13 || il mio bacio
Helena Silva
Desperté envuelta en una manta que no supe identificar. Al abrir los ojos, me di cuenta de que tampoco recordaba de quién era ese cuarto. Mío no, eso seguro, pero necesité de un examen exhaustivo a mi atrofiada memoria antes de conectar los diferentes puntos que me llevaron a aquella habitación extraña.
No obstante, la aparición de Charles, que se colocaba una camisa de franela sobre una camiseta básica blanca mientras salía del baño, me resultó incluso más desconcertante que haber recuperado la consciencia en un lugar desconocido para mí.
—¿Charles? —ante mi reclamo, él reconfiguró su ruta y caminó hacia la cama. Yo me incorporé un poco, entallando mi ojo derecho—. ¿Qué haces ...? —pero comprendí que su presencia estaba más que justificada—. ¿Estoy en tu habitación? —le pregunté, dudosa.
Se sentó al borde del colchón, agachándose para besar mi frente. Su forma de dar los buenos días era preciosa y me estrujo el corazón al instante.
—En la suite de lujo, sí —mis sospechas no eran una locura, al fin y al cabo—. ¿Cómo te sientes? —metió la mano en uno de los bolsillos de sus pantalones para hacer deporte—. ¿Una aspirina? —propuso una solución a mi dolor de cabeza.
¿Cómo demonios había pasado de aquel reservado a dormir en su cama?
—Por favor —le regalé una mueca. Sacó un botecito que debía llevar siempre, en caso de emergencia, y lo abrió con la intención de tomar una de las pastillas que contenía. Tragué saliva, algo nerviosa por esa falta de recuerdos a la que me estaba enfrentando—. ¿Debo hacer la pregunta o ...? —comencé a decir, temerosa.
Mis palabras quedaron en el aire mientras me ofrecía la aspirina.
Seguía con mi ropa encima, por lo que la idea de haberme acostado con él no parecía muy realista. Algunos fogonazos de la fiesta se entremezclaban en mi mente, emborronándolo todo. Esa confusión no me hacía ningún bien, pero aguardé a que me sacara del error con su hermosa sonrisa. Una vez lo hizo, cogí la pastilla y relajé los hombros.
—Dormí en el sofá. No hicimos nada, tranquila —me metí la píldora en la boca, agradeciendo que no hubiésemos cruzado esa línea justo en el peor momento—. Aunque estabas tan borracha que gritabas algo sobre quitarme la ropa. No lo recuerdo muy bien —se burló un poco.
Sabía que mis habilidades sociales se disparaban cuando bebía. Además, iba recordando algunos instantes de la noche, pero me avergonzaba mucho que esa Helena a la que no le importaba en absoluto ser una bocazas hubiese dicho cosas tan descaradas y, al mismo tiempo, sinceras.
Me tragué la pastilla sin nada de agua que hiciera el trabajo más sencillo. Pronto noté el calor subiendo por mi rostro.
—Dios santo ... —las risas de Charles no bastaron para quitarle hierro al asunto—. No voy a beber nunca más —declaré mi posición de rechazar cualquier bebida que pudiera llevarme de nuevo a decir algo como aquello.
—Lucías adorable con las mejillas coloradas, chérie —trató de suavizarlo con su habitual galantería.
—No digas ni una palabra —reí también, palpando mis pómulos, tímida. Pese a mi vergonzosa actitud, Charles no estaba molesto en absoluto y eso me lo hacía más fácil. Alcé la vista, chocando con sus hermosos ojos—. ¿Por qué no dormiste en la cama? —me interesé en su decisión—. Yo soy la intrusa aquí —recalqué.
Me habría gustado compartir la cama con él, aunque también me habría odiado si no pudiera recordar cómo se sentía descansar en sus brazos.
—Porque no era lo correcto —se defendió—. Tengo la manía de moverme mucho mientras duermo y tú necesitabas descansar —que se hubiera preocupado tanto por mí me conmovía más de lo recomendado—. Manejo bastante bien la falta de sueño. Además, puedo dormir en el avión después —simplificó.
