37 || jaén
Helena Silva
Charles y Carlos volvieron a hacer doble pódium en Miami. Lamentablemente, solo pude darles un abrazo a los dos antes de que se marcharan a sus ruedas de prensa y, más tarde, al avión que los llevaría a Maranello. Yo llegué un día después a la ciudad, pero no tuve apenas tiempo para nada porque por fin pude instalarme en el piso que me había conseguido la escudería.
En un principio, pensé que compartiría casa con otras personas. A raíz de unos retrasos en la disponibilidad de la vivienda, que debería haber estado libre desde que regresamos de Australia, me ofrecieron otro piso diferente. Un apartamento entero para mí por todos los inconvenientes que me habían generado al estar en un hotel durante más días de los previstos. Habían atrasado mi asentamiento en el país y, a modo de disculpas, se ocuparon de que, a mi regreso de Miami, todo estuviera listo. Y lo estuvo.
La casa estaba en perfecto estado; los inmuebles parecían nuevos y no había ni una traza de polvo. Un buen recibimiento, desde luego. No era muy pequeña, sino del tamaño perfecto para una sola persona. A pesar de los problemas, aquel lugar no podía parecerme más adecuado.
No obstante, al tener que colocarlo todo y vaciar mis maletas, no pude ir al apartamento de Charles ese martes por la noche. Él se fue a Mónaco a la mañana siguiente, por lo que concretamos los detalles de aquella escapada a Jaén por videollamada.
No nos vimos hasta ese domingo, a primera hora de la mañana. Mientras yo cogía mi vuelo a las seis de la mañana, Charles se sirvió de su jet privado para llegar al municipio andaluz. Solo tuve que esperar unos quince minutos a las afueras del aeropuerto antes de que una furgoneta de cristales oscuros me diera las luces.
Aunque eran las nueve de la mañana, no había mucha gente fuera del edificio principal, así que se bajó del coche con el objetivo de ayudarme a guardar la maleta. También me saludó con un cálido beso que pasó bastante desapercibido gracias a la simpleza de su atuendo y las gafas de sol que traía puestas. El hecho de que no hubiera pedido manejar un Ferrari mientras estuviera en mi ciudad natal ayudó mucho a que no le reconocieran.
Durante el viaje en coche, me contó qué había hecho en Mónaco esa semana. Me habló de las cenas con su familia, de su madre, de un par de visitas a amigos que no veía desde Navidades y yo me sentí mucho mejor al escucharle hablar de momentos tan felices. La tensión que viajaba conmigo desde que salí de Bolonia se apaciguó cuando él empezó relatarme sus historias, mucho más entretenidas que mis horas de reuniones en Maranello.
El corazón me zumbaba cuando llegamos a la ubicación de la finca.
Charles detuvo el coche frente a la verja de la entrada y sujetó con fuerza mi mano. No dijo nada. Ni siquiera después de que se abrieran las puertas, dando paso al automóvil. Él sabía que estaba entrando en pánico por todo lo que suponía aquella casa y aguardó los siguientes tres minutos y medio a que yo le devolviera el apretón para pisar suavemente el acelerador.
La preocupación y el miedo no se irían por arte de magia. Solo podía afrontar ambos sentimientos y mantenerme firme.
El tiempo en el sur de España era digno de mayo. Tras aparcar en la amplia explanada que mi padre dispuso como recibidor para los vehículos de las visitas, comprobé que había veintinueve grados centígrados fuera. Charles apagó el motor y tomó aire. No se bajó del coche hasta que yo no abrí la puerta y bajé primero.
Solo habían pasado cinco segundos. Me quitaba las gafas de sol y las ponía en el cuello redondo de mi vieja camiseta negra de los Rolling Stones cuando la puerta principal se abrió y un niño de metro treinta echó a correr en mi dirección.
—¡Lena!
Sonreí en grande y recibí su placaje en el instante en que se abrazó a mi cintura. No recordaba que tuviera tanta fuerza, pero bien podría haberme tirado al mismísimo suelo si no hubiera controlado mi penoso equilibrio.
Riéndome, acaricié su cabello castaño y medí la altura de mi hermano pequeño a ciegas.
—¿Cómo estás, hermanito? —Se abrazó a mí con más energías—. ¿Has crecido o estoy teniendo alucinaciones? —pregunté, realmente intrigada de que su altura sobrepasara mi vientre.
¿Había estado tanto tiempo fuera?
—¡He crecido dos centímetros y medio! —exclamó, mirándome con una sonrisa preciosa.
Sus ojos del color de la miel rebosaban de emoción.
