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12 || suite

Charles Leclerc

La noche no concluyó así.

Cómodos con el paso que habíamos dado, al cabo de un rato, Helena me dijo que seguiríamos con ese asunto en el hotel. No estaba muy seguro de si estaba siendo coqueta conmigo o si hablaba de dilucidar el punto en el que se encontraba nuestra relación, pero no profundicé y cedí, arrollado por la chica que me había robado el aliento y que temblaba de pura exaltación entre mis brazos.

Estuvimos con nuestros amigos durante un par de horas. Por suerte para nosotros, ninguno incidió en los besos de los que habían sido testigos. La única muestra vino de Carlos, que, al verme llegar con Lena, me dio un cálido abrazo. No necesitó palabra alguna porque ya sabía que se alegraba por mí y por nuestra brillante ingeniera, a la que apreciaba más que a nadie en Ferrari.

Helena se había hecho un hueco en nuestros corazones en sentidos diferentes. Eso era más que evidente.

Debían rondar las dos y media de la madrugada cuando Lena se colgó de mi brazo y me pidió que bajara la cabeza para escuchar lo que tenía que decir.

—¿Vas a quedarte mucho más tiempo? —me preguntó el oído.

—¡No creo! —me agaché, abarcando su cintura con mi brazo izquierdo—. ¿Estás cansada? —me preocupé por un segundo.

Ella esbozó una sonrisa de cansancio, algo alicaída.

—¡Algo así! —se reclinó contra mi costado—. ¡Es un bajón! Suele golpearme después de estar tantos meses sin beber —me comentó sin forzar especialmente el tono.

—Es normal, chérie —besé su cabello—. He venido en coche —le expliqué, consciente de que preferiría eso a regresar en un taxi cualquiera.

A decir verdad, comenzaba a sentir los primeros síntomas de una suave jaqueca. Después de una carrera tan importante y de relajarme durante unas horas, ese descenso de energías del que Helena hablaba también me sacudió. Necesitaba dormir, alejarme de todo el ruido y de la intensidad que reinaba en aquel lugar.

Necesitaba abrazarla y descansar. Olvidarme del resto del mundo por una vez.

—¡Vamos a despedirnos primero! —apuntó, sonriéndome con la mirada.

—Claro —asentí.

Sin embargo, me retuvo a su lado. No me dejó ir hacia Pierre y Carlos, que charlaban con Albon, y me regaló un semblante de calma y seguridad que no podría sacarme de la memoria. Se acogió más a mi brazo. No había rastro de duda en sus límpidos ojos oscuros.

Las luces aleatorios de la sala iluminaban por momentos su rostro, brindándole un aire más alborotado y salvaje de lo habitual.

—Charles —reclamó mi atención para sí—, quiero ir a tu suite hoy —y guardó un silencio neutral.

Parecía más sobria que al principio de la noche, pero no me arriesgué a soltarla en ningún momento. Aunque sus pupilas estaban menos dilatadas, no quería ir demasiado rápido. Todavía debíamos aclarar muchas cosas y en ese estado sería mil veces más complicado que hacerlo a la mañana siguiente, con la cabeza despejada y suficiente tiempo de sueño sobre sus hombros.

Agradecía su decisión y se lo hice saber con una mueca de orgullo.

—Hablémoslo en el camino de vuelta, ¿vale?

No se negó a mi proposición, sino todo lo contrario.

—Vale —acompañó su respuesta con un movimiento de barbilla.

Por tanto, nos despedimos de los chicos y de Julia, que susurró algo al oído de Helena antes de que nos fuéramos del amplio reservado juntos. Me resultó curioso que confiara tan ciegamente en mí porque, al parecer, no era nada común que la española bebiera tanto. Me la confió y yo prometí que la llevaría al hotel sana y salva. Que ese gesto de preocupación que vislumbré durante un corto instante en Julia no volvería a repetirse, que cuidaría bien de la chica que ambos amábamos.

No había nada que deseara más que proteger a Helena de cualquier mal, de cualquier problema que pudiera producirse. Si estaba en mi mano, no permitiría que sufriera. No merecía sufrir.

Solo quería hacerla inmensamente feliz.