A veces olvidaba lo pragmático que podía llegar a ser. Siempre buscaba una solución, templado, sin que los nervios perpetraran en su excelente sistema de seguridad. Era una de las cosas que más me gustaban de él y que más admiraba.
Me aparté unos mechones de la cara, mejorando mínimamente mi desastrosa imagen. Mi cara de recién levantada no era muy bonita de ver.
—No tenías que hacer esa clase de sacrificio —bromeé, a lo que Charles sonrió, acercando sus dedos a mi rostro para retirar unas hebras rebeldes—. Es dificilísimo que me despierten. Mi barrera de sueño es muy resistente —dije, orgullosa de ello—. En fin —suspiré—, ahora que estoy sobria, te pido, te suplico —exageré a propósito, iluminando su semblante—, que vengas a la cama.
Me desplomé sobre las sábanas, poniéndole ojitos para que me acompañara en ese afán por ser una remolona de primera categoría. Había dormido lo suficiente, pero no existía actividad que disfrutara más que continuar en la cama unos minutos extra.
Charles me contempló con unos orbes llenos de un amor que no merecía. Porque seguía creyendo que no merecía a alguien como él, como la tonta pesimista que era desde que me marché de casa. Necesitaría toneladas de ese cariño que me profesaba para aceptar que el pasado no debía interferir en mi presente. Un presente en el que Charles tenía un papel importantísimo.
Se tumbó junto a mí. Estábamos cara a cara; apenas nos separaba un palmo de distancia.
—No puedo negarme a una petición como esa —apoyó la cabeza en el colchón, atento a mi sonrisa—. ¿Así está bien?
—Sí —doblé las piernas y manejé a duras penas la picazón en las yemas de mis dedos, que deseaban recorrer su rostro—. Recuerdo algunas cosas de la fiesta. Vagamente, pero las recuerdo —señalé, recuperando esas escenas poco a poco.
—¿Qué cosas? —inquirió, abriendo más los ojos.
La curiosidad de lo que iba a contarle alegró sus facciones visiblemente. Motivada a hacerlo, coloqué mi mano en el cuello de su camisa con la intención de arreglarlo.
—A Lando pinchando temas de los dos mil, a Carlos gritando a todo pulmón —fui enumerando— y a ti besándome —acabé, mirándolo con la convicción que latía en mi pecho.
Aquellas copas no bastaban para arrebatarme recuerdos tan trascendentales. La lejana sensación de su boca sobre la mía me llevó a humedecer las mismas comisuras que Charles ya había probado y que yo le había permitido devorar delante de toda esa gente. Si hubiera sido más consciente, habría esperado a que la soledad fuera nuestra única espectadora, pero lo había reprimido demasiado y estalló cuando él avanzó en la dirección correcta. Destrozó el cartel de "prohibido" y me mostró una realidad de la que no sabía cómo escapar.
—Un relato bastante acertado de lo que pasó —me dio la razón.
Solo entonces me moví y recibí su penetrante mirada. Calentó mi alma a fuego lento. Esa forma de escrutarme derribó todas las piezas que, previamente, había puesto a mi alrededor, asustada de que ese día llegara y no pudiera defenderme de sus evidentes intenciones.
—¿Dije algo de lo que debería arrepentirme?
Esa pregunta viajó a lo largo de su dulce semblante.
—Se suele decir que la noche está para soltar aquello de lo que te arrepentirás por la mañana —su contestación vino acompañada de una mueca, seguida de la caricia que más había añorado en toda mi vida; me rozó la mejilla, comprensivo y dedicado a disipar ese miedo del que no lograba deshacerme—, aunque no creo que te arrepintieras de nada de lo que pasó. ¿O sí? —valoró esa segunda opción, molesta e incómoda para ambos.
