𝕊𝕖𝕩𝕥𝕒 𝕡𝕒𝕣𝕥𝕖
Buenos días, estrellitas 🦦
Puede que a partir de ahora las cosas se torneen algo complicadas en lo los lapsos de tiempo respecta, además de las idas y vueltas entre el pasado y futuro. Espero poder ser lo más clara posible.
Les voy a ser sincera, es complicado hasta para mi poder hacer esto. Jamás lo hice y es bastante duro hacer personajes creíbles, una buena trama y no tener errores de continuidad. Debido a eso estaré, en algunos días, editando los primeros capítulos, los cuales presentan distintos errores de ese estilo.
Espero que les guste, porque hay algo que quizá no les parezca o pueda llegar a decepcionarlas/os.
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La pared de pasada blancura se encontraba desnuda ante la humanidad. Casi rota y con reflejos de juventud en sus viejos materiales. Sus roturas eran arrugas y la ventaba su paloma mensajera que la conectaba con el mundo actual, siendo así su única oportunidad de visibilidad, pues nadie querría jamás ver una pared fea. Sin embargo, Stanley estaba ahí, un poco menos viejo que la pared, pero con líneas devorando su delgado rostro y con una pequeña rotura en sus lentes redondeados, específicamente en el lente izquierdo, donde un rasguño nacía en forma de raíz. Ellos estaban visiblemente nublados, pues el día gozaba de cargada humedad y el continuo respirar de Winston no hacía más que avivar el efecto.
Estaba quieto, con la mano derecha anhelando salir de la ciudad, abarcando la inseguridad de volver a abrir su boca. Por unos instantes, luchó contra la oposición de mantenerla cerrada. Las ganas de cantar no eran más que susurrantes deseos, plegarias ante un rey que no cede, mientras los pueblerinos tenían conocimiento de que su palabras o voto nada valdría. El rey seguía siendo él.
–And i'll try to sing out of key...–
Entonó con tímida vehemencia, siendo como un grito de cristal queriendo romper ladrillos. Su garganta raspaba las palabras, casi un dolor eterno el dejarlas salir. Tanto le costó hacer esa acción que sus músculos se tensaron, manteniendo la postura y haciendo que el diafragma se tense, dando como resultado un manojo de nervios en forma de palabra.
Las manos le pesaban, simulando ser pesas que lo arrastraban hacia el centro de la tierra. Su sangre era bombeada fuertemente en las tuberías de su cuerpo y los ríos y ríos de lágrimas abarcaban los extensos caminos de sus dedos se convertían en clamor añejo, entintando sus dedos de tinta rojiza, pero dejando el tintero de lado. Ahora la ventana se encontraba culpable de lo que veía, incapaz a de gritar o de siquiera quedar espantada. Solo podía ver como su creador se ahogaba en su emoción.
Por su mente solo podía pasar los recuerdos de un pasado cantarín. Uno en el que el olor a cigarrillos y a alcohol primaban antes que el de las flores, siendo temiblemente cierta la grita entre la adolescencia y la adultez. Ahora era un señor y solo las arrugas parecían ser su tarjeta de identificación, pero siendo esta la única prueba de su cambio, puesto que los demás aspectos de su ser no eran más que agua a contracorriente, chocantes y ruidosas la una con la otra. La inmadurez nata jamás se fue, sigue estando allí y muy latente. A veces olvidaba el presente y era sumergido en aquellas sensaciones de plena alegre melancolía, sin saber si es que el pasado alguna vez fue tan bueno como ahora podía recordar, pero aún estando preso de las sensaciones adyacentes a la auto reparación. Cuando su piel era tocada por el viento su sistema nervioso se ponía alerta, rememorando instantáneamente momentos en los cuáles era libre como un espectro inamovible de su cuerpo, sin saberlo siquiera. Aunque, bueno, todo instante de felicidad parecía ser revuelto en una espesa niebla.
–Hace varios años, madre, fui obligado a jurar amarte. –de repente, su voz cobró más fuerza de la que creyó poder manejar, queriéndola suavizar para no dejarse la garganta más rota de la que estaba. De este modo, sus dientes chirriaban de hostilidad– No recuerdo quién fue, pero alguien alguna vez me había dicho que yo tendría que hacerlo.– La tenue luz del día nublado lograba iluminarlo levemente sus añejas facciones, como lo hizo alguna vez las añoranzas que los sueños le provocaban, mientras que el ácido dolor en la punta de su lengua se hacía cada vez más doloroso, teniendo que arrastrarla para pronunciar correctamente. Tragó una vez más su pastoso aliento sabor a durazno, costando más de lo normal. Cambió su dirección hacia la mesa de enfrente, donde yacía una desolada grabadora de voz. –Natural e ingenuamente, he de decir –río satíricamente– creí que a ti también te habían hecho jurar eso hacía mi persona. Pensado que tal vez en algún momento tendría algo de tu afecto es que te acompañé hasta el último de tus alientos. Ahora, heme aquí, sin nadie más que el vacío que tu y más persona causaron en mi vida. –bramó como un gotero liberando todas sus gotas de dolor en cada una de sus palabras, mojando hojas de la historia con su egoísmo, pero dejándose fluir como ninguna otra vez. Escupía con fuego cada letra y entre dientes se esforzaba por no gritar cada una de ellas. –Fuiste una revolución en lo que me queda de eternidad. Una turbulenta y solo hecha con fines turbios. - finalizó con extraordinario dinamismo en su gesticulación, exagerando en los movimientos manuales para hacer énfasis en el dolor que le costaba expresar. Estuvo espléndido, y eso, le construyó una leve sonrisa de orgullo.
