03 || baréin
Helena Silva
Al día siguiente, todo estuvo normal entre Charles y yo. El acuerdo de seguir como amigos y compañeros de trabajo era respetado por ambas partes, así que intenté no agobiarme demasiado y centré todas mis atenciones en la clasificación. Conseguir la pole position en la primera carrera de la temporada marcaría una buena ventaja para cualquiera de los dos y todo el box de Ferrari lo sabía.
No podíamos cometer ningún fallo.
Charles salía el primero, pero tanto mi supervisor como yo nos mantuvimos a la espera frente a los paneles de control mientras él entraba en la pit lane. Apenas un minuto y veinte segundos después, Leclerc obtenía el primer lugar, pasando por delante del buen tiempo que Max Verstappen había marcado. Y, por si eso no fuera suficiente, Carlos se quedó con la segunda posición. Era una excelente noticia que todos celebramos y, para mi sorpresa, el mismo Mattia Binotto se acercó a mi puesto con la intención de felicitarme por haber mantenido tan bien informados a los pilotos.
Una felicitación no bastaba para sentirme realizada, pero se lo agradecía. Solo quería hacer mi trabajo correctamente, aunque, por el momento, dicha ocupación no había escalado a su parte más difícil. El domingo sería mucho más complejo porque deberíamos mantener la calma y ayudar a que conservaran esas posiciones.
Las últimas pruebas antes de la carrera no dieron errores ni problemas. Todo estaba perfecto. Y, entonces, mis ojos viajaron por sí solos al coche con el número dieciséis. Encontrarlo vacío me resultó contradictorio, pues, según había escuchado del resto de técnicos, Leclerc solía acompañar al resto del equipo hasta el momento de la verdad.
Todavía faltaba una media hora antes de la vuelta de calentamiento, por lo que imaginé que Carlos y él se encontraban en el chequeo médico previo. Esa idea se cayó a pedazos cuando vi al piloto español entrar solo al box. Intentaba recolocar su mono de carreras entre largas y densas exhalaciones. Al verme caminar en su dirección, terminó de subirse la cremallera con una sonrisa de nervios y emoción.
—Lena, buen trabajo. La radio se escuchaba de lujo —me felicitó—. ¿Estarás conmigo o con Lord Perceval?
—Gracias, pero tú también has clavado las curvas antes. Con Charles, al parecer —respondí a su pregunta—. ¿Sabes dónde está?
Examinó nuestros alrededores un poco confundido.
—¿No está aquí? —ante mi negativa, elucubró acerca de su repentina desaparición—. Puede que ande entre los camiones del paddock. Le gusta estar solo antes de las carreras importantes, pero es raro que no haya vuelto ya —me regaló una mueca—. ¿Estaría abusando de tu confianza al pedirte que lo busques? No quiero que Mattia se ponga de los nervios tan pronto —bromeó él.
El jefe se paseaba por todos las esquinas de nuestra base de operaciones provisional con tal de comprobar que las cosas marchaban correctamente y, después de dos días trabajando con él, había confirmado que era el hombre sosegado del que tanto había oído hablar. No obstante, nadie quería poner en riesgo ese buen ambiente de trabajo con nervios inoportunos o inseguridades de última hora.
—Claro —no dudé en encargarme de su petición—. Lo traeré enseguida. Ah, y buena suerte —le animé mientras me retiraba del box.
—¡Gracias! —gritó en un castellano limpio y agitó su mano hacia mí.
Me escabullí de todos los trabajadores de Ferrari que entraban y salían del recinto supervisando los preparativos finales.
Se respiraba el nerviosismo y, de alguna manera, yo también empecé a sentirme así. Se trataba de mi primera carrera con la escudería italiana y nada me gustaría más que dar la talla. Conseguir un doblete en el podio sería como un sueño.
Charles debía estar deseando cumplir con las expectativas puestas en él.
Ojeé entre los camiones con nuestro logo y, tras una vuelta de reconocimiento, decidí probar al lado contrario del aparcamiento.