—Si lo recordara, podría responderte a eso —lo miré fijamente—. Pero, de lo que recuerdo —delineó el perfil de mi mandíbula—, no. No me arrepiento —se sintió aliviado, lo vi al instante. Charles cambió la forma de tocarme, transformándolo en un acto tan íntimo que incluso las paredes del cuarto debieron darnos la espalda—. ¿Por qué me miras de esa manera? —susurré sin darme cuenta.
—¿De esa manera? —cuestionó—. ¿Cómo?
—Como si ... —me detuve, sopesando que se tratara de mi aspecto—. ¿Es mi maquillaje?
Curvó ligeramente sus labios.
—Está hecho un desastre, sí —reconoció.
Me incorporé, enfadada con la chica que llegó horas atrás a la habitación del tipo que la tenía en vela a diario por no intentar desmaquillarse en el baño. Un poco de agua podría haber ayudado a sacar la máscara de pestañas, habría contribuido a que, en esos momentos, con mis ojos hinchados tras haber dormido como una niña pequeña, no pareciera un maldito payaso de circo.
—¿¡Por qué no me lo habías dicho!? —grité, haciéndole reír—. Debo parecer un mapache ... —palpé mis mofletes para comprobar que el rubor no lo empeoraba mucho.
Pero Charles me sujetó de los brazos, echándome otra vez al colchón. La presión de sus dedos tuvo el efecto deseado, pues me tumbé, sin rechistar, y dejé de preocuparme por la imagen que proyectaba porque él me observaba con una devoción que me quitaba cualquier temor de un plumazo.
—Un mapache al que quiero mirar durante horas —dijo, bromista. Acomodó mi cabello hacia atrás, acercándose a mí y a mis tontas inseguridades—. Estás igual de hermosa, Lena —declaró, sonriendo con la mirada.
Sentí la boca seca, mi corazón acelerándose y su acogedor roce. Ese tacto tan sencillo controló mis niveles de nerviosismo en tiempo récord.
—No puedo fiarme de tus palabras —le rebatí.
—¿Por qué no? —su curiosidad era adorable, cuanto menos.
—Porque me ves con buenos ojos —murmuré.
—Lo hago —no se opuso—, pero solo es una descripción aproximada de la realidad —terminó diciendo.
Desplacé la mano a sus ojeras. No eran muy pronunciadas, se camuflaban bastante con su tono de piel, pero no pasaron desapercibidas a mis ojos. Esa sombra negruzca me molestaba y me hacía sentir mal por haberme adueñado de su cama después de un día tan movido.
—Debiste haber dormido aquí —le comenté, pasando mi índice con suavidad—. No me habría molestado.
Sonrió.
—Puedo hacerlo ahora —propuso.
—¿No es muy tarde? ¿Cuándo sale tu avión? —le pregunté, poco segura de que el margen que tenía antes de ir al aeropuerto fuera suficiente.
—En tres horas —entrecerró los orbes, adormilado.
—Eso es muy poco tiempo —me lamenté—. ¿Has recogido?
Vio que alejaba la mano y, para evitarlo, atrapó mi muñeca, empujándola contra su pómulo junto con un bostezo que me pilló desprevenida. Algo dentro de mí se ensanchó ante una imagen como esa.
—He hecho de todo mientras dormías —me explicó.
—De todo menos dormir —arremetí contra él.
Pero Charles fue sincero y me reveló el verdadero motivo por el que no había logrado conciliar el sueño aquella noche.
—Estaba muy feliz —admiré esas perlas verdes que solo brillaban para mí—. Sigo estándolo —concretó, enmudeciéndome.
El pavor de su confesión cambió rápidamente por un amor que no sabía que guardaba dentro. Durante tantos años pensé que era estéril, que mi madre se había llevado consigo mis sentimientos más humanos, que, consternada por ese choque de realidad, sufrí un pequeño cortocircuito mientras Charles me contemplaba, somnoliento y derrochando cariño en cada uno de sus dóciles pestañeos.
