05 || jazz
Helena Silva
Ese domingo no fue tan feliz como el anterior.
Aunque los dos entraron al podio, la segunda posición no era suficiente para Charles. Si bien Carlos lo tomó con más deportividad y asimiló sus resultados al acabar la noche, Leclerc seguía sentado frente a la pantalla. Rebobinaba una y otra vez la cinta de la carrera y yo ... Yo recogía mis cosas en la distancia, observando cada pocos segundos el número dieciséis en su espalda.
Incluso Mattia Binotto se acercó al piloto antes de marcharse. No quería que aquello le afectara demasiado. Al fin y al cabo, uns segunda posición en la segunda carrera de la temporada suponía mucho para el equipo. Ambos dieron todo lo que tenían en esa lucha y ganó Verstappen.
Tampoco me sentía muy bien, pero ya no quedaba más que arreglar los errores y mejorar antes del Gran Prix de Australia. Faltaban dos semanas y podrían practicar tanto como quisieran. Por eso mismo me molestaba que Charles anduvieron en el box a esas horas. Estaba destrozando su horario. En lugar de dormir correctamente, mantenía los auriculares en sus oídos mientras analizaba la maldita curva en la que no logró cubrirse y Max lo pasó. A tan solo tres vueltas, perdió su primera posición, pero aquel deporte funcionaba injustamente en muchas ocasiones.
A excepción de un par de ingenieros, el box de Ferrari se hallaba vacío. Me llegó entonces un mensaje de Carlos a la bandeja de entrada. Pregunta por Charles.
Cansada de verlo allí, lastimándose a sí mismo con las grabaciones de su derrota, guardé mi móvil en el bolsillo trasero de los pantalones y caminé hacia él con el claro objetivo de mandarlo al hotel antes de que llegara la medianoche.
—Charles —toqué su hombro y levantó la cabeza. Tomé los cascos, moviéndolos un poco—, ya se han ido todos.
Ojeó a su alrededor, comprobando que le decía la verdad. Sin embargo, me regaló una sonrisa quebrada y retomó el vídeo que repetía en bucle desde hacía varias horas.
—Está bien. Puedes irte también, Lena —me animó a seguir los pasos del resto de compañeros.
—Sí, claro —retiré el sistema de audio del dispositivo, ganándome una mirada de incomprensión de su parte—. Vamos. Te volverás loco si lo miras otra vez.
—Pero tengo que analizar ... —se resistió.
—Sabes cuál ha sido tu fallo —dije, retirando el monitor para que no lo mirara más—. Te diste cuenta en la misma carrera, así que deja esto —Charles respiró con fuerza—. Es por tu salud.
A continuación, Leclerc apagó el ordenador. Que fuera tan obediente me preocupaba más que si no lo era, pero agradecí que me hiciera caso y no pusiera problemas. No quería que aquello interfiriera en su capacidad de concentración ni en su rendimiento para los próximos días. En Australia tendría que dar lo mejor de sí y Charles lo sabía. Supuse que por eso que aceptó mi consejo.
—De acuerdo —murmuró.
Observé cómo recogía el ordenador, algo desorientado. Preocupada del fatigado aspecto que cargaba a sus espaldas, esperé a que se recompusiera.
—¿Vienes a un sitio conmigo? —le pregunté sin pensar.
Charles aceptó al segundo y nos depedimos de los últimos rezagados.
El hotel en el que nos quedábamos hasta el día siguiente estaba al lado del circuito, por tanto, solo hicieron falta cinco minutos caminando para llegar a la entrada del enorme edificio. Con sus luces todavía encendidas, no encontramos ningún inconveniente en ir a los ascensores y subir al último piso. Charles guardó un sepulcral silencio durante el ascenso a la terraza.
No tenían prohibiciones por las horas, así que, una vez en el piso descubierto, comencé a sacarme la chaqueta de Ferrari.
—Hay una buena temperatura esta noche —dije con la esperanza de que Charles hablara después de tanto tiempo sin regalarme ni un segundo de su voz—. Pronto empezará a hacer más calor.
Coloqué la prenda en el suelo, sobre el césped excelentemente cuidado, y me senté. Él me imitó. Se movía lento, demasiado pausado.
¿Había dormido lo suficiente esos días? Me lo cuestioné mientras se acomodaba a mi izquierda en la hierba artificial.
—Sí —me dio la razón—. El cambio estacional se notará más en Australia.
