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38 || jacintos violetas

Helena Silva

Me mantuve a una distancia prudencial de Charles, incluso dentro del jardín que rodeaba parte de la casa. Él no parecía molestarse por mi frío comportamiento. Permanecía a mi lado, hablando de cómo había pasado el día y de las inagotables energías de mi hermano, sin darle importancia a mi sombrío silencio.

—Helena —Detuve mi caminar y me giré. Charles se había quedado algo atrás, cerca de las flores más azuladas del jardín—, ¿qué nombre tienen? —Las analizó, acercando el brazo—. Son preciosas —dijo antes de parar en seco—. ¿Puedo tocarlas? ¿No son venenosas? —Buscó mi aprobación.

El jacinto había florecido maravillosamente bien. Sus flores acampanadas crecían hacia el cielo, como espigas, con esos bonitos colores azules y morados que, antaño, pasé horas contemplando.

—No son venenosas, tranquilo —Me sonreí, caminando de vuelta a él—. Son jacintos. Jacintos violetas —murmuré en castellano. Charles tocó el tallo con sus dedos descubiertos y fue ascendiendo hasta las primeras flores—. En francés es ... —Dudé, así que, mientras admiraba la hermosa planta, hice la búsqueda en mi móvil y confirmé el nombre que le daban los francófonos—. ¿Jacinthe? —Probé a decir la palabra—. Creo que se dice así.

—Mi madre es una obsesa de las flores, pero nunca había visto estas —Me explicó, oliéndolas—. ¿Llevan aquí mucho tiempo?

Recordaba perfectamente aquel día, cuatro meses después de que mi madre falleciera.

—Mi padre mandó plantarlas unos meses después de que mi madre muriera —Le comuniqué, apagada.

Un par de jardineros invadieron el jardín que mi madre había cuidado hasta su muerte. Los setos estaban muy desarreglados, sin podar, y las flores, marchitas o inexistentes. Cuando esos hombres tomaron aquella parcela de tierra y dejaron que las semillas germinaran, no pensé que tuviera sentido alguno, pero papá andaba tan deprimido en ese entonces que me obligué a encontrar un motivo por el que hubiera mandado plantar unas flores que no había visto nunca antes. Así pues, busqué información una vez crecieron y abrieron sus flores de un melancólico color aturquesado.

—¿Qué significan? —preguntó Charles.

—El arrepentimiento —Perdí la noche del espacio y del tiempo durante un segundo—. No te he contado lo que pasó la noche que murió, ¿no? —hablé.

—Solo sé que murió en un accidente de coche.

—Fue más que un accidente —Algo me impidió tragar saliva—. Mis padres no estaban pasando por una buena etapa en su matrimonio. Discutían casi todos los días. Era insoportable porque yo creía que se querían y me dolía ver cómo se hacían daño mutuamente —dije, recordando algunas de esas peleas—. Los negocios de mi padre tampoco marchaban muy bien. No sabía gestionar el fracaso y lo pagaba con nosotras.

Al pausar la narración, él comprendió lo que me refería. Dudó porque dudar nos hace humanos, pero acabó por verbalizarlo a pesar del terror y del rechazo que le provocaba aquella imperdonable posibilidad.

—¿Os ...?

No le di tiempo a concluir la pregunta.

—No —negué—. Por lo que sé, nunca le puso la mano encima a mi madre y a mí no me golpeó hasta esa noche. Solo fue una vez y prefiero no tenerla en cuenta —manifesté, en un intento por odiar menos a mi progenitor—. Quiero creer que fue algo puntual y que no habría seguido si mi madre estuviera aquí hoy —Le aclaré, indecisa—. Mi madre estaba fuera de casa cuando recibió una llamada de su abogado. No llegué a saber lo que le dijeron, pero se puso histérico. Sus gritos se escuchaban por toda la casa y yo bajé para intentar calmarlo. Mi madre siempre hacía eso. Ella conseguía que entrara en razón; yo no —Autosaboteé mi nula capacidad de tranquilizar a nadie a la edad de trece años—. Aunque siempre había sido un buen padre, no sé qué mierda pasaba por su cabeza esa noche porque no parecía él mismo. Me dio pánico. Incluso lanzó el teléfono al suelo. Lo rompió delante de mí y salí corriendo. Estaba tan asustada que llamé a mi madre —Llegando a ese punto de la historia, había girado mi anillo más de cincuenta veces—. Era lo poco que podía hacer además de llorar y llorar. Entré a mi habitación, eché el cerrojo y llamé por teléfono a mi madre para que volviera porque la situación no mejoraba. Me prohibió colgar hasta que llegara a casa. Entonces, mi padre empezó a aporrear la puerta. Esos golpes se confundían con los truenos porque la tormenta había empeorado. Todo me daba miedo. Solo ... Solo recuerdo que tenía ganas de vomitar —Con la mirada hundida en los pequeños pétalos azules, pestañeé, sintiendo una fina capa de agua en mis ojos—. Cuando mi padre logró entrar, intentó que cortara la conversación con mi madre y, en el forcejeo, me abofeteó. Yo grité tan alto que mi madre lo escuchó. Sé que se gritaron el uno al otro y que se echaron cosas en cara, pero lo único que recuerdo a día de hoy es cómo él le repetía que se fuera con su amante y no volviera —expresé, revelando un secreto a voces que, tras la muerte de mamá, corrió como la pólvora por el pueblo.