Estás enamorada de él. Es la única respuesta que necesitas, Helena.
Enamorada de su forma de ser, de lo cuidadoso que es contigo, de sus múltiples fallos, de ese perfeccionismo que supera al tuyo con creces, de su cabezonería oculta y de sus malditos apodos cariñosos. Te has enamorado del hombre correcto. En el momento y en la situación más idóneos, por mucho que te pese haber caído de lleno en sus brazos.
Obnubilada, me aproximé a su rostro. Sentí su respiración acompasada sobre mis labios, que palpitaban y temblaban después de reconocerme a mí misma que había perdido la guerra contra el hombre que bostezaba y me sonreía a escasos centímetros de distancia.
Me permití el lujo de ser más empalagosa que nunca al acariciarle la mejilla, ensimismada en sus suspiros. La aspereza de su barba me sacó de aquel satisfactorio trance.
—Agh, eres el chico más dulce que conozco —maldije; él agrandó esa sonrisa que me mataba—. Maldita sea ...
Sus risitas me perforaron los oídos, el vientre y el pecho, en dicho orden.
Puso aquel gesto pensativo con el que abultaba ligeramente su labio inferior.
—¿Los chicos dulces se ganan un beso de buenos días? —planteó, orgulloso de haberse ganado tal calificativo.
Ah, joder. Amo tanto que juegue conmigo a ser un despistado nato que ni siquiera puedo enfocar bien su rostro. Lo odio porque le miraría indefinidamente si las manecillas del reloj me dieran una tregua.
—Es posible —su rodilla y la mía chocaron, pero yo avancé hasta que ya rozaba sus labios en el que sería el primer beso de muchos—. Muy posible, en realidad ... —balbuceé, reparando en la débil vacilación de su boca cuando intenté encajar con ...
Tres limpios golpes a la puerta, seguidos del agudo sonido del timbre, nos forzaron a ser la palanca del otro y huir de aquella intimidad a pesar de que nos moríamos por sentir una pequeña fracción de lo que desencadenó la valentía de Charles en aquel reservado australiano.
Se incorporó, dejando que recuperara el aliento.
—¿Sí? —alzó la voz.
—Señor Leclerc, servicio de habitaciones —dijeron desde el pasillo.
—Cierto —afirmó, centrándose de nuevo en mí—. He pedido el desayuno —saltó fuera de la cama—. ¿Lo tomamos juntos?
Me estiré, comprobando si mi corazón aguantaría un rato más con él y con sus tiernos intentos de robarme los mismos besos de los que se apropió unas horas antes en la pista de baile.
—Me encantaría —me desplomé. Charles asintió, contento de que no lo evitase—. Solo tengo que avisar a Julia para que no me espere abajo —y suspiré, aún tumbada en la cama.
—Perfecto —echó a andar hacia la entrada—. Voy a abrir.
Como era de suponer, Julia ya se había ocupado de llenar mi pantalla bloqueada de decenas de mensajes que giraban en torno a Leclerc y a las escenitas que protagonizamos en el local.
Mientras Charles charlaba amigablemente con el camarero que nos había subido el desayuno, yo me senté al borde del colchón y avisé a mi amiga de que no nos veríamos hasta la noche, antes de embarcar en el avión que nos llevaría de vuelta a mi querida Europa. No obstante, tras revisar que el reloj marcaba las diez y veinte de la mañana, imaginé que ella ya habría tomado la primera comida del día sola. Solía ser muy comprensiva cuando se trataba de Charles y no le molestaba en absoluto que pasase tiempo con él en lugar de charlar largo y tendido con ella. Se lo agradecía mucho porque era uno de los pocos apoyos que me quedaban para no perder la maldita cabeza teniendo a un hombre así interesado en mí y en mi ominoso carácter.
Los consejos de Julia siempre me salvaban, al igual que los ánimos que había escrito en mi chat aquella madrugada.