Había echado de menos a su hermana mayor. Era muy normal. Solo pasé a su lado dos primeros años de vida. Después de esa etapa, me marché a Londres a estudiar. Él no guardaba muchos recuerdos de mí cuidándole o pasando noches en vela cuando enfermaba, pero yo sí, y deseaba que sintiera cuánto le quería, a pesar de mi eterna ausencia en esa casa que era su hogar y no el mío.
—Sí, estás más alto que la última vez —Revolví su pelo y oí sus quejas y risas. Incapaz de resistirlo, me agaché y lo tomé en mis brazos. Él me rodeó con sus delgadas piernas, abrazándome también—. Dentro de poco no podré cargarte —Sentí cómo me daba un sonoro beso en la mejilla—. Madre mía, ¿cuánto pesas? —dije, escandalizada.
Mientras lo sostenía y David se pegaba a mí como la cría de un koala a su madre, observé a la mujer que se acercaba hacia nosotros. Su cabello rubio, recogido en una coleta baja, estaba más largo que la última vez que nos vimos, pero la sonrisa maternal era la misma. Eso no había cambiado.
—Lena, cariño —Llegó hasta mí y me dio un beso en la mejilla, seguido de un escueto abrazo—, ¿ha ido bien el viaje? —Asentí y palmeé la espalda de David—. ¿No te has mareado en un coche tan grande? —comentó, contemplando el vehículo.
Ella conocía mi miedo a los coches, nacido del accidente de mi madre, y siempre se había preocupado por mí en ese sentido. Un trauma así no se iba de la noche a la mañana y yo había guerreado mucho por superarlo. También estaba orgullosa de que pudiera montarme en un automóvil de aquellas características sin entrar en una crisis nerviosa.
—Hola, Ana —Le sonreí—. No. Ningún mareo. Mi chófer conduce de maravilla —Resalté la maestría de Charles.
—¿De verdad? —Su rostro de interés me provocó nuevas carcajadas—. ¿Y quién es ese chófer misterioso?
Se inclinó un poco, buscando identificar al chico que se ocultaba tras el maletero abierto y que bajaba mi maleta.
—Lena, Lena —Se precipitó David, alejándose de mi complexión para imitar la acción de su madre—. ¿Con quién has venido? ¿Es tu novio?
—No, David. No es mi novio —Reí todavía más, imaginando el día en que sí pudiera llamarlo de ese modo—. Quería que fuera una sorpresa —Continué.
—¿Una sorpresa? —Su emoción era adorable.
—Sí, ¿por qué no vas a saludarlo? —Le animé.
—¡Vale! —Asintió, soltándose de mi abrazo.
Su intención era correr hasta el desconocido y darle una correcta y amable bienvenida, pero apenas avanzó un metro cuando el invitado que nadie esperaba salió de la parte trasera de la furgoneta, con sus Ray-Ban negras y un atuendo de lo más acertado.
Cuando me recogió en el aeropuerto, no me fijé mucho en su ropa y, entonces, le dediqué unos segundos. Llevaba un polo blanco, de esos que son frescos y suaves, y unos pantalones medio vaqueros de color ceniza. Parecía un jodido actor de cine que llegaba a Mallorca a pasar unos días desconectado del mundo, persiguiendo el anonimato más absoluto. Y esa imagen le quedaba rematadamente bien. Podía ser por mi enamoramiento, que me aturdía una barbaridad, pero pensé que nunca lo había visto tan atractivo. Solo eran dos malditas prendas normales y le favorecían como un esmoquin de primera categoría.
Esbozó una bonita sonrisa y se sacó las gafas negras, enganchándolas en el cuello entreabierto del polo blanco.
Mi hermano se quedó parado frente a mí, inmóvil. El pobre estaba intentando convencerse de que tenía a Charles Leclerc delante y que no era un espejismo.
—Hola —Charles empleó un español sonoro y arrebatador mientras soltaba el asa de mi enorme maleta—. Tú debes de ser David —Siguió hablando en mi lengua materna.
Ambos se miraban a los ojos.
—No me puedo creer que haya practicado la frase ... —Me dije a mí misma entre susurros.
Que se hubiera aprendido esas pocas palabras me resultaba cómico y extremadamente tierno. No quería llegar al que había sido mi hogar durante años con las manos vacías y trató de memorizar algunas palabras que le ayudaran a comunicarse mejor con mi familia. Era todo un detalle por su parte.
—¡Charles Leclerc! —chilló David, reaccionando por fin ante el piloto de Ferrari.
Charles emitió unas pocas risas, fascinado con lo estupefacto que parecía mi hermano pequeño.
—Sí. Ese es mi nombre —Ratificó. Dos segundos después, el pequeño fan huyó hacia él y se agarró a sus costados como quien se aferra a su último aliento de vida—. Cuánta energía ... —afirmó Charles, acariciando su cabeza.