Podía revivirlo, escena a escena. Solo me negaba a hacerlo por preservar la salud mental que tanto trabajo me había costado estabilizar después de años a la sombra, sola y desamparada.

—¿Tenía una aventura? —inquirió en voz baja.

Charles estaba demasiado atento a mi relato. Se escuchaba más a los búhos ulular que su propia voz.

—Sí. Mi abuela me lo explicó más adelante. Mi padre también reconoció la existencia de un segundo hombre porque siempre estuvo al tanto. Según me contó mi abuela, los dos estaban juntos porque yo era pequeña todavía y no querían perjudicarme con un divorcio, pero ya no se amaban —Le di una información que pocas personas conocían—. En realidad, todos fuimos más infelices mientras ellos se despreciaban como marido y mujer. Si se hubieran separado a tiempo, a lo mejor, estas flores no estarían aquí hoy —musité lo último, afligida—. Él amenazó con golpearme otra vez y mi madre perdió el control del coche —Continué narrando—. La policía dijo que los neumáticos no cogieron adherencia suficiente en un tramo de la carretera. Ni siquiera fue un error humano, pero iba muy deprisa —Aquella velocidad habría matado a cualquiera, sin excepción—. Suplicó que me dejara en paz. "Suelta a Helena". Eso dijo —Las gotas eran más gruesas y ya nublaban mi vista—. Justo después, cayó en un bancal que se había hundido por la lluvia y murió —Acabé, con mis orbes picando y ardiendo a partes iguales.

Al principio, me molestó que mamá tuviese a otra persona a la que querer, pero, después, recordé que ella también sentía la necesidad de amar de verdad y no con mentiras. Su relación con mi padre existió y se mantuvo en el tiempo por mí, por no verme sufrir. Ella no estaba comprometida con ese matrimonio porque ya estaba roto, mucho antes de que lo descubriera y, sinceramente, yo también habría dejado a un hombre como mi padre.

Solo amaba su trabajo.

Mirando hacia ese triste pasado que nos vinculaba a los tres, pude entender la razón que lo sacó del corazón de mamá. Nadie podía querer a alguien que se amargaba con el paso de las semanas porque sus negocios no funcionaban tan bien como se pretendía. Nadie podía soportar a una persona que no aportaba, que únicamente segaba la vida a su paso.

Ese amante al que nunca llegué a conocer tenía todo mi aprecio; él supo darle aquello que, en esa maldita casa que nos vigilaba a Charles y a mí desde las alturas, nosotros no logramos ofrecerle. Mi amor no fue suficiente y no la culpaba. Tenía derecho a amar a alguien de un modo romántico, aunque a mí me quisiera sobre todas las cosas.

—Es una muerte horrible —murmuró Charles, apesadumbrado.

Yo contuve las lágrimas con ciertas dificultades.

Fingía que estaba bien y no lo estaba. Esa mala costumbre que aprendí de mi padre venía conmigo, allá a donde fuera, y se metía en la mochila invisible que paseaba a mi espalda por todo el mundo.

—Mi padre no volvió a tocarme —Me forcé a hablar para no romper en llanto—. Literalmente hablando —Puntualicé—. Desde entonces, no me ha dado ni un abrazo ni un beso, como si su amor por mí, si es que alguna vez lo tuvo, se hubiera ido con mi madre —declaré—. Me culpa de lo que le pasó a mamá y yo lo culpo a él, pero los dos fuimos culpables a nuestra manera. Si no la hubiera llamado, no habría tenido ningún accidente. Si él se hubiera comportado como un adulto y como un verdadero padre, ella no habría perdido los nervios y ... —El flujo de mi voz tembló por fin—. Tuvo la desfachatez de plantar jacintos en su memoria —Señalé, dolida de que aquella fuera su respuesta a todo lo que sucedió.

Charles oyó claramente la alteración en mi discurso y se preparó para acoger ese desahogo que me moría por alcanzar de una vez por todas.

Preocupado por mis esfuerzos de retener algo natural y lógico, se giró hacia mí y palpó mi brazo desnudo con sus ásperos dedos.

Esa sensación me arrancó un pesaroso suspiro.

Tesoro ... Ti fa bene piangere —alegó, destrozándome por completo. Tras el primer sollozo, me arrastró contra él—. Vieni qui ...

No tuvo que decir nada más, pues yo me abracé a su torso con la desesperación de un llanto que había anhelado durante más tiempo del que podía asegurar.