Cuatro años seguidos yendo a Australia otorgaba cierta fiabilidad a su testimonio. Ya había imaginado que las próximas semanas sentiríamos más y más calor, pero su confirmación me dejaba más tranquila. Quería sacarme esa chaqueta lo más rápido posible. Demasiados meses con frío para mi alma sureña.
—He pasado toda la semana viniendo aquí para relajarme. Siempre lo hago —fui diciéndole—. Busco el lugar más alto del hotel y me tumbo a mirar las estrellas mientras escucho jazz —le relaté la parte más privada de mi día—. Es un pasatiempo que heredé de mi madre. Bueno, influye que tocase el violonchelo de pequeña y que sea lo único que puedo bailar sin morir en el intento —comenté, sonriendo de lado.
—¿Jazz? —me giré y sacié brevemente su curiosidad—. Creo que es el único género músical que no consumo —respondió.
—¿En serio? —boquiabierta, me gané su mejor sonrisa—. Tengo que cambiar eso ahora mismo. Veamos ... —rebusqué en mis bolsillos y saqué los auriculares de cable que siempre llevaba encima. Después de localizarlos, metí la clavija en la ranura de mi móvil y me encargué de elegir una de las playlists que tenía en mi reproductor personal—. Esta debería servir —y me tomé la licencia de poner en su oído derecho el auricular—. Así. Perfecto —la música rodó como la espuma y el sonido del saxofón me sedó—. ¿Lo escuchas bien?
Charles echó un poco la cabeza hacia atrás y estiró su cuello, liberando algo del estrés que apenas manejaba tras la carrera.
—Lo escucho.
—Genial —lo invité a tumbarse sobre su chaqueta, igual que hice yo con la mía. Me miró, repitiendo paso a paso el mismo proceso—. Ahora viene la parte más sencilla: descansar —concluí.
Hizo el amago de reír.
—No es algo tan sencillo, chérie —dijo, agarrando bien el audífono.
—Lo sé —apoyé ambas manos en mi vientre—, pero todos tenemos un método para conseguir esa paz. Aunque sea gradual, ¿no crees? —él emitió un suave ruidito—. ¿No hay nada con lo que te despejes después de un mal día?
Elucubró al respecto, dejando que la pieza musical cobrara más ritmo.
—Antes salía con Pierre —inició—. Todavía lo hago, aunque no tan a menudo —no sonaba muy orgulloso de ese cambio—. También pasaba el rato con Charlotte hasta que empezó a estresarme.
Que su exnovia saliera en la conversación no entraba en mis cálculos. No obstante, entendía que su nombre apareciera. Había formado parte de su vida durante años, siendo su compañera, su mayor apoyo cuando estaba fuera de Mónaco. Por lo que me había comentado Julia, Charlotte siempre iba de viaje con Charles. No importaba el destino porque le amaba tanto como para pasar la mayor parte del año entre aviones y hoteles extranjeros.
Ese tipo de amor era admirable, así que no resultaba extraño que hubiera algo de melancolía en el tono de Charles. No me molestaba, aunque había un hilo de pena pendiendo de mi pecho al que no deseaba recurrir en un momento íntimo entre los dos.
—¿Fue una ruptura sana? —lancé la pregunta.
—Ah, sí. Es una buena chica —fue todo un alivio saberlo—. No se enfadó más de lo normal cuando le dije que ya no sentía lo mismo por ella.
Pero se sentía mal. Se arrepentía de que las cosas hubieran acabado para ellos y no podría fingir lo contrario aunque quisiera.
—Me alegro —musité.
Intentaba recordar alguna fotografía de la chica, pero mi mente parecía negarse. Solo tenía la sensación de que su rostro fino y naturalmente atractivo había salido en algún que otro artículo online. No le presté mucha atención entonces y, tumbada junto al que había sido su novio, lamenté no tener una imagen más nítida de la joven.
—Han ocurrido demasiadas cosas en los últimos cuatro meses y no he sabido gestionarlas bien —se sinceró de repente—. Romper mi relación contribuyó a que no supiera qué hacer. Cuando lo dejamos, me di cuenta de que había pasado demasiado tiempo en pareja y que no entendía lo que era estar solo —me habló sobre sus inseguridades más arraigadas—. Sigo aprendiendo a aceptar esto de la soltería —procuró reír un poco.
—Yo soy una experta en la soledad. Disfruto mucho estando sola —me propuse rebajar el asunto—. Aunque a veces es una mierda. Sobre todo con un trabajo como este, sin ver a tu familia o a tus amigos —para él debía ser incluso más duro.