Ana se acercó a mí, sosteniendo mi brazo.
—¿Has traído a Charles Leclerc?
Ella también parecía anonadada. Contemplaba al monegasco boquiabierta.
—Tú me preguntaste por Sainz, no por el otro piloto de Ferrari —Bromeé.
—Ay, señor ... —masculló, ojiplática.
Charles parecía agradecido de un recibimiento como aquel.
—David, Charles no sabe mucho español —Le expliqué a mi hermano pequeño, que se despegó un poco del piloto y me miró con sus ojos brillando más que el propio sol—. ¿Puedes hablarle en inglés?
—¡Claro! —dijo, participativo.
El mayor apartó la mirada de mi persona y se enfocó en el niño que seguía aferrándose a él.
—¿Sabes inglés, mate? —inquirió Charles com curiosidad.
David era muy pequeño todavía para tener grandes conversaciones, sin importar el idioma, pero su control del inglés no estaba nada mal.
—¡Muchísimo! —Entró en el diálogo con un inglés medianamente fluido—. En el cole hablamos en inglés tres días a la semana.
La sonrisa de Charles corroboró lo que ya sabía después de haber visto a tantos niños y niñas pasar por el box; le encantaban los niños pequeños. Me alegraba de que así fuera porque David podía llegar a ser agotador. Aunque, observando el gesto de simpatía de mi compañero, tuve el presentimiento de que sus pilas no se fundirían. Había demostrado tener una gran resistencia y, si lo combinaba con el dinamismo de mi hermano pequeño, probablemente lo disfrutaría tanto o más que él.
—Entonces seguro que sabes más que yo —aseveró mientras revolvía su cabello con cariño.
Algo se contrajo dentro de mí. Nunca había visualizado una escena semejante, con Charles entrando en mi familia, así que, al verle tan feliz de colmar los sueños de mi hermano, un remolino de emociones se agitó en mi pecho.
Pocos segundos después, Charles palmeó la espalda de David y ambos vinieron hasta nosotras.
—Charles, ella es Ana —Los presenté correctamente—. La mujer de mi padre y la madre de David.
Él, con toda esa amabilidad que a veces me parecía infinita, se inclinó y besó las mejillas de la segunda esposa de mi padre.
—Es un placer, Ana —aseguró, sonriente—. Por tu cara, creo que Helena no comentó que vendría con ella —Me miró, culpabilizándome de que Ana estuviera tan pálida.
Se movió antes de lo que esperaba, recuperando su don natural para entablar amistad con la gente.
—Encantada de conocerte, Charles —dijo, muy amable—. Bueno, me dijo que vendría con un chico, pero no que ese chico era un exitoso corredor de Fórmula 1 —Confirmó lo que él ya sospechaba.
—¿De verdad no es un problema hablar en inglés? —preguntó, preocupado de estar abusando demasiado—. Puedo chapurrear un poco de español gracias al italiano ...
—No, no. Tranquilo —dijo Ana—. Todos nos defendemos bastante con el idioma anglosajón en esta casa.
—Gracias por eso —Le agradeció. Entonces, se giró un poco hacia mí y comenzó con las justificaciones de su presencia allí, conmigo—. Helena me comentó que pasaría el día en el sur y nunca he estado en esta zona de España, así que ...
—Sí. Querías ver los viñedos —Añadí yo.
Charles me escrutó, sin olvidarse de sonreír con ese encanto innato que le acompañaba a donde fuera.
—Exacto —Corroboró.
Pensé en contarle la verdad a Ana. Ella no hablaría con nadie sobre el tema si se lo pedía. Incluso se lo ocultaría a mi padre con tal de no hacerme pasar un mal momento, pero no fui capaz de decirle que Charles y yo estábamos intentando crear una relación sólida tras bambalinas. Una relación de pareja.
—Veo que habéis entablado una muy buena amistad —Apuntó ella mientras analizaba pausadamente nuestro cruce de miradas—. Es más, creí que Lena nunca traería a un chico a casa —Se mofó un poco.
—¡Pero no es un chico cualquiera, mamá! —gritó David, todavía agarrado a la cintura de Charles—. ¡Es Charles Leclerc!
La efusividad del menor no hizo reír a carcajada limpia a los tres adultos. Apostaba lo que fuera a que Charles nunca había conocido a un infante ni la mitad de intenso de lo que era mi medio hermano.
—Ya lo veo, cariño, pero relájate un poco o terminarás asustándolo —Le aconsejó su madre.