—¿Tengo que creerme que se arrepiente de lo que provocó esa noche? —cuestioné, siendo él la primera persona que escuchaba unos alaridos rotos que había protegido durante años—. Porque le odio demasiado como para pensar que tiene algo de corazón. Ni siquiera quiere verme ... —Mi voz se resquebrajó de nuevo y Charles, solícito, me engulló en su pecho, paciente y receptivo—. Se marcha a Madrid cuando vengo a Jaén para no tropezarse conmigo ... Es ... Es injusto y no sé qué hacer ... —Lloré.

Él había presentido mi pena desde primera hora de la mañana. Una pena que se intensificó cuando Ana me dijo que ese padre al que temía y culpaba no me recibiera. Que, ni una sola vez, actuaría como el padre que se perdía en mi memoria más infantil.

¿Tenía acaso alma? ¿Conciencia? ¿Entendía lo que era el amor? Esas preguntas no sólo se aplicaban a mi progenitor, sino también a mí. Porque ningún hijo puede juzgar tan duramente a su padre y no sentirse culpable por pensar tal mal de él.

—Está siendo injusto contigo —Llevó su mano a lo largo y ancho de mi temblorosa espalda—. Un padre no debería comportarse así.

—No —Hipé, mojando su impoluta camisa con esas gotas densas que odiaba con todo mi ser—. No debería, pero lo hace —Creí que perforaría la tela por la intensidad con la que me agarraba a él—. Siento que no me quiere, Charles ... —Mi lamento le hirió. Lo noté en la forma en que acercó su cabeza a la mía, como si quisiera demostrarme que no era cierto y no supiera cómo—. ¿Cómo se puede dejar de querer a un hijo? Es ...

—Es cruel. Es muy cruel —Confirmó, enfadado por momentos. Respiró hondo, templando su rabia, y se ocupó de que aquel abrazo fuera el hogar al que quisiera regresar a partir de entonces—. Llora todo lo que quieras, Helena. Sé que llevas aguantando todo el día —farfulló.

La garganta me quemaba incluso más que el incendio de mis ojos. Después de habérmelo negado constantemente, sentía una mezcla entre la libertad de poder llorar sin miedo de que juzgaran mi duelo y el vacío. El vacío de un sentimiento que me había estado drenando desde Navidades.

—Meses ... —Gimoteé.

Apoyando la barbilla en su hombro, cerré los ojos y me vencí a la seguridad de sus brazos.

—Entonces debes tener muchas lágrimas ahí dentro, ma vie —Intuyó—. Vamos, solo estoy yo —Quería que lo sacara todo; hasta las gotas que creía evaporadas—. Bueno, los jacintos también—Bromeó, abrigándome con ese abrazo—, pero no creo que vayan a decir nada.

En mitad del escandaloso llanto, articulé las palabras que más repetía para mí misma.

—Me duele tanto, Charles ... —Gemí, destruida.

Porque me dolía odiar a mi padre. Me mataba sentir ese odio a diario.

Asintió, satisfecho, después de que lo hubiera admitido frente a él. Solo una hija sin corazón podría vivir de un modo similar al mío, repudiando a quien debería ser una de las personas más importantes de mi vida. En un buen sentido, claro.

—Lo sé, chérie ... —Confió en la sinceridad de mi dolor—. Lo sé.

Al rato, con un pañuelo que Charles me cedió y los ojos hinchados, traté de adecentarme.

Si entraba a casa con esas pintas, Ana se daría cuenta de que había llorado como un magdalena y el poco disimulo de Charles le haría ver que él había consentido todas y cada una de aquellas lágrimas. Si ya estaba sospechando de que entre nosotros había algo más que una amistad y me descubría con esas rojeces, la preocuparía innecesariamente. ¿Y si tomaba a Charles por el responsable de mi mala cara? No. Eso no iba a ocurrir.

Antes de acudir a sus llamadas desde el comedor, le pedí a Charles que revisara mi rostro. Su respuesta fue sostener mis pómulos y besar mi frente. Después, me dijo que estaba preciosa, que esas marcas rojizas alrededor de mis orbes apenas se notaban gracias al metal de las gafas y que melena negra, un poco mojada todavía, me debe un toque de atractivo sublime. Yo podría haber dicho lo mismo de él, pues su cabello estaba más rizado y revuelto que de costumbre, pero no lo exterioricé.

Más tranquila, exhalé y fui junto a él a la sala en la que nos esperaban mi hermano y Ana, sentados ya a la mesa.

La cena fue buena. Charles parecía haberse integrado más que con mi familia que yo misma y me encantaba que fuera así porque me sentía mucho más confiada teniéndole allí, hablando de algunos de sus viajes y de ciertas anécdotas que nos hacían reír a todos. Esa dinámica solo se truncó cuando el monegasco recibió una llamada de Andrea y tuvo que levantarse para contestar.

Aproveché esa calma momentánea para sacar un tema que había deseado compartir con ellos desde que llegué. Hablamos de que el cumpleaños de David era el domingo siguiente, el mismo día de la carrera en Barcelona, y él exclamó que le hacía muchísima ilusión que su cumpleaños coincidiera con el único Gran Premio que se celebraba en España. Sabía muy bien que le emocionaba, así que cogí el sobre que había guardado bajo mi servilleta durante toda la cena y se lo di. David lo agarró, preguntando una y otra vez acerca del contenido. Yo le animé a que lo abriera y saliera de dudas mientras Ana me miraba, intentando descifrar mi enigmático regalo.

