40 || Helena's boyfriend?
Helena Silva
Regresé al salón lo más rápido que pude. No estaba tranquila dejando solos a Charles y a mi abuela. Sorprendentemente, ambos seguían sentados en sus respectivos asientos, el uno frente al otro, aunque no se miraban. Mientras Charles comprobaba el tiempo que marcaban las agujas de su reloj, mi abuela rehuía la ganas de observar al extranjero, pero las pupilas se le iban por sí solas.
Era una escena graciosa y me habría reído allí mismo si no se hubieran percatado de mi llegada.
Al instante, Charles se puso de pie y me dijo que no podía retrasarse más. El piloto de su jet privado le había avisado de que estaba poniéndolo todo a punto, creyendo que subiría en pocos minutos al pájaro de metal que aquella empresa de aerolíneas ponía a disposición de los pilotos de Ferrari.
La despedida entre mi abuela y él fue escueta y rígida. Sentí cómo Charles quería hacer un adiós más cordial, cosa que mi abuela no le concedió. Con la barbilla bien alta, le dio una sola palabra, seca y airada, y se escabulló hacia la cocina.
Por suerte, Charles no se lo tomó a mal. Parecía haber comprendido que la personalidad de mi abuela era bastante compleja y peliaguda. Resignado, me siguió cual pollito a su mamá gallina hasta la puerta principal.
El pesado calor de mayo le hizo suspirar con fuerza.
Tomó una larga inhalación y se tocó un poco las gafas, que todavía colgaban del cuello de su camiseta. El cabello se le revolvió con la brisa matutina y sonreí al descubrir que achicaba los ojos, escapando de la intensidad lumínica que casi lo cegaba.
—¿Te quedas aquí? —Me preguntó, volviéndose hacia mí.
—Sí. Tengo permiso hasta mañana —Me detuve en plena acera, forzándole a regresar unos centímetros—. Me iré a Barcelona temprano.
Se chupó las comisuras, lidiando con el bochorno que caía sobre mi ciudad natal.
Charles hizo memoria y fue hasta el coche para bajar mi gran maleta de la parte trasera. Yo le ayudé a que esta rodara por la carretera y, con algo de esfuerzo, la subí a la acera, otra vez frente a la fachada de la casa de mis abuelos. Coloqué la valija a la sombra y me acomodé el flequillo, que ya comenzaba a escaparse de mi habitual recogido.
—No ha sido tan horrible, vero?
Un tanto confundida, me palpé el mismo brazo que, extrañamente, aún notaba resentido tras el duro agarre al que fue sometido por Max Verstappen.
—¿El qué? —Fruncí mi ceño.
—Tu abuela —Señaló Charles—. Parece un poco ...
—Antipática, sí —Le di la razón a esa sensación que le atormentaba—. No le gustan los hombres. Siempre ha dicho que sois los culpables de nuestras desdichas.
—Vaya ... —Lo lamentó—. Tiene en gran estima a los de mi sexo.
La ironía en su voz no se me hacía preocupante, pero quise asegurarme de que no se sentía muy atacado a raíz de los malos gestos que mi abuela le había lanzado.
—No se lo tomes a mal —Me aproximé a él, meticulosa—. Te ha dejado pasar. Mi madre decía que nunca pudo meter en su casa a un chico porque los dejaba en la puerta. Ni siquiera a mi padre, aunque con él estaba en lo cierto ... —Le dije, echando piedras sobre el tejado de mi progenitor.
Su sonrisa logró el cometido; me tranquilizó como nunca.
—Entonces debería estar contento —exclamó, bromista.
Su adorable humor contrarrestaba mi pesimismo. Temía que mi abuela no hubiera visto nada esperanzador en Charles. Me asustaba que no creyera en un posible futuro en el que Charles y yo pudiéramos llegar a esa casa de la mano, dispuestos a celebrar una fiesta en familia o, simplemente, organizar una pequeña escapada para verla.