—No te preocupes —Se apresuró a decir Charles—. Me gustan mucho los niños —Reivindicó—. ¿Serás mi guía hoy, David? —Le preguntó al menor, a quien se le hicieron los ojos chiribitas—. Tengo muchas ganas de ver todo esto. Tu hermana me ha hablado de vuestra finca y me encantaría verla.
—¡Claro! —Se separó de él y le señaló la puerta por la que habían salido—. ¿Quieres ver nuestros caballos?
—¿Aquí tenéis caballos? —dijo Charles, gratamente sorprendido.
Fue subiendo la pequeña rampa junto a David.
—¡Sí! El mío se llama Ayrton por ...
—¿Por Ayrton Senna? —exclamó, casi tan emocionado como mi hermano por su visita—. Helena no bromeaba cuando me dijo que eras un gran fan de la Fórmula 1.
Al decir mi nombre, detuvo su andar y se volvió hacia nosotras, que seguíamos en el mismo lugar. Él quería que los acompañara. Era evidente. Sin embargo, necesitaba hablar con Ana primero, para prepararme psicológicamente antes de saludar a mi padre.
—Id. Yo llevo mi maleta dentro y enseguida voy —Prometí.
En realidad, lo que Charles quería era no alejarse de mí en la medida de lo posible, pues no le apetecía desaparecer justo cuando mi progenitor se dignara a mostrarse y que la situación se torciera más de lo imaginado.
Aun así, asintió y se marchó junto a David, que ya iba varios metros por delante, apremiándole.
Si había algo que admiraba de Charles era eso; su capacidad de aceptación y lo bien que asimilaba mis decisiones silenciosas. Si me hubiera mirado a los ojos y hubiera encontrado el miedo que había remolcado desde que me recogió en el aeropuerto, habría hecho lo indecible para quedarse a mi lado, pero no lo sintió y entendió que podía dejarme sola. Tenía que dejarme sola.
—Nunca dejarás de sorprenderme —habló Ana de repente.
—Gracias —Le sonreí y lancé la pregunta del millón—. ¿Y papá? ¿Está dentro?
Al nombrarlo, la boca se me secó y ese maldito nerviosismo trepó por mis articulaciones como una araña encaramándose al árbol en que se halla su presa.
Apenada por lo que tenía que decirme, puso su mano derecha en mi espalda y se forzó a sonreír. Una sonrisa de circunstancia, plagada de tristeza y de decepción.
—No quiero que te molestes, pero ... Tu padre salió a las siete hacia Madrid —Me hizo saber.
Si bien me aterraba enfrentarlo otra vez, conocer que se había ido de la finca antes de que yo llegara, se me antojaba incluso más lacerante y desolador. Que hubiera antepuesto un compromiso que, como director de la empresa, podría haber aplazado, me dolía más que una pelea entre padre e hija.
Ana debió leer esa aflicción en mi rostro porque se acercó más a mi complexión, ofreciéndome un poco del apoyo moral y sentimental que me hacía falta si quería remontar el vuelo después de la noticia.
—Entiendo —murmuré.
—No imagines cosas raras, Lena —Me suplicó—. Dijo que había sido algo de última hora y que no podía cancelarlo. Sé que le habría gustado estar para recibirte.
No. No le habría gustado. Si hubiese querido estar ahí, lo habría hecho. Ninguna reunión u obligación tendría que ser un impedimento para que un padre que no ha visto a su hija durante meses se marche a otra ciudad en el peor momento.
—Está bien, Ana —Me tragué el orgullo pisoteado y procuré que no percibiera el desconsuelo que me afligiría el resto del día—. No imaginaré nada —Inhalé hondo—. Vamos con ellos. Tengo miedo de que David le dé un tour completo por la finca —dije, iniciando el camino que David y Charles habían emprendido—. Algo así es mortal para cualquiera.
Las dos tomamos el rumbo indicado, no sin antes recoger mi maleta y sostenerla en el aire hasta entrar a la gran casa que había vivido mis años más dolorosos y los que más apreciaba.
—¿De verdad no hay nada entre tú y él? —Me interrogó, después de dejar mis enseres a los pies de la escalera.
—Soy su ingeniera de comunicaciones —Lo simplifiqué y me até el cabello en un recogido apresurado.
—¿Y te acompaña hasta aquí por el placer de viajar? —Me escudriñó, suspicaz—. ¿Tan bien haces tu trabajo que lo tienes endeudado, cariño? —Insinuó un escenario más que cierto.
—Hago de maravilla mi trabajo —Le regalé una grata sonrisa que dio rienda suelta a las suaves risas de Ana.
Pronto fuimos con los chicos, que estaban recorriendo de cabo a rabo las cuadras. David le decía a Charles cuáles eran los distintos nombres de los caballos y de los nuevos potros que habían nacido en los últimos meses.