—¿¡Son entradas VIP para la carrera de Barcelona!? —gritó, con los ojos abiertos de par en par y una energía sin precedentes.

Me empecé a reír.

—Lo son —confirmé. Él observaba de cerca el pase colgante del GP de Barcelona—. Incluyen acceso al box de Ferrari y, lo más importante de todo, a conocer a Carlos Sainz. Además, podréis ver la carrera desde el mejor palco del circuito —A pesar de que estábamos el uno frente al otro en la mesa, brincó de su asiento y se apresuró a llegar hasta mí—. Creo que te ha gustado —exclamé, recibiendo su arrollador abrazo desde mi silla.

—¡Es el mejor regalo de cumpleaños que he tenido nunca! —Enterró la cara en mi pecho—. Muchas gracias, Lena.

Charles volvió al salón y vio la escena, sonriendo, aunque también desconcertado por no comprender cuál era el motivo real de la celebración y el agradecimiento del pequeño.

Despeiné su pelo con una caricia de lo más fraternal.

—De nada, hermanito. Sabía que te haría mucha ilusión y pedí unos cuantos favores —expliqué.

Solo fueron un par y habrían sido más si hubiese sido necesario. Con tal de conseguir esos pases en peligro de extinción, habría llegado hasta el propio director de Ferrari. Por suerte, solo tuve que hablarlo con Mattia.

—¿Son tres? —Me preguntó, contando las entradas.

—Son tres —Asentí.

Ella me escudriñó, hallando un gran consuelo en el detalle que había tenido al guardar una entrada a mi padre.

—Te prometo que le obligaré a ir —Se comprometió.

—No te apures, Ana —David me dio un beso en la mejilla y regresó al lado de su madre—. Con que vayáis vosotros y lo disfrutéis, es más que suficiente.

Charles tomó asiento a mi derecha y curioseó sobre mi sorpresa. David le contó sobre su cumpleaños y el mayor le habló de todas las cosas que podría hacer con un pase de esos. Mientras le relataba cuáles eran los privilegios que incluía, deslizó su mano izquierda a mi muslo desnudo, apoyando mi decisión de escoger aquel regalo. Sin moverme mucho, bajé mi mano de la mesa y agarré la suya, respirando con la máxima tranquilidad.

A las diez y media de la noche, David se empecinó en ver Cars. Lo hacíamos siempre que pasaba la noche en Jaén y no pensaba hacer la excepción en aquella ocasión. Charles se lo tomó como la broma del siglo porque seguía sin creer que en mi casa hubiera una cultura entera en torno a la película de Pixar, pero, después de las risas, se sumó al visionado del largometraje en el salón familiar. Ana, sin embargo, llevaba demasiadas horas en pie y se disculpó con nosotros por no ser capaz de aguantar tanto tiempo despierta. También me pidió que yo acompañara a David a la cama. Algo a lo que accedí con mucho gusto.

Mientras mi hermano se acomodaba a los pies del sofá, entre mis piernas, ya que adoraba que me pasara el rato peinando y revolviendo su pelo desde que era un bebé. Charles se sentó a mi lado y, sin una pizca de vergüenza, se pegó a mí. No había nadie que pudiera juzgar su cercanía porque David estaba extremadamente atento a la pantalla del televisor, así que no me quejé del atrevimiento y centré todos mis sentidos en la primera escena.

La película avanzó. Los minutos volaron.

David había cambiado de posición. Con la cabeza sobre mis muslos, suspiraba, ya sumido en un sueño muy profundo. Debía de estar agotado. Tenía el rostro de un angelito. Así, pareciera que no había pasado toda la tarde subido a un kart, divirtiéndose a lo grande y compitiendo con uno de los mejores pilotos del automovilismo.

Dejé que siguiera durmiendo y, cuando quise mirar mi reloj de muñeca, la canción que tantas había escuchado de niña comenzó a sonar por los altavoces del salón. Fue intuitivo; el tarareo nació en lo más hondo de mi pecho y trepó por mi garganta. Aunque no abrí la boca, mi imitación de la melodía, perteneciente a la escena en Radiator Springs, esa en la que todos paseaban por la calle principal del pueblo, recién asfaltada por el protagonista, y se mostraban tan orgullosos de sus raíces, llegó a los oídos de Charles.

—¿Te gusta esta canción?

Su interrogación no perturbó mi recreación de la pieza musical. Hasta que no acabó la bonita escena y terminé de tararear, no me incliné contra su brazo izquierdo y resolví su duda.

—Es mi favorita —Le confesé—. Mi madre me la grabó en un CD cuando salió la película. Me la ponía incluso para dormir.

Conocer dicha información le provocó una irremediable sonrisa.

