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39 || vovó

Helena Silva

Nos dormimos pronto. Yo caí primero porque recuerdo el sonido de su voz, cada vez más remoto y lejano, a pesar de que notaba la vibración de sus palabras en su caja torácica. Como digo, Charles tampoco aguantó mucho tiempo despierto. Él también había tenido un viaje esa mañana y madrugó bastante. Condenados por esa cruz, ambos quedamos sumidos en un sueño de lo más profundo del que, para nuestra buena suerte, pudimos disfrutar más de lo habitual.

Su comida en Mónaco estaba programada para las dos y media de la tarde. Por lo tanto, debía estar en el aeropuerto de Granada a las nueve y media si quería llegar con algo de tiempo a su ciudad. Contando con que, en coche, el trayecto era de unos cuarenta minutos hasta el aeródromo granadino, Charles hizo bien en poner su alarma a las siete de la mañana.

Me despertó con un par de besos y con el lamento de no poder quedarse más tiempo conmigo, pero no me molestaba en absoluto que su vida fuera así y que nuestras pequeñas escapadas no pudieran sobrepasar las veinticuatro horas. Lo aceptaba y se lo comuniqué mientras hablábamos de su comprimida agenda, todavía en la cama. Después de las aclaraciones y de asegurarle que estaba perfectamente bien para mí que se marchara, dejé que se vistiera y yo fui a mi habitación para hacer lo propio. También acomodé mi maleta y la saqué del cuarto.

Estando en el pasillo, Charles salió y me impidió bajar los bultos por mí misma. Intenté convencerle de que podía cargar mis cosas por las escaleras, de que no era tan enclenque como se imaginaba, pero esas quejas no se prolongaron más de quince segundos porque él bajó los escalones en un tiempo récord, cosiendo mis labios y dándose por satisfecho. Al ver mi cara de enfado, se encargó de deshacerla con un suave beso del que nadie fue testigo.

No me gustaba que la gente hiciera por mí aquello que podía hacer sola, sin ayuda. No obstante, Charles era otra historia. Si él se metía en mis asuntos y los alteraba un poco, no hería mi orgullo, ni mucho menos. Ayudándome en tonterías como esa, conseguía que me sintiera arropada y me recordaba que podía recurrir a él si lo necesitaba.

Ana estaba terminando de poner el desayuno en la mesa cuando aparecimos en la cocina. Los dos fuimos a echarle una mano. Como David todavía no se levantaba para ir al colegio, desayunamos los tres juntos. Mi hermano bajó justo antes de que tuviéramos que irnos. Todavía andaba bastante dormido, pero pudimos despedirnos de él. Me prometió que no diría nada a sus amigos de la visita sorpresa de Charles y de que presumiría de sus camisetas y gorras firmadas por los pilotos de Ferrari. Una cosa no quitaba a la otra, así que lo abracé y me monté en el coche de ventanas tintadas.

El resplandeciente color dorado del cielo nos obligó a sacar las gafas de sol antes de arrancar.

A pesar de que Charles insistió en que me quedara en la finca, yo no quería estar más tiempo allí. No me sentía cómoda.

Abrochándome el cinturón, le hice una única pregunta.

—¿Puedes retrasarte media hora?

Charles comenzó a bajar la cuesta que tuvimos que subir el día anterior a una velocidad prudente.

—¿Me estás pidiendo que falte a mis obligaciones, Helena? —Sonrió, incapaz de creer que estuviera siendo mínimamente irresponsable.

No me gustaba pedirle algo así, pero me hacía mucha ilusión que hiciera una parada de camino a Granada. Yo me quedaría allí hasta el día siguiente y ya tomaría mi vuelo hacia Barcelona.

—Sí —Lo miré, expectante.

Se detuvo al borde la carretera. Tras hacer aquel ceda, se apoderó de mi mano izquierda y dijo lo que quería oír.

—Bueno, esto no ocurre todos los días. Le diré al príncipe de Mónaco que hubo un problema con el despegue —Eligió una excusa creíble.

—¿Vas a comer con el príncipe de Mónaco? —Salté yo, estupefacta.