De repente, unas voces apartadas del bullicio me atraparon y bajé el ritmo de mis pasos. No supe muy bien de dónde venían hasta que una de esas personas exclamó, indignada, apenas a tres metros de mí. Su agitada conversación se producía detrás de unos arbustos que delimitaban la plazas de Ferrari y las de Mercedes.
En silencio, me detuve para escuchar mejor de lo que hablaban.
—¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que un piloto de Ferrari ganó el Campeonato? —apuntaron con una rabia contenida que me dejó de piedra—. No importa que tengan el coche más rápido de la temporada porque en Red Bull cumplimos con los requisitos para patearles el culo otra vez.
Fruncí el ceño.
Aquella voz me recordaba a alguien que no supe ubicar. La había escuchado antes, pero ningún nombre me venía a la cabeza.
—Infravalorar a tus enemigos es un fallo de novato, Max.
Oh.
Max. Max Verstappen.
¿Desde cuándo al campeón del mundo del año pasado guardaba tanto desprecio por sus contrincantes italianos? ¿No existía una deportividad sana entre todos ellos? ¿Acaso era una simple fachada que protegían de cara a los medios y al público? Nunca creí que esas palabras saldrían del que, hasta hacía unos días, había sido mi candidato favorito para la temporada.
¿Tampoco se llevaba bien con Charles y Carlos? ¿Por qué hablaba tan mal de sus enemigos naturales?
—Son ellos quienes nos infravaloran y lo sabes —rebatió el corredor—. Voy a ganar esta noche y demostraré a todo el puto mundo que quien sobra en la Fórmula 1 no somos nosotros —sonaba seguro de sí mismo y de sus habilidades, aunque no era para menos—. Voy a hacer historia. Para eso estoy aquí, ¿no?
Ese tono con el que hablaba me hacía sentir mal porque ... ¿Quién demonios se pensaba que era? Del equipo de Ferrari no había escapado ni una sola expresión de menosprecio hacia Mercedes o Red Bull. Nada de nada.
—Muy bien, pero después no digas que no te lo advertí —respondió el hombre que lo acompañaba.
—Eres un aguafiestas, Horner.
Encontrarme a los que habrían sido mi futuro jefe y compañero de trabajo, respectivamente, no entraba en mis planes para esa noche, aunque fue bastante revelador. La mentira que me había tragado todo ese tiempo se resquebrajó después de conocer la superioridad con la que el vigente campeón del mundo se refería a mi nueva familia.
Las pisadas se alejaron y yo me apoyé en el camión que tenía a la derecha. El crujido del metal alertó al otro fisgón de la zona.
—Me preocupa no ser el único escuchando conversaciones ajenas, Silva —su voz me sorprendió tanto que di un grito.
Al bajar la cabeza, encontré la figura de Charles en el bordillo del aparcamiento. Me costó verlo allí, pero su peto resaltaba contra ese fondo oscuro de arbustos recién podados. Había estado sentado ahí, delante del morro de aquel camión rojo, y, lógicamente, había escuchado lo mismo que yo.
—¿Qué haces aquí? —me acaricié el pecho, recuperándome poco a poco del sobresalto—.¿Disfrutas flagelándote antes de una carrera o cómo funciona? —luché contra la oscuridad del lugar para dilucidar la curvatura de su sonrisa.
—¿Me creerías si te dijera que solo quería tomar el aire? —suspiró sonoramente—. Aparecieron hace unos dos minutos y no podía moverme —me explicó lo ocurrido—. No suelo espiar a la competencia en mis ratos libres, la verdad.
—¿Has oído todo lo que decían?
Decidí agacharme a su lado y tomar asiento al borde de la carretera, justo igual que él. La imperiosa necesidad de confirmar que no había oído aquellos improperios estrujó mi alma. Me sentí aún peor cuando entendí que había asistido a más que eso.
—Creo que sí. Bueno, Max es un niñato —no dio rodeos al respecto—. Eso no ha cambiado. Pero que lo sea no significa que sus palabras sean ridículas. Además, tiene a un buen mentor. Christian Horner sabe lo que hace —estaba jugando con uno de sus anillos mientras me ponía al corriente—. ¿Qué pasa? ¿No esperabas que tu ganador fuera un tipo así de cruel?