—Ya veo que la obsesión con Cars es hereditaria —dijo, ocurrente.

—Le enseñé lo que es una buena película de dibujos animados —Arremetí, sonriendo.

Él no tenía la perspectiva correcta, por lo que le era imposible ver esa sonrisa.

—Me gusta verte feliz, Helena —murmuró.

Con todo el cuidado del mundo, ladeé mi cabeza hacia él. Encontré a Charles mirándome más atento que nunca.

—¿Crees que soy feliz ahora mismo? —Le pregunté, interesada en su respuesta.

—¿No lo eres? —Levantó sus cejas. El cambio de la escena hizo que el lugar se volviera oscuro por un segundo. Después, el resplandor volvió a sus ojos verdes—. ¿Ni un poco?

No pude sostener su mirada por mucho tiempo. Cohibida por lo que decía, porque sabía que, hasta cierto punto, había descifrado el cambio de actitud que se dio en mi interior tras descorchar el llanto y dejarme ir en ese río de agua potable. Por fin era potable.

Un suspiro quebrado resbaló de mis comisuras. Me eché contra él, descansando la mejilla derecha en su hombro. Él extendió su brazo izquierdo, ayudándome, para que mi cuello no se viera resentido. También aprovechó la postura y pasó su mano por mi hombro. Ese abrazo a medio hacer resguardó nuestra conversación, que se solapaba muy fácilmente con las voces de los personajes.

—Puede que un poco sí —Me encogí, sintiendo esa calidez tan suya—. Gracias por venir hoy y por quedarte esta noche. Y gracias por lo de antes —Incluí a la ronda de agradecimientos.

—¿Por ser tu paño de lágrimas? —dijo con guasa.

—Eres más que eso, Charles —Me opuse a su interrogante.

—Cierto. Olvidaba que también soy tu almohada particular —Señaló, bastante risueño.

Reclamándole esos comentarios, envié un suave golpecito a su costado.

—Hablo en serio —repliqué, más agradecida de lo que sería capaz de expresar—. Gracias —insistí, comedida.

Hice el esfuerzo por continuar viendo la película, pero el traqueteo que resonaba en el pecho de Charles, pausado y rítmico, se llevó toda mi capacidad de atención.

—Haría lo que fuera para que te sintieras un poco mejor en esta casa, tesoro —alegó en su defensa. Como si necesitara defenderse por haber sido el acompañante más considerado de la historia—. Si lo he conseguido, entonces ha valido la pena tomarme el día libre.

Que su opinión fuera esa, formó una sonrisa en mi rostro. Apenas se notaba, pero yo lo sabía y estaba segura de que él lo notó al instante.

Me acerqué más a su cuerpo, recargando mis energías gracias al don que tenía para rellenar las ausencias y suplantarlas por experiencias maravillosas.

—Un día libre que podrías haber pasado en Mónaco, con tu familia —Indiqué, observando al coche rojo que comenzaba su carrera final.

—Estoy con una parte muy importante de mi familia —Su declaración me golpeó sin piedad.

Sin decir ni una palabra, me moví, causando que él imitara mi movimiento en busca de una explicación a ese gesto. Cuando atrapé su rasposa mejilla y me lancé a besarlo, Charles esbozó una temblorosa sonrisa que se perdió en aquellos besos clandestinos. Tener en mi regazo a David, completamente dormido, no impidió que me dedicara en cuerpo y alma a decirle que también lo consideraba parte de mi familia. Esas caricias que compartimos en secreto fueron arropadas por su brazo, que se mantuvo en la posición idónea y me permitió entablar una cómoda charla con sus labios durante los siguientes segundos.

A Charles le costó soltarme, pero tuvo que hacerlo en el momento en que McQueen abandonó la carrera para ayudar al viejo vehículo azul que giró dando vueltas de campana por el circuito. Sus risas me enviaron varias descargas de felicidad. Refugiada en ellas, hice un agradable hueco contra sus costillas y así terminé de admirar aquella película de mi infancia.

Mientras se sucedían los créditos y hacía su entrada Michael Schumacher, reincorporé un poco a mi hermano y le hablé con toda la dulzura que supe recoger.

—David ... Vamos a la cama —dije, cerca de su oído.

Se revolvió sobre mis muslos, pero no llegó a abrir los ojos.

—¿Puedes con él?

Ante la pregunta de Charles, asentí y traté de sostener su cuerpo para que se abrazara a mí.

—Sí —Conseguido mi propósito, me levanté del sofá y Charles apagó la televisión. Tiré de su mano, acomodándome a David, que ya se abrazaba a mi cuello en sueños—. ¿Me abres la puerta?

—Claro —dijo, encantado de poder ayudarme.

Charles hizo todo lo que le pedí en el camino a la segunda planta y me ayudó a meter en su cama a David. No se despertó en ningún momento y el monegasco se sorprendió de que el mundo onírico se lo hubiera tragado con tal fuerza. Después de arroparlo y de apagar las luces de su habitación, ambos salimos del cuarto y nos quedamos solos en pleno pasillo.