Cuando le pedí que me contara sobre ese nacimiento tan reciente de la yegua de Ana, él me lo contó todo. También correteó hasta los comederos para coger uno de los capazos con manzanas frescas y yo, tras comprobar que Ana se acercaba al pequeño y le ayudaba a traer el saco, me recosté contra el brazo izquierdo de Charles, agarrándolo de forma disimulada.
—¿Y tu padre? —Me preguntó.
—No está. Se marchó a Madrid de madrugada —respondí, cabizbaja.
—¿Estás bien? —Se interesó por mi salud emocional.
Toqué su antebrazo, impregnándome de su calor a pesar de las tórridas temperaturas que sobrevolaban Jaén en esas fechas.
—Sí.
Entornó la cabeza. Su boca tropezó con algunos de mis mechones más rebeldes.
—¿Segura? —Midió su voz.
Alicaída, miré los montones de paja que había frente a las puertas de cada cuadra.
—Segura, Charles —Repetí.
—Helena ... —Me reclamó esa falsa entereza.
Sin embargo, Ana y David regresaron con nosotros demasiado rápido y tuvimos que fingir que no ocultábamos nada. Me moví lejos de él y sonreí en cuanto David me ofreció unos trozos de manzana recién cortados.
Después de comer, Ana preparó tazas de café y sacó un bizcocho recién horneado al que Charles no pudo negarse.
La tarde siguió adelante y David se empecinó en que Charles fuera con él al circuito de karting que teníamos dentro de la finca. El monegasco no podía creer que hubiéramos montado algo así dentro del terreno familiar, así que tuvo que ceder ante la insistencia de mi hermano pequeño.
Ana y yo también fuimos a ver cómo se manejaban en los karts. Acepté que el viaje de mi padre no sería corto sobre las seis de la tarde, que no volvería a cas para la hora de la cena. De tal manera, me concentré en observar el tiento y la paciencia que Charles se gastaba al tratar con mi hermano. Formé parte de la reducida audiencia que presenció las numerosas victorias del pequeño sobre el mayor porque no dejaba de batir sus propios tiempos con cada vuelta y se sabía al dedillo cada centímetro del circuito con el que había crecido. Aunque, de vez en cuando, Charles fingía tener algún problema con el volante y, en un par de ocasiones, le dio la oportunidad de ganar.
David parecía realmente contento.
Ana, que no apartó la mirada del chico que había venido conmigo, se esforzaba por encontrarle algún fallo. Era de lo más divertido escuchar cómo hablaba en voz alta, repasando todas las cosas buenas que sacaba del carácter de Charles y se frustraba por no encontrar ninguna falla. Yo le confirmé que tenía pegas y que se equivocaba, igual que cualquier persona, pero ella no estaba tan convencida.
—Pues ilumíname, venga —agitó la mano derecha—. Dime algo que haga mal.
Había una lista para todos los defectos de Charles y la conocía casi por completo.
—Se fustiga mucho cuando mete la pata —expresé—. Tampoco sabe decir que no si le piden un favor y tiene ... Tiene la mala costumbre de no enfadarse con los demás. Lleva la procesión por dentro —Me chupé los labios, contemplando cómo ambos giraban a la misma vez una de las curvas más cerradas del circuito—. Ya le he dicho que es bueno molestarse con otras personas, pero le duele hacerlo y lo evita.
Nunca había hecho una crítica como esa de Charles delante de alguien más. Ana se dio cuenta de que sabía bien dónde estaban sus puntos fuertes y de qué carecía. Era bastante claro que había notado el amor con el que hablaba de él.
—¿Ni siquiera se enfada contigo? —Prosiguió con aquel interrogatorio.
—A veces, pero no tanto como debería —Lamenté.
Transcurrieron unos segundos. Ellos pasaron por nuestro lado y Ana no volvió a abrir la boca hasta que el rugido del motor estuvo más apartado.
—Me gusta para ti —dijo.
Hice el amago de reír.
—No nos parecemos en nada, Ana —Rebatí, con toda la razón del mundo.
—No es verdad —Golpeó un poco mi brazo—. Los dos tenéis un buen corazón.
—Eso es cuestionable ... —Protesté.
—No. No lo es —Consciente de que lo decía por mí, se negó a aceptar ese análisis malogrado—. ¿No te gusta ni un poquito? —Insistió, como la gran fisgona que era.
—Es Charles Leclerc —Le contesté—. ¿Cómo no iba a gustarme? —Mi suspiro llamó su atención—. Incluso David lo adora. Creo que lo prefiere a él como hermano mayor —Me burlé entre alguna que otra risa.