Y, así, volvimos al hotel. Conduje a una velocidad moderada mientras Helena sujetaba mi mano derecha, jugando y girando los múltiples anillos que había en mis dedos. Maldije el momento en que entré en el parking porque ella puso algo de distancia entre los dos, soltándome para que frenara en la entrada del edificio. Si no hubiera estado muriéndome por tocarla de nuevo, me habría encargado de aparcar yo mismo, pero ver a aquel empleado dispuesto a hacerlo en mi lugar me dio alas y salí del vehículo con la intención de abrirle la puerta a mi hermosa acompañante.

No podía esperar a que la paz de mi habitación me permitiera bajar las defensas y admirar a la chica que todavía se tambaleaba si no se movía durante más de cinco segundos.

Subimos al ascensor y ella se apoyó en mí, bostezando. Susurró algo acerca de su poca tolerancia al alcohol que me hizo sonreír como el tonto enamorado que era. No obstante, le ofrecí mi brazo antes de salir y avanzar a lo largo del pasillo de la última planta.

Si bien no pensaba hacer nada con Helena esa noche, no supe rechazar sus adorables peticiones de ir a mi cuarto y terminé por aceptar.

Al abrir la puerta de la suite, Lena caminó hacia el interior y habría jurado que, si estuviera usando unos tacones, su tropiezo con la alfombra que cubría la mayor parte de la estancia habría sido mucho más catastrófico. Solo trastabilló, así que tuve tiempo suficiente para ir hasta ella y sujetarla de la cintura.

A pesar de sus risas, sabía que se había asustado. Me interesé por la gravedad de la situación, a lo que respondió con más carcajadas y aspavientos, asegurando que no había sido nada del otro mundo.

Tendía a alarmarse y a sorprenderse por ese tipo de torpezas. Las cosas que no entraban en sus planes le generaban un miedo que todavía me costaba comprender, pero que respetaba. Además de ser una chica muy asustadiza por naturaleza, a pesar de sus tiernos intentos por ocultarlo. Ser consciente de que mis sentimientos también la hacían sentir de esa forma fue difícil de asimilar, aunque no imposible. Ya no me afectaba como lo hizo las primeras semanas. Había aprendido a leer su mirada, más allá del velo que ella misma lanzaba entre nosotros cada día, porque reconocía en sus despampanantes ojos negros un fulgor idéntico al que brillaba en los míos.

Una vez estabilizada, se ayudó de la mesa que regía el lugar y comenzó a sacarse el calzado. Yo, sin quitarle la vista de encima por si necesitaba de mi sobriedad, dejé la tarjeta de mi habitación sobre la barra de la cocina y traté de quitarme las deportivas. Fue más complicado de lo que creía, pues apenas dedicaba algo de esfuerzo a esa tarea: lo único que hacía era mirar a Helena, que, maravillada por la amplitud de aquel sitio, se dirigía lentamente hacia el dormitorio.

—Esto es inmenso —comentó, después de recorrer, de una esquina a otra, la suite.

—Lo es —descalzo, dejé mi teléfono en un mueble y me encaminé hacia donde ella me aguardaba—. Helena analizaba el dosel de la cama, boquiabierta—. ¿Estás segura de que quieres quedarte? —me guardé las manos en los bolsillos de mis vaqueros.

Con un mohín cruzando su semblante, me escrutó.

—Quiero pasar la noche contigo —repitió, agrandando mi sonrisa al instante—. . ¿Es que no me escuchaste antes cuando te dije que ...?

—Claro que te escuchaba —la interrumpí. Ella no dijo nada más y esperó a que continuara porque sabía que no había acabado—. Solo te escuchaba a ti.

Enmudeció repentinamente. Que reaccionara de esa forma a mi sinceridad, me hacía débil. Un tembloroso suspiro huyó de mis labios cuando Lena dio un giro de ciento ochenta grados, esquivándome adrede para que no pudiera grabar en mis retinas el dulce sonrojo del que era víctima.

En silencio, contemplé cómo iba y venía por la habitación.

Finalmente, dntró al cuarto de baño. Pude ver cómo se sacaba las lentillas con bastante control.

Debió olvidar que había decidido darme la espalda al cabo de un minuto y medio, pues, tras dejar su bolso en el baño, se colocó a la izquierda de la cama y regresó a su posición previa, esa en la que me regalaba una visión privilegiada de su ceño fruncido y de un puchero que me obligaba a tragar saliva.

—¿Cómo lo has hecho?

Su inquisitiva interrogación me desconcertó bastante, pero no lo mostré e imité la trayectoria que ella había realizado.