Con sus risas de fondo, me suplicó que le indicara la dirección que tomar. Tomó el camino de la derecha y yo le agradecí que pospusiera su encuentro con la mismísima realeza de Mónaco si así cumplía mi deseo más egoísta. Imaginé que había notado lo importante que era para mí que prolongara un poco más su estancia en mi ciudad y que, por eso mismo, se permitió retrasarlo un poco. Mientras conducía a través de las calles de un pueblo de las afueras de Jaén, próximo a la frontera con Granada, me pidió que le enviara un mensaje al piloto del jet privado que lo llevaría a Mónaco. Así lo hice y, pronto, le señalé una calle ancha y luminosa en la que había espacio suficiente para estacionar la furgoneta.

Seguramente, el ruido del motor había alertado a más de una vecina, así que me bajé con premura y le apremié a hacer lo mismo. Tampoco quería que nos entretuviéramos demasiado tiempo allí.

Alcancé la entrada a aquella casa que tanto había visitado durante mi infancia y mi adolescencia y esperé a que Charles me alcanzara. Él se sacó las gafas de sol. Después, empezó a tocarse el cuello de la camiseta. De alguna manera, sabía a quién íbamos a visitar y le ponía de los nervios pensar en presentarse formalmente a la persona que más quería en el mundo.

Compartiendo su nerviosismo, intenté acomodarle el cuello porque lo tenía realmente movido. También peiné su cabello con un par de dedos, ansiosa por hacerlo ver presentable a los ojos de mi abuela. La primera impresión que tuviera de Charles sería crucial; conocía a esa mujer como si fuera mi otra mitad y temía que no encontrase en ese chico al hombre correcto para su adorada nieta.

Me alejé de él en el mismo segundo en que la cerradura de la puerta tronó y la puerta chirrió tal y como recordaba.

Mi abuela, con sus anteojos de lectura y su pelo canoso recogido en un moño bajo, levantó la mirada para comprobar quién llamaba a su casa a primera hora de la mañana. No debía estar esperando a nadie. Cuando me vio ahí parada, creyó que se trataba de un fantasma y no de su nieta. Esa nieta a la ya no veía más de tres o cuatro veces al año.

Vovó, como estás? —La saludé en su portugués natal.

Ella separó los labios, incrédula, y recibió mi abrazo con los brazos bien abiertos.

¡Minha filha! —Exclamó, aceptando que estaba allí, en carne y hueso—. O que faz aqui?

Queria te fazer uma visita —Acaricié su encorvada espalda y sonreí, feliz de que estuviera tan emocionada por acogerme en casa.

Una de las cosas que más me angustiaba al estar fuera de Jaén era no pasar tiempo con mi abuela. Desde que mi abuelo falleció, vivía completamente sola. Aunque se llevaba de maravilla con sus vecinas y todas se hacían compañía, me daba mucha impotencia no poder visitarla cuando me apeteciera, una vez a la semana, por ejemplo. Eso no era viable con mi nuevo trabajo. Era lo único de lo que me arrepentía al haber elegido una profesión tan sacrificada.

Tras ese cálido abrazo, se percató de que no venía sola. Al reparar en el joven que seguía a mi derecha, sonriendo y con el cabello un tanto revuelto, entrecerró los ojos y sometió a su propio juicio la identidad del hombre que, por algún motivo, se le hacía conocido. Solo necesitó un par de segundos para concretar la pregunta que se le pasaba por la cabeza.

Você não é aquele cara da TV? —Me preguntó, examinando a Charles.

Me miró, desconcertado. Si su nivel de castellano era precario, nada de hablar sobre el portugués. Probablemente, comprendió que se refería a la televisión, a que le había visto en la transmisión de alguna carrera de la temporada, pero buscó en mi rostro apoyo. Se sentía desprotegido y mi abuela aprovechó dicho titubeo para cuestionar a fondo la presencia de un extraño como él.

—Lo es. Se llama Charles —Le dije a mi abuela, sosteniendo su brazo. Usé el español porque mi dominio del portugués había empeorado con el tiempo y porque temía que no se lo tomara con la diplomacia necesaria. Refugiarme en mi idioma fue todo lo que acerté a hacer—. Es uno de los pilotos de Ferrari y ...

Por que o traiu? —Me encaró, frunciendo el ceño.

Tragué saliva, indecisa.

Vovó, Charles no entiende portugués —expliqué, lanzándole una corta mirada a Charles, que había retomado la intranquila tarea de acomodarse el cuello de la prenda blanca—. Es de Mónaco —Expuse su procedencia.