Habiendo acabado la décima carrera de la tarde, Charles ayudaba a David a bajar del estrecho vehículo y a desabrocharse el casco para luego correr a la sombra y coger su botella de agua. En lugar de ir con él a hidratarse, nos localizó en la esquina del circuito y, sacándose su casco rojo, decidió ir hacia nosotras. Ese mono que le había prestado Ana le quedaba justo. Era su talla, pero, por el sudor, parecía adherirse demasiado a su trabajo torso. Ni hablar de las piernas, claro.
Empezó a revolverse el cabello y a quitarse las gotas que le caían por el rostro con la manga del traje. Solo logré tragar saliva. Tenía sus pupilas clavadas en mí y no había rastro de contención en aquella mirada.
—¿Has visto cómo te mira? —La voz de Ana no impidió que dejara de admirar al hombre que se acercaba peligrosamente a nuestra retirada posición.
—Sí —No mentí más. No podía mentirle en eso—. Lo he visto.
Ella sujetó mi brazo, felicitándome por algo que ni siquiera había reconocido.
—Estoy muy feliz por ti, cariño —Besó mi mejilla, alegre.
Sus pasos eran firmes a través del terregoso terreno que rodeaba lo asfaltado del circuito.
—No sé a qué te refieres —Mis comisuras temblaron, codiciosas.
—Sí lo sabes —Rio Ana, muy lúcida respecto a las señales que Charles lanzaba constantemente—. ¿O crees que soy estúpida y que no me he dado cuenta de que te llama Helena?
Todavía se reía cuando Charles alcanzó la valla y se apoyó en los colchones que amortiguaban posibles accidentes para aquellos que corrieran en el recinto.
—Ana, tu hijo toma las curvas mejor que yo —dijo, recuperando el aliento—. Deberías pensar en llevarlo a un club oficial porque ... Madre mía —Le dio una cálida sonrisa a la madre del niño que amenazaba con ganar fuera de la casualidad—. Es muy bueno.
—Se sabe el circuito de memoria —Justificó esas victorias—. Es normal que te haya ganado, Charles.
—Y es un chico con mucha energía, desde luego.
Echó la vista hacia David y se colocó cerca de mí, a punto de rozar mi brazo al dejar el suyo sobre el cercado.
—Sí. Siempre está de aquí para allá —dijo ella—. A veces, todo esto se le queda pequeño.
—Ya lo creo —Aseguró Charles.
Tras un corto silencio, Ana se interesó por lo agotado que lucía mi compañero de trabajo.
—¿Estás cansado? —No dejó que Charles diera una respuesta—. Voy a traer limonada —Comenzó a alejarse—. Vengo en un minuto.
Charles intentó detenerla, pero ya estaba a varios metros de distancia y él no tenía la voz suficiente para impedirle que se tomara esas molestias.
—No era necesario ... —Espetó, desalentado.
Al girarse, dio la espalda a mi hermano, que bebía de su cantimplora, y me regaló una visión privilegiada de su sudoroso rostro.
—Siempre es así —Charles asintió, exhausto—. Le gusta que los invitados estén cómodos y tú te has llenado de tierra —Me tomé la libertad de remover un poco su cabello, espolvoreando así el polvo que se le había pegado al sudar—. Hasta el pelo. Estás hecho un desastre —Me carcajeé de su aspecto porque de ese modo también estaba terriblemente favorecido—. Incluso se te ha quedado la marca de las gafas de protección ...
Charles no había prestado atención a mis palabras, sino más bien lo contrario. Una vez tuvo la oportunidad de abalanzarse sobre mí, lo hizo. Pegó su boca a la mía en un pestañeo, ayudándose de la valla de madera para bloquear la posible mirada de David.
Su beso fue lento y arrítmico, pero igual de placentero que otros mucho más intensos. Sentí su respiración irregular al retroceder mínimamente. Debía haber luchado contra sí mismo para no besarme durante todo el día y su impaciencia estaba desbordándose después del subidón de adrenalina que acarreaba el karting.
Generó una diminuta brecha entre los dos, sopesando lo que acababa de hacer.
—Perdón —Se disculpó, resoplando encima de mis labios—, no quería ensuciarte con ...
—¿Crees que me importa un poco de tierra? —Arremetí, comprendiendo y compartiendo su desesperación por encontrar esa cercanía. Agarré en mi puño su mono de carreras y lo atraje para besarle de nuevo. Él se limitó a sujetar con decisión las barras de madera pulida, negándose a tocarme para evitar mancharme. Después de separarnos, Charles se relamió las comisuras y retrocedió con el objetivo de no dejarse llevar—. ¿De verdad te quedan fuerzas? —Le pregunté, volviendo a la normalidad—. Han sido muchas vueltas.