Añorar tu casa es horrible. No tenerla es peor.
Aquel tema estaba dirigiéndose a un tabú en mi vida, así que me congratulé de que Charles tirase por otros derroteros.
—Creo que esta pregunta llega tarde, pero necesito asegurarme —su pausa fue más larga de lo esperado—. ¿No tienes novio?
Sonreí y solté una carcajada de esas con las que se me escapaba algo de aire. El hipido se escuchó en toda la azotea y recé para que no lo tuviera muy en cuenta. No me gustaba hacer eso. No poder medir mis reacciones era un defecto que solo me ayudaba a ser más y más tímida.
—¿Y por qué querrías asegurarte de eso, Perceval? —sonrojada, carraspeé—. No. No tengo. No es algo que vaya conmigo —lo detallé cuanto pude.
—Un completo despropósito, desde luego —bromeó él—, y una maravillosa noticia.
El destello de aquellas estrellas se apagó cuando bajé los párpados.
Concéntrate en no perder de vista lo que estás haciendo, Lena. Nada de tonteos. Nada de caer en sus redes y dar tu brazo a torcer.
—No sigas por ahí ... —mascullé, horrorizada de mis delgadas fronteras.
—Acércate más, por favor —su voz se entremezcló con mi cabello.
Un escalofrío ascendió a lo largo de mi columna vertebral. Esa tonalidad profunda y baja estaba mermando la fortaleza de la que tan orgullosa me sentía.
—No debería hacer eso —insistí, oponiéndome.
—¿Quieres que suplique? —dulcificó sus palabras para tentarme más—. Porque lo haré, Helena.
Y me permití flaquear. Solo un poco.
Apoyé mi mejilla izquierda al borde de su hombro. Reacomodé la posición de mi auricular con todo el cuidado de no tirar el suyo y me encogí contra el costado de Charles, descansando a pesar de que no era mi intención sentirme como una persona nueva gracias a su calor corporal.
Él puso su mano en mi espalda. Cerré los ojos con más fuerza. Tenía la maldita habilidad de hacerme vulnerable a sus tiernos ruegos y lo amaba. Lo amaba genuinamente.
—Haces que mi nombre suene bonito —mantuve la intensidad con la que claudicaba mis temblorosos párpados.
Charles me abrazó, abrigando mi complexión a costa del rechazo al que solía relegar nuestra relación.
—Porque tu nombre es bonito —opinó.
Oculté mejor mi rostro de sus ojos y, para ello, deposité la mano en medio de su amplio pecho.
¿Qué es esta complicidad? ¿Por qué no puedo pararla?
—No me trae recuerdos agradables —le expliqué—. Por eso prefiero que me digan Lena.
—¿Por qué? Si no es muy indiscreto que lo pregunte —inquirió, midiendo en todo momento esa barrera que se confundía con la amistad.
Tras una densa inhalación, tamborileé la punta de mis dedos sobre su polo de Ferrari.
—Fue lo último que salió de la boca de mi madre antes de morir. Tengo pesadillas con eso —respiré de nuevo—. Más de las que debería —reconocí.
—Lo siento —acarició mi espalda en forma de consuelo—. No sabía que había muerto.
—Han pasado diez años. Debería decir que ya lo he superado, pero supongo que hay cosas que nunca se superan —las escenas de aquella noche amenazaron com regresar, por lo que puse una marca de frenada y lo precinté—. Da igual cuánto tiempo pase.
—Te entiendo —su suspiro llegó a mis oídos, aunque la pieza de jazz intentaba opacar nuestra conversación—. A mí me falta mi padre y es horrible que ese hueco siga ahí todos los años, todas las Navidades, todos los cumpleaños —enumeró, desplomándose en la nostalgia de años mejores que ya no volverían.
Decidí que abrirme en canal no podía ser algo malo. Esa comodidad que me embriagaba con Charles era balsámica. Curaba unas heridas que el paso de las estaciones no había sanado aún.
—Bueno, en mi caso, mi padre volvió a casarse y tuvo otro hijo con Ana —el recuerdo de David lo iluminó todo de un fogonazo—. Es un chico precioso. Me enorgullece ser su hermana mayor —le expresé mi devoción por ese niño—. Es algo feo decirlo así —por un segundo, temí que lo malinterpretara—, pero es tan perfecto que se lo llevó todo consigo mientras que yo me quedé sin nada —la brecha se abrió y yo eché sal en ella—. Olvidó que tenía una hija mayor de la que ocuparse y a la que querer por igual —dije con amargura.