—¿Tengo que hablarle en español? —inquirió, casi ofendida por tener que realizar un esfuerzo de tal calibre por un chico al que no conocía de nada.

—Tampoco lo controla muy bien, pero ... —Traté de calmar las aguas.

Entonces, Charles se atrevió a interrumpirme y a presentarse por sí mismo, a pesar de que esa podía ser su sentencia con una mujer de armas tomar como mi abuela materna.

Buenos días —Alargó también su brazo derecho, cordial y respetuoso—. Trabajo con Helena en Ferrari. Es un placer —Su castellano no fue nada especial, pero valoraba que lo hubiera intentado.

Si había algo en el mundo que mi abuela odiase a primera vista era a los hombres. Su mantra se basaba en no confiar en ellos nunca, incluso si te enamorabas de uno. Siempre hablab de lo injusta que era la Biblia con el sexo femenino, pues consideraba a la mujer, en muchos casos, como la fuente de los grandes males de la raza humana, cuando, en su opinión, los hombres atraían los desastres a nuestras vidas y nos condenaban a vivir a la sombra.

Si bien tenía razón en algunos puntos, ella sabía perfectamente que yo no me dejaría manipular por nadie, fuera hombre o mujer, pero los sucesos que llevaron a mi madre a la tumba estaban muy presentes en esa casa y, si yo no había podido superarlos, ella todavía menos.

Sopesó lo correcto en ese caso y se basó en la nítida probabilidad de que me enfadase muchísimo si maltrataba al chico de ojos claros que le ofreció la mano con toda su buena intención. Nunca había llevado a nadie a su casa. Bajo su techo, no había desfilado ni un solo hombre que hubiera generado alguna clase de sentimiento en mi interior. Por lo tanto, fue inteligente y abrió más la puerta, aunque rechazó la mano de Charles y ni siquiera se dirigió a él al hablar.

—Por lo menos es educado ... —masculló, molesta con la aparición de ese chico—. Pasad. Venga —Nos dijo en español, a lo que yo sonreí levemente.

Charles pareció entenderlo. Me ojeó, descansando un poco, y entró primero a la casa. Yo lo seguí de cerca, pero, una vez dentro, esperé a que mi abuela cerrara la puerta y él se adentrara en el comedor, conectado con el típico patio interior de las casas del sur de España.

El olor a azafrán que había bañado mi infancia se coló en mis fosas nasales, sacándome una tenue sonrisa.

El monegasco observaba los muebles con bastante interés, y me enternecía que fuera de ese modo, por lo que dejé que continuara avanzando a través del iluminado pasillo mientras me acercaba a la dueña de la casa.

—Abuela, no quiero que lo asustes —Le supliqué, otra vez en mi castellano natal—. Es un buen chico, así que ... Yo haré de traductora, ¿vale? —Ella frunció los labios, arrugado la boca y juzgando el paseo de Charles—. Solo se quedará media hora —Insistí. No quería que lo tratara como un intruso o como un indeseable—. Tiene cosas que hacer fuera de España.

—¿Te has buscado a un chico ocupado? —Se escandalizó, preparada para sermonearme como nunca—. Esos son los primeros en engañar a sus mujeres, Helena.

—¡Abuela! —Levanté la voz, aunque no mucho para que Charles no se diera por aludido—. No estamos saliendo —Especifiqué, ganándome una mirada desafiante de su parte—. Solo ... Solo quería que lo conocieras.

No era verdad. Ella lo adivinó al vuelo. Agitó su mano derecha, cuestionando duramente mi dubitativa respuesta. Yo me sentí desnuda frente a ella. Esos ojos negros como la noche conocían mis sentimientos mejor que yo misma, incluso.

—Tú no traerías a un hombre a esta casa si no te gustara. Eres igual que tu madre en eso —Su acusación no era en vano—. Yo la parí a ella y ella te parió a ti. Todas cortadas por el mismo patrón —Afirmó, echando a caminar hacia la cocina. Sin embargo, antes de entrar a la olorosa estancia, se volvió y comprobó que Charles estaba analizando los retratos familiares que presidían el salón—. Dile que no toque nada o le corto esas manos que tiene. Me da igual que sea piloto de carreras, astronauta o peluquero. Se las corto —juró, de mala uva.

