciendo entrevistas y concediendo algo de tiempo a los periodistas que buscaban las declaraciones de los pilotos de Ferrari. Así pues, no hubo ni un momento para charlar ni para estar a solas. Lo empeoró el hecho de que, esa noche, Carlos y él tuvieran una cita con algunos amigos y salieran a cenar. Por ende, tampoco pasamos la noche juntos.
El viernes sucedió algo similar. Me pasé todo el día trabajando con Riccardo, el ingeniero principal de Carlos, y con el piloto español. Charles, por su parte, estuvo ocupado con Xavi y, por lo que oí más tarde, experimentaron algún tipo de problema de comunicación durante los entrenamientos libres. Esto hizo que la cara larga de Mattia Binotto estuviera presente a lo largo de la tarde.
Lamentablemente, no pude acercarme a Charles para preguntarle por ese supuesto malentendido, aunque su semblante hablaba por sí solo. No quise entrometerme en el tema y continué con mi labor como ingeniera de pista de Carlos.
A lo mejor ese fue mi error, pero, por la noche, el dolor de cabeza me atacó con más fuerza y terminé marchándome pronto al hotel para descansar lo mejor posible. Se lo dije a Charles a través de unos cuantos mensajes, a los que respondió con normalidad. Los dos necesitábamos estar solos. Esa fue la impresión que me dio y no era nada malo. No siempre tendríamos el tiempo ni los ánimos de compartir nuestras preocupaciones con el contrario y, en mi opinión, no estaba mal que fuera así.
Nos pondríamos al día en otro momento. Esa fue mi idea entonces.
Ah, pero el sábado las cosas cambiaron bastante.
Después de la tercera tanda de entrenamientos libres, la última antes de la clasificación, llegó la visita que, en parte, había alimentado mi malestar general ese fin de semana. Sumada a la oferta de Red Bull y al encontronazo con Max en Miami, me notaba tensa y nerviosa. Más de lo común. Así que, cuando vi a Ana y a David entrando al box, seguidos de un padre al que no me enfrentaba desde Navidad, mi ansiedad subió a la estratosfera.
Al igual que otros invitados especiales, ellos entraron con sus pases VIP, como si fueran personas muy importantes que venían a dejar su huella dentro del equipo que lideraba el campeonato.
Primero saludé a David, que corrió hacia mí con una emoción descontrolada. Sus ojos brillaban como dos luceros en la oscuridad, incapaz de creer que estuviera allí, viviendo por primera vez una experiencia tan bonita para un niño que chillaba todas las semanas en casa.
—Carlos, ¿tienes un momento? —Llamé a mi compañero, que acababa de sacarse la balaclava y se mareaba el cabello, húmedo por el esfuerzo.
El madrileño se despidió de uno de los mecánicos al escucharme.
—¡La ingeniera me reclama! —exclamó, acercándose a nosotros—. ¿Qué pasa, Lena? —Se desabrochó el cuello del mono de carreras y reparó en el jovencito que se abrazaba a mi cuerpo, boquiabierto—. ¿Quién es este hombrecito? —Esbozó una agradable sonrisa para él.
David debía estar sufriendo varios paros cardíacos y no lo culpaba, pues estaba cumpliendo el mayor sueño de su vida; conocer en persona a su ídolo. No estaba pensando con claridad y su corazón daba saltos gigantes, poniéndole más difícil la tarea de saludar a Sainz.
—Es mi hermano pequeño, David —Le dije su nombre—. Te dije que vendría al circuito, ¿no?
—Cierto —recordó Carlos. Se agachó un poco, tendiéndole la mano derecha a mi hermano—. Es un placer conocerte, David. Lena me ha dicho que eres mi fan número uno. ¿Eso es verdad? —Se interesó en el pequeño, que continuaba observándolo con los ojos abiertos como platos.
Agarró la mano de Carlos, perplejo, y parpadeó con efusividad, digiriendo lo que estaba ocurriendo.
—¡Sí! ¡He visto los entrenamientos y has estado genial, Carlos! —clamó, derrochando una ilusión adorable.
Conmovido por las buenas palabras del niño, le agradeció que lo tuviera en tan alta estima.
—Muchas gracias, aunque tener a tu hermana en la radio siempre es de gran ayuda —Señaló para alabar mi trabajo—. ¿Quieres que te enseñe el coche? Incluso podrías subirte —Le comentó, accediendo a algo que en ningún momentonle había propuesto nadie.
—Solo si tienes tiempo ahora, Carlos —Me apresuré a puntualizar.
No quería que se entretuviera más de lo debido con David, aunque este fuera un invitado de lo más especial. Que estuviera dispuesto a pasar unos minutos con mi hermano era mucho más importante de lo que parecía para alguien que tenía una agenda realmente apretada.
