16 || scary love
Helena Silva
Tras largos minutos hablando sobre planes futuros, sobre la próxima carrera y sus numerosas promociones y colaboraciones con marcas durante el tiempo que pasaría en Italia, el entrelazado de nuestros brazos fue cediendo hasta que ambos acabamos con la cabeza apoyada en los almohadones. No obstante, las posiciones variaron un poco, ya que, cuando me di cuenta, yo estaba algo girada hacia la izquierda, mientras que Charles se aferraba a mi estómago, dando cierta forma a un nuevo abrazo, más desfigurado y relajado que el anterior.
Él, respirando de manera pausada, abandonó su explicación acerca del contrato que tenía que cumplir próximamente con Armani, y enredó nuestras extremidades dulcemente. Mi mano descansaba entonces sobre el colchón y, a pesar de la distancia que tuvo que erradicar para ello, consiguió atraparla y rozar mi único dedo anillado.
—¿Y ese anillo? —dibujó la curvatura de la pieza de plata con su dedo índice—. Nunca te he preguntado por él —sí, nunca lo había hecho—. Me dijiste que no había ningún hombre esperándote en España —comentó en ese tono de burla que disfrutábamos tanto.
—Es de mi abuela —corregí su errónea suposición y doblé ligeramente mi dedo anular—. Me lo regaló cuando cumplí dieciocho años. Debería llevarlo a un joyero pronto para que lo limpien —sopesé tras evaluar que su estado era cada vez más deplorable.
Si bien seguía brillando con una intensidad permanente, no quería que su entallado cayera en un deterioro del que, más adelante, no pudiera salir. Tendría que llevarlo a un especialista pronto, sin lugar a dudas.
—Es precioso —murmuró. Su voz se perdió entre mis mechones castaños—. ¿Aún vive?
—Sí, aunque no la veo desde Navidad —el recuerdo de mi abuela logró que aquellos momentos de silencio y paz con Charles se hicieran más valiosos. Pensar en ella me hacía comprender lo importante que era sentirse amada por los demás, por las personas correctas—. Pasé esos días en su casa —añadí. Él ronroneó, amoldándose a mi espalda—. ¿Has estado alguna vez en Jaén? —agarré sus dedos, ansiosa por entrelazarlos de nuevo con los míos—. Está al sur de España.
—No. Solo he ido a Madrid y a Barcelona.
—Pues yo soy de allí y es un lugar precioso —me giré un poco para estar más cerca de su voz ronca—. Mi padre tiene unos viñedos a las afueras —le dije.
Sentí que se entretenía tocando mi anillo a la par que bajaba el rostro y, apoyado sobre su otro brazo en la almohada, reproducía un tierno beso en mi mejilla. Charles debió suponer que dejarlo en mi boca no era lo más indicado si quería que siguiera hablando.
—¿Viñedos? —parecía interesado en dicho dato—. Hace mucho que no visito uno —musitó.
Entre aquellas caricias, observé hasta el último de sus poros. Él también estaba mirándome a conciencia, quedándose con la minúscula forma de mis ojeras y otras tantas imperfecciones que me cubrían la dermis.
Por suerte, que alguien me viera sin corrector y colores no me suponía ningún miedo. Y, aún así, cuando me di cuenta de que Charles estaba realizando ese meticuloso análisis, un pellizco en mi pecho me obligó a continuar con la conversación para dejar de pensar que estaba evaluando mi aspecto porque una idea tan estúpida como aquella no encajaba con su personalidad.
—Estaba pensando en volver a casa antes de la carrera de Barcelona —le comenté mis inseguros planes, ganándome un asentimiento de su parte. Le parecía bien, por supuesto, pero yo no sabía si era una buena decisión—, aunque no sé si querrá verme —añadí ese final, sorprendiéndole.
—¿Por qué dices eso, chérie? —frunció el ceño, incapaz de creer semejante escena—. Si yo tuviera una hija tan bonita y responsable —sonreí lentamente—, querría que me visitara todo el tiempo.