No estaba bromeando. Había pasado casi toda mi vida cerca de esa mujer tan cascarrabias y no me cabía ninguna duda de que se enfrentaría a Charles si este cometía un mísero fallo. No le pasaría ni una porque había venido conmigo, con su única nieta, y las dos sabíamos lo que significaba.

Aun así, mi abuela se moderó bastante. Preparó té para los tres y me preguntó alguna que otra cosa que yo le traduje a Charles y que él, muy amablemente, respondió con una bonita sonrisa en el rostro. No entendía cómo era capaz de mantener la serenidad, pero lo hizo y no podía estar más agradecida de que estuviera acostumbrado a mantener las formas y a mostrarse con la destreza de alguien que vive rodeado de cámaras. Mi abuela era una cámara más. Una cámara que no dejaba de enfocarlo y que memorizaba hasta los pestañeos del piloto de Ferrari.

Estaba tomando un sorbo de mi taza de porcelana blanca cuando mi abuela dijo que Maya, su mascota desde que yo tenía unos quince años, había traído al mundo una nueva camada de cachorros.

Emocionada, solté la taza de té sobre la mesa y fui corriendo al patio trasero de la casa, llamando a la perrita. Maya era un pastor de Shetland y no había dado con una raza de perro más cariñosa y leal. Volvió a demostrármelo cuando, a pesar de haber dado a luz hacía pocos días, salió de su caseta, desde el fondo del recinto, y se acercó a darme la bienvenida. Me agaché para saludarla con toda la vehemencia que me faltaba a la hora de relacionarme con otros seres humanos y entonces me percaté de que su andar era tranquilo. Se notaba que no estaba del todo recuperada después de haber sido mamá, así que la acaricié y le rasqué el cuello tanto como quiso.

No quería que hiciera esfuerzos innecesarios. Temerosa de que se agotara innecesariamente, la acompañé hasta la zona donde descansaba, con la enorme caseta de madera que le construyó mi abuelo tras adoptarla. Luke, el macho que se quedaron mis abuelos para que criaran sin mezcla de razas, abandonó su pequeño descanso matutino y se incorporó al verme llegar. Lo saludó con unas cuantas caricias en el lomo y, exaltada, igual que la primera vez, me asomé a la parte trasera de la caseta para contar los bultitos adormilados que ni siquiera habían abierto los ojos.

Conté cinco cachorros. Había dos hembras y tres machos. No me atreví a agarrarlos porque eran demasiados canijos como para sostenerlos en brazos.

Oí pasos a mi espalda y me propuse explicarle a Charles lo que sucedía. No obstante, Maya empujó con su hocico a una de las hembras. La pobre apenas podía moverse, pero, gracias a la ayuda de su madre, probó suerte y se impulsó suavemente. Falló, como era de esperar, y yo me apiadé de ella. La recogí en mi regazo, escuchando sus sonoros bostezos.

La sombra de Charles se proyectó sobre la caseta. Maya levantó las orejas, percatándose de la llegada de un individuo al que no había olido nunca. Luke también se fijó en el inesperado visitante, alerta.

No te preocupes. Viene conmigo —Le hablé, palpando su cabeza—. ¿Quieres saludar a Charles? —Maya jadeó, relajándose un poco al oír mi voz. Me giré, encarando a mi acompañante—. Deja que te huela. Es una sobreprotectora de cuidado, pero confía enseguida. Solo necesita unos cuantos mimos.

—Esa descripción encaja con alguien más, ¿no? —Bromeó él, arrodillándose frente a la perra y extendiendo su mano hacia ella—. Es preciosa —El animal olfateó sus dedos, juiciosa—. Mi dai la tua approvazione, bella? Posso restare? —Le preguntó, lastimero. Hasta que Maya no se acercó más, lamiendo sus nudillos, Charles no se dio por satisfecho—. Creo que le parece bien —dijo, aliviado y contento de no quedar como un intruso.

La sombra de mi abuela se cernía sobre Charles. Acechaba la escena desde las alturas, dudando seriamente acerca de las artimañas que estaba empleando el joven para ganarse el favor de su avispada mascota.

—A Luke también —Indiqué, admirando la docilidad con que el macho se acercaba a Charles y agachaba la cabeza, exigiendo las mismas carantoñas que le ofrecía el desconocido a su pareja de vida—. Él es más pasota con las visitas.