—Mucho —Asentí y una duda saltó en mi cabeza—. ¿Te ha dicho algo mientras hablaba con ...?
—Ah, no —Corrió a desmentir mis posibles sospechas—. Solo me miró fijamente. Juzgándome, supongo —Estiró el chiste adrede.
—Habría sido mejor no traerte ... —Exhalé, más apenada de lo que me habría gustado estar.
Ante esa revelación de lo más inocente, Charles se acercó, sosteniendo mi antebrazo y regalándome una imagen privilegiada de su semblante. Un semblante que se entristecía por momentos después de escuchar mis abatidas palabras.
—No, Helena —Deslizó sus dedos por mi piel, aliviando cualquier malestar—. Ha sido una buena manera de relajarme —Me aseguró.
—Mi abuela no puede relajar a nadie, Charles —contesté, agradecida de que se esforzara por quitarme esas malas sensaciones—. Incluso a mí me estresa a veces.
No era ninguna clase de exageración y, con apenas veinte minutos alrededor de aquella mujer, Charles también lo había notado. No obstante, concretó mejor su confesión, convirtiendo nuestra fugaz charla en una cita íntima que quedaría entre nosotros hasta que nos reencontráramos en Barcelona.
—Me refiero a todo, en general —Aclaró, acariciando mi brazo—. Necesitaba un día de descanso. Un día contigo.
El rubor amenazó con desequilibrarme. Tímida, eliminé toda distancia física y me aferré a su torso.
—Yo también necesitaba estar contigo.
Al musitar esa oración, Charles me apretujó contra su cálido pecho.
—Hablas como si hubiera hecho un sacrificio tremendo —Apuntó, creando un ambiente en el que me habría encantado permanecer durante el resto de la semana—. Nada de eso, chérie. Nada de eso —Pasó la palma de su mano derecha por mi espalda, haciendo tiernos círculos en la tela de mi camiseta negra—. Lo próximo debería ser un viaje juntos. ¿Qué opinas? —Propuso, más emocionado.
Esa idea me gustaba. Era una idea complicada de llevar a cabo y nos provocaría muchos quebraderos de cabeza, pero me apetecía estar con él sin tener que medir el tiempo, revisando la hora cada pocos minutos. Si podíamos arreglar nuestros horarios y reservar unos cuantos días, en el parón de verano, por ejemplo, tenía el maravilloso presentimiento de que nuestra relación avanzaría en una dirección benévola.
Mientras Charles me abrazaba, pensé mejor en ello y me di cuenta de que estaba buscando la manera de hacerlo posible. A pesar de mi incapacidad para expresarle todo lo que me hacía sentir, estaba creando escenarios a futuro a su lado.
No harías algo así si no quisieras que esto dure, Helena.
—Estaría bien —Retrocedía ligeramente, esquivando la trayectoria que me empujaba a su boca—. Pensaré en algún destino donde no te reconozcan cada pocos metros —Le sonreí—. Ten cuidado de camino al aeropuerto.
—Lo tendré. Piensa en un lugar al que te gustaría ir, va bene? —Me pidió, decidido a realizar aquel viaje—. Te llamaré cuando llegue a Niza —Agregó a su despedida.
—Vale —murmuré.
Él tenía sus manos en mi cuerpo. No las había alejado ni un centímetro de mí porque le servían como punto de apoyo para inclinarse y besarme, pero el himno italiano que hacía de tono de llamada en su teléfono móvil cortó todo atisbo de querer depositar esa muestra de amor en mis labios.
Recuperando el control sobre sus extremidades, buscó el aparato en el bolsillo derecho de sus pantalones y posicionó su mano encima de la pantalla, leyendo así el nombre de la persona que intentaba localizarl.