Empecé a quitarme el reloj de muñeca.

—¿Qué delito he cometido ahora, tesoro? —la miré, expectante.

—Hacer que la chica de Red Bull caiga por el chico de Ferrari —apenas nos separaban unos centímetros y no estaba seguro de poder controlar mis manos después de utilizar la excusa del reloj—. Ya ni siquiera me interesa. ¿Cómo lo has conseguido, Charles Leclerc? —mi nombre y apellido en su voz eran tan eróticos que, por un segundo, temí la clase de cosas que estaba imaginando—. Debería haberte sido imposible y aquí estoy ... En tu suite de lujo, tal y como querías.

No pienses en los retos que te lanza. No caigas en ellos y céntrate en lo que es importante, Charles. Sabes que se está dejando llevar por la borrachera. Haz las cosas bien.

—Suena un poco mal que lo diga, pero suelo conseguir lo que me propongo —le respondí, jugando con la correa del accesorio.

—¿Te propusiste conquistarme? —dijo, tan arrebatadora y curiosa que apenas pude contestar.

—Puede —fui breve.

Se cruzó de brazos mientras yo lanzaba mi reloj sobre la colcha de la cama.

—¿De dónde sale esa arrogancia? —movió la cabeza. Su rubor me complicaba la tarea de permanecer estoico. No había bebido en toda la noche, pero ella actuaba como la droga más efectiva que había tenido la oportunidad de consumir nunca—. Sabes perfectamente que odio a los hombres que hablan como si ... —lo meditó y yo di otro paso, acortando la distancia entre su cuerpo y el mío—. Como si pudieran hacer lo que les dé la gana.

—Pero yo no soy como ellos —me miró con atención—. Si lo fuera, nunca habrías entrado a mi suite por voluntad propia, chérie —acabé con media sonrisa de pura satisfacción.

—Eso ... Eso es cierto —Helena pareció percatarse de mi cercanía y retrocedió un poco antes de lanzarse bocarriba sobre la cama—. Dios ... —cerró los ojos, descansando los músculos—. Es mil veces más cómoda que la mía —declaró.

Me quedó claro que no debía apresurar el ritmo que llevábamos, por lo que me relajé y caí también sobre la cama, disfrutando de su compañía.

—¿De verdad? —perdí la cuenta de los numerosos volantes que adornaban aquel dosel—. Debería probar la tuya primero, aunque es muy probable que tengas razón.

—Después de haber dormido aquí, sentirías los muelles del condenado colchón clavándose en tu espalda —expuso.

Su ironía me hizo reír tanto que, al final, ella también cayó. Muy a mi pesar, esa diversión fue transitoria, pero no la sustituyó la incomodidad ni el nerviosismo de tener el tiempo y el espacio para hacer lo que quisiéramos, sino una agradable sensación de paz que me persiguió el resto de la madrugada.

Helena, sin preguntar, cogió mi mano derecha y se la llevó al estómago, pudiendo así encajar nuestros dedos tanto como había añorado. Yo solo me acerqué un poco más a su complexión, respirando su aroma junto con el intenso rastro del vodka que había ingerido en la discoteca. Lejos de actuar como un repelente, me atrajo hasta el punto de sentir en mi oreja algunos mechones de su cabello suelto.

Si no fuera porque jugaba con mi dedo índice, ese en el que descansaba uno de mis anillos, habría pensado que estaba a punto de quedarse dormida.

Entonces, al cabo de unos minutos, con un denso halo de sueño también sobre mí, escuché su voz, suave y pausada.

Julia —llamó a su amiga, probablemente perdida en los páramos de una ebriedad de la que no escapaba aún—, no se lo digas a Charles, pero creo que estoy más jodida que antes —farfulló.

La situación era extraña y graciosa al mismo tiempo. Por suerte, mi conocimiento general del castellano bastaba para entender lo que había dicho sin mayor problema. Así pues, verbalicé la pregunta que me estaba haciendo mentalmente.

—¿Cómo de jodida?

Estuvo callada durante unos segundos, armándose de valor para decir aquello, porque, de algún modo, sabía que no era Julia quien oía sus aparentes desvaríos, sino aquel que menos debía escucharlos.