—Ya lo veo —Se sonrió Charles—. ¿Cuántos son? —preguntó, inclinándose para ojear la camada.

—Cinco. Son unas bolitas de pelo todavía —Recalqué, toqueteando la barriguita del cachorro que tenía en brazos—. Deben de tener cuatro días, más o menos.

—Tres y medio —Apuntó mi abuela—. Nacieron el jueves por la noche.

Sí. Todavía eran muy pequeños, aunque algunos más que otros.

—No hubo ningún problema, ¿verdad? —Me volví hacia ella, que nos observaba de pie—. Todos parecen sanos y Maya está bastante repuesta.

—No. Tu tío estuvo aquí. Ayudó mucho a que Maya no sufriera. Está muy mayor ya —Recordó que la condición de su fiel compañera no era la idónea para tener crías.

Al estar hablando en castellano, Charles se desconectó de la conversación por momentos. Rápidamente, intenté ponerle al tanto de lo que estábamos comentando mi abuela y yo.

—Mi tío es veterinario —Le dije en inglés.

—¿El hermano de tu madre? —inquirió, curioso por saber más sobre mi familia.

—Sí —Asentí, dejando a la cachorra junto a sus hermanos—. Siempre viene para los partos de Maya, pero, con la edad que tiene, este era todavía más peligroso. Me alegro de que se encuentre bien —Suspiré, quedándome tranquila después de ver cómo Maya movía su cola de izquierda a derecha, disfrutando de las caricias de Charles—. ¿Has visto, abuela? —La increpé, cerrando un poco los ojos por la intensidad con la que golpeaba el sol—. Le ha caído bien a Maya.

Ella conservaba esa actitud altanera, de confianza nula en el chico que había hecho tan buenas migas con sus animales. Estos no engañaban. Su percepción de las personas que pasaban por allí era infalible y a mi abuela le molestaba soberanamente que aquel hombre hubiese traspasado las férreas barreras de sus leales mascotas.

—Mmh —Caminó tras de mí, alejándose de Charles a propósito—. Tu tío vendrá por la tarde a hacerles la siguiente revisión y ... —Cambió de tema.





Charles Leclerc

La abuela de Helena daba verdadero terror. Si hubiese sido de otra pasta, habría conseguido asustarme con todas esas miradas asesinas y deliberados desplantes, pero estaba allí por ella, por ver la ilusión en sus ojos al tenerme en el mundo que la acogió de niña, cuando peor lo pasaba y en sus años dorados. Dos épocas que se contradecían y que Helena albergaba con cariño y tristeza. Aquellos eran unos sentimientos de los que quería formar parte y nadie me haría pensar de forma diferente.

Después de conocer a los animales de su abuela, volvimos a la casa, presos del calor que caía sobre la ciudad. No obstante, Helena recibió una llamada de Ana y supuso que se había olvidado algo en la casa, por lo que se retiró fuera del salón para responder tranquilamente a la mujer de su padre.

Eso quería decir que tendría que pasar unos largos segundos a solas con su abuela. La idea me provocaba cierto rechazo, pero mantuve la impasibilidad y tomé el poco líquido negruzco que quedaba en mi taza.

Da quanto la conosci?

Mis ojos persiguieron la mirada de aquella mujer, que ya me escrutaba con el desafío escrito en esas pupilas oscuras que tanto me evocaban a Helena.

Parla italiano? —Relamí mis labios, aceptando que controlaba aquel idioma.

Debió escucharme hablarlo en el patio, mientras estábamos con los perros, y decidió que así podría comunicarse conmigo. Lo que me resultaba extraño era que Helena no me hubiera dicho nada al respecto. Imaginé, por tanto, que no tenía conocimiento de que su abuela supiera defenderse en aquella lengua mediterránea.

Ho vissuto per un po' a Milano —Me contestó con un acento más que perfecto.

Comprendo —Carraspeé, sintiéndome de repente más nervioso. El hecho de no poder hablar con ella me protegía de una confrontación directa, pero eso ya no era posible—. Da marzo. Conosco Helena da marzo —Señalé, dando respuesta a su pregunta.

Solo due mesi? —Frunció el ceño, obviamente sorprendida.

—confirmé, parco en palabras.