Abarcó mi mejilla izquierda con su mano, centrando todas sus atenciones en mi gesto, bañado en una preocupación que cualquier otro habría tomado por un delirio de la hija que, de cara a los demás, se había cansado de buscar la aprobación de su padre, pero que, en realidad, seguía persiguiéndola en silencio. La remota posibilidad de que todavía guardara algún retazo del cariño que, en su día, me profesó, como haría un progenitor normal, no me abandonaba a pesar de la distancia y de la falta de comunicación desde aquel suceso.
Aguardó a que comenzara con la explicación con una paciencia envidiable.
—Tuvimos una discusión en Navidad porque no cené con ellos —expuse el motivo principal por el que no tenía contacto con él desde hacía meses—. Quería pasar tiempo con mi abuela y él no lo entendió —desde que mi madre falleció, la relación con quien, durante años, fue su suegra se había desintegrado y el simple hecho de nombrarla le sacaba de sus casillas—. Le llevé mis regalos a David al día siguiente, pero no fue agradable —lamenté que el menor hubiera escuchado los gritos de papá. También lamenté la mirada de tristeza que Ana me obsequió antes de acompañarme a la puerta—. Solo quería irme de esa casa.
Irme. Irme a la otra punta del mundo si terminaba siendo necesario. Y, bueno, al parecer, esa elección no fue desacertada.
El apacible calor de su torso se colaba a través de la fina tela de aquella camiseta que ocultaba el mío.
—Seguro que las cosas serán distintas ahora —se decantó por ser optimista para contrarrestar mi negatividad—. ¿Por qué no voy contigo? —propuso, con la ilusión de realizar el viaje conmigo.
Escucharle me dejó sin palabras durante unos segundos que él aprovechó, haciendo crecer la sonrisa que solía matar mis pobres sentimientos.
—¿Qué estás diciendo? —palpé su pecho, nerviosa y preocupada por el viraje que sufrió mi corazón de repente—. Habrá mucho que hacer esas semanas —me negué, aunque Charles no se resignó—. Yo solo me tomaré un día libre —le aclaré.
—Puedo encontrar un hueco en mi apretada agenda si se trata de ti —afirmó, abrazándose más a mí y comprobando que mi pulso se había disparado.
El cosquilleo de su nariz en mi piel, que recorría pausadamente el perfil de mi barbilla, fue protagonista hasta que me digné a soltar lo que podía considerarse como la peor excusa del mundo.
—Papá me mataría si llevo a un hombre de repente. Sobre todo si ese hombre es Charles Leclerc —me reí, pensando en lo raro que sería.
David lo disfrutaría, aunque su favorito fuera Carlos, y Ana, demostrando sus magníficas dotes de anfitriona, le invitaría a pasar el día aunque mi padre se resistiera. Ella siempre había sido muy comprensiva y respetuosa con la chica que acababa de perder a su madre y que, sin apenas preverlo, también había perdido al padre que la había amado con toda su alma desde que era una niña.
—¿Qué pasa? ¿También es de Red Bull? —esa sonrisa rota revelaba lo afligida que me sentía después de rescatar el tema de mi familia, pero, al menos, me hizo sonreír gracias a su humor—. Peor aún, ¿Mercedes? —logró que riera brevemente. Se agachó, empujándome a que pasara los brazos por sus costados—. También sirvo de escudo contra padres agresivos —se puso otra medalla, orgulloso de sí mismo.
La dureza de sus costillas, la firmeza de los músculos que protegían su espalda, el tímido temblor que experimentó cuando las yemas de mis dedos rozaron la base de su columna ... Ese cúmulo de pequeños detalles aminoraron mi inquietud. Cayó en picado y, finalmente, pude mirarle a los ojos y morderme el labio. No quería estallar en risas de nuevo.
—Muy gracioso, Perceval —remarqué su victoria sobre mi apocados ánimos.
Sabía que no le había convencido de que me dejase ir sola a enfrentar al miedo de mi vida, pero me dio una pequeña tregua al apretarse contra mí. Yo no me quedé atrás y encontré un buen refugio en su pecho desnudo.
Mientras Charles besaba mi frente y el silencio de la habitación nos tragaba, me esforcé por contar los latidos de su corazón, mucho más estable que el mío, ciertamente.