Charles me encontró con una sonrisa de oreja a oreja después de despedir al empleado del hotel. No supe explicárselo sin sonrojarme, así que lo pospuse y fui en busca del maravilloso olor que venía del carrito que habían traído. Ojeamos los distintos platos y yo me escabullí durante un minuto al baño para mejorar un poco mi imagen. Eso de parecer un mapache no era ninguna broma, pues mi rímel estaba por todas partes excepto en mis pestañas.
Me aseé y regresé con Charles. Él estaba echando en un plato algo de queso, consciente de que amaba tomarlo con cualquier comida. Se lo agradecí y continuamos eligiendo los ingredientes.
El ambiente del desayuno fue muy bueno. Tan cómodo como cabría esperar. Carlos, Charles y yo comíamos a diario juntos. Hacerlo nosotros solos era diferente, pero no extraño. Me gustaba tener un momento de su apretada agenda y ser la única que lo viera degustar un croissant de jamón dulce aquella mañana. Me hacía sentir que todo lo que sucedía entre él y yo era más real, más sólido que al inicio, cuando me negaba a ceder.
Cuarenta minutos después, yo salía de la suite. Me acompañó a la puerta, siguiéndome con la mirada hasta que me detuve a un par de metros para pulsar el botón de llamada del ascensor.
El pasillo, vacío, nos ofrecía la privacidad que queríamos.
—¿Cuándo vuelas a Italia? —preguntó, apoyándose contra el umbral de la puerta.
—Esta noche. Llegaré mañana sobre la una de la madrugada —le respondí tras observar que el ascensor se encontraba en la planta baja—. Nos dejan unos días libres, así que aprovecharé para hacer turismo —le hablé de mis planes.
—Aquí tienes a un fantástico guía —dijo de repente.
Sonreí, advertida de su claro propósito de pasar ese breve tiempo de vacaciones conmigo. Me halagaba que deseara estar ahí durante el período de descanso que daba Ferrari a sus trabajadores más inmediatos, pero no estaba segura de que fuera la mejor opción.
Analicé su seductora mueca, tentada a aceptar.
—Lo pensaré, Charles Leclerc.
Él me miró con mayor determinación.
—Lo digo en serio —se quejó de mis silenciosas reticencias—. También tengo un apartamento allí. Estás invitada, por supuesto —aclaró.
Ese pálpito, fundamentado en el más puro terror al fracaso de una relación que valoraba demasiado, hizo de las suyas, estrechando mi tráquea por unos segundos. Charles y yo no dejamos de escrutarnos, amparados en la tranquilidad que se respiraba en el último piso del hotel.
—¿Crees que esto puede funcionar? —lancé la pregunta que se me atravesaba todo el tiempo.
Él se cruzó de brazos y sus definidos músculos atraparon mi atención.
Quería entrar en su suite otra vez y averiguar si mi duda era una jodida estupidez. Y, por su forma de mirarme, debía estar pensando lo mismo. Ya fuera en la cama o en el sofá, con una taza de café o sin ella, era necesario demostrarnos que estábamos comprometidos a que funcionara.
—Sí —exhalé, más confiada—. Estoy convencido de que puede funcionar —me reveló su opinión.
—Pero todavía tenemos que hablar de muchas cosas —repliqué, con el sonido del ascensor de fondo.
—Ciertamente —movió la cabeza.
Me pasé la lengua por las comisuras.
—Y no somos pareja —mi titubeo ensanchó su sonrisa.
—Nada de eso —negó, sedándome—. Vamos a respetar tus tiempos —me aseguró.
Me giré, enfocándome única y exclusivamente en su templado semblante. ¿De verdad no le importaba que fuéramos a un ritmo lento? Él era un experto en la adrenalina, muy en contra de su cálido temperamento, y no quería que se sintiera incómodo por mis dudas.
—¿Te parece bien? —relajé el cuello hasta dejar la cabeza sobre la pared, a un lado del ascensor—. ¿No estoy abusando de tu paciencia? —jugué con la tarjeta de mi habitación.