—Lo tengo —Me prometió y yo respiré hondo, relajada—. ¿Vienes conmigo, David?
—¡Claro! —gritó David y se apartó de mi lado, persiguiendo a Carlos.
Analicé la escena mientras ellos se alejaban en dirección al monoplaza con el número cincuenta y cinco.
—¿Puede que hoy sea tu cumpleaños? —Curioseó el mayor, apoyando su mano en la espalda del menor para dirigirlo entre la gente que iba y venía por el box de Ferrari—. Lena me contó que ...
Ana me sobresaltó a los pocos segundos. Nuestro saludo fue cordial, como siempre, y le comuniqué que David estaba bien vigilado. De igual forma, ella me dijo que iría a buscarlos para estar segura de que su hijo se comportaba y dejaba marchar al piloto cuando tuviera que atender otros quehaceres. No se lo impedí porque sabía que tenía razón y porque lo que perseguía realmente al irse era que mi padre y yo pudiéramos saludarnos en privado.
En silencio y con mi corazón tamborileando a un ritmo infernal, me giré lo justo y necesario para ubicar a mi progenitor a un par de metros, contemplando el lugar acondicionado por el equipo de Maranello.
Llevaba un traje de chaqueta oscuro, pero de corte más veraniego, el cabello peinado hacia atrás, como de costumbre, y un rictus suave que se volvió más visible tras quitarse las gafas de sol y sonreír a un par de ingenieros que pasaban por allí. No entendía cómo era posible que tuviera ese aire juvenil a pesar de estar cerca de los cincuenta y cuatro años de edad. La vestimenta influía favorablemente a que su imagen no decayera, sino todo lo contrario. Ana hacía un trabajo fantástico eligiendo su ropa, desde luego.
Pero, más allá de examinar su prendas, me quedé con su mirada despreocupada. Esa mirada tan habitual en él cuando tenía que mostrarse en público y necesitaba parecer la persona más amistosa y social sobre la faz de la tierra.
Me localizó pronto. Al momento, vino hasta mi posición. Yo lo saludé, alzando la voz.
—Hola, papá.
Mis dos besos fueron incómodos y obligados, pero me alegré de ser capaz de provocar un acercamiento entre ambos después de estar meses sin cruzar una mísera palabra.
—Hola, Helena —respondió él, educado—. ¿Cómo te va por aquí? ¿Ya te has adaptado? —Me preguntó, echando sus gafas de sol al cuello de la camisa blanca.
Le dije que todo iba bastante bien en el equipo e intercambiamos algunos comentarios sobre lo abarrotado que estaba el circuito a esas horas, pero no transcurrió mucho tiempo hasta quedarnos sin más conversación. Había una muralla enorme entre él y yo que no desaparecería por charlar como padre e hija. Era mucho más complicado de arreglar.
Vi al otro piloto vestido de rojo entre los mecánicos y, aunque estaba lejos porque nosotros nos encontrábamos en el garaje de Carlos, elegí la escapatoria que Charles me proporcionaba tan rápido como tuve la oportunidad.
—Ah, tengo que presentarte a alguien —Le comenté a mi padre y levanté mi mano derecha, agitándola en el aire para que Charles, a más de diez metros, se diera por aludido—. ¿¡Charles!? —Mi grito le alcanzó y se giró, buscándome. Tras averiguar desde dónde lo llamaba, puso en un segundo plano su charla con Mia y leyó mis labios—. ¿Puedes venir?
—¡Voy, Helena! —dijo entre gritos. El ruido era horrible, pero no nos hizo esperar más que unos segundos. Se abrió paso entre los trabajadores de Ferrari, palmeando las espaldas de algunos y lanzando sonrisas a otros—. Dime —habló, llegando a mí y acariciando mi espalda baja con cariño—. ¿Qué necesitas?
Charles también había salido de su monoplaza hacía un par de minutos. Tenía el cabello mojado por el sudor, ni siquiera había tomado un trago de agua y apenas empezaba a quitarse el guante de la mano derecha, pero no dudó en venir cuando le pedí que lo hiciera.
No parecía haberse dado cuenta de que estaba con alguien más, por lo que indiqué la presencia del señor de cabello canoso que lo escrutaba detenidamente.
—Él ... Él es mi padre —expresé.
Enfrentó al desconocido que, de pronto, tenía rasgos similares a los míos. Sorprendido por mi comunicado, se sacó a toda prisa el guante y reveló su incredulidad.
—¿De verdad? Es un placer, señor —Recogió el guante bajo su brazo izquierdo—. Soy Charles. Charles Leclerc —Le dio su mano a mi padre y se disculpó por el sudor que resbalaba por la misma—. Disculpe, pero acabo de bajar del coche y ...