Realizó un adorable camino por la extensión de mi brazo antes de empujar su pómulo hacia mi cabeza. Ese inocente roce me relajó porque parecía estar susurrándome que lo entendía, que no debía sentirme como un monstruo por pensar que me habían abandonado porque así era. Mi propia familia se había olvidado de mi lastimosa existencia.
—La vida nunca dejará de sorprenderme, y las personas tampoco —denunció esas actitudes dañinas—. Lamento que te sintieras sola, chérie —ahí estaba el habitual apodo, transmitiéndome una paz sinigual.
—A todo puede una acostumbrarse y cambiar en lo que no esté de acuerdo —lo llevé por un camino paralelo adrede—. No sentía cariño sincero en esa casa y me fui. Gané fortaleza e independencia, pero perdí a mi padre para siempre. A veces se pierde y otras se gana —inhalé los residuos de su colonia—. Quiero decir que no debes hostigarte por lo de hoy —continué—. Estas cosas pasan. Muchas veces son inevitables.
Sabía que Charles compartía mis pensamientos y que, aunque hubiera metido la pata a tan pocos kilómetros del final de la carrera, pasaría página para volverse más resistente a golpes como ese.
Golpes que obtienes de pronto y que te pillan desprotegido, desamparado.
Apoyó su boca cerca de mi pelo. Comenzó a tararear la melodía que sonaba por los auriculares, ofreciéndome un magnífico sedante después de un fin de semana tan ajetreado. Lo atesoré como si el oxígeno se me fuera; guardé esos minutos en el rincón más especial de mi mente, pues no todos los días escucharía a Charles Leclerc bajo las ondas calmantes de mi jazz favorito.
—¿No estábamos hablando de ti? —mi plan fracasó, pero él parecía sonreír otra vez—. ¿Qué tipo de maniobra evasiva es esa?
Dijo todo aquello con sus labios a milímetros de mi frente. Yo tomé su gesto como un aviso. Se había acabado el juego porque era algo serio, algo importante de lo que tendría que ocuparse mucho.
—No estoy bromeando —me incorporé ligeramente. Mi mano sobre su abdomen mientras que mis ojos hallaban la senda a su plácida mirada—. Sé que te sientes defraudado contigo mismo, pero no hagas una mala costumbre de esto y cámbialo. Tu autoestima es demasiado valiosa, Charles —quería que reconociera su valor, que lo abrazara de cara a un futuro que podía resultar peor, más oscuro y nocivo—. Protégela.
Asintió, sacándome ese maldito nudo de la garganta.
—También haces que mi nombre suene bonito.
Lancé la vista al cielo que nos contemplaba esa madrugada. No quería. No quería desplomarme antes siquiera de aprender a distinguir lo que deseaba obtener en la vida.
—Odio cuando te pones así —me aparté algunos mechones del flequillo, rogando a mi pigmentación por que se comportara.
Pero Charles conocía la verdad.
—No lo odias —me observó dudar bajo esos ardientes orbes del color de la hierba que nos rodeaba.
Temblé, asustada de mis propias mentiras.
—¿Quieres dejarme ser dramática? —me aparté de su torso mínimamente—. Necesito mi minuto de egoísmo diario.
Esconderme de sus encantos era la mayor equivocación de todas por las que podría haberme decantado.
—Tú no eres egoísta —sus dedos entraron en contacto con una zona de mi cintura que había quedado revelada a la luz de sus traviesos ojos—. Nada de nada —recalcó.
—Veo lo que intentas, así que me iré antes de que lo consigas —recogí mi bolso en un mísero instante.
—¿Vas a dejarme solo? —cuestionó, olvidándose de tocarme para apoyar ambos codos en el suelo.
Yo me volví, tropezando con sus hermosas facciones.
—Sí —mi monosílabo le hizo ver más apenado—. ¿No decías que estás aprendiendo? Esta puede ser una buena forma de lidiar con tu soledad —le propuse mientras me quitaba el auricular.
Avancé y se lo coloqué en la otra oreja. Charles me miraba sin comprender, tan aturdido como un niño pequeño que no procesa los cambios de humor que sufre su progenitora.
—Tus auri ... —intentó decir.