—No es mi ganador —negué, enfurruñada—. Conozco la lealtad, ¿sabes? —Charles levantó su mano a modo de disculpa y yo respiré hondo—. Sonaba como los capullos de mi facultad cuando me gané la plaza a estas prácticas y ellos se quedaron a dos velas.
Aunque dejó la estela de unas risotadas, ni siquiera llegaron a cobrar fuerza y murieron sin que pudiera oirlas debidamente. Si hubiera podido, las habría conservado durante el resto de la temporada.
—Es esa actitud la que lo hace peligroso. Su agresividad no es una broma —apuntó, preocupado—, aunque supongo que eso ya lo sabes.
Ganó el Campeonato gracias a un ímpetu demoledor del que Charles ya estaba avisado. El resto de Ferrari también temía la fuerza y el empuje de la estrella de Red Bull. Cualquiera temería a Max Verstappen.
—Ser amable también es importante —farfullé, contagiándome de la pena que se ahogaba en su voz—. Carlos y tú tenéis las dos cosas.
—¿Intentas animarme? —se burló.
—Sí —al afirmarlo, eché la mirada hacia él y me topé con el intenso brillo de sus orbes a pocos centímetros—, tengo un par de ojos medio rotos, pero las lentillas me ayudan a ver que no has dejado de crujirte los nudillos desde que llegué —dije, perspicaz.
Miró sus manos, que habían sufrido de varios ataques durante esos minutos de reflexión.
—Es una manía tonta —las movió, restándole importancia.
Charles y yo nos parecíamos en eso: la autoexigencia podía ser nuestra mejor aliada y, a la vez, nuestra peor enemiga.
Se apartó, cargando con la vergüenza de que me hubiera percatado de su estado anímico. Aunque no era nada de lo que tuviera que arrepentirse, comprendí que su delicada posición le obligaba a fingir una normalidad de la que no gozaba. Hasta que las primeras carreras no pasaran, Charles Leclerc seguiría apurando aquellos minutos en soledad antes de subirse al coche porque no podía hacer otra cosa si pretendía relajarse y rendir en la pista.
Él contra el resto del mundo. Él contra una marea de infortunios que, muchas veces, no podría controlar.
—Dame tu mano —exigí.
—¿Eh? —se giró, ojiplático.
Probablemente pensó que había escuchado mal, que su traductor automático había mezclado las palabras en inglés en otro orden.
Sonrojada, estiré más mi brazo, con la palma de mi mano abierta y a la espera de una respuesta que no me dejara en ridículo.
—Dame, venga —para mi descanso, Charles reaccionó y me ofreció su mano derecha—. Mi padre me enseñó a hacer esto cada vez que me ganaban los nervios. Solo tienes que presionar aquí, ¿lo ves? —le indiqué un punto entre su pulgar e índice. El calor golpeaba mis mejillas, pero no podía pasarlo por alto si él se encontraba tan alterado como para fingir la sonrisa—. Y masajear la zona para eliminar el estrés —realicé una serie de círculos bastante torpes sobre su piel. Sentía sus pupilas fijas en mi rostro y, por supuesto, eso no me ayudaba a soportar el vertiginoso pulso de aquel órgano llamado corazón. Ese que me alertaba de lo que pasaría si no delimitaba un límite entre los dos—. Tener a tanta gente hablando sobre tu rendimiento, sobre lo que eres capaz de hacer y lo que no ... Es mucha presión, ¿no? —balbuceé.
Ese sentimiento que distaba de la amistad volvía a la carga y me zarandeaba con una violencia explosiva.
—Sí —me reconoció en un susurro. Su aliento chocó contra los mechones castaños que huían de mi recogido. Estos se retorcieron en el aire frío de marzo—. A veces demasiada.
El piloto destensó los músculos del antebrazo, deleitándose en las caricias que no debería estar recibiendo de mi parte.
Inspiré, preguntándome a mí misma si podría soportarlo.