—Me estoy enamorando de él —admitió. Automáticamente, separé mis párpados, acostumbrándome a la luz de la estancia otra vez—. Yo ... Me paso las horas suplicando para que también lo esté de mí —percibí un pequeño titubeo en sus palabras que me sesgó el pecho en dos mitades.

Alertado de lo que estaba diciendo, inhalé hondo.

—Ya lo está, Helena —murmuré—. Ya lo está.

—¿Cómo lo sabes? —me replicó, preocupada por algo que no tendría que sopesar siquiera.

Giré el cuello hacia ella. Se percató de mi movimiento y redirigió su mirada para comprobar que no estaba soñando, que realmente había dicho aquello en un tono imperturbable y que lo diría todas las veces que fueran necesarias hasta que lo creyera.

—Porque eres todo en lo que puedo pensar —partí de una realidad que no le había revelado nunca—. Te has metido dentro de mí, me has robado la cordura —exhalé. Me estaba sacando un peso de encima y no había forma de que ella supiera lo maravilloso que se sentía reconocerlo—. Soy todo tuyo, ¿lo entiendes?

Apretó un poco mis dedos.

Mientras lo asimilaba, rodé ligeramente, quedando apoyado sobre mi costado derecho. Así podía ver sus facciones con total claridad e incluso rociar mi aliento en su cuello desnudo. Se le erizó la piel.

—¿No lo estás diciendo para hacerme sentir mejor? —me observó en un estado de tensión que no me gustaba nada. A raíz de esa reacción, me arrastré más sobre las mantas, dispuesto a calmarla—. Estoy ... Estoy muy borracha todavía y ... —trató de defender su susceptibilidad.

Alargué mi brazo izquierdo, tomando su mejilla para que girara correctamente la cabeza y hundiera sus hermosos ojos en mí. Solo en mí.

Helena, crois-moi —dije en mi idioma natal. Me salió natural, fue espontáneo, pero logró rebajar el miedo que latía en su rostro—. Je ne te mentirais jamais. Ça va, chérie? —rocé con las yemas de mis dedos su tibio pómulo.

Se inclinó, cada vez más cerca. Parecía estar buscando refugio en mi calor y se lo di. Le habría dado todo lo que me hubiera pedido con tal de que la angustia se esfumara y solo estuviéramos ella y yo en el cuarto.

—Me gusta cuando dices cosas en italiano y en francés —retuvo mi dedo meñique. Mientras tanto, empujé con suavidad mi nariz, que entró en contacto con la suya—. A veces no termino de pillar lo que significa, pero me gusta —rio de su propio comentario, deshaciéndose de gran parte de esos nervios inútiles. Pronto recuperó el sosiego—. Me gusta creer que solo hablas así conmigo —añadió al final.

Esbocé una sonrisa que apenas se sostenía por sí misma.

—Es que solo hablo de esta manera contigo —disipé su tierna duda.

Helena parpadeó varias veces.

—Vas ... Vas a matarme, Charles —soltó mi mano, un tanto inquieta por mis atrevidos acercamientos—. Acabo de notar cómo mi corazón se saltaba un latido.

—Eso puede ser peligroso —apunté, intentando descargar el ambiente.

—No hay nada más peligroso que tú —negó—. Serás el único responsable si sufro un infarto y me ...

—Me haré responsable —le sonreí.

Aparté unos mechones de su frente, tras lo cual ella entrecerró los ojos, más somnolienta.

—También ... También estoy aprendiendo francés —saberlo acrecentó mi sonrisa—. Voy a paso de tortuga —se quitó los méritos a propósito—, pero ya no podrás insultarme en ningún idioma tan fácilmente.

Sonaba muy orgullosa de su autonomía a la hora de estudiar otras lenguas, así que doblé mi brazo derecho, usándolo a modo de soporte para tener una mejor vista de su luminoso semblante, y coloqué mi mano a un lado de mi cabeza.

Sin retirar mi otra mano de su rostro, le pedí que demostrara esos pequeños progresos de los que hablaba.

—¿En serio? Dime algo —sonrió, feliz de que recibiera tan bien sus intenciones de dominar mi lengua materna—. Quiero comprobar qué me afecta más, si tu italiano o tu francés —mi broma le sacó una escueta risa.

Jugó con sus labios, provocándome más de una sensación que no era capaz de explicar. Lo hacía porque necesitaba escoger una expresión que valiera la pena, pero a mí no me importaba lo que dijera. Solo acertaba a mirarla. Sentía cómo el corazón respondía con una buena orquesta de percusión a cada batir de pestañas, a cada bonito titubeo suyo.

