06 || australia
Helena Silva
Segunda semana en Australia. Un miércoles por la noche y, en vez de estar en mi habitación de hotel descansando, acabé acudiendo a una recepción de pilotos y patrocinadores porque Julia no quería ir sola.
Mi vestido rojo, demasiado ajustado, empezó a constreñirme la barriga después de cenar. Maldije innumerables partes de la pieza por no dejarme respirar correctamente, además de no tener una talla menos. Julia juraba y perjuraba que me veía espectacular, pero yo solo quería que la gala acabara pronto y poder irme a dormir.
Aunque mis amigos no estaban por la labor de que lo hiciera. Carlos se encargó de presentarme a media parrilla, todos ellos vestidos de etiqueta con sus esmóquines y pantalones impolutos.
—Daniel, deja que os presente —Daniel Ricciardo me miraba con una sonrisa que exudaba simpatía—. Helena Silva es nuestra nueva ingeniera —cogí la mano que me ofrecía—. Se encarga de llevar mi radio y la de Charles.
—Un gusto, Helena —agitó suavemente mi brazo.
—El gusto es mío —me negué, emocionada de conocerle por fin. Aproveché un despiste de Carlos para inclinarme contra él y ayudarme de la altura de mis tacones, colocando ambas manos sobre sus orejas—. Tápate los oídos, Carlos —él frunció él ceño, divertido—. Siempre has sido mi favorito de la parrilla —le susurré a Ricciardo.
El australiano se carcajeó durante un buen rato del curioso método con el que me aseguré de que aquello quedaba entre nosotros dos. Carlos terminó zafándose de mi agarre, contrariado y algo despeinado tras el forcejeo.
—Muchas gracias por el apoyo —me agradeció—. Y, tranquila, tus chicos no se enterarán de la traición —bajó un poco la voz, consciente de la suspicaz mirada del piloto español, que apenas se había alejado unos metros con el objetivo de coger una copa de champán—. No sé si es correcto que lo pregunte, pero pareces muy joven. ¿Ya estás graduada? —preguntó de pronto.
—Sí. Aunque no soy tan joven —lo saqué de su error—. En unos meses cumpliré los veinticuatro.
La gente solía confundirme con una adolescente más de lo que me gustaría. Puede que por mi aspecto despreocupado y por las pocas capas de maquillaje que traía conmigo normalmente.
—Vaya ... —exclamó—. Esto demuestra que ando rodeado de vejestorios. Había olvidado lo que es trabajar con alguien más joven que yo —bromeó, carismático.
—Eh, pero no te pases, amigo —intervino Carlos, regresando con su bebida—. Nosotros la vimos primero. Tendrás que buscarte a alguien más —puso sus límites.
—¿Marcando territorio, Sainz? —le siguió el juego Ricciardo.
La noche avanzó sin ningún problema. Solo destacaría un par de frías miradas entre Max Verstappen y yo. Aunque, para mi alivio, este no se atrevió a cruzar la línea y buscarme las cosquillas como sí ocurrió semanas atrás en Arabia Saudita.
Evitaba a toda costa observar el lugar donde Sergio Pérez y Max charlaban cuando un Charles Leclerc bien trajeado apareció junto con el que identifiqué como Pierre Gasly a los pocos segundos. Apenas había hablado con él en toda la velada, así que verle caminar hacia mí fue todo lo que necesitaba para recuperar las energías y abandonar la idea de volver al hotel.
Charles me sonrió con dulzura, a lo que yo me sonrojé a una velocidad asombrosa.
—Pierre Gasly, mi gran amigo —dijo a pesar de que ya lo sabía—. Helena Silva, nuestra ingeniera de radio.
Gasly, igual de caballeroso que su amigo de la infancia, se adelantó y atrapó mi mano. A continuación, besó el dorso, apretando más los colores que pintaban mis pómulos de forma natural.