—Es Arthur —Me puso al tanto antes de responder a la llamada de su hermano pequeño—. Dis-moi, Arthur —habló, llevándose el móvil a su oído. Fue un acto involuntario, pero Charles se apartó más de mí y la llegada de aquel beso se evaporó frente a mis ojos como si nunca hubiera estado ahí—. Oui, j'arrive à l'aeroport. Je ne vais pas te dire où je suis, alors arrête de demander. Je serai là à deux, donc ... —Yo intentaba traducir las aportaciones del monegasco a la conversación, aunque su fluidez con el idioma me obstaculizó bastante la tarea. Charles echó una ojeada fugaz a su reloj y frenó la verborrea a la que su hermano estaba sometiéndolo—. Attends une seconde ... —dijo, apartando el teléfono y dirigiéndose a mí de nuevo.
Conté un único segundo y un pestañeo. Después de eso, me vi atropellada por ese beso suyo que no había recibido debidamente. Me aferré a su costado, olvidando por completo que estábamos a plena luz de día y que más de una vecina andaba agazapada detrás de sus cortinas para contemplar en primera línea ese afectuoso adiós del que, por suerte, no me vi privada. Leclerc, devoto a mis sensibles comisuras, dio por concluida esa interacción con un corto chasquido que dejó sus labios más voluminosos y brillantes de lo que recordaba.
—Ci vediamo giovedì, tesoro —susurró.
No fue algo planificado, pero aquella promesa hizo que, a mis sugestionadas pupilas, se viera más atractivo y seductor. El color dorado que caía sobre su tez colaboraba a que se me antojara más encantador.
—Pásalo bien con el príncipe de Mónaco —Deseé que así fuera y rocé su pecho con un par de dedos rebeldes que no querían dejarlo ir.
—Lo intentaré, aunque has dejado el listón bastante alto —Ensanchó su luminosa sonrisa y se adelantó por segunda vez consecutiva. El delicado contacto entre su boca y la mía fue más perjudicial que beneficioso, puesto que, cuando se separó de mí, luché conmigo misma para no encadenarlo a la puerta y prohibirle volar a su país—. Ni siquiera sé cómo soy capaz de dejarte aquí ...
Obtuve su tercer beso, más breve, y sonreí como una tonta de manual.
—Haciéndolo —La ondulación de sus labios se volvió más pronunciada, más determinado a eclipsarme. Así pues, cedí por unos instantes y lo besé para cerrar una despedida que se estaba alargando demasiado. Resistiéndome a continuar con besos que se encadenaban los unos a los otros, me retiré, suplicándole que se marchara y no lo complicase más—. Ciao.
Su guiño, casual y desenfadado, puso el broche de oro a nuestro tiempo juntos.
—Ciao —Me secundó, caminando de vuelta a la furgoneta. De espaldas a mí, recuperó a Arthur, que seguía al otro lado de la línea, desesperado por saber qué demonios estaba retrasando a su hermano—. Oui, bien sûr j'écoute —Mintió Charles y abrió la puerta del conductor—. Qu'est-ce qui te fait croire que je suis avec une femme? Non ... Non, c'est pas ça —Se subió al asiento y, en cuestión de cinco segundos, arrancó el motor—. Écoute-moi ... —Apeló a su hermano, que no parecía escucharle, y cerró la puerta.
Echó la mirada hacia mí, puso el manos libres con tal de no finalizar la llamada y agitó brevemente su mano, despidiéndose. Yo imité su gesto, consiguiendo que sus hoyuelos vieran la luz antes de que tuviera que contar las horas y los días que faltaban hasta el inicio del fin de semana en Barcelona. Aunque nos veríamos el jueves, ese día siempre era de los más ocupados para nuestros pilotos. Les llovían las entrevistas y las reuniones, por lo que tener un rato para hablar sería más que imposible.
El vehículo inició su camino por la estrecha carretera.
—¿Habla francés?
El susto fue monumental.
Sentí cómo me ahogaba, cómo regresaba a la vida a pesar de que esta nunca llegó a estar en serios problemas.