Ladeé el cuello y, sin decir nada, me apoyé en su hombro. Ese debía ser el movimiento más íntimo que me permitiría con Charles. Solo estaba recargando energías y él, a su manera, también lo hacía gracias a nuestra cercanía. No rechazamos el apoyo silencioso qu nos regalabamos mutuamente, ya que, a pesar de todo, nos moríamos por disfrutar de la debilidad que se desprendía del otro.
—Ya ... Hagamos esto —recobré algo de poder sobre mi lado más sentimental—. Pondré en privado el canal cada vez que quieras maldecir a Red Bull —le hice reír, aligerando el peso en mi pecho—. Solo yo escucharé tus insultos, incluso si prefieres hacerlo en francés o en italiano.
—Aprenderás muchos idiomas si hacemos eso, chérie —comentó, más alegre.
—No me vendría mal —fruncí los labios, reteniendo la felicidad que intentaba huir de mi ser—. Los insultos son la mejor parte de aprender un idioma. Son muy útiles cuando quieres descargar tu ira sin que el resto se entere.
Estábamos demasiado cerca y a ninguno le importó.
Mi integridad emocional temblaba con Charles ahí y me dejé arrastrar por ese anhelo egoísta de calmarlo.
—Gracias por los ánimos —me agradeció al cabo de un minuto en completo silencio.
—No hay de qué —di unas palmaditas a su dorso. La rugosidad de sus venas logró aislarme del ruido a nuestro alrededor—. ¿Te sientes mejor?
Se puso en pie, rompiendo todo contacto físico. Una vez parado, estiró sus brazos rápidamente y echó un vistazo al lugar. Debían estar buscándole más personas que antes.
—Sí —soltó un suspiro y me tendió la mano—. De acuerdo ... Tenemos una carrera que ganar. En marcha —yo me impulsé y quedé junto a él, erguida y pensando en los casi veinte centímetros que había de diferencia entre Charles y yo—. ¿Dónde has dejado tu gorra? —golpeó con suavidad la cima de mi cabeza.
Confirmé que no estaba sobre mi cabello y rescaté el paradero del objeto de mi polvorienta mente.
—En mi habitación —limpié el trasero de mis jeans mientras escrutaba el relajado semblante de Leclerc—. Por si no te has dado cuenta, es de noche —le sonreí, evidenciando un dato que no pasaba desapercibido en absoluto.
Y él, en lugar de contestar a mi ingenioso comentario con otro del mismo nivel, se retiró la gorra que había paseado todo el día y me la puso a la fuerza. Aunque me pilló desprevenida, no me negué y conté los segundos hasta que Charles la hubo colocado sobre mi alborotado cabello. El viento no daba tregua esa noche, así que fue un detalle que tuviera en cuenta mi desaliñado aspecto.
Con el rubor por todo mi rostro, vi cómo ponía en su lugar la visera.
—Entonces cuida de la mía —dijo, satisfecho con la solución.
No estaba muy desajustada, por lo que palpé la parte trasera del accesorio y agrandé la sonrisa para él. Cada vez que me miraba, sentía una oleada de emociones nuevas quemarme el estómago. Necesitaba hacerlo feliz a cualquier precio y, si llevar su gorra me acercaba a ese objetivo, no lo cuestionaría.
—Está bien —asentí. Él solo sonrió, tan tímido que me entraron unas ganas horribles de echarle una foto y guardar la estampa como mi fondo de pantalla—. Te la devolveré cuando vea ese P1, Perceval —le advertí.
Caminando entre los camiones, examiné la forma que tenía el tejido del traje al agarrarse a su complexión. Los músculos se le marcaban más de lo debido y, acalorada, tragué saliva.
—¿Por qué estás copiando a Carlos? —me recriminó a mitad de camino—. Odio que me llame así ... —gruñó.
—Pues acostúmbrate —otra amenaza que le divirtió más de lo diría públicamente—. Tú me llamas chérie a todas horas.
Charles redujo el ritmo, echando la vista sobre su hombro con tal de confirmar que le seguía a menos de un metro.
—¿Es que no te gusta? —me preguntó, sonriendo.