Salió un poco, abandonando el umbral de la suite para imitar mi posición. Nos separaban un par de metros, pero percibía claramente ese aire juguetón al que recurría cuando le hacía preguntas cuyas respuestas ya conocía.
—Ya sabes que tengo mucha paciencia —apuntó uno de sus puntos fuertes—. A cambio de una cita en la costa italiana, acepto cualquier condición que pongas —me propuso, determinado a obtener algo de tiempo conmigo a cualquier precio.
No me opuse. Cuando me miraba de aquella manera, no podía resistirme y aceptaba, sin importar que fuera una maldita locura.
¿Y los paparazzis, Helena? ¿Y los reporteros que podrían estar siguiéndole, en busca de una exclusiva que publicar, ahora que Charles está oficialmente soltero?
—Una cita. Trato hecho —accedí, mandándolo todo al diablo.
Su sonrisa valía la pena. Aunque una tonelada de periodistas amenazaran con hacer público algo que apenas estaba empezando a manejar, si caminar con él por las calles del centro de Italia le emocionaba tanto, correría el riesgo. Correría una maratón, de principio a fin, si conseguía que sus ojos brillaran como lo hacían en el pasillo de nuestro hotel.
—La primera de muchas, espero —manifestó en voz alta.
—Te has levantado muy optimista, ¿no, Perceval? —me reí.
—No puedo evitarlo después de haberte tenido en mi cama —replicó, refugiándose detrás de una arrogancia que combinaba perfectamente con su dulzura habitual.
—No seas grosero —le advertí, fingiendo un rechazo poco realista, y me moví para confirmar que el ascensor no llegaba.
Seguía subiendo, pero a una velocidad mínima, al parecer.
—Lo siento, lo siento —se disculpó entre risas. Yo contuve difícilmente la sonrisa—. Helena —me llamó—, olvidas algo —dijo, una vez obtuvo toda mi atención.
Extrañada, me olvidé momentáneamente de que el número del marcador aumentaba, indicando que aquel cubo metálico estaba a punto de abrir sus puertas.
—¿El qué? —fruncí el ceño mientras me aseguraba de que llevaba conmigo la chaqueta y el bolso.
Pero Charles no hablaba de una prenda ni de mis pendientes de plata, sino de otra cosa mucho más importante.
—Il mio bacio, tesoro —señaló con esa mueca que me cortaba la respiración.
Abandoné mi lugar frente al ascensor y fui hasta él en un arrebato de valentía que distaba mucho de mi forma de resolver esas insinuaciones a las que Charles acudía cuando era mi parte más racional la que llevaba la voz cantante. No me forcé a nada: simplemente, agarré en mi puño su camisa de franela, tomando un punto de referencia para no perder el equilibrio al ponerme de puntillas y presionar mi boca contra la suya.
El beso fue pausado a petición mía. Charles lo respetó, reprimiendo esa ansiedad que tenía por sentir la adrenalina que ambos disfrutamos la noche anterior. Sin embargo, cuanto más tranquilo y moderado, más rápido bombeaba mi corazón. Similar a un caos que solo yo notaba, desplacé los labios sobre sus comisuras.
No me tocó porque, si lo hubiera hecho, había una probabilidad muy elevada de que volviéramos a su habitación, y no con el objetivo de hablar. Aguardó en silencio a que el chasquido de mi boca lo tiñera todo de un pacífico sentimiento que nadie habría comprendido. Solo nosotros éramos conscientes de lo que implicaba un beso como ese.
La promesa de intentarlo. La promesa de dar lo mejor de mí. La promesa de que mi cariño igualaba al suyo aunque no supiera demostrarlo de la manera en que él lo hacía.
Al separarme, lo miré a los ojos.
Nunca había estado tan segura de querer besarlo y de recordar cada maldito segundo, sin alcohol que me borrara la memoria ni escapadas irrespetuosas.