—Así que tú eres la chica de la que tanto habla Charles —su media sonrisa era muy atractiva—. Es un honor conocerte, Helena —y liberó mis dedos.
—¿Un honor? Se nota que los dos sois franceses —solté el chascarrillo, haciéndole reír—. El honor es mío, Pierre. Esto de conocer a varios pilotos cada noche es algo que no termino de procesar todavía —le reconocí, acalorada por todas las atenciones y bonitas palabras que seguía escuchando de desconocidos.
—No, no. Confía en mí. Si se trata de mujeres tan bonitas como tú, el honor siempre será nuestro —asintió, orgulloso de su galantería.
Los hoyuelos de Charles robaron mi atención por un instante. Recuperé mis reflejos con premura, esquivando de soslayo la seductora sonrisa de Pierre, que había reconocido rápidamente ese titubeo en mis ojos.
—Me queda claro que es imposible luchar contra vosotros —reí, nerviosa y en un estado crítico por culpa de los desvergonzados repasos de Leclerc a mi cintura ceñida—. Ah, esa de ahí es mi amiga Julia —elegí escabullirme de su examen. Charles se olvidó de mis curvas, saludando con un gesto de barbilla a Julia—. También ha empezado a trabajar como ingeniera para Mercedes —le expliqué a Pierre. Enfoqué mejor la vista en la silueta de mi amiga, confirmando que se acercaba con alguien más—. ¿El que viene con ella es ...?
—George Russell en persona, sí —me dijo Pierre, saludando el piloto británico.
La charla con los chicos se hizo muy amena y agradable. Todos eran personas sociables, hechas para ese mundillo. Fue extremadamente fácil encontrarlos tan amables como los pintaban en las entrevistas y vídeos subidos a YouTube por sus respectivas escuderías.
Pasado un rato, mientras Julia me comentaba que solo los chicos de Red Bull parecían algo distanciados del resto, la cálida mano de Charles encontró su camino por mi cintura entre suaves movimientos que no pasaron desapercibidos para Pierre ni Carlos. Sobresaltada, contemplé esos ojos verdes que me recordaban la razón por la que apenas lograba pensar en algo más que él.
—Dijiste que solo bailabas jazz —ladeó la cabeza, protegiendo su armoniosa voz de otros oídos que no fueran los míos.
Solo entonces me percaté de que la banda en directo estaba tocando una pieza clásica. Jazz antiguo, pero perfecto para una noche tranquila y de invitados importantes. Varias parejas bailaban alrededor del amplio salón, descordinados y por obligación, aunque todos ayudaban a crear un ambiente más acogedor.
Tenía mis dedos entrelazados con fuerza, dispuesta a negarme en rotundo.
—No bailo en absoluto —meneé mi cabeza de izquierda a derecha, pero él no se movió—. De verdad, Charles.
Por la esquina de mi ojo, vi que Julia echaba la vista hacia otra parte, dándonos espacio para susurrar entre nosotros igual que una pareja de enamorados que no sabe controlarse en público.
—¿Intentas ahuyentarme? —puso en evidencia mi pobre intento de rechazo—. Coge mi mano, chérie —su ruego ronco y sibilino me llevó a analizar la forma de las venas que serpenteaban en el dorso de su mano izquierda—. Volvamos al principio. A cuando tú eras la preciosa chica perdida y yo el cincuentón desconocido —me invitó a ceder—. Non farmi implorare, ¿sí?
No me hagas suplicar porque sabes que lo haré.
Esas palabras que me dijo por primera vez en la azotea del anterior hotel se repetían, repitiendo también una escena que ya no me sentía capacitada de ignorar porque deseaba aquel disparate. Deseaba que pusiera sus manos en mi cuerpo y marcara los pasos de un baile que, más bien, podía funcionar como una excusa barata para romper la distancia.
Un tanto reacia a dejarme llevar, miré a Julia. Ella se dio cuenta y agitó sus brazos entre graciosos aspavientos.