Acaricié su torso y deseé que esos besos, por cortos que hubieran sido, le dieran la estabilidad que necesitaba. Todavía no había recuperado el aire que esos coches le quitaron y solo quería abrazarlo hasta que su corazón retomase el tamborileo habitual. Ese con el que me dormía siempre que teníamos la suerte de pasar la noche en la misma cama.
—Echaba de menos hacer karting —Me confesó con un gesto más apacible—. Hacía años que no me subía a uno de esos coches y estos van como una bala.
—Les hacen un buen mantenimiento, sí —Retiré un par de gotas que resbalaban por su sien—. Mi padre montó todo esto para mí cuando tenía la edad de David.
—¿Hacías karting? —dijo, curioso.
—Mi tío, el hermano de mi madre, es un fanático del automovilismo —Le conté—. Él me pegó la obsesión por los coches de carreras y yo no paré hasta que tuve mi propio circuito dentro de casa.
Él me observaba, dichoso de escucharme hablar de mi pasado sin ese recelo que solía acompañarme noche y día. No era común que sacara a relucir mis recuerdos con tanta nostalgia. Una buena nostalgia que quería proteger de todo mal.
—¡Charles, ven rápido! —Los gritos de David rompieron la paz del momento—. ¡Quiero ganarte otra vez!
—Ese niño ... —Reí.
—¡Un segundo, mate! —chilló Charles mientras alzaba su mano derecha.
Toqué su brazo y Charles volvió a mí.
—Puedes decirle que no —Expuse a sus ojos verdes—. Estás sudando y no quiero que tengas un accidente o que te ... —dije, limpiando someramente su moflete, que seguía sucio y embarrado.
Charles me sonrió, dulce y despreocupado.
—¿Me crees tan frágil, chérie? —Golpeó sin apenas fuerza mi barbilla, siendo ese su gesto estrella cuando se proponía persuadirme—. Estas son las horas de ejercicio que no he pasado hoy en el gimnasio. Me viene bien moverme. Relájate —dijo con mucho aplomo—. Puedo aguantar el ritmo de tu hermano.
—¿Ah, sí? ¿No es eso que veo tu competitividad asomando, Leclerc? —Le ataqué en broma.
—Puede, pero guárdame el secreto. ¿Quieres? —Se inclinó, depositando un beso ligero en mis labios, y emprendió su regreso—. Observa cómo hago la vuelta rápida, tesoro.
Completamente fascinada por la personalidad de Charles y por el detalle que estaba teniendo con mi hermano, me dejé caer contra la valla. No le quité los ojos de encima porque no era capaz.
—Ni siquiera voy a parpadear —declaré.
¿Él sentía lo frustrante que era para mí no poder subir a esos coches con David y llevar con orgullo la bandera de hermana mayor? Si mis miedos me lo permitieran, habríamos hecho turnos y, así, el otro no se cansaría tanto. Habría sido la hermana que David merecía y que nunca pude darle por el terror de montarme a los karts que siempre había amado, igual que yo a su edad.
Me estaba haciendo un favor enorme al jugar con él. Siempre que los visitaba, David se subía a su kart y me pedía que cronometrara sus tiempos. No podía hacer más que eso. La inutilidad cercenaba una parte de mí cada vez que me veía en la misma maldita situación
Charles suplió esa falta al pasar toda la tarde conduciendo contra el menor.
Sobre las ocho de la tarde, con el atardecer a nuestras espaldas, ambos bajaron definitivamente de los bólidos y agarraron algunas de las toallas que Ana había traído para que se secaran el sudor.
David le pedía a Charles que le enseñara una foto del volante de Ferrari en el instante en que Ana me preguntó sobre la cena.
—Pongo dos cubiertos más, ¿verdad que sí? —Puso ojitos de lástima.
—El mío sí —Acepté su ofrecimiento.
Había conseguido dos días de vacaciones y, por ende, me quedaría a dormir esa noche, tal y como me sugirió Ana cuando hablamos por teléfono. No pasaba más de cinco días al año en esa casa, así que no me parecía una idea horrible gastar dos de ellos.
—En realidad —Se pronunció Charles mientras abría el cuello del mono—, yo debería irme ya. Está anocheciendo muy rápido —comentó, mirando el color anaranjado del cielo.
Lo sabía. Ya me lo había dicho, pero no tuvimos en cuenta la mirada de pena que bañó los grandes ojos de mi hermano pequeño.
—¿Por qué no te quedas a cenar? —Le interrogó Ana—. Necesitas comer para recuperar todo lo que has quemado esta tarde —Ante la indecisión en el semblante de Charles, buscó más razones—. ¿Los deportistas no controláis mucho vuestro peso? Hay un asado estupendo en el horno y puedo preparar una ensalada típica del sur —Propuso, deseando que se quedara.