—¿Quieres ir a algún sitio en especial mañana? —me preguntó, al cabo de unos minutos.
Apenas tuve que meditarlo porque ese destino había estado en mi cabeza desde que me subí a aquel avión en Sídney.
—A Maranello —declaré, más emocionada de lo habitual—. Nuestro museo está allí —señalé una obviedad.
—Mírate —su exclamación bailaba entre la jactancia y el orgullo más grande que había tenido el placer de albergar dentro—. Ya estás hecha toda una fan de Ferrari —peinó mi cabello, feliz de que ese fuera mi deseo.
—Corrección: una chica de Ferrari —obtuve como respuesta el amago de una risa que murió en su garganta—. Sois muy importantes para mí —y me anclé a su cálida espalda.
Me había adaptado tan bien al equipo que todavía se me hacía difícil recordar que apenas llevaba allí un mes y medio. Todo había sido fácil y cómodo desde que puse un pie en el box de la Scuderia italiana, así que, ¿cómo no iba a considerarlos una parte importante de mi día a día?
—Mmmm ... Mi chica de Ferrari —farfulló contra mi pelo—. Suena mejor de lo que había imaginado —se regodeó.
—¿Lo habías imaginado? —mi falsa indignación le provocó esa bonita risotada que había estado reteniendo.
Justo después, dejó un reguero de besos por mis sienes.
—Qué no he imaginado contigo, Helena ... —la melódica cadencia en su voz me ayudó a repetir mentalmente sus mismas palabras en francés—. Estás en todo lo que hago, pienso o decido —respiré hondo y cerré los ojos—. Me acabarás volviendo loco —ese susurro se me metió dentro.
—Eh —deslicé mis dedos por su espalda baja y él suspiró—, esa es mi frase —me quejé con la intención de esconder un sonrojo que la oscuridad se encargaba de mitigar por mí.
—Ya no ... —negó, igual que un chiquillo enfurruñado. Se acomodó mejor, ocupando el lado izquierdo de la cama y dejando olvidado el derecho. Las anchuras del colchón no conseguían que nos separásemos el uno del otro—. Si te molesto o empiezas a tener calor, despiértame —volvió a decir—. Puedo dormir en la habitación de al lado y ...
—Tienes prohibido moverte de esta cama, Charles Leclerc —espeté, exponiendo cuánto había anhelado el episodio en que compartíamos más que un cuarto de noche.
Ronroneó, aferrado a mi complexión.
Empezaba a fijarme en la disimulada obsesión que tenía von mis caderas, pues, al decir aquello, solo acertó a hundir más sus dedos en la zona que los pantalones de pijama no alcanzaban a tapar y que, debido a la posición en la que me encontraba, tampoco podía ocultar mi camiseta.
Descendió un poco y dejó que su blandita boca chocara con mi cartílago.
—Tus exigencias me ponen a mil —el rumor de sus palabras perpetró mi oído. Tragué saliva, notando más de lo debido que sus músculos se habían contraído—, así que podríamos tener un problema si vas por ese camino.
—¿Cómo te atreves a ...? —traté de rebajar esa tensión con una broma—. Eres increíble ... —mi ironía destacó favorablemente.
—Gracias por el cumplido —se rio.
Esperé un tiempo, arriesgándome incluso a que se hubiera dormido. Necesitaba esos momentos de serenidad si pretendía decir lo siguiente y, por suerte, Charles todavía estaba bastante despierto cuando separé los labios y me expuse.
—Me gustas mucho —yo era la diana y él tenía dardos infinitos con los que agujerearme si le venía en gana—. Muchísimo –mi hálito tembló en su cuello, alertándole—. Y eso me aterra.
El broche final consiguió que Charles creara cierto espacio; su pecho y el mío dejaron de tocarse desesperadamente. En su lugar, recibí su cálido aliento en la punta de mi nariz. En ese instante, me percaté de que la tenía helada por la ansiedad acumulada.
—Pero tu corazón va bien —evidenció él—. Ahora estás tranquila. Lo noto en tu forma de respirar —acarició mi espalda con cariño—. ¿No es bueno? —preguntó, precavido.
