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07 || trauma

Helena Silva

Al darle mi confirmación, Charles retrocedió. Su derrota era definitiva, así pues, me lanzó una rápida mirada que acabó con las escasas fuerzas que todavía tenía yo después de aquel baile de dos y de retiró del centro de la pista como un buen perdedor.

Aunque no hubiera fracasado, él se sentía de tal manera. Le conocía ya demasiado como para no fijarme en la sombra que adornaba sus despiertos ojos.

Carlos colocó sus manos en mi espalda, mucho más arriba que Charles, en una zona más apartada y segura, y no tuve más elección que olvidar al monegasco para concentrarme en mi otro piloto de carreras favorito. Esos dos chicos se habían ganado un buen pedazo de mi corazón, aunque de formas por motivos muy distintos.

En Carlos veía a un hermano mayor, alguien en quien confiar ciegamente si era necesario, mientras que Charles ... Charles era también digno de mi confianza, pero no pensaba en él como un buen amigo y me agobiaba que esa tensión aumentara por momentos.

—¿Estás bien? —Carlos me sacó de aquellas elucubraciones—. Pestañeabas tantas veces que parecías estar pidiendo auxilio —comentó, rebajando mis nervios en un simple segundo.

—Ah, eso —me reí un poco, avergonzada de que incluso él se hubiera percatado de mi inquietud—. Supongo que eran los nervios y las lentillas.

Mi respuesta era suficiente para contentarle, pero no se quedó ahí y apuntó al sitio exacto.

—¿Y con Charles? ¿Ningún problema? —dimos la vuelta suavemente.

Claro. Él ya lo sabía.

—¿Qué problema debería haber? —la ironía bañaba mi tono—. ¿Que me gusta cada día más? No es como si tuviera remedio o pudiera retroceder en el tiempo para evitarlo —dije, con cuidado de que la gente a nuestro alrededor no alcanzara a escuchar mi confesión.

Frenó el interrogatorio durante unos instantes en los que el jazz inundó mi abarrotada mente.

—¿Estás enamorada de él?

Esa pregunta. La maldita pregunta que me había hecho a todas horas desde que nos presentamos formalmente y que no estaba preparada para contestar a pesar de que todo lo que hablando compartido llevaba a un único final.

—No lo sé —palpé la rugosa tela de su chaqueta—. Nunca me he enamorado de nadie. Esto va más allá de mis conocimientos —le fui completamente sincera.

—¿Y por qué no quieres averiguarlo? —se interesó por ese rechazo al que recurría cuando Leclerc daba un paso hacia delante—. Es decir, Charles es un tío genial —su tierna aclaración me provocó una sonrisa—. Yo no me hago amigo de cualquiera.

Y era consciente de que Charles Leclerc encajaba conmigo pese a que, de cara al resto, debíamos ser polos opuestos. Lo éramos, en cierta manera. Incluso así, sus defectos y manías me agradaban. Cualquiera que se pusiera en mi lugar y notara ese tirón en mi pecho deduciría con facilidad qué ocurría conmigo siempre que el piloto aparecía. Cualquier menos yo, y no porque quisiera mirar a otro lado, sino porque no me creía capaz de amar a una persona tanto.

No estaba hecha para las relaciones sentimentales duraderas y eso incluía un idilio amoroso que no había previsto en mi desastrosa vida personal.

—Sé que es genial, pero no puedo dejar de pensar en todos los problemas que surgirían si intentamos algo —ese miedo era mi enemigo natural y lo odiaba—. Estoy muy bien en Ferrari, con vosotros. No me gustaría que todo se torciera por un amor frustrado.

Carlos me comprendía. No estaba juzgándome por ser la chica asustada que se bloqueaba en cuanto las palabras "amor" o "relación" salían a la palestra, pero tampoco quería que me cerrase en banda a eso que podía transformarse en lo más bonito y especial que viviría nunca.

—El tiempo dice mucho, Lena —las caricias que propiciaba a mi espalda contenían un poco la incertidumbre que me constreñía la caja torácica—, y hay cosas que uno no puede controlar —me puso sobre aviso—. Yo creo que encajais. Saltan chispas —me reveló.