Al cabo de unos largos segundos, ancló su mirada a la mía, tan decidida que debía haber eliminado todo rastro de pánico sin que yo me hubiera dado cuenta.

Embrasse-moi.

Al principio sufrí un maldito bloqueo. No entraba en el abanico de posibilidades que me exigiera aquello, pero ella estaba decidida a obtener el beso que habíamos dejado a medias en aquel local.

Para alivio de los dos, volví en mis sentidos cuando la calidez de su mano cayó en mi mejilla. Tal y como demandaba, bajé la cabeza y la besé con extrema delicadeza. Una, dos, hasta tres veces. Fueron meros roces en los que nuestras bocas apenas tuvieron tiempo de saludarse. Solo bastaron para saciar sus famélicos deseos y reavivar mis insistentes latidos.

—Definitivamente ... —deposité otro beso en sus comisuras, casto y efímero, al que siguieron unos cuantos más—. Esto es mucho peor que escucharte hablar en italiano ...

Su mano reptó hasta llegar a mi cuello, aunque no le di el turno ni la palabra porque estaba demasiado ocupado robándole caricias a sus acolchados labios. Esos que me invitaban a mandarlo todo a la mierda y echarme sobre ella.

Helena recogió aquellos besos con una tranquilidad envidiable.

—¿Te pongo nervioso, Perceval? —me retó, sonriendo en mitad de esa tímida y recortada sucesión de besos.

—A veces —musité, mordiéndome la comisura inferior. Era la única manera de parar—. Aunque normalmente estar contigo es lo más placentero del mundo —aclaré. Después de ese intercambio de miradas, aproveché que su mano estaba más abajo para ponerla sobre mi pecho, allí donde mi corazón bombeaba a una velocidad inhumana—. ¿Lo notas? —le pregunté entre susurros.

Suspiró, palpando mi pectoral sobre aquella camisa blanca con el logo de Ferrari bordado.

Joder ... Quiero quitarte la ropa —declaró, arrancándome una risotada al instante.

—Sí, el alcohol se te ha subido demasiado a la cabeza —asentí, risueño.

—El alcohol solo hace que no me dé tanta vergüenza decirlo —se resistió, sujetando mi prenda—. Me pasa desde que nos conocimos en Baréin —estaba luchando contra su propio orgullo, por lo que la dejé continuar—. No es necesario que me toques ... Mirarme es suficiente para que ...

La callé con un beso que distaba mucho de los anteriores. Ese roce no fue tan amable.

La química entre nosotros florecía a un ritmo vertiginoso, pero saberlo y experimentarlo en mis carnes era muy diferente a que me lo reconociera, abandonando esa tozudez tras la que se protegía cuando empezaban a saltar chispas. De ahí que me dedicara a marcar y chupar sus labios, ansioso por demostrarle que no sólo ella se sentía perdida y cegada por una atracción que nunca habríamos adivinado.

—Yo también te deseo —dije sobre su boca—, pero no es el momento, chérie —en esa ocasión, como queja, se adelantó y me robó un nuevo beso—. Ha sido un día muy largo y ya hemos celebrado mucho. Además, no creo que te apetezca hacer algo así estando tan bebida —la conocía y ella no hacía ese tipo de cosas por un arrebato nacido de la valentía que le generaba haber ingerido un par de copas de alcohol—. Deberías dormir, ¿no crees?

Mi solución era la más lógica y la que, si estuviera sobria, compartiría, pero su reticencia volvió a la carga.

—Lo sé, pero no quiero dormir ahora que estamos solos —enterró sus finos dedos en mi cabello, descubriéndome un goce del que no fui consciente hasta entonces—. Dormir está sobrevalorado —concluyó su pobre alegato.

No terminaba de creer que estuviera allí, recreándose en mis escuetos besos y regalándome unas caricias de las que no quería librarme nunca. Un poco aletargado por el sueño y la satisfacción, la besé por centésima vez esa noche. No obstante, me obligué a ser responsable por los dos.

—Mi Helena no negaría una cama ni en sueños —zarandeé ligeramente la cabeza, examinando cómo intentaba lidiar con sus pesados párpados.

—Mi Helena ... —rescató ella, rindiéndose al cansancio acumulado—. Suena bien.