Inspiré, cargando mis pulmones del mismo aire que él inhalaba, calmado y relajado.
—Supongo que sí —estaba bien, pero había temores que no me abandonaban; cosas que no me gustaban y a las que daba demasiada importancia—. Es que pienso en todos los problemas que pueden surgir y ...
No justificaba que algo tan especial se viese empañado, perjudicado por un miedo que tenía arraigado y que no me dejaba en paz ni siquiera en una ocasión como aquella, con Charles abrazándome y mi corazón sintiéndose agradecido por el paso que me había atrevido a dar después de todo.
—No quiero que suene a regañina, pero que tu padre no te haya querido como es debido, que no lo demostrara cuando debió hacerlo, no significa que nadie vaya a hacerlo. Yo lo hago —declaró sin que el pulso le temblara.
Sabía que ese era otro de los grandes motivos por los que una relación amorosa me parecía algo fuera de lugar, pero también era consciente de que privarme de lo que estaba surgiendo entre nosotros era un castigo mucho mayor que ser repudiada por mi propio padre.
—Es difícil de asimilar —musité—. No quiero meter la pata contigo, Charles. Y siento que yo seré la culpable de que esto termine. Por mis inseguridades o ...
Sus dedos recogieron mi pómulo y, a pesar de la espesa negrura del cuarto, creí discernir el brillo de sus pupilas verdes.
—Ma vie —su cariñoso apodo destrozó esas inseguridades—, en lugar de visualizar finales desastrosos, ¿por qué no lo disfrutas? ¿Por qué no te concentras en mí? —no me lo recriminaba, sin embargo, internamente, yo sí me eché en cara haber estado pensando en nimiedades de ese estilo—. Si lo que necesitas es poner tu mente en otra cosa, ¿no es suficiente que te abrace mientras compartimos la misma cama y que diga cuánto te quiero en mi vida? —planteó esa escapatoria, muy suculenta y llamativa a mi escuálida vanidad.
Exhalé con una sonoridad que él atrapó, rápido y dispuesto a rebajar esos niveles de estrés contra los que luchaba sola.
—Dilo, por favor —hablé, derrotada.
Bajó la mano, localizando así mis labios.
—¿Quieres que alimente tu autoestima?
Había burla, prevención y seducción en la manera en que expulsó aquella interrogación, regándola sobre mis tensas facciones.
—Te lo suplico —mi murmullo, deshecho, descompuesto, abrió puertas para que Charles las atravesara como mejor prefiriera.
Me besó, taimado en un principio y valiente al acabar. Cerró ese pequeño acto con un chasquido que cortó mis miedos, igual que unas tijeras afiladas partiendo el hielo más grueso en dos.
—Mmm ... —me sintió más receptiva, por lo que apartó mi cabello a un lado y tomó con resolución mi rostro—. Será un placer ... —y me perdí en la sonrisa con la que volvió a besar mis comisuras.
Diría que aquel intercambio de declaraciones de amor silencioso se convirtió en algo más intenso de lo previsto por ambas partes, pero ninguno lo detuvo porque era placentero y anulaba nuestro razonamiento demasiado bien.
No marcamos el límite hasta que me atacó con su lengua y un torpe gemido subió por mi laringe. Entonces, Charles acarició mis labios deliberadamente y se alejó, a punto de entregarse a una situación que no debíamos acelerar. Llegaría. Claro que lo haría. Lo supimos desde que me tocó en aquel cuarto de la limpieza, no obstante, ir a paso seguro incluía ciertas cláusulas que teníamos que respetar para que la apuesta por una relación sana y próspera llegara a buen puerto.
—Deberíamos parar ... —dije, relamiéndome después de todos esos ataques directos—. Solo íbamos a dormir, ¿recuerdas? —rocé sus pectorales y regulé un poco mi aliento.
—Lo recuerdo —escuché cómo tragaba, insatisfecho, aunque consciente de que echar el freno era lo más sensato. Excitada, alcé mi mano y dejé varias caricias sobre su barba de varios días—. Si tuvieras una boca menos apetecible, no sería tan complicado —bromeó al respecto.