La casa estaba en silencio. No había ni un mísero ruido que intoxicara ese ambiente aparentemente imperturbable.

Para romper el silencio, quise preguntarle acerca de su habitación.

—Ana te ha dejado la habitación de invitados, ¿no?

Uní mis manos, inquieta.

—Sí. La del final del pasillo —Charles me miró, percatándose de mi repentino nerviosismo.

—¿Y te gusta? —Parpadeé, atenta a su gesticulación.

—Parecía bastante hogareña cuando salí de la ducha, así que, sí. Está bien —Frunciendo el ceño, analizó mi semblante.

—Genial —musité.

Dio hacia un paso adelante y puso sus dedos en mis antebrazos, interesándose por mi estado.

—¿Por qué estás nerviosa? —inquirió.

—¿Nerviosa? —Esa sonrisa temerosa me delató definitivamente—. No. No es nada de eso —negué.

Charles no era estúpido y leía entre líneas mejor que ninguna otra persona que hubiese conocido nunca. A lo mejor solo me leía a mí, pero lo hacía muy bien.

—Vale, vale —Apartó sus manos de mí, respetando los motivos por los que estaba mintiendo, aunque no los conocía—. Ah, es verdad —Recordó algo y rebuscó en el bolsillo de sus pantalones, rescatando de este unos pases idénticos a los que yo le había regalado a mi hermano menor—. Si no llegabas a hacerlo tú, habría sido yo.

—¿Habías traído entradas para ellos? —exclamé, impresionada.

—Sí —Mi asombro potenció su adorable sonrisa—. Ir a casas ajenas sin un detalle es de mala educación, chérie —Estableció aquella regla no escrita.

A pesar de que tenía razón, me costaba creer que había pensado en algo así. Nadie se lo había pedido. Simplemente ... Quiso ser amable con mi familia porque le parecía lo correcto.

Procesando la revelación, agarré su muñeca y contemplé las entradas teñidas de rojo.

—Gracias, pero esa es mi labor como hija mayor de la familia —Quería abrazarle, pero mi mente se debatía, se resistía a otras ideas diferentes—. En serio, gracias por pensar en algo así. No tenías por qué ...

—Hoy estás agradeciéndome mucho —aseveró, volviendo a poner su mano derecha en mi brazo desnudo—. No es necesario. Sabes que lo hago con gusto —dijo, casi obligado a recordarme algo que no debería olvidar nunca.

Ansiosa, eché una rápida mirada al lado contrario del pasillo, allí donde se avistaba la puerta del dormitorio en el que descansaba Ana.

—¿Estoy actuando tan raro? —Temblé, molesta con muy pésima contención.

—Un poco, sí —Me escrutó, preocupado.

—Es porque estoy agotada—Una nueva mentira que él toleró, pasivo—. La falta de sueño me pone ñoña —Agrandé aquella sonrisa falsa.

—Me gusta que seas cursi de vez en cuando —Expuso sus gustos y se inclinó, besando mi mejilla al mismo tiempo que dejaba el aire correr entre ambos—. Buenas noches, ma belle.

Me encaminé hacia la izquierda, justo en la dirección opuesta a su cuarto.

—Buenas noches —Me despedí.

Aunque me estaba alejando de él y de sus múltiples preguntas que quedarían sin contestar, Charles lo intentó una última vez.

—¿No me dirás cuál es tu cuarto? —Su pregunta interrumpió mi desalentado recorrido.

—¿Para que vengas en mitad de la noche? —Me giré, aminorando la velocidad y observando esa expresión de incomodidad en su rostro—. No. No quiero que Ana descubra nada.

Tercera mentira en menos de dos minutos.

Vaya. Estás mejorando tus tiempos, Helena.

Charles se resignó a la incertidumbre. Si algo hacía de lujo, era darme espacio incluso cuando no se lo decía de forma explícita. Ese sexto sentido suyo siempre apuntaba a la esquina adecuada y él actuaba en consecuencia. Por tanto, en aquella ocasión, calló y se postró ante mis bulliciosos movimientos.

—Entonces ... Hasta mañana —Ese titubeo murió al instante.

—Hasta mañana, Charles —Seguí mi trayecto.

Hasta que no escuché el ruido de su puerta, no apreté el paso y obvié mi habitación. Bajé a la cocina y me tragué un par de vasos de agua que probaban a ojos de nadie un nerviosismo que repudiaba con toda mi alma.

Esperé diez largos minutos. Estaba comportándome como una niña pequeña. Ni siquiera David había sufrido ese tipo de miedos en sus primeros años de vida y yo, con veinticuatro años, no me atrevía a pasar dentro de la que fue mi habitación más de un par de minutos sin empezar a notar un alarmante déficit de oxígeno que me oprimía el pecho.