—Dios, abuela ... —El temblor de mi voz no pasó desapercibido para ella, que se quedó con la copla y esperó a que pudiera hablar sin adoptar la forma y viscosidad de un flan recién hecho—. ¿Por qué eres tan silenciosa? —Le eché en cara. Él estaba realizando el stop al final de la calle en esos momentos—. Charles es de Mónaco. Su lengua materna es el francés —Le repetí, consciente de que no había prestado atención la primera vez que se lo dije. La oscura furgoneta desapareció de nuestro rango visual y yo suspiré, agitada—. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
Preguntarle si había visto cómo nos besábamos habría sido mucho más esclarecedor, ya que su respuesta no solventó ninguno de mis plurales interrogantes.
—El suficiente —declaró.
Aguardé más tiempo del necesario porque su aparición había aplastado mis nuevas energías de un golpe fatal. La felicidad de aquellos besos se transformó en un sentimiento nervioso y, en cierto modo, estresante.
—¿Qué te ha parecido? —Me atreví a preguntarle.
Mi abuela se tomó unos bastantes antes de responder.
—¿De verdad quieres mi opinión? —dijo, inquisitiva.
—No sé si la quiero, la verdad ... —Mis labios se curvaron en una mueca que ella no vio debido a mi posición.
Si iba a soltar una retahíla de razones por las que Charles no era la persona que yo me merecía, sinceramente, no quería oírlo. Su forma de ver la realidad podía ser enrevesada a veces. Incluso errónea. Siempre había velado por mí, por mi bien, pero ya era una mujer adulta y, además, yo no era mi madre, que siempre tuvo problemas con los hombres y que siempre, sin excepción, modificaba la realidad de sus relaciones sentimentales como le convenía. No era ella. Tenía otros problemas muy diferentes y mi abuela lo sabía, pero era muy capaz de dibujarlo como le viniera en gana con el objetivo de distraer al único chico que me importaba.
Sí. Mi abuela podía ser una desalmada si se lo proponía. Aunque también era la mujer más sabia y buena que había conocido. No por ser mi abuela, claro, sino por sus consejos y por saber discernir la verdad que había detrás de mis deliberadas mentiras.
Charles no había ido hasta allí por ser mi amigo ni ese compañero de trabajo con el que había entablado una amistad preciosa, sin más. Yo podría camuflarlo como quisiera, pero las dos teníamos la certeza de que había un sentimiento mucho más fuerte.
—Tienes mejor gusto que tu madre —espetó de repente.
No oculté mi estupefacción y me giré, digiriendo como buenamente podía que me estuviera concediendo aquella realidad absoluta.
—¿Qué significa eso? —Arremetí, pasmada. Mi abuela no se entretuvo y entró a la casa, esquivando mi bombardeo de preguntas antes de que le fuera imposible guardar silencio—. ¿Que te ha gustado? —Presioné todo lo que pude.
Si no me convertía en la niña más pesada y cansina de la ciudad, perdería la oportunidad de sonsacarle esa primera impresión que le había suscitado Charles. No podía permitirme ese vacío. Desde luego que no. Estaba flaqueando. Estaba abriendo un resquicio en su férrea personalidad que me serviría de mucho porque, me gustase o no, valoraba la opinión de mi abuela. Al fin y al cabo, era la única persona que me quedaba realmente. La única que, hasta hacía pocas semanas, había entendido y aceptado de principio a fin mi tosca forma de ver las cosas y mi nula confianza en poder tener una vida plena, también en lo sentimental.
—¿Un francés? —dijo, rabiosa—. Ni loca me gustaría un francés para mi nieta.
Cerré la puerta y la perseguí a lo largo del pasillo. En la cocina, abrió uno de los armarios y yo continué forzando su paciencia.
—Es de Mónaco, abuela —Precisé.
—Francés y rico, además —Argumentó, notablemente molesta con esos hechos.
—Pero es muy simpático, ¿no crees? —Intenté atacar por algún flanco más descubierto.