—Grazie —murmuró, digiriendo que me había atrevido a prolongar aquel beso más de quince segundos.
Debí sobrepasar su récord.
Orgullosa de haberlo dejado sin palabras, solté su camisa y palmeé la zona de su pecho que mejor alcanzaba.
—Hablamos después, campeón —eché a caminar hacia atrás, sin perder de vista sus labios entreabiertos y pupilas dilatadas.
Apenas me estaba colocando frente a las puertas cerradas otra vez cuando él se pronunció.
—¿Te recojo mañana en el aeropuerto?
Contemplé el frío color plateado de la superficie de metal y recogí mis dedos con tal de impedir que ese picor me nublara.
—Pero nada de conducir a más de sesenta por hora —y me giré, incapaz de negarle una última mirada.
Serán más de cuarenta horas sin tenerla cerca. ¿De verdad vas a dejarlo en un simple beso, Lena?
—Lo prometo —afirmó Charles. Antes de que pudiera decir más, el ascensor se abrió. Estaba vacío, por lo que nadie fue testigo de mi huida hacia sus brazos ni del acogedor abrazo en el que me apresó. El segundo beso fue algo más agresivo, pero no excedió ningún límite. Me sirvió para recargar las baterías hasta arriba y recordar esas escenas que cojeaban en mi mente, con Charles besándome como si su vida dependiera de la profundidad y la fuerza que ponía en el íntimo acto—. ¿Otro más? —bromeó antes de recibir un tercer pico en sus suaves labios—. Te noto generosa —se regodeó.
Me afiancé a su espalda. Esas bolsas negras que acompañaban la sonrisa más hermosa del universo me lanzaron un latigazo de la cruda realidad.
—Duerme en el avión, por favor —le supliqué, más severa.
Charles, enternecido por mi ruego, entrecerró sus cansados orbes. Le resultó complicado soltarme, pero me permitió retroceder y evitar que el ascensor se marchara sin mí.
—Dormiré diez horas seguidas —puse mi mano en la esquina, exigiéndole a aquella máquina que esperara unos segundos más—. No te preocupes.
—Claro que me preocupo —declaré, firme—. Es un viaje muy largo. Solo me alivia saber que Carlos irá contigo.
Bajó la cabeza, intentando medir la sonrisa que se había apoderado de su semblante. También mordisqueó su labio inferior.
—Pensándolo mejor, creo que podría acostumbrarme a que temas por mi descanso —respiró hondo, aliviado del rumbo que había tomado nuestra relación y de lo abierta que me estaba mostrando—. Me dijiste que no tenías problemas con los aviones, pero avísame cuando embarques esta noche —me pidió, para acabar—. Estaré más tranquilo de esa manera.
Con medio cuerpo dentro del ascensor, asentí, colmando su último deseo.
No nos veríamos más en Australia. La próxima parada, Emilia-Romaña, decidiría muchas cosas y, con un poco de suerte, acogería victorias personales y profesionales tanto para él como para mí. Por primera vez en años, estaba tan emocionada que habría saltado de pura alegría debido a todo lo que podía ocurrir con nuestro regreso al continente europeo.
—Te mandaré un mensaje al despegar —agité mi mano izquierda. Él arqueó sus cejas, apenado—. Buenos días, Charles —y sonreí, contagiada de su afectuosa conducta.
—Buenos días, ma chérie —se despidió, asestando un golpe mortal a mi órgano motor.
Entré a la jaula de metal y me descubrí conteniendo la respiración. Las puertas se cerraron con un escueto sonido; el crujir del mecanismo del ascensor fue mi única compañía, mi único consuelo a esa injusta y agridulce despedida.
Lo pensé y, a decir verdad, aquel posesivo nunca había sonado tan bien como aquella mañana de mediados de abril.
🏎🏎🏎
Son una de las parejas más adorables que podrían existir.
Solo quería decir eso uwu
-88 días para el inicio del temporada 🫠
Os quiere, GotMe 💜
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