—Lo sé —cerré los ojos, cansada de negarlo—. Es el miedo a quemarme lo que me hace cobarde.

—El miedo es bueno a veces —incidió—, pero otras muchas te priva de experiencias únicas. Piénsalo con la almohada y háblalo con Charles —me aconsejó—. Sois adultos hechos y derechos. Podréis entender la situación del otro sin dramas innecesarios, ¿verdad?

Sus ánimos me dieron un empuncito que ni siquiera Julia había logrado generar y el modo de agradacerle aquello fue inclinarme contra su cuerpo, ayudándone de los tacones para que la diferencia de altura no supusier un problema, hasta plantar mis labios en su mejilla izquierda.

—Sí. Supongo que sí —me calmé.

—Esa es mi chica —afirmó, lleno de un orgullo fraternal formidable.

Su expresión me recordó a alguien más.

—A quien estoy esperando conocer pronto es a tu chica —Eché la mirada hacia arriba, chocando con sus pupilas negras—. ¿Cuándo tendré el placer? —Intenté sonsacarle algún dato nuevo acerca de su novia.

Había oído hablar mucho de ella y no podía aguardar al día en que apareciera por el box y nos presentara correctamente.

—Isa tiene un horario de trabajo complicado —añadió con una mueca—. Por eso no suele venir a las carreras más alejadas de España, pero estoy seguro de que podré presentaros pronto —no había duda en su explicación y confié en que así sería.

El tiempo corría demasiado y, ante de darme cuenta, el reloj de pared que presidía aquella sala marcó las dos en punto de la madrugada. Todos seguían bastante enteros y animados, dispuestos a continuar con la velada, pero mis niveles de estamina estaban muy bajos. Continuar allí con esos endemoniados zapatos que se me clavaban como agujas en los talones era un suicidio en toda regla, así que le comenté mi propósito a Julia y salí de allí tras despedirme de ciertas personas entre las que no se encontraba Charles.

No me dejaría marchar así como así, por lo que me escabullí de sus penetrantes ojos y fui a la recepción con la idea de pedir un taxi aunque me costase el mundo entero hacerlo. Recogí mi bolso y di las gracias al empleado. Estaba ya a unos metros de la enorme salida cuando su voz me detuvo.

—Lena —me llamó y yo frené mi avance en seco. Al girarme, encontré a Charles saliendo del salón—, ¿te marchas ya? —me preguntó, acercándose a mí.

No lucía muy contento de que estuviera yéndome y podía entenderlo. Al fin y al cabo, exceptuando esos minutos de baile, no habíamos hablado mucho y ambos sabíamos que teníamos demasiadas cosas en el tintero.

—Sí —admití, sosteniendo con fuerza mi bolso—. Es muy tarde y mi cabeza deja de funcionar a estas horas —dije, sonriendo todo lo que mis desgastadas comisuras permitían.

Mientras caminaba en mi dirección, se volvió lo suficiente como para captar la atención del joven botones que aguardaba en la entrada.

—¿Puede traer mi coche? —el muchacho asintió, diligente, y se apresuró a ir al aparcamiento—. Muchas gracias —levantó el tono y se concentró de nuevo en mí—. De eso nada —se negó a que abandonara la reunión con tanta facilidad—. No voy a dejar que escapes de mí también hoy —sentenció.

Llegó a mi lado y apenas pude apartar la mirada.

—No seas exagerado ... —me mordisqueé el interior de la mejilla.

—Pero huyes siempre que me acerco demasiado. No puedes negármelo —se guardó las manos en los bolsillos de sus pantalones.

—Es lo único que acierto a hacer si me miras como lo estás haciendo ahora —tragué saliva al tiempo que fijaba la vista en los altos cristales de la entrada.

—Por favor, Helena —me rogó, presionando en el lugar exacto, pues no soportaba que pusiera esa voz lastimera—. Necesitamos tiempo a solas para aclarar todo lo que está pasando.