—Como si eso lo salvara de ser un cretino —Determinó, jactanciosa.
—Vovó! —Alcé el tono.
—¡Vale! —Se incorporó, mirándome y plantando cara a mis réplicas—. ¡Puede que no sea un cretino! ¡Puede que sea más prometedor que todos los niñatos que trajo tu madre —Le otorgó algo de margen a Charles—, pero le queda mucho camino por delante antes de que lo acepte en esta casa!
Quería enfadarse de todo corazón. Conocía esa mirada suya.
No me estaba poniendo en su lugar. Si empatizaba con ella, entendía que le asustara esa visita. Había llegado de improviso junto a un hombre. Uno de sus mayores miedos, hecho realidad. Debía estar reviviendo escenas protagonizadas por su hija, mi madre, que precedieron a desastres amorosos de los que tuvo que reponerse, a pesar de quedar rota y desilusionada. No quería que esos acontecimientos se repitieran, ahora en mí, y me hacía responsable de que ese temor titilara en sus ojos negros.
Yo sentía el mismo pánico a un desenlace fatal.
—Le has dejado entrar —dije, relajándome.
Altiva, se concentró en tomar una cacerola del armario.
—Porque es alguien a quien aprecias. Solo por eso —explicó con sequedad.
Me mantuve durante un minuto entero sin replicar. Guardé estricto silencio mientras ella arreglaba la cocina, preparándola para empezar a cocinar más pronto que tarde.
Entonces, fui capaz de articular la maldita indecisión que me había rondado desde que llegué. Ya conocía la respuesta, porque solo había una respuesta, pero necesitaba que alguien de mi total confianza reconociera lo que percibía a diario por parte de Charles. Alguien más aparte de Julia y Carlos, que me lo habían confirmado en numerosas ocasiones hasta la fecha.
—¿Crees que es sincero?
—¿En qué?
Sacó un plato hondo y un par de huevos de la nevera.
Reformula la pregunta, Helena. Reformúlala.
—¿Crees que me quiere? —Cambié mi elección de palabras.
Una pregunta estúpida donde las haya.
Soltó una bocanada de aire y dejó olvidados los utensilios que estaba utilizando en esos instantes para enfocarse en mí y eliminar cualquier duda que me hubiera surgido, ilógica y absurda.
—Está enamorado de ti. Ningún chico me soportaría si no se muriera por tus huesos —aseguró, sin pelos en la lengua. Me observó, inclemente—. La cuestión aquí es si tú estás dispuesta a sentir lo mismo o no. Y eso ... Eso no es tan sencillo de responder, ¿o me equivoco?
Levantó sus cejas, a la espera de una contestación afirmativa que no llegó. No llegó por la simple razón de que no podía decirlo. Haberlo dicho, habría significado que iba bien encaminada, y no quería reconocer que uno de los temas que más me frenaba fuera ese.
Narrador omnisciente
A la hora de la tradicional siesta española, Helena fue a su cuarto a descansar. Ya que tenía un día más de permiso, decidió que dormir un poco más era un plan más que decente. Su abuela también insistió en que durmiera un rato porque, desde su punto de vista, su nieta tenía unas feas bolsas oscuras bajo los ojos que no podía ser una buena señal, así que la mandé a su habitación y la casa volvió a su silencio habitual.
Poco después, la señora, que rozaba ya los setenta y cinco años, se marchó a saludar a sus vecinas. Estas ya estaban charlando amistosamente un par de puertas más allá, a mitad de la calle, y, tan rápido como vieron aparecer a Matilde, reclamaron información acerca del rumor que les había llegado.
—Matilde, Matilde —La llamó una de ellas—, ¿es verdad que tu nieta anda de visita?
—Sí —Afirmó la portuguesa a sus amigas—. Llegó esta mañana por sorpresa.
—¿No está por ahí? —inquirió otra de las señoras, buscando con la mirada a la chica, que no acompañaba a la viuda—. Queremos verla.