—Ya me los devolverás. Busca una buena lista de reproducción y me lo agradecerás —vocalicé en el caso de que no oyera mi voz con la misma claridad. Me perdí en sus bonitas pupilas, pero logré inclinarme y besar allí donde su barba comenzaba a crecer más. Mis labios picaron el resto de la noche—. Buenas noches, Charles —su débil sonrisa supuso un verdadero triunfo para mí—. Descansa.
Me puse en marcha. Recogí mi chaqueta, pensativa, y revisé que Leclerc no se moviera más de lo requerido.
—Buenas noches, chérie.
Después de recolectar esas tres palabras, me fui del lugar y pulsé el número cinco dentro del cubículo metálico que me llevaría a la planta en la que se encontraba mi habitación.
Entré, con esa sensación de haber ingerido toneladas de alcohol en el cuerpo, y me metí directamente en la cama porque no podía soportarlo más. Decir que aquel tira y afloja entre Charles y yo me mataba no hacía justicia a la realidad. Y, aún así, dormí colmada de sentimientos que no quería borrar en absoluto.
A la mañana siguiente, me di una ducha reparadora y esperé a que Julia me enviara un mensaje de que saldría de su cuarto pronto. Desayunar juntas era nuestra tradición y no nos la saltabamos jamás.
Ella dejó de estar en línea cuando yo ya bajaba en el ascensor a recepción. Una vez en el gran hall, arrastré mi maleta y consulté al empleado que despachaba a los clientes. Él no puso ninguna pega a retener mi maleta hasta que regresara de tomar el desayuno.
Me disponía a darle las gracias, pero se adelantó a mi propósito.
—¿Helena Silva? —preguntó, revisando mis datos personales en la pantalla del ordenador—. El señor Leclerc dejó esto para usted anoche.
Me mostró los auriculares y una brillante sonrisa acompañó mi respuesta.
—Ah, muchas gracias —los agarré, analizando que estaban perfectamente enroscados—. ¿Él ya se ha marchado del hotel? —curioseé un poco más de lo que tenía permitido.
—Sí. Hace media hora, aproximadamente —no tuvo problema en contestarme—. También hay una nota.
—¿Una nota? —me paralicé.
El chico asintió y me dio el pequeño papelito, doblado varias veces para que su contenido fuera más difícil de leer.
—Sí. Aquí tiene.
Lo cogí. Mi corazón bombeaba con un vigor inaudito.
¿Es que no sabes utilizar cualquier aplicación de mensajería, Leclerc? Detallista hasta la muerte. Cómo no.
Su letra a mano, curva y legible, apareció en aquel pedazo de papel.
"Estás más cerca de crearme una obsesión nueva. Hablo del jazz, claro ;)
Nos vemos en Australia, ma chérie".
Incapaz de respirar, arrugué y guardé la nota en mi chaqueta.
El joven recepcionista estaba atendiendo a una mujer al otro lado del mostrador, así que me sostuve de la repisa y repetí para mis adentros que no debía perder los nervios. Sin embargo, eso había ocurrido sin que lo supiera y no había manera de recuperar la templanza. Mis previsiones no servían de mucho si Charles lo derribaba todo con un par de frases cariñosas.
—Dios ... Estoy jodida —me mordí la comisura inferior—. Muy jodida —repetí.
—¿Tan jodida como para hablar sola? —Julia interrumpió mis elucubraciones.
Se quitó las gafas de sol, cuestionando seriamente el incendio que corría por mis mejillas a horas tan tempranas.
—Sí —le di el trozo de papel—. Hemos llegado a ese nivel.
Mi amiga lo leyó, estupefacta. Al acabar la lectura del romántico mensaje de Charles, su acento español se hizo más notable y torpe.
—Joder, ¿de verdad? —maldijo en nuestra lengua materna—. Ha puesto el posesivo, Lena. ¿No estoy soñando? —dijo, impactada.
—No. No estás soñando —me dejé caer contra el mostrador. La emoción revolvía mi estómago en mil direcciones—. Ha puesto el maldito posesivo —afirmé en voz alta.
🏎🏎🏎
En esta novela no se habla de la carrera de México, pero sí se habla de lo bonito que es Leclerc 🥹
Las cosas se van complicando para Helena porque Charles no parece querer respetar eso de "solo amigos", así que puede que tenga que cambiar de estrategia o rendirse
Yo me decantaría por la segunda opción, eso seguro 🤡🤡🤙🏻🤙🏻
Nos vemos en unos días con otra actualización ✨
Os quiere, GotMe 💜
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