Resoplé y llegamos a la entrada trasera del box de Ferrari. Como el caballero que siempre era, mantuvo la puerta abierta y yo crucé el umbral de esta. Recibí la mirada de algunos compañeros que respiraron en paz al ver llegar a Leclerc.
—¿Quién ha dicho eso? —dejé la pregunta en el aire y fui a mi puesto sin perder el rastro de su bonita risa.
Todo estaba listo. Los corredores en sus puestos mientras el silencio sepulcral hacía su trabajo y nos mantenía en tensión.
Los semáforos cambiaron de rojo a verde en el tiempo acordado y el rugido de los motores ensordeció el lugar. Ese desgarro auditivo me invitó a presionar los auriculares para escuchar a Charles en el caso de que hubiera algún problema en la salida. Los primeros segundos de la carrera eran decisivos porque el coche podía descomponerse de repente y, llegados a ese caso, no tendríamos mucho margen de error.
Pero, por suerte, su salida y la de Carlos fueron envidiables. Resistieron bien. Los niveles que aparecían en mis pantallas acompañaban la imagen retransmitida por televisión. Charles se posicionó en primer lugar con los dos coches de Red Bull a sus espaldas. Ahí activé mi micrófono.
—Buen comienzo, Charles, pero tienes a Verstappen en el culo —analicé las cifras en el contador—. Hay menos de un segundo entre vosotros.
—Va a pasarme —señaló él—. No puedo forzar tanto el acelerador. El motor todavía está frío.
—Vale. Recibido —pasé la lengua por mis labios y observé al compañero que orientaba a Carlos en la silla contigua—. Ábrete y dale espacio. Solo procura no separarte mucho de él. Ayúdate del DRS después —contemplé la imagen en el monitor superior.
—Entendido. Te copio —cortó la conversación.
Los siguientes segundos fueron determinantes. Si Charles hubiera cedido al contraataque de Verstappen, remontar habría sido un verdadero infierno.
—¿Todo bien con el coche? —me atreví a cuestionar.
—Todo bien —respiré con fuerza.
—Vale —el piloto de Red Bull estaba ganando velocidad y apenas lograría contenerlo a esa distancia—, aguántalo hasta la próxima curva y cuélate por dentro. ¿Me copias?
El sonido de su radio abierta me tranquilizó.
—Ok. Te copio.
A partir de entonces, la lucha entre Charles y Max se encarnizó más y más. Mis ojos se empañaban de la emoción cada vez que nuestro piloto encontraba el punto exacto y recuperaba su posición como líder de la carrera. Fue una montaña rusa que no paró hasta la última vuelta, con Carlos protegiendo la segunda posición y Charles llegando a la meta sin ser consciente de lo que había ocurrido.
Mi voz lo despertó. Mi voz y la de muchos otros que gritaban y vitoreaban detrás de mí cuando Sainz se coronó segundo.
—¡P1, P1! ¡Tienes el P1, Charles! —la boca me dolía de tanto sonreír y no paré hasta que las gotas me encharcaron los ojos—. ¡Carlos es P2, detrás de ti!
Él gritó eufórico y entendí que nada se habría comparado a aquella sensación si hubiera elegido Red Bull.
Con el vértigo sosteniéndome, comencé a llorar de puro júbilo porque comprendí que ese lugar había estado para mí desde el principio. Comprendí que Red Bull no me habría dado nunca tantos motivos de celebración ni me habría hecho sentir tan llena como lo hicieron Carlos y Charles después de esa carrera.
Escogiste bien, Helena.
—¡Eso es, joder! —chilló en mis oídos—. ¡Vamos!
Orgullosa de los chicos, me limpié la cara y continué mirando los pantallones que anunciaban la victoria doble de Ferrari.
Recordé haberme cuestionado aquello tras mi encuentro con Charles en la fiesta: ¿Qué tiene Ferrari que no tengan los demás equipos? ¿Qué tiene Ferrari que no tenga Red Bull?
A ellos. Los tiene a ellos.
Me mordí el labio inferior. Con algunos compañeros abrazándome y felicitando el trabajo realizado, acepté que aquel chico con el escudo del caballo grabado a fuego en su pecho llevaba la jodida razón.