—Vamos ... —besé su frente—. Cierra los ojos, tesoro —la animé a descansar tanto como quisiera.

—Pero no te vayas, por favor ... —me rogó, apenada por perder el control.

Tomé su mano, alejándola de mi pelo.

—Velaré por ti esta noche. No me iré —también picoteé con mis comisuras sus nudillos antes de colocar su mano a un lado—. No me moveré de aquí —le prometí.

Se acurrucó contra mí, regulando sus suaves exhalaciones. Se estaba preparando para caer rendida y yo no podía esperar a cuidar de ella una vez eso ocurriera.

—Charles ... —le hice saber que estaba escuchando con un grave rumor que extraje de mis cuerdas vocales—. Eres mi ganador ... ¿Me copias?

Analicé una marca de nacimiento que se curvaba en su sien derecha y dejé un buen hueco para que se sintiera cómoda.

—Te copio —le respondí, sonriendo—. He ganado más de lo que me correspondía —dije en alusión a ella—. Bonne nuit, ma vie —le deseé con apenas un hilo de voz.

Apoyó su frente en mis clavículas, adormilada.

Buenas noches ...

Querría haber pasado toda la madrugada mirándola, grabando sus tiernos suspiros y recogiéndola en mis brazos, pero el sueño también llamó a mi puerta, llevándose consigo más de tres horas que podría haber invertido en Helena.

Sobre las seis y media de la mañana, me desperté. Ella casi no se había movido, sin embargo, decidí que lo mejor sería dejarle espacio en la cama y me levanté, temeroso de hacer un mal movimiento y romper su merecido descanso. La posición en la que dormía no era la más indicada, demasiado lejos de las almohadas y sin poder taparse con las sábanas, así que busqué una manta en los armarios y se la eché por encima, cubriendo la mitad de su encogido cuerpo.

A pesar del cansancio, estuve unos diez minutos sentado a su lado. Reflexionaba acerca de lo que quería decirle a la mañana siguiente, pero el tono de llamada de mi móvil entorpeció aquella tarea y me hizo correr hasta aquel mueble para descolgar y preservar su reposo.

Caminé hacia el salón antes de responder a la llamada entrante.

—¿Mamá?

¡Felicidades, cariño! —exclamó, extremadamente contenta—. Hiciste una carrera estupenda. Tus hermanos también están aquí —escuché el pitido característico del manos libres—. ¡Chicos, Charles está al teléfono!

¡Enhorabuena, hermano! —escuché a Lorenzo a lo lejos.

Me senté en el sofá, feliz de oír a mi familia.

¡Fue increíble, Charles! —interrumpió mi hermano pequeño—. Felicidades por machacar al estúpido de Max.

Me reí brevemente. Algo me decía que Arthur y Helena se llevarían de maravilla.

Revolví mi cabello, todavía demasiado cansado.

—No hables así de él, Arthur —le reprendí, incapaz de reprimir la sonrisa—. Ya sabes que no nos llevamos tan mal últimamente.

Sí, sí, pero sigue siendo un estúpido —me contestó.

Sí. Se llevarían de maravilla.

Ni siquiera yo, que lo conocía mucho mejor y había tenido que soportar las desacertadas actitudes de Max, guardaba tal rencor contra él.

—Es verdad ... —fallé a su favor—. Muchas gracias a los tres por las felicitaciones —les agradecí, sintiéndome arropado por todos ellos aunque nos separaran tantos miles de kilómetros—, aunque un mensaje habría bastado —comenté, bromeando.

Que se tomaran la molestia de llamarme nunca había sido necesario, pero siempre me alegraba. Mamá lo sabía y por eso intentaba llamar después de cada carrera, fuera cual fuera el resultado.

Espera, ¿estabas durmiendo? —preguntó Lorenzo de repente—. Tienes esa voz tan horrible que se te queda por las mañanas —señaló.

Casi podía visualizar su mueca de asco.

—Bueno, en realidad ... —traté de justificar mi carraspera.

¡Mamá! ¡Allí son las seis de la mañana! —gritó Arthur, escandalizado. Yo suspiré, sintiéndome mal por mi madre—. ¿No dijiste que habías mirado la hora?

¿¡Qué!? —el sonido de algunos cubiertos me ensordeció por un momento—. ¡Lo siento mucho, Charles! Debí confundirme con Austin al buscar en esa maldita aplicación ... —sonreí ante su torpeza—. ¿Te he despertado?