Después de que mi madre falleciera, pasé más de un año cambiando de cuarto a lahora de dormir. Lógicamente, nunca se lo dije a mi padre porque habría tenido algo más que reprocharme. La única persona que lo supo en aquella época fue la señora que venía a limpiar la casa. Se dio cuenta de que mi cuarto estaba intacto casa mañana y tuve que contarle la verdad. Ella lo comprendió y prometió guardarme el secreto, cosa que siguió haciendo cuando Ana se instaló en la finca, ya como pareja formal de papá. Mi madrastra nunca lo supo. Seguía sin saberlo y tampoco planeaba decírselo.

Si lo pensaba, llevaba casi seis años enteros sin dormir en aquella casa. La universidad en Inglaterra se convirtió en mi escapatoria favorita y siempre ponía alguna excusa para no volver a España. Si me quedaba sin argumentos y Ana insistía demasiado, accedía a venir a casa, pero dormía en la habitación de David o fuera, en casa de mi abuela. Nunca en el cuarto que escuchó las palabras finales de mi madre.

Nunca.

De nuevo en el pasillo de la planta de arriba, activé el piloto automático y entré a mi antigua habitación. Lamentablemente, solo aguanté dentro de esas cuatro paredes tres minutos. El tiempo justo para cambiarme de ropa y poner a cargar mi teléfono móvil tras revisar la bandeja de entrada.

Con la ansiedad zumbando en mis tímpanos, salí y me encontré por centésima vez en el pasillo. No quería dormir sola. ¿Podía hacerlo siquiera? Dudaba de mi resistencia y de la facilidad con la acabaría llorando si no me marchaba de esa maldita habitación, así que, temblando, apreté los puños y sentí el frío que emanaba el anillo de mi abuela, todavía en mi dedo anular. Más concienciada con lo que tenía que hacer, atravesé el corredor y llegué a la puerta del cuarto de invitados.

Toqué un par de veces. Mi desánimo fue la compañía principal hasta que Charles habló al otro lado, invitando a su visitante nocturno a entrar.

—Adelante —Yo giré el pomo y pasé sin hacer un ruido escandaloso. En cuanto él me vio, sus acertadas sospechas tiraron de sus comisuras hacia arriba—. ¿Y esta visita? ¿A qué se debe?

Ya estaba metido en la cama. Sentado contra el respaldo de la misma, revisaba su móvil. Mis pupilas se detuvieron brevemente en su torso, pues había optado por dormir sin camiseta. Sin embargo, al entrar en su campo visual, abandonó aquel entretenimiento y posó sus luceros verdes en mi alicaída complexión, que destilaba inseguridades en todas las direcciones habidas y por haber.

Aunque tenía la mirada clavada en las sábanas grises, logré exponer lo que antes no pude explicarle.

—No he dormido en esa habitación desde los diecisiete años —Le dije, cabizbaja y ruborizada por el sofoco que traía encima y por la vergüenza que sentía al relatar un problema tan infantil—. No puedo hacerlo. No puedo y no quiero —Sentencié, molesta con mi propia negligencia.

—¿No querías decírmelo antes? —Tiró su móvil sobre la cama.

—Es vergonzoso —respondí.

—¿Querer dormir conmigo es vergonzoso?

No le dolía, ni mucho menos. Solo estaba buscando la manera de que levantara la cabeza y le mirara a la cara porque no lo había hecho desde que entré en la habitación. Lo consiguió. Él conocía qué teclas presionar para que mi lado rebelde intentara replicar. Al observarle, intenté defenderme.

—Charles ... —Lo llamé.

"Sabes que no me refiero a eso".

Esa frase no salió de mi boca porque Charles sabía a lo que me refería. Lo sabía perfectamente. Mosqueándome, incitaba a que picara el anzuelo y volviera a comportarme como siempre lo hacía. Victorioso, me obsequió una pequeña sonrisa y palmeó el colchón a su izquierda, resaltando ese espacio que había guardado para mí.

—Ven, tesoro —Me invitó.

Porque mi repugnancia por esa casa crecía, pero más crecía mi amor por Charles. Era el único sentimiento que podía luchar contra el odio que desarrollé con los años hacia esa finca. Un odio justificado e injusto a la vez. Así que, me metí en la cama y pensé solo en Charles, en cuánto sanaba mi alma al tenerlo cerca, y me aferré a la esperanza que me proporcionaba a diario el piloto de Ferrari.

Atravesé la estancia de una esquina a otra y me metí en la cama, tal y como él suplicaba. Gateé hasta él y me cubrí con las mantas a pesar del soporífero calor que quemaba mi piel. Teniéndome a su alcance, deslizó la mano por mi cabello y no lo soporté: me acerqué, enterrando el rostro en su costado. Charles aceptó mi timidez y se recreó en ella porque nada le gustaba más que verme como realmente era. Mi forma de ser oscilaba entre los extremos. En un momento, podía pasar de ser obtusa y cerrada a la chica más tímida del planeta. Normalmente, me negaba a que los demás supieran de mi carácter natural, pero estar con él me permitía ser yo misma, sin miedo a que alguien juzgara mis sentimientos.

Con un alivio monumental, aproximé la boca al lugar donde el costillar endurecía su dermis. El remordimiento estaba en ese beso que planté en su tórax. Encogida, hice que mi brazo izquierdo reptara sobre su marcado vientre.