Frente a mi austero discurso, decidió dar rienda suelta a su dominio sobre el italiano y soltar las advertencias que se había estado guardando.

—No quiero que mi nieta sufra por culpa de alguien como tú —Me insultó sin ningún tipo de escrúpulo.

—No es mi intención. En absoluto —Negué, imbatible ante sus puntiagudas palabras.

No sabía qué tipo de hombre me consideraba. A lo mejor, había oído cosas sobre los pilotos de carreras, sobre ese mundo en el que yo estaba metido hasta el cuello y que podía estar repleto de injusticias, excesos y ventajistas que, desde luego, no se ajustaban a mis expectativas ni a mis planes futuros.

Si Helena se metía en algún problema por terceras personas y estaba en mi mano ayudarla, lo haría. Era comprensible que aquella señora no lo sintiera de ese modo. Al fin y al cabo, no tenía referencias sobre mí ni constancia de que fuera de fiar. Solo velaba por la paz de Helena, por su bienestar en un terreno desconocido e inexplorado del que pocos lograban salir indemnes.

—Sea o no tú intención, el dolor es inevitable en las relaciones. La vuestra no se librará de malentendidos y discusiones —Me informó, como si yo no supiera que no todo sería de color de rosa—. No me importa que seáis amigos o algo más. Escúchame bien —Reclamó mi total atención—. Si Helena te pide tiempo, dáselo. Mi nieta se estresa mucho, ¿sabes? —Parecía compungida por ese hecho—. Cuando te pida tiempo para pensar, no importa lo que haya pasado, si has tenido tú la culpa o si la tiene ella; respeta su decisión. Ocurrirá —Esa afirmación me generaba miedo. Miedo a no poder sobreponerme al momento que vaticinaba, cuando este llegara—. Siempre ocurre. Se agobia, así que ...

—Yo respeto muchísimo a Helena, señora —Me pronuncié, a lo que ella arrugó la boca, sospechando abiertamente de mi candidez—. No quiero que me entienda mal. Si ... Si ella necesitase tiempo, o incluso si decidiera que no merezco su aprecio ... Estaría conforme —farfullé, cercando esa charla lejos de los oídos de Helena.

Necesitaba aclarar las dudas que la atormentaban porque no eran ciertas. Nunca lo serían. Podría dejar de amarla, pero no de respetarla como amiga y como profesional a la que querría y admiraría, pasase lo que pasase con el tiempo.

—¿Aunque su felicidad no esté contigo? —cuestionó mi capacidad, mi resistencia, en caso de que ella se cansase de mí.

—Sí —No me di el lujo de titubear—. Su felicidad siempre será lo más importante.

Dije lo que quería oír. También dije lo que me debía a mí mismo y a ella. Si hubiera dicho algo distinto, no me lo habría perdonado.

—¿Cómo te llamabas?

Su incipiente interés por mí era una buena señal. O eso quise creer.

—Charles, señora —dije.

Dejó su taza de té sobre la mesa y me dio la misma mano que me negó al llegar a su casa.

—Yo soy Matilde —Se presentó.

Me apresuré a sostener su mano, ya maltratada por la edad y por el exceso de trabajo. Poniéndome en pie, sentí el apretón de sus dedos y, al instante, rompió el contacto físico entre ambos para empezar a recoger los utensilios y las tasas, todas vacías.

—Encantado de conocerla —Cogí mi taza, aligerado su cometido—. Helena siempre habla con mucho cariño de usted.

No estaba muy seguro de que ese intercambio de opiniones sobre Helena le hubiera hecho cambiar de parecer en cuanto a mí, pero había dado un paso hacia adelante y no quería retroceder, así que observé los ágiles movimientos de la mujer, que se alejó de mí y se encaminó hacia la cocina. Yo la seguí de cerca, con mis manos ocupadas en sostener el azucarero y la taza de porcelana que había cedido a regañadientes.

—Más le vale —alegó, enseñándome de quién había sacado Helena el malhumor—. Soy la única abuela que le queda —Me informó, haciéndose valer—. ¿La llamas por su nombre?

Esa pregunta me pilló desprevenido.

Al principio, pensé que había confundido el orden de sus palabras y que me lo había imaginado, pero, al entrar en la cocina, acepté que su interrogante era ese y ningún otro.

—Sí. Me gusta su nombre —Admití.