—No te preocupes. Un poco de sudor no va a asustarme —Le sonrió, estrechando su mano con la del monegasco—. Soy Pedro Rivas, el padre de Helena —Se presentó y Charles le ofreció su mejor sonrisa—. Tengo entendido que viniste a casa la semana pasada —Añadió, haciéndose el despistado.
Ana le había puesto al corriente de todo. Desde que Charles se quedó a dormir hasta que jugó con David toda la tarde en los karts, pero quiso fingir que no estaba seguro de lo que decía porque así era él; bajaba los escalones que hicieran falta con tal de parecer vulnerable, humano, al resto de la sociedad porque es mucho más sencillo entablar una buena relación con alguien que está a tu nivel.
—Sí —Confirmó Charles, secándose algo del sudor que le molestaba en las sienes—. Acompañé a Helena al sur porque tenía que hacer algunas gestiones cerca y, bueno, su esposa me convenció para que pasara la noche en su finca.
—Disculpa que no estuviera allí para recibirte —dijo, cordial y amable—. Tuve que salir hacia Madrid de imprevisto.
—Perdonado —Asintió el joven piloto de Ferrari—. Los negocios siempre son muy sacrificados. Lo entiendo perfectamente —Empatizó con él, haciendo todo cuanto estaba en su mano por ser lo que mi padre esperaba encontrar en el chico que me acompañó a casa.
Hablaron durante un par de minutos bajo mi silenciosa supervisión. Minutos durante los cuales no pude evitar cuestionarme por qué papá estaba tan cómodo alrededor del tipo que había llevado a Jaén y que, por lo tanto, se acercaba más a mi pareja que a un compañero de trabajo más. Había algo que no me encajaba en su manera de conversar con Charles, pero no conseguí obtener una respuesta sólida a ese afable comportamiento.
De repente, mi padre vio a alguien que conocía y lanzó un saludo al aire, rompiendo esa respetuosa conversación con Leclerc. Lamentó tener que ir a saludar a su conocido. Charles le juró que no había ningún problema y dijo que también tenía que regresar para la ronda de entrevistas. Sin embargo, no se fue antes que mi padre y aguardó junto a mí, pendiente del elegante caminar de mi progenitor, que se despidió de nosotros con un sosiego muy sospechoso.
Me aparté, dejando pasar a uno de los mecánicos, y retrocedí para estar más cerca de Charles.
—Parece simpático, ¿no? —Se pronunció él, claramente satisfecho con ese primer contacto.
—Sí —Afirmé, poco convencida—. Lo parece.
Charles colocó su mano en mis lumbares, generando en mí la tranquilidad que no lograba atrapar desde que vi a mi padre en el box.
—No le des muchas vueltas, tesoro —Me suplicó, preocupado—. Ha debido venir en son de paz.
—Me sorprendería que fuera así —dije, muy irónica al respecto.
Tras unos instantes de meditación, Charles rescató un detalle del que no era conocedor.
—Pedro Rivas —repitió el nombre y el apellido con el que mi padre se había presentado—. Creía que tu primer apellido era Silva —comentó, risueño.
—Para mí lo es. Es una forma de que no me señalen como su hija con tanta facilidad y una forma de tener más presente a mi madre. Se lo merece más que él —farfullé lo último.
No era normal en absoluto que una hija mayor renegara del apellido paterno que tantas puertas podía abrirle, pero solía ir contra marea siempre que tenía la posibilidad. De ahí que me presentara como Helena Silva y no como Helena Rivas. Además, en las altas esferas de la Fórmula 1 se movía gente con mucho dinero y estaba segura de que más de una eminencia del deporte conocía personalmente a mi padre. No quería que me vincularan con Pedro Silva ni que me trataran mejor por llevar su misma sangre. Me negaba a que alguien me tratara de un modo que no merecía por cargar con un apellido del que no me sentía orgullosa, para empezar.
—Helena Rivas Silva, ¿entonces? —espetó Charles—. No suena nada mal.
—Sigo prefiriendo Silva a secas —Lo miré a los ojos.
Había añorado ese sentimiento de conexión cuando estábamos juntos.
—Yo también —Intentó sonreír, pero Mia lo reclamó al otro lado del box y esa complicidad que ambos habíamos extrañado se esfumó—. Tengo que irme —Me informó, acomodándose el cuello del mono por el calor torrencial que debía cocerle el cuerpo—. ¿Puedes manejarlo?
Tragué saliva y revisé que mi padre andara bastante lejos.
—No lo sé —respondí.