Me acerqué a él y le di un pico que a ambos nos supo a poco, pero que cumplió con su función y puso final a la ronda de besos que habíamos protagonizado durante esos minutos.
—Touché —los labios me palpitaban, así que los chupé y me refugié bajo su mentón.
—Descansa, Helena —musitó, regresando a ese abrazo.
Apenas me llamaba ya por mi apodo y era el único que lo hacía. Esa exclusividad desgranaba mi alma porque habían pasado años desde que alguien se decantaba por esa opción. Dejando a un lado que yo pidiera que se refirieran a mí de otra forma, Charles debía estar hecho de otra pasta si se había percatado del aprecio que, en secreto, guardaba por mi nombre completo.
—Tú también, campeón —contuve un corto bostezo, extremadamente cansada tras luchar contra los hábiles movimientos de su boca—. Duérmete. Mañana necesito a mi guía con energías —le piqué.
—¿Dudas de mis capacidades? —le contagié la necesidad de bostezar.
Hizo un adorable ruidito y se encogió, encontrando una buena postura para caer rendido.
—No ... Dudo que hayas dormido tanto como has dicho antes —sabía que me había mentido, pero podía perdonarle todas esas mentiras piadosas si al final de la jornada tenía la oportunidad de acariciar sus hebras a un ritmo lento y dormir a su lado. Y, por su forma de bajar la cabeza, entendí que él también disfrutaba de aquello—. Vamos ... Es muy tarde, Charles ...
Incluso a mí me sorprendía esa dulzura con la que peinaba su cabello. Nunca había hecho algo tan íntimo con nadie. Ni siquiera con David. Claro, los niveles de confianza, aunque se tratara de mi hermano pequeño, eran distintos. Con Charles no había barreras. Nada se interponía y me veía capaz de mostrar a la Helena más cariñosa. Una Helena que debería haber muerto con su madre y que, de algún modo, estaba resurgiendo de sus cenizas.
—No quería mentirte —esa nueva mentira me arrancó una sonrisa—. A lo mejor sí —se corrigió así mismo, tan dulce y torpe como siempre—, pero no fue porque te ...
—Lo sé. No tienes que justificarte —le resté importancia a sus pobres intentos por esconder su agotamiento—. Sé que estabas preocupado por el avión. Te dije que no tengo problemas con esos pájaros de metal, pero Lord Perceval es un caballero aunque se resista, ¿o me equivoco? —bromeé, jugando con uno de sus mechones más rebeldes.
No importaba cuál fuera el vehículo; Charles tendría los nervios a flor de piel si no iba conmigo. Aunque Julia me hubiera acompañado durante el largo trayecto, él era transparente a mis ojos y los mensajes que intercambiamos revelaban la inquietud que le perseguía mientras esperaba a que mi avión aterrizara en Bolonia.
—Temer por la seguridad de mi ingeniera es natural ... —volvió a bostezar, con algo más de pesadez que la primera vez.
—No hay lugar más seguro que este para mí —declaré, conmovida por todo lo que implicaba su angustia—. Gracias por preocuparte, pero ya estoy aquí.
Hace mucho que alguien no teme por mí de esa manera.
—De nada, chérie ... —su voz se iba extinguiendo—. Aunque no es más que otra táctica para que caigas a mis pies ...
Aquella broma levantó mis comisuras.
—Lo sabía ... —seguí en la misma línea adrede.
—¿Está funcionando? —curioseó.
Respiré hondo y me acogí a su pecho antes de rendirme al sueño y a la paz de su compañía.
—Funciona de maravilla —balbuceé.
Nos duramos ni un minuto más conscientes.
🏎🏎🏎
Me hice Twitter para poder desahogarme a gusto y darle rt a memes chidos, así que corran a seguirme 🤙🏻😎
@jungkookiegotme uwu
El domingo de la semana que viene actualizaré de nuevo por Navidad y seguiremos con la aventura de estos dos tortolitos por Maranello ♡
No se lo pierdannn ✨✨
Os quiere, GotMe 💜
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