El sonido de la porcelana repiqueteó en la encimera de mármol, opacando su voz.

¿De dónde diantres ha sacado esa niña a un chico así? —balbuceó en castellano.

Creí comprender lo que quiso decir.

—¿Disculpe?

—Nada, nada ... —Abrió el grifo y metió las tres tazas bajo el chorro de agua—. A ella no le gusta. ¿No te lo ha dicho?

—Me lo dijo, sí —Le di la razón.

—¿Y te permite que lo sigas haciendo? —Le generaba intriga y no trató de mantenerlo en secreto.

—Nunca me ha pedido que deje de usarlo —Manifesté—. Además, su significado es precioso —Sonreí, lejos de su aguda vista.

No esperaba que dijera algo parecido. Ante la aplastante curiosidad que había anidado dentro de su pecho, bajó la potencia de la presión del agua y procuró escuchar bien mi próxima intervención.

—¿Sabes lo que significa? —inquirió.

No se giró para mirarme. Estaba demasiado ocupado limpiando la vajilla.

—Creo que sí —afirmé y rescaté ese dato de mis recuerdos—. Que resplandece, como la luz de una antorcha.

No me venía a la cabeza cómo ni cuándo descubrí que su nombre significaba aquello, pero lo sabía. Tenía la sensación de que conocía dicha información mucho antes de ver por primera vez a Helena.

—Según la tradición cristiana —comentó Matilde.

—¿Tiene otro significado? —hablé, metido de lleno en la conversación.

La anciana decidió que no sería perjudicial comunicarme algo tan inofensivo y retomó una vieja historia de la que yo no tenía ni la más remota idea. Incluso me pregunté a mí mismo si Helena conocía el relato.

—Significa "griega" —Me contó—. Mi marido era de Grecia. Mitad griego, mitad portugués. Amaba el país que lo vio nacer, pero se marchó de allí exiliado con la guerra civil del 67. Nunca pudo volver —Había un liviano rastro de pena en la forma que tenía de hablar—. Cuando la madre de Helena iba a nacer, yo elegí el nombre. La llamé Águeda, "de buen corazón" —indicó—. En Portugal tenemos la costumbre de que son las madres quienes nombran a las hijas y los padres quienes nombran a los hijos. Águeda, al quedarse embarazada, escogió el nombre de Helena porque sabía el valor que tenía para mi marido y porque quería que la niña fuera una nueva patria que pudiera amar libremente —Estupefacto, guardé silencio y ella terminó de explicar el verdadero motivo por el que Helena había recibido aquel nombre—. Quería que Helena fuera un hogar para todos nosotros.

Que la historia se remontara a su abuela y a su intrincadas raíces, que llegaban incluso a Grecia, fue todo un descubrimiento. Sin duda, fue un gesto precioso por parte de la madre de Helena. Era un nombre que escondía más que un significado agradable y bonito, contribuyendo a que me enamorara más de cómo sonaba y de lo bien que iba con ella. En realidad, encajaba perfectamente con lo que suponía en mi vida. No pude sino empatizar y compartir la gran elección de su madre. Ellos querían que fuera un salvavidas en el seno de una familia que cojeaba demasiado, pero también había supuesto un oasis para mí.

Enamorarme no era un objetivo a corto plazo para ese año. Había tenido más amor del que necesitaba por un tiempo, pero ella fue más que un simple flechazo. Solo nosotros sabíamos a lo que me refería, así que intenté compartir aquel sentimiento que me daba una dosis inmensa de serotonina al día.

—Puede que solo hayan pasado dos meses desde que conozco a Helena, y no quiero sonar presuntuoso, pero yo también la considero mi hogar —Verbalicé. Su abuela cerró la llave del agua, asimilando lo que acababa de expresar—. Está en su derecho de no creerme. Si fuera usted, no creería lo que dijera un chico que ha salido de la nada y ... —Traté de rebajar mi fiabilidad, angustiado porque cabía la posibilidad de que la hubiera ofendido.

—Cuídala y quiérela bien —Frenó mi cascada de excusas con la petición más humana que había oído nunca—. Es lo único que te pido.

Podía leer entre líneas. Me estaba dando su permiso. De alguna forma, retorcida y desconfiada, me permitía estar con ella y darle todo lo bueno que tenía en mi poder. Me lo permitía. Me daba su beneplácito.