—Algo así, pero no te preocupes, mamá —la calmé—. Mi alarma iba a sonar pronto.

Si bien eso no era del todo cierto, pues mi vuelo salía a la una del mediodía y no hacía falta que madrugara, no quise que se culpara por haber llamado a horas intespetivas.

Esa mañana de lunes no tenía nada programado y Mattia, para celebrar mi victoria, dejaba a todos los empleados descansar hasta primera hora de la tarde. Después de comer se reunirían en el box con el objetivo de revisar los coches. Supuse que Helena también había sido convocada.

Seguro que saliste anoche a celebrarlo —dedujo mi madre—. Deberías volver a la cama. Ya hablaremos en otro momento.

Pero no quería cortar una llamada que me hacía tanto bien.

—¿Vais a cenar ahora? —me interesé por lo que estaban haciendo en casa, en Mónaco.

Sí. Mamá insistió en tener una cena juntos a la semana siempre que podamos —me explicó Arthur.

Eché la mirada al suelo, añorando el que había sido y sería siempre mi hogar.

—Ojalá pudiera estar ahí —mascullé, con la morriña por bandera.

Ah, no. No creo que quieras —se entrometió Lorenzo.

—¿Por qué? —fruncí el ceño, contrariado.

Hubo un silencio que me avisó perfectamente de lo que implicaba la ironía con la que Lorenzo se había pronunciado.

He invitado a Charlotte —esperó, como si temiera una mala reacción por mi parte—. Hace tiempo que no la veo y ...

—Mamá ... —me masajeé las sienes con mi mano izquierda, la que tenía libre.

Lo sé, hijo, pero le tengo mucho aprecio —corrió a decirme, ilusionada—. Que ya no estéis juntos no es razón suficiente para que deje de estar presente en nuestras vidas así como así —aseguró.

—Debería ser la única razón necesaria —sisbeé, con el malhumor llamando a la puerta.

Odiaba enfadarme. No era algo que me desestresara, ni mucho menos. Al contrario. En especial cuando hablábamos de mi familia más cercana, de las personas que más quería sobre la faz de la tierra. Y si, además, mi madre estaba metida en el problema, todo se volvía mucho más difícil de manejar para mí.

Estoy segura de que solo es un bache que no supisteis resolver —retomó esa convicción que no había abandonado desde que llegué solo a la cena de Navidad y les conté que Charlotte y yo habíamos cortado—. Cuando vuelvas a casa para la carrera de Mónaco, podríamos ...

Sonaba esperanzada y lo empeoró significativamente.

—Eso no va a pasar, mamá —la detuve, rápido—. Lo nuestro se acabó.

Pero, Charles ...

—La quieres como a una hija, sí —cerré los ojos, agotado de retomar una conversación que ya debería estar enterrada, a cinco metros bajo tierra—. Me parece muy bien que la estimes tanto, pero no es lo correcto y lo sabes —fui un poco más duro de lo que quería—. ¿Qué pasaría si empiezo una relación con otra persona? —valoré una posibilidad que estaba cada vez más cerca—. ¿La invitarías a las cenas familiares también? —asesté el golpe—. Sería tan incómodo que ...

¿Estás viéndote con alguna chica? —inquirió ella.

Rodé la mirada y levanté la barbilla. El blanco techo de la suite me saludó, cordial y silencioso.

Había olvidado que odiaba con toda mi alma esa faceta de nuestra progenitora.

Por favor, mamá —se quejó el más mayor—. Charles ya es mayorcito para gestionar sus asuntos. No te metas en la vida amorosa de tus hijos y respeta su decisión —le pidió a mamá—. No es nada complicado.

Mi hermano nunca entendería cuánto le debía por ser la voz de la sensatez en esa familia.

—Gracias, Lolo —respiré más tranquilo.

Todos queremos mucho a Lotte —habló Arthur—, pero ya no forma parte del presente de Charles. Tampoco de su futuro —expuso la situación que nuestra reticente madre se negaba a ver—. Deberías entenderlo, mamá.

Y lo entiendo, pero fue todo muy repentino y ... Solo quería hacer las cosas bien —se excusó, apesadumbrada por no haber obrado en función de mis sentimientos—. Siempre estuvo muy apegada a nuestra familia —añadió, respaldando su discurso.