—Vale —Suspiró. Ya había imaginado que contestaría algo similar, así que me agarró del brazo izquierdo—. No pongas ninguna cara extraña —pidió, atrayéndome hacia su torso para abrazarme. Inhalé el olor a gasolina que se había adherido a su pelo y, sin que Charles dijera nada más, escurrí mis brazos y le devolví aquel abrazo, desesperada. Estaban siendo unos días duros y cansados y le había sentido demasiado lejos—. Solo es un simple abrazo. Porque mi chica lo necesita y porque quiero que esté tranquila —Agregó una justificación que ninguno de los dos necesitaba para aferrarse más al cuerpo del otro—. Queda mucho fin de semana por delante, chérie. Sé que puedes gestionarlo.
Me pegué a él más de lo estrictamente necesario, anhelando esos momentos a solas que me habrían ahorrado un sufrimiento del que todavía no me libraba.
Degustando los buenos deseos de Charles, creé cierta distancia y me topé con sus deliciosos orbes, que, debido a la luz que gobernaba el box, se veían más castaños que nunca.
—Gracias —Le agradecí.
—Esa sonrisa está mucho mejor —Ni siquiera me había percatado de que sonreía, pero esa era una de sus especialidades; hacerme feliz sin que fuera consciente de que había limpiado mi alma de impurezas—. Te veo después, pero mándame un mensaje si necesitas algo.
—Si te digo lo que necesito —Empecé a decir, demasiado sincera—, probablemente no te marches a ninguna parte.
Charles se mostró ofendido porque sabía a lo que me refería, y no era un café o un consejo, sino algo que no podía darme por mucho que quisiera. El tiempo jugaba en nuestra contra y le dolió obviar mi confesión. Le dolió una barbaridad. Igual que a mí.
—Vale —Se rio, molesto con el compacto horario que había organizado Mia para aquel sábado de clasificación porque no le dejaba ni cinco minutos conmigo, a solas, en una de las salas de descanso destinadas a los pilotos—. Me largo —declaró, retirándose.
—Perfecto, Leclerc —Le increpé, más animada.
Si me sentía de mejor humor, podría irse sin tantos remordimientos.
En el camino de regreso al garaje que llevaba su nombre y su número dieciséis, se tropezó con Riccardo, el ingeniero de radio de Carlos. Este nos observó, confundido por la manera en que le había hablado a Charles. Para que no se percibiera como una pelea real, el monegasco tocó el hombro de nuestro compañero y prolongó la tonta pelea que estábamos llevando a cabo.
—Riccardo, ponle deberes, ¿quieres? —Riccardo sonrió, comprendiendo que era todo un teatro—. Hoy está insoportable —Le explicó Charles, haciéndose el gracioso.
—¿Estás hablando de mí? —exclamé, guerrillera.
Leclerc se dio la vuelta, mirándome de nuevo.
—¿Por qué te das por aludida? —Con esa pregunta me arrancó una risilla que propulsó mi esperanza de vida—. ¿Ves a lo que me refiero? —Se dirigió a Riccardo, que mantenía intacta aquella sonrisa—. Dale trabajo o te volverá loco a ti también.
—Adiós, Charles —Gritó Riccardo mientras el chico que intentaba sacarme de mis casillas corría hasta Mia—. ¿Qué le has hecho? —inquirió, caminando hacia mí.
—Qué me ha hecho él, querrás decir —reí, observando cómo, en la distancia, Charles hablaba de algo con nuestra compañera de equipo y se marchaban de mi vista—. Nada —Aclaré, eliminando cualquier malentendido que se le hubiera pasado por la cabeza a Riccardo—. Solo bromeábamos.
—Eso creía —reconoció el ingeniero—. Bueno —Se masajeó las manos—. ¿Lista para revisar las telemetrías de Carlos?
Mi estado anímico no era el más propicio, pero no podía cometer ningún error ese fin de semana. Todos se estaban dejando la piel para que los chicos triunfaran en Barcelona y, al estar en España, las esperanzas que había sobre Carlos se multiplicaban por segundos. Los datos que manejábamos tras bambalinas indicaban futuros resultados muy buenos para el madrileño. Si dábamos todo lo que teníamos en la guantera, pronto podría lograr es primera victoria en Fórmula 1 que tanto se le estaba resistiendo desde que entró en Ferrari. Si estaba en mi poder darle un empujón, lo haría. Claro que lo haría.
Con mi padre allí o sin él, no dejaría que mi rendimiento laboral sufriera. Un profesional no mezclaría su vida privada con el trabajo y yo quería ser la mejor en mi cometido, así que, en primer lugar, tenía que creerme capaz de ello.
—Lista —contesté.
🏎🏎🏎
Empieza el fin de semana en Mónaco y no podía faltar el capítulo del jueves para llegar al GP con energíassss ♡♡♡♡
Apareció por fin el padre de Helena; ¿tendrá buenas intenciones o no? 🧐
Pronto lo descubriremos 🤙🏻
Nos vemos en unos días ❤️🩹
Os quiere, GotMe ❤️💜
25/5/2023
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