—Ana, Charles tiene que estar mañana en Mónaco para .... —Intercedí por él.
Sin embargo, Charles cambió de opinión en tiempo récord, obstaculizando mi próxima excusa.
—Bueno, mañana es mañana y hoy es hoy —Señaló, sonriente. Después, apoyó su mano derecha en el hombro de David—. Me encantaría probar ese asado —contestó a Ana, muy agradecido de que quisiera tenerlo en su mesa de nuevo.
—¿Te quedas a dormir, Charles? —Mi hermano se enganchó al mono del mayor, feliz.
A pesar de que mi mirada le invitaba a marcharse si debía hacerlo, él rechazó mis orbes y sonrió al más pequeño de la casa.
—Claro. Puedo retrasar mi vuelo —Afirmó. Estaba sopesando las posibilidades que tenía y la idea de quedarse no era tan desacertada a su parecer—. Si salgo mañana temprano, debería llegar a tiempo a mi cita en Montecarlo.
—¿Seguro que puedes hacer eso? —Sondeé.
—Sí. No te preocupes —Tras asentir, me quedé un poco más tranquila—. ¿Podría tomar una ducha primero? —dijo, dirigiéndose a una Ana terriblemente complacida con la decisión final del monegasco—. Siempre traigo un cambio de ropa cuando viajo, así que ...
—Por supuesto. Sígueme y te enseño dónde está todo —Se disponía a volver a la casa, pero alargó el brazo hacia su hijo—. David, tú también necesitas una ducha.
—¡Voy, mamá! —exclamó, echando a correr.
Observé atentamente cómo se encaminaban a los jardines que rodeaban la pequeña mansión. A sabiendas de que no se fijarían en nosotros, Charles recogió mi mano entre la suya y me confirmó en algunos susurros que no había ningún problema con aplazar unas horas su vuelo. No alteraría su agenda, así que avancé de su mano hasta la casa y, dentro de la vivienda, nos separamos. Le mostré dónde estaba la habitación de invitados que usaría esa noche y me despedí de él, dejando que se duchara con total tranquilidad.
Yo también tomé una ducha y, sin sacarme el cabello, elegí uno de los libros que guardaba en mi cuarto, regalo de mi difunta madre, y bajé al porche. La cena no estaba lista, por lo que aguardé al llamado de Ana fuera. Hacía muy buen tiempo y quería aspirar los últimos rayos de sol leyendo. Esa paz solo había tenido la suerte de encontrarla allí y en casa de mi abuela. Eran los únicos lugares, a lo largo del mundo, que me habían dado esa serenidad. Aunque, al igual que esa casa me daba un sentimiento tan hermoso, preservaba otros peores que no quería recordar.
Me senté en el sillón que mamá usaba para leer en la terraza y subí ambas piernas, cruzándolas. No merecía sufrir más después de la deliberada ausencia de papá. En silencio, empecé a releer el inicio de Bodas de sangre, obra lorquiana que había leído cien veces desde los once años.
Tener el pelo corto era una bendición porque, cuando el buen tiempo volvía, podía dejar que se secara de forma natural. El agua apenas tardaba cuarenta minutos en desaparecer.
Un cuarto de hora más tarde, la madera del porche crujió suavemente bajo el peso de alguien.
Al percatarme de que ya no estaba sola, saqué la vista del libro y contemplé el informal atuendo de Charles, que consistía en una camisa negra de manga corta y en unas pantalones de tela mullida y fresca, de esos que Charles solía usar para estar más cómodo por las noches. Sus deportivas blancas estaban intactas y su cabello, de un dorado oscuro, parecía mojado. Me lo corroboró al acercarse a mí y sacudirse algunas hebras que no habían soltado la humedad de aquel baño.
Sin decir ni una palabra, se apoyó en el marco de una de las ventanas y guardó sabiamente las distancias conmigo. No recorrió ese metro y medio que nos separaba y, más tranquila después de verlo allí, cerré el libro.
Charles no se demoró en preguntarme lo que le ardía en la punta de la lengua. En ocasiones, la impaciencia le ganaba la partida, también fuera de los carreras.
—¿Quieres dar un paseo antes de la cena? —Me invitó a ser su acompañante durante unos minutos.
Una débil brisa sacudió los mechones de mi cabello húmedo. Me levanté, dejando la obra sobre una pequeña mesa de cristal que Ana había colocado en la terraza.
—Sí —Charles sonrió al oír mi respuesta afirmativa—. Suena bien.
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11/5/2023
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