—Siento haberte mentido —balbuceé, lamentando mucho haberme comportado con egoísmo.

—Mentir no es algo tan malo —Argumentó—. Eres transparente como el cristal y sé que te duele hacerlo. En realidad, pensé que tardarías diez minutos en venir. Han sido más de veinte —Puso en evidencia mi tardía aparición.

Apreciaba muchísimo que se lo tomara con humor, pero no había cosa que me repuganara más que mentir deliberadamente a las personas que más quería. Me sentía odiosa y repulsiva. No quería caer en una escapatoria recurrente como las mentiras para salvaguardar mi relación con Charles.

—Perdón ... —dije otra vez.

—No, Helena —Acarició mi hombro, comprensivo—. Miénteme todas las veces que necesites. Ça va?

—No voy a hacerlo más. Odio las mentiras —repetí, obteniendo un casto beso en mi cabeza. Aunque él no lo sintiera como un error imperdonable, yo sí lo entendía como tal y Charles lo respetaba. De repente, vislumbré la esquina de un viejo tomo a su derecha—. ¿Y ese libro? —pregunté.

Manteniendo sus dedos en mi cuerpo, agarró el volumen de portada oscura que debía estar conformado por más de doscientas páginas.

—Estaba en el escritorio —Me comunicó de dónde lo había sacado—. Me apetecía practicar un poco la lectura en español. Tú ya te defiendes bastante bien en italiano y en francés y yo apenas sé hilar algunas frases básicas en castellano.

La idea de que aprendiera mejor mi idioma natal era remota y no creí que estuviera valorando trabajar en ello. Descubrir que estaba en sus planes, me colmó de una felicidad inmediata e intensa que no supe describir. A Charles le habría encantado oírme decir que le agradecía las buenas intenciones, pero, al coger el libro, yo leí el nombre de Manuel Vilas en la portada. Una novela que yo mismo le recomendé a Ana.

—Puede que sea difícil para ti —Le alerté.

—¿Me estás retando? —Reaccionó él.

Tonto —Sonreí por un segundo y contemplé el vaivén que mecía su firme abdomen con cada respiración—. ¿Me lees en voz alta? —Apoyé la palma de mi mano en su estómago.

—¿Quieres que recite para ti? ¿No te vas a reír de mi pronunciación? —Trató de leer la sinopsis de la obra, que se extendía por la contraportada.

—Eh, no soy tan mala persona —Tamborileé mis dígitos sobre la tersa piel de su vientre, haciéndole unas pocas cosquillas tras las que se revolvió, motivado a reír—. Tú podrías reírte de mi francés y no lo haces —Esclarecí la cruda realidad.

Charles dedicó unos instantes a peinar mis hebras, apartándolas así de mi pómulo y de mi frente. Su silencio vendó las heridas en mi interior. Esa complicidad me daba la vida entera y él prolongó aquellas cariñosas demostraciones de afecto incluso después de recuperar el habla.

C'est parce que tu parles merveilleusement, ma chérie —Enardeció mi orgullo.

Alors ouvre ce livre, Leclerc —Volví a besar su costado, sintiéndolo caliente y suave.

Oui, mademoiselle —Confirmó.

Primero se tumbó, acomodando la nuca en aquella almohada, igual que yo, y, a continuación, apartó la mano de mi cabello suelto para localizar la página inicial de la obra. Mientras lo revisaba, me abracé a su pecho con el objetivo de dormir lo más cerca posible de Charles.

No sabía que aquello se volvería un tierno ritual a partir de entonces. Que siempre que durmieramos juntos, Charles me pediría el libro que llevaba en la maleta para los largos viajes de avión y que practicaría su español bajo mi supervisión. No lo sabía, pero, con Charles leyendo el comienzo de Los besos, valoré que aquel escenario se repitiera y me agradó que pudiera ocurrir nuevamente. Me agradó tanto que sonreí hasta que el sueño ganó la partida y perdí el ritmo de la compleja narración que había elegido.

"Había una gran belleza en esas fuerzas casi sobrenaturales, y pensé en mi alma, en que ojalá pueda ver mi alma alguna vez en esta existencia.

Antes de desaparecer del planeta, todo ser humano tendría que tener derecho, un derecho de naturaleza política, a ver su alma, porque sin alma poco somos".

Papá también debe tener alma. Todos la tenemos. Aunque no todos la sienten como una aliada. Algunos se escudan en pensamientos dañinos y en jacintos violetas para expresar lo que no se atreven a decir. Sí. Algunas personas hacen eso, pero yo no quiero pertenecer a ese grupo.








🏎🏎🏎

Well, ya sabemos más cosas del pasado de Helena y del porqué de la mala relación con su padre 😔
La pobre tiene una espina clavada dentro por todo este asunto, pero Charles está ahí para que no le duela tanto 🫶🏻

¡¡Nos vemos la semana que viene con más!!

Os quiere, GotMe 💜❤️

14/5/2023

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