—Pues no me lo pida —Rebatí, para su sorpresa. La señora que tan mal me había recibido ladeó su cabeza, mirándome a los ojos por vez primera desde que nos levantamos de aquella mesa—. Lo hago porque la quiero y me gustaría que siguiera siendo algo incondicional. Si me lo pide, parecerá que le estoy haciendo un favor, Matilde —Esbocé una sonrisa de agradecimiento.

Y no quiero que parezca eso. No es ningún favor, sino una de las mejores cosas que me ha sucedido jamás.

Quiso fingir que mi aclaración no le conmovió ni una chispa, pero, igual que su nieta, me sentía más que capaz para descifrar sus gestos. Al regresar en sí y volver a bañar las tasas en agua, a pesar de estar ya más que limpias, interpreté que se encontraba acorralada a raíz de mi abierta declaración de intenciones. Acababa de asegurarle que quería a Helena y nadie en su sano juicio se habría atrevido a exponerse después de haber recibido un trato bastante cuestionable.

Podría haberme lanzado una de esas tazas. Podría haberlo hecho. Sin embargo, percibió la sinceridad en el tono de mi voz y adoptó el papel de quien oye y calla.

—¿Trabajáis juntos ahora? —Me preguntó al cabo de unos segundos.

—Sí —musité.

—Las parejas que trabajan juntas no suelen acabar bien —Bajé la vista y sonreí de oreja a oreja, reconociendo aquellas escurridizas huidas como marca de identidad en esa familia—. Yo estuve a punto de divorciarme una docena de veces, como poco.

—No se preocupe —Respiré, relajado—. Deben de estar llegándole varias ofertas de trabajo. Muchas personas la quieren en su equipo y no creo que se quede eternamente en Ferrari. Helena necesita una estabilidad que Ferrari podría no ofrecerle —dije, con cierto pesar.

Sabía que se marcharía. Cuándo. Esa era la pregunta que debía hacerme. Ni siquiera ella podía saberlo a ciencia cierta, pero apoyaría su decisión de probar en otros equipos del paddock. En el caso de que necesitara buscar nuevos retos en lugares distintos, lejos de Ferrari, y nuestros caminos se bifurcaran momentáneamente, procuraría que tuviera la seguridad de que me sentía bien con ello. Si buscaba algo que mi equipo no había logrado darle en una temporada entera, sería el primero en animarla a valorar otras oportunidades.

Me doliera o no, eso no era importante. No se trataba de mí, sino de ella, de su felicidad y de su trabajo.

Matilde debió sentir lástima porque, de haber sentido indiferencia hacia mí, la que había sido su abanderada por excelencia desde que crucé el umbral de su casa, nunca habría barajado la opción de suavizar mis miedos a perderla antes de lo previsto.

—Le gusta probar cosas diferentes y superarse a sí misma, pero, aunque se resista, siempre vuelve a casa —Sostuvo, amable.

"Aunque se vaya lejos de ti por trabajo, si también te considera su hogar, volverá contigo. Ya sea al final del día, al final de la semana o al final del año, regresará a donde tú estés".

Callado, observé cómo iba de un lado a otro de la cocina, ocupándose en asuntos que no requirieran de su lado más afable. Mi sonrisa fue testigo de la bondad que ocultaba aquella mujer tan cascarrabias y, a pesar de los nervios que había cargado desde que llegué, agradecí que Helena me hubiera llevado a conocer a su abuela.

Sentí que una parte de ella apoyaba mi deseo de estar junto a su nieta y fue ... Fue un consuelo sin parangón.

—¿Usted cree? —Me balanceé suavemente.

—La conozco mejor que tú —declaró, recuperando la dureza que me había lanzado durante los últimos veinte minutos—. Sé lo que digo.

—No me cabe duda —Le seguí la corriente—. Gracias.

Sintiera mi gratitud o no, continuó estoica. Inalterable.

—Mmh. Déjame ese trapo —dijo, estirando el brazo hacia mi derecha.

Puede que a las dos les cueste demostrar que aman, como cualquier ser humano, pero lo hacen. A su manera, lo hacen. Y me gusta que sean así. Me gusta que Helena sea difícil y complicada. Me he enamorado de ella porque es así. Sigo cayendo a sus pies mientras es torpe y cabezota.

Esa es la pura realidad.








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18/5/2023

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