Estaba siendo todo lo sensato que yo no conseguía ser. Me cerraba a todo lo que nuestra relación podía dar de sí por puro miedo. Entonces, los consejos de Carlos golpearon mi cabeza y recordé que actuar como una nila asustadiza no me haría más feliz ni libre.

—Lo que está pasando, dices —con algo de valor, clavé mis pupilas en su hermoso rostro—. ¿Y qué está pasando, Leclerc?

Mi interrogación quedó en el aire, perdiéndose y encontrándose con nuestras esperanzas y circunstancias en vórtices que corrían a entrelazarse con unos sentimientos que ninguno de los dos esperábamos identificar durante aquella temporada tan ajetreada.

Charles me observó durante unos instantes, sopesando qué respuesta sería la adecuada. Qué haría que me quedara, que no saliera de allí en un ataque de nervios más que justificado. Terminó por sonreírme porque aquel inocente gesto me relajaba. Siempre lo hacía. Ver esos tiernos hoyuelos destruían cualquier terror nocturno que me hubiera estado atormentando.

—No lo sé, pero podemos volver al hotel juntos y descubrirlo —su comentario, cargado de mofa, me hizo bajar los hombros.

—¿Ese es tu brillante plan? —dije entre suaves risas—. ¿Llevar a tu habitación a tu ingeniera de comunicaciones? —incidí especialmente en esos "tu".

A pesar de mis quejas, le agradecía de todo corazón que retomase su sentido del humor. Esa una de las partes que más me gustaban de él y que más disfrutaba durante nuestras conversaciones. Me recordaba a aquella noche de la que todavía no había pasado un mes, cuando sus encantos me encandaliron.

—Sí. Solo si ella quiere —aunque yo miraba hacia la calle, reconocía la picazón de sus orbes puestos en mi persona— y sé que lo está deseando.

¿Acabar en su habitación, exponiéndome a las miles de sensaciones que me provocaba con un mero roce? Era una maldita locura para la que no me sentía preparada.

El rugido de un motor desde el exterior me empujó a atravesar la salida, con Charles siguiéndome a un metro. No habría pensado que fuera posible ver aquel Ferrari rojo pasión deteniéndose a unos centímetros de distancia, pero fue fascinante. Brillaba, destaca por encima de cualquier otro vehículo, y estaba segura de que su interior debía ser incluso más bonito.

—¿Es tuyo? —le pregunté.

Charles, a mi lado, respondió con sorna.

—¿Mío? El mío es mucho mejor —sonreí—. Me lo han prestado mientras estoy por aquí —cogió las llaves que el botones le cedió amablemente con un breve "gracias" que resonó en mi cabeza. Después de eso, mientras el empleado se alejaba, abrió la puerta del copiloto para mí—. ¿Subes?

Mi garganta cerrada anunciaba una negativa que me costaba horrores decir, así que guardé silencio y elegí bien las palabras. Lamentaba profundamente ser de esa manera, pero ya había probado cientos de cosas y ninguna había funcionado. No me apetecía parecerle ridícula a él también. Dolería el triple contarle mi triste realidad porque Charles no era como el resto de la población mundial: su opinión sí me afectaba y no resistiría uno de sus chistes malos al respecto.

—Pero iba a ... —ojeé a los taxistas que esperaban estacionados al lado contrario de la carretera.

—¿Montarte un taxi tan tarde? —ese rastro de burla ensombreció mi rostro y él, retrocediendo, retomó aquella tonalidad más seria—. ¿Es en serio, Lena? —roja como un tomate bien maduro, caminé y me metí en el coche. La molestia me ayudó a meter un pie en el vehículo y la inercia posterior de mi cuerpo logró que tomara asiento, rígida—. Chérie ... —se agachó, pero yo clavé mi mirada en algún punto de la calzada, más allá del morro del coche—. Vamos, ¿te has enfadado? —se le notaba preocupado por mi fría reacción, sin embargo, no pude vocalizar una respuesta ya que el pulso se me había desbocado—. No era mi intención —se defendió, apesadumbrado.

Inspiré, sintiéndome como una mierda por hacerle creer que era su culpa.

—Solo estoy enfadada conmigo misma por ser incapaz de subir a un coche de tantos caballos —escapí, resentida conmigo misma y con mi endeble autocontrol.