Charlotte y ella siempre fueron inseparables, incluso antes de que formalizáramos nuestra relación. Mamá se acostumbró a que llegáramos a casa de la mano, siendo la pareja perfecta e impecable que había deseado desde que tuve la madurez suficiente para salir con mujeres. En su opinión, Charlotte superaba a cualquier otra fémina. Ninguna chica estaba a su altura y me preocupaba que aquello fuera un impedimento cuando le presentara a Helena. Porque lo haría. Claro que lo haría, y no me gustaría que las cosas entre ellas se vieran condicionadas por la huella que Charlotte había dejado tras esos años.

—Eso es agua pasada, mamá —le reiteré—. No organices ningún encuentro de los tuyos cuando llegue, por favor. Estaría fuera de lugar.

Aunque la situación con Charlotte siguiera en buenos términos, ya no había nada que hablar ni que tratar. No iba a fingir una complicidad con la que ni yo mismo me sentiría tranquilo. No, porque había otra persona que saldría lastimada si no terminaba definitivamente con esa etapa de mi vida.

De acuerdo —se resignó—. Siento que te haya molestado.

—No ... No pasa nada, mamá —me pasé los dedos por el rostro—. Es solo que no me apetece ver a mi ex durante un tiempo, ¿vale? Cuando esté por allí, quiero cenar con vosotros, con mi familia. No con ella —le expliqué lo más sosegado que pude.

Claro. Es normal —parecía arrepentida, pero también molesta.

—No pongas ese tono —chasqueé la lengua—. Sé que te encantaba como nuera, pero se terminó. Acéptalo —empezaba a perder la paciencia.

Será muy complicado que encuentres a una chica tan educada, buena y entregada, pero ... —me negué a que continuara.

—Mamá. No sigas por ahí, ¿de acuerdo? —resoplé—. Disfrutad de la cena. Tengo que colgar.

Y no tenía porqué hacerlo. El nudo en mi garganta me lo suplicaba, así que no alenté más la conversación. No llegaría a ninguna parte si mamá se empeñaba en revivir una relación que ni siquiera le incumbía.

¡Te veré en Italia, Charles! —la voz de Arthur me ayudó a permanecer sereno.

—¿Te llegó el pase? —le pregunté.

Sí. Llegó la semana pasada —me confirmó.

—Genial —me giré, midiendo el nivel de mi voz—. Hasta la semana que viene, Arthur —de pie, me apoyé contra la pared mientras escrutaba a Helena, que seguía en posición fetal, durmiendo plácidamente—. Buenas noches, Lorenzo. Buenas noches, mamá.

Por un instante, pensé que ella no respondería, enfadada conmigo y con la decisión de dejar a la mujer más perfecta del planeta.

Buenas noches, hermanito. ¡Sigue así! —me animó Lorenzo, tan enérgico como siempre.

Desayuna antes de subir al avión, Charles —dijo mamá, dándome un respiro—. Esa comida es horrible.

—Lo haré —sonreí. Un bostezo me impidió articular el final, pero logré remediarlo antes de que mi madre comprendiera que estaba muerto de cansancio—. Te quiero, mamá.

Yo también te quiero. Hablamos pronto —se despidió, cariñosa.

—Hablamos pronto. Adiós —dije yo.

¡Adiós!

El grito de Arthur fue lo último que escuché. Corté la llamada, falto de fuerzas.

Terminé durmiendo un par de horas más en el sofá porque no quería importunar a Helena con mi mala costumbre de dar vueltas y vueltas en la cama. Siempre que tenía demasiadas cosas en las que pensar acababa haciéndolo y, esa noche, exprimí mis neuronas al máximo.







🏎🏎🏎

Capítulo larguito que estaba programado para la semana que viene pero que necesitaba subir ya 🤙🏻😚

En cuanto acabe mis exámenes, es decir, en cinco días, actualizaré otra vez por aquí y trabajaré todo lo posible para sacar los nuevos capítulos de Answer y Aphrodisia antes de Navidad, así que no desesperéis porque, siendo esta la primera vez en cinco años que tengo vacaciones navideñas, podré escribir lo que me dé la gana y actualizaré bastante 😎✨

Dicho esto, recuerdo que todavía quedan 91 largos días para que vuelva la F1 a nuestras vidas 🫠🫠
Una eternidad 😩😩😩

Os quiere, GotMe 💜

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