Ahora lo veo, y ojalá siga viéndolo el resto de mis días, Charles.
El podio pasó frente a mí como una película que vi en la lejanía. Solo acerté a contemplar cómo los dos pilotos se rociaban de champán y reían estruendosamente antes de que el resto del equipo nos llevara a la zona opuesta del paddock.
La gente, exaltada, recibió con los brazos bien abiertos a Charles y a Carlos, que corrían a través del recinto casi sin aliento. Cuando su cabello castaño entró en mi campo visual, mi corazón dio un breve salto. Reconocía a quien se había convertido en más que un compañero, en más que un orgullo personal.
Ellos recibieron las felicitaciones de todo el mundo mientras el fotógrafo arreglaba el plano, preparándose para proteger aquella noche a los ojos del tiempo.
Sin darme cuenta, algunos técnicos empujaron a Charles hasta mí. Él tenía la mayor sonrisa que había visto nunca. Sus hoyuelos presidían la armonía de un rostro que gritaba, aceptando la realidad que tenía por delante, en lugar del joven piloto.
Nos observamos y él reparó en mis ojos hinchados, pero la alegría le prohibió resaltar aquella parte de mi fisonomía.
—Sabía que lo conseguirías —me aferré a su brazo, todavía sumergida en aquel sueño—. ¡Felicidades! —levanté la voz para evitar que se perdiera entre todos los vítores.
—Gracias, Lena —se agachó ligeramente. Al acortar la brecha, mi nerviosismo regresó a primera plana—. Me has ayudado a no perder la cabeza antes —su comentario me sacó los colores.
—¿Qué dices? —reí, apurada—. Odio que me echen flores, así que toma —le ofrecí la gorra que tenía grabado el diseño de laurel propio de un campeón—: tu gorra —sus pupilas brillaron al entender el significado de la imagen.
La tomó y cubrió con ella su cabello mojado por el champán. Aún más sonriente, se acomodó la prenda y me regaló una visión que guardaría bajo llave.
—Es más bonita de lo que recordaba —la palpó, tiritando de la conmoción.
Todos gritaban para que nos agrupáramos de cara a la foto, pero nosotros andábamos extraviados en la mirada del contrario.
—Charles —lo llamé a pesar de que toda su atención estaba en mí y en mi rímel corrido.
—¿Sí? —recibió un empujón que me facilitó la tarea.
Llevé ambos brazos tras su cuello y me abracé a él.
Mierda. Había querido hacerlo desde que acabamos en aquel estrecho cuarto de la limpieza, testigo de una atracción de lo que no podía deshacerme.
—El título de campeón te sienta muy bien —acerqué mi boca a su oreja.
Sabía que me estaba equivocando, que lamentaría haber probado el cielo de su mano, pero todo lo que ansiaba en aquellos momentos era decirle que agradecía su atrevimiento de sostenerme antes de que aquel hombre mayor me atrapara en la penumbra del hotel días atrás.
Charles me levantó en peso y un grito muy agudo salió de mi garganta para incrustarse en los tímpanos de nuestros compañeros.
En ese corto período de tiempo durante el que se apoderó de mi cintura y celebró conmigo su victoria, me tropecé con los grandes ojos negros de Carlos. Él se echó a reír, presenciando el íntimo momento que compartían su ingeniera y su compañero de equipo. Tintó mi rostro de un rojo más notable incluso que el de nuestra vestimenta y, pese a que la vergüenza me atacaba en todas direcciones, replegué mis manos contra la nuca de Leclerc y recabé sus dulces risas de cara a un futuro menos imprudente.
Más allá de los torpes impulsos que me hubieran invitado a abrazarle, tan solo quería darle una felicitación que estuviera a la altura de lo que merecía.
Cuidadoso, se preocupó de que su gorra no cayera de mi cabeza.
—Debe de ser porque me siento un ganador ahora mismo, chérie —me explicó, roto de exaltación.
No puedes sentir menos que eso, Charles, porque lo eres.
Mi ganador y el de todo el mundo.
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26/10/2022
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