No es que fuera incapaz, solo ... Solo prefería no subirme a vehículos de particulares. Me ahorraba unos minutos cargados de ansiedad que acababa por consumir mis energías. Pasaba un rato horrible.

El tenue rumor de la puerta del piloto acompañó esas ideas tan destructivas. Al segundo, Charles entró al coche y bajó la puerta. Aislados de lo que ocurría fuera, escuché la dulce voz del chico que robaba mi aliento todo el tiempo.

—¿No vas a explicármelo?

Volví a tragar, nerviosa por contarle a alguien que me importaba tanto ese fallo sistemático del que no sabía deshacerme. Habían pasado años, con sus Doc meses y trescientos sesenta y cinco días, pero ni siquiera eso había ayudado a que mis nervios se templadas cada vez que entraba en un coche.

—Mi madre murió en un accidente automovilístico —empecé a explicar la historia—. Sé que puede sonar algo ridículo porque trabajo con coches que alcanzan los trescientos kilómetros por hora —admití. Imaginaba que Charles no comprendería cómo había hecho para entregar mi vida y esfuerzo a una labor que implicaba altas velocidades—, pero no puedo montarme en un vehículo normal y corriente porque recuerdo lo que pasó y automáticamente pienso que voy a estrellarme si quien conduce coge algo de velocidad —entrelacé mis dedos y recogí una buena bocanada de aire—. Es un problema que arrastro desde entonces y ... Puedo ir en cualquier otro vehículo, como aviones o trenes —especifiqué—, pero un coche es ... Ni siquiera he podido sacarme el carnet por esto y me siento tan ...

Su mano cayó sobre la mía. Dejé de apretar mis dedos, temiendo que lo percibiera.

—Está bien, Helena —acarició mis nudillos—. Está bien.

Está bien. Ha dicho que está bien.

Aliviada, apoyé la nuca en el respaldo del asiento.

—La gente suele reírse cuando lo cuento —le dije, apenada de esas vivencias que me perseguían, que habían contribuido a que no confiara apenas en la raza humana.

—Es de muy mal gusto tomarse a broma el trauma de alguien —declaró.

Su comprensión me conmovía y hacía que volviera a caer ante él como el primer día.

Giré la cabeza, mucho más relajada después de saber que no cuestionaría mi problema ni me trataría mal por ello. Charles era un ángel. Mi ángel. Y no podría negarle nada si me cuidaba con tal esmero.

—Entonces he estado rodeada de personas horrendas —resumí mi vida hasta entonces.

Levantó sus comisuras en la sonrisa más sincera que había tenido el placer de admirar nunca.

—Es posible —me concedió aquella suposición—, pero yo nunca me reiría de algo así —en lo más hondo de mi alma, estaba segura de que aceptaría también mi lado más oscuro—. ¿Qué límite sueles poner? ¿Qué velocidad toleras? —me bombardeó de repente.

—Lo mejor será que me baje y ... —probé una última vez.

Ah, pero no salió como pensaba porque él se aferró más a mis manos y frunció el ceño. Siempre que el enfado o la irritación alcanzaba sus facciones, me generaba cierta ternura. Charles no era una persona propensa a enfadarse, aunque, en función de la situación, solía recurrir a un semblante más sombrío con el que me sacaba más de una sonrisa.

—Ni hablar. Un taxi es la peor idea —me comentó, tajante—. Un desconocido en una ciudad extraña. Si sumamos tu problema, es un no rotundo. No sabes cómo conducirá y sé que no te atreverás a pedirle que pare si comienzas a agobiarte —y así sucedería si optaba por aquel plan. Me desbordaría como un vaso de agua a punto de colapsar—. Al final solo conseguirás formar una gran bola de ansiedad que no te beneficiará en nada —relajó un poco su rostro—. Te quedas conmigo. Ya está decidido.

Tuve que presionar mis labios para que estos no temblaran.

—No más de sesenta kilómetros por hora —le di la cifra—. Ese es mi tope.