—No te preocupes por mí y pásalo bien, vamos ... —comenzó a empujarme hasta que Charles logró hacerse conmigo y arrastrarme al centro de la sala.
Había ganado. Él, pletórico, se adueñó de mi escaso ritmo y se las ingenió para que mis pisadas y las suyas encajaran silenciosamente con el tempo de la canción. Solo por el grave sonido del saxofón decidí permanecer entera, agarrándome a sus hombros aunque varias decenas de ojos se preguntaran quién era la chica que bailaba en los brazos de Charles Leclerc.
Ruborizada, empecé a contar las puntos con los que se había cosido el logo amarillo de Ferrari en la chaqueta de Charles.
—Sei ancora molto ingiusto —musité.
Leí de nuevo la cursiva bordada de Scuderia Ferrari y él retuvo la sonrisa al relamer sus labios, tentado ante mi burda pronunciación en uno de los idiomas que más dominaba. En comparación a su acento, el mío era pésimo, pero quise hacerle partícipe de mis pequeños progresos. Las clases autodidactas darían sus frutos en algún momento, de eso no me cabía duda.
—¿Estás aprendiendo italiano? —preguntó, fallando en ocultar la emoción.
—Me asusta que un día empieces a insultarme y solo pueda mirarte con cara de tonta —le di mis razones.
Presionó un poco más con su mano. Mis caderas rozaban la tela de su chaqueta negra.
—Eso nunca pasará —me prometió—. Tu pronunciación es muy buena. Me gusta cómo suena —intentó animarme.
—Eres un adulador nato —dije en castellano y apoyé la frente en el hueco de su cuello, tímida a rabiar.
—¿Qué significa eso?
—Lo sabes perfectamente —le respondí, a sabiendas de la similitud entre ambas lenguas.
—Pero quiero que lo digas —su insistencia rivalizaba con la un crío de cinco años—. En italiano todo suena mejor —ratificó.
Si bien no podía negarle aquello, mi orgullo aplastó cualquier atisbo de satisfacer su petición. En lugar de rendirme ante él, pegué más mi cuerpo, haciendo que mi pecho quedase demasiado cerca de su ropa. Ansiaba estar incluso más unida a Charles. Que ni hubiera nada que me impidiera sentir el pálpito de su corazón o percibir su tenue aliento.
—¿Serás mi profesor a partir de ahora? —formulé la pregunta a modo de broma.
Se aferró más a mí, como si temiera que fuera a huir de un momento a otro.
—Seré lo que tú quieras que sea, chérie —su incondicional promesa removió los cimientos de mi fuerza de voluntad.
Procurar que aquella atracción no creciera era insufrible. Solo habían pasado unas semanas desde que nos conocimos y ya no distinguía lo correcto de lo erróneo. Ese chico había conseguido numblarme los sentidos de verdad, instalándose en mi interior con una firmeza admirable.
Estaba cansada de luchar contra él y sus cantos de sirena.
—Mi farai impazzire, Charles Leclerc —dije, con la boca pegada a su lóbulo.
Clavó las puntas de sus dedos en mi piel.
—Pensé que nada te haría más irresistible —sopesó en voz alta—. No conocía el efecto de la Helena italiana.
—Asshole —mi inglés le arrancó una risita.
—Yo también te aprecio —aseguró—. ¿De verdad te estoy volviendo loca? —preguntó, jugando con el obvio efecto que tenía sobre mí.
Mi sonrojo crecía a pasos agigantados.
—Estaba utilizando el futuro, ¿sabes? —podía sentir su sonrisa contra mi cabello suelto—. No tienes ni idea de cuánto duele que te claven uno de estos tacones y quieres seguir en la ignorancia. Hazme caso —le advertí de que no sería suave con él si bromeaba con mis mayores debilidades.
Debilidades que tenían su nombre y apellidos, por cierto.
Pero no se amedrentó. A pesar de mi clara amenaza, él se pegó a mí con decisión.