—Está descansando un poco —dijo Matilde mientras se sentaba en la única silla que había libre.
—Oye —reclamó Herminia, con quien no podía llevarse mejor—, Lola dice que vino un chico con ella —Apuntó, cotilleando al respecto.
Matilde sabía que se encontraría con un gran interrogatorio, pero no le molestaba porque, aunque le costase reconocerlo, ese chico le había gustado.
—Así es —Asintió, midiendo sus gestos faciales meticulosamente.
—También dice que los vio besándose a primera hora —Siguió diciendo Herminia, que tenía cierto brillo en los ojos, como si deseara con todas sus fuerzas algún nuevo tema del que hablar con sus compañeras—. Que se estaban despidiendo y él la besó en plena calle. ¿No los viste? —Su curiosidad no tenía límites.
Pensaba fingir que no había presenciado parte de la despedida de su nieta con el joven piloto de carreras, y así lo hizo. Fingió como una maestra del disfraz porque ya lo había hecho cuando Helena se lo preguntó.
—¿Tiene Helenita novio por fin, Matilde? —Dolores tomó la palabra, curiosa—. ¿Ha venido a presentártelo?
Dar veracidad a esa información habría sido un tremendo error porque le había parecido que Helena quería mantener su posible relación amorosa en silencio. Sin embargo, la necesidad de alardear de un buen partido para su nieta pudo con su deber.
—El chico vino a acompañarla. Ya sabéis que no le gusta quedarse donde el padre —Les recordó que la distancia entre padre e hija no se había acortado con el paso de los años—. Pero no es su novio —Comunicó abiertamente—. Si la intuición no me falla, diría que no saldrán oficialmente hasta finales de año —reveló una de sus predicciones, muy orgullosa de acertar con la mayoría de las mismas—. Mi Helena está ahora muy centrada en su trabajo y ella suele tomarse las cosas del corazón con calma —Suavizó los alterados ánimos de sus amigas y vecinas.
—Eso está muy bien, pero háblanos de él, mujer —Prosiguió Herminia, verdaderamente fascinada con la posibilidad de que la pequeña Helena tuviese un pretendiente—. Euge decía que era alto y fuerte. Que el chiquillo parecía un deportista y que tenía aires de extranjero —Lo describió de un modo más que fiel a la realidad—, además de un porte de esos que quita el sentío.
No obstante, Matilde, que no quería ceder demasiado en ese asunto, trató de ser estoica y crítica con las bonitas palabras que allí se estaban diciendo, pues había sido la primera en fijarse en los ojos verdosos del joven y en la bonita sonrisa que pintaba su rostro. Todo en él construía una hermosa armonía de la que no había hablado con su nieta y que se negaba a exponer públicamente porque nunca admitiría que ese chico pudiera ser más cautivador que su niña. Eso no pasaría mientras ella tuviera algo que decir.
—Anda ya. Qué cosas decís —Hizo unos aspavientos con la mano derecha, quitándole importancia a esa descripción tan favorecedora—. Un puchero le habría hecho yo para comer si se hubiera quedado, que estaba en los huesos, la criatura. Los deportistas de hoy en día tienen poco estómago —Criticó, ganándose el asentimiento y la aprobación del resto de mujeres—. No ves que eso va con las modas de los jóvenes —Indicó, como si supiera perfectamente que aquella era la única e indiscutible verdad—. Además, tampoco estaba de tan buen ver —Mintió, al tiempo que reconocía para sus adentros que su querida nieta había tenido una suerte increíble al dar con un chico tan agradable y atractivo—. Estáis exagerando —Se rio, emocionada por el valor que había demostrado el chico cuando estuvieron solos.
"Habría sido una gran decepción que no sacara a relucir ningún tipo de arrojo teniendo en cuenta que es uno de los mejores pilotos del mundo", pensó Matilde.
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21/5/2023
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