Podía distinguir el orgullo en sus ojos. Estaba orgulloso de mí y de que estuviera confiando en él, en sus habilidades al volante.

—Suficiente para llegar al hotel sanos y salvos —y recuperó la sonrisa previa.

Apartó un poco su mano, pero yo me apresuré a recogerla de nuevo. Algo sorprendido, contempló mis roburizados mofletes. Me dediqué a enroscar mis dedos con los suyos, arrastrada por un afán retorcido y vivo que me corroía los nervios.

—¿Puedo? —le pedí permiso.

Después de lo que debían haber sido años, empezaba a querer mostrarme vulnerable delante de otra persona que ya no era mi propio reflejo.

Feliz de que me abriera a él, señaló con su mano izquierda el panel de control del coche.

—Tienes suerte de que sea automático y no me haga falta más que una mano —se regodeó—. Es un último modelo. Diría que se conduce solo.

—No, por favor —salté, aterrada—. Llévalo tú, Charles. No soporto la idea de que una máquina decida acelerar de repente o ...

Llevó nuestras manos a su boca y besó el dorso de la mía.

Mis tripas se removieron como una ciudad que sufre el mayor seísmo en décadas. Los cimientos dudaron, se preguntaron si querían seguir erguidos y firmes frente a un terremoto nacido en Mónaco que me escrutaba con sus dos faroles verdes, emocionado y preocupado por alguien como yo.

—Tranquila, tesoro —murmuró, helándome—. ¿Lo has olvidado? Estás en manos de uno de los mejores pilotos de la Fórmula 1 —se echó unas flores que bien merecía.

—Sí —endulcé mi voz sin ser plenamente consciente—, un hombre que vive por y para la adrenalina de correr más rápido que ningún otro ser humano —perfeccioné su alegato.

—Contigo puedo ir a paso lento, pero seguro. ¿No te parece? —alzó sus cejas.

Con la calma recorriéndome las venas, asentí.

—Me gusta tu estrategia.

—Bien. A mí me gusta que te guste —acomodó nuestras manos entre los asientos, allí donde el reposabrazos daba un poco de espacio a esa clase de unión—. Pararé si lo necesitas —me comunicó.

Pisó el acelerador y puso el intermitente izquierdo para indicar a cualquier coche que quería incorporarse a la carretera principal.

—Es muy vergonzoso —comenté mientra esperábamos a que un par de vehículos avanzaran—. Siempre que pasa esto me siento como una niña pequeña.

Aunque no cojo la mano de nadie y, mucho menos, permito que me besen como tú lo has hecho.

—Deberías ser menos dura contigo misma —me recomendó, entrando en el carril correcto—. No está mal ser débil a veces y apoyarte en los demás. Apoyarte en mí, particularmente —aclaró aquella reflexión.

La velocidad estaba perfecta. Casi no sentía la presión en mi pecho. El calor de sus dedos también ayudaba a que no pensara demasiado en que el coche que nos seguía hubiese optado por adelantar el Ferrari que le habían prestado a Charles.

—Esto incrementa tu ego, ¿verdad? —quise confirmarlo.

Él echó una carcajada al aire.

—Lo tengo por las malditas nubes, chérie —me contagié de su ternura y sonreí—. ¿Estás más calmada?

—Creo que sí —le respondí.

—Muy bien. Puedes darme un apretón si quieres que baje el ritmo, ¿de acuerdo? —procuró que estuviera cómoda en todo momento.

Dios mío —suspiré—. Vas a ser mi ruina, Perceval ...

Mi broma le hizo infinitamente dichoso.

—Dalo por seguro —no era una advertencia, sino una aserción de la que no me apetecía huir más.








🏎🏎🏎

¿Cuentan estos dos capítulos como un mini maratón para sobrevivir al fin de semana sin carrera?
Puede 😎🤙🏻

Helena está muy chikita y Charles solo quiere que se sienta segura dentro de la relación que tienen, sea la que sea 🥹🥹
Vivan los novios 🤧

¿Qué pasará cuándo lleguen al hotel? 👀
Quién sabe 😚

La semana que viene más y mejor ✨✨✨

Os quiere, GotMe 💜

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