—Si viene de ti, acepto cualquier cosa.
Me otorgó un corto descanso que aproveché para observar a nuestro alrededor y comprobar que había más personas de lo que recordaba mirándonos con gran interés. No era para menos, pues Leclerc me había pedido a mí ese baile y a ninguna otra mujer del lugar cuando había más de una joven que me superaba en todo. Muchas chicas de mi edad, hijas de algunos patrocinadores supuse, hablaban entre ellas y cuestionaban que yo hubiese sido la pareja de Charles en primera instancia.
—Nos está mirando todo el mundo —le susurré, nerviosa.
—No te equivoques; a quien miran es a ti —puntualizó él.
—¿Porque estoy bailando con el soltero más condiciado de todo el continente? —di una razón más que valida oara que todas esas personas estuvieran observándome con tanta atención—. Por si lo habías olvidado, eres la estrella de la Scuderia Ferrari.
Me aferré a sus hombros, algo inquieta.
—Gracias por recordármelo —dijo a punto de reír—, pero no es por eso. Sei bellissima —me explicó en un embaucador italiano que acompañó su sutil movimiento, manteniendo el ritmo en mi lugar—. Sabía que el rojo era tu color —aclaró, satisfecho con la elección del color de mi vestido.
Lo cierto era que, formando parte del equipo rojo por excelencia, me habría sentido extraña por elegir una prenda de distinta gama cromática. Además, lo reconociera o no, mi corazón se había teñido de aquel color en unas pocas semanas. O, también cabía la posibilidad de que, en mi tonta ceguera, siempre hubiese llevado aquella marca con un orgullo que apenas empezaba a florecer.
Sin embargo, que Charles me piropeara descaradamente y elogiara mi vestimenta, incluyendo lo favorecida que me veía esa noche gracias a la tonalidad rojiza que combinaba a la perfección con mi enrojecido rostro, multiplicaba mi nerviosismo mucho más de lo recomendado.
Desde luego, él no era consciente de lo conseguía con un par de bonitas palabras.
—No me hagas darte ese pisotón, Perceval —me escondí tras ese caparazón de hormigón que siempre traía a mis espaldas.
Pero no estaba en sus planes dejarme caer en el chascarrillo fácil ni en la vergüenza que hacía bullir mis intensos rubores.
Desplazó la palma de su mano por la suave tela de mi vestido, cada vez más próximo al cierre del mismo.
—Tu mi piaci davvero, Helena —se aseguró de que no podía alejarme de su alcance. Posó la forma de su labio inferior contra mi cartílago—. Mi paici molto —su voz se hundió en mis hormonas, disparándolas.
Con el sonrojo embadurnando mis orejas, me mordí la lengua y seguí el baile. Hacer ver al resto que todo estaba maravillosamente bien era lo único a lo que podía aspirar mientras Charles Leclerc intentaba convercerme por todos los medios de que aquello no me perjudicaría en absoluto. Que no obtendría más que felicidad si abogaba por un "nosotros".
Y, de la nada, el tono grave que tanto había escuchado a través de la radio de Ferrari interrumpió nuestro íntimo y peligroso baile de salón.
—Bueno, suficiente romanticismo por hoy —eché la vista hacia la izquierda y Charles desatornilló sus manos de mi columna para localizar a Carlos, que parecía muy decidido a romper con las perfectas tácticas de seducción de su compañero—. ¿Me concede la señorita el siguiente baile? —ladeó un poco la cabeza, mostrándose más adorable que nunca.
Extendió su brazo. Leclerc suspiró, con media sonrisa temblando en sus labios. Soldado caído.
—Siempre tan oportuno, mate —me dejó en libertad y mis pies se dirigieron a Carlos, a mi salvación.
—Claro, Carlos.
Y atrapé sus gruesos dedos entre los míos como quien se agarra a la última esperanza de mantenerse a flote después de sobrevivir a la deriva en lo que se asemejaba a una maldita eternidad.
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