Se iba acercando de forma lenta, encorvado y contraído, sintiendo el irracional miedo de que la grabadora le gritase, manteniendo su andar silenciosamente ansioso de pisada firme, pero pies torpes. Los brazos a sus costados eran su intento de refugio ante tanta diversas de posibilidades, atosigado entre tantas olas de vitalidad venenosa que lo mantenían con la cabeza en la tierra, a sospechas de que algo podría saltar en cualquier momento. Logró llegar hasta la única silla de su mesa, la cual, irónicamente, daba a su amada ventana. Con un gesto de ira pura, la movió con una violencia tan característica de su pasado yo.
–Madre, yo solía amarte, pero dejé de hacerlo cuando desperté de mi fantasía que tanto me habías hecho creer. Me hacías ver que solo yo podía existir gracias a ti, y que tu existías gracias a mi. –comentó vomitaba mente, tratando de no generarse ahorcadas– ¡Demonios! ¡Te di toda mi jodida infancia y aún así quería más! ¡Eras una vieja asquerosa! ¡Solo me explotabas!. – terminó repentinamente de exponer como una ráfaga de helado frío que se liberaba sin cesar.
De repente, el tiempo parecía haber parado, a la par que los pequeños ruidos ya no tenían cavidad para entrar en esa pequeña escena reveladora. El mundo estaba pausado por primera vez desde que él decidió mantenerle en constante movimiento para su goce despistado.
Nuevamente, tragó con dificultad las palabras de asombro que por su garganta querían escapar, dejándolas morir en sus fauces. Con gran actuación y aparente admiración hacia su persona es que terminó de decir aquellas oraciones. Se sentía revoloteando en su propia alegría, como si la mejor parte de su vida se hubiera realizado hace tan solo segundos, pero siendo comparativamente insignificante con el vacío que vivir le generaba. Estaba satisfecho, claro, pero era más bien como si hubiese ingerido comida chatarra, algo rico y de valor instantáneo en sus papilas gustativas, transformando la adicción en un gusto constante en su alarmante clamor por más y más. Él quería más. Ansiaba conocer hasta la más mínima parte de sus personajes, saber quiénes eran, sus culturas y distintos pensar, a la vez que quería desvincularse de ellos para hacer de la obra aún más incalculable para su placer.
Tenía la costumbre de verse a la espejo e interactuar con sí mismo como si de John se tratase, mientras Paul le hablaba de su día o cantaba una bella canción, la cual sería, generalmente, de cuna y vería su catarsis en el estribillo de la misma, volviéndola un himno para los entristecidos seres con esperanza aguada.
Cada parte del rompecabezas de su vida estaba conformada por pequeñas piezas de momentánea satisfacción monótona y meramente personal, por más egoísta que esto sonase, es la verdad que la razón que la existencia oculta. No existe. No hay. La razón de la vida es solo una constelación de titilantes instancias de adictiva felicidad, y estas se ven remarcadas de melancólica nostalgia, haciéndonos unos obsesivos por recrearlas hasta el cansancio y encontrar allí lo que denominamos como felicidad, como recuerdo. Y es que eso mantenía a Winston sin dormir, saber que en un pasado fue feliz con alguien o pensar que nunca fue amado de verdad lo mantenía despierto en las sudorosas e incontrolables noches, días, madrugadas o cuando quisiera el tiempo, sumergido en la ansiedad.
Frustrado e inundado de vuelta por la generalidad de la frustración por la amargura de la realidad, agarró fuertemente la punta de la grabadora, tomándose unos minutos para recapitular toda información que en ella estaba. Quizá a Stuart le interese escuchar la revelación que tendría John en este capítulo, puede que haya pasado ciertos hechos por alto y él le haga saber su equivocación. Se encontraba en una posición con tendencias a difusas roturas, por lo que la ayuda de alguien no le vendría mal, aunque esta persona no esté precisamente interesado en su libro. Por un lado creía en que su nueva historia podría ser diferente a los demás de su colección, siendo el más personal de los más de 6 libros que llevaba de carrera, por otro lado, ni siquiera él sabía porqué era tan personal. No entendía de donde es que venía la extraña sensación de calidez y tristeza que escribir todos los capítulos le representaba.
Las palabras fluían mágicamente por sus dedos cuando la inspiración venía a él, llenando el vacío que en su corazón estaba, imaginando que alguien estaba allí con él, encarando a John para rellenar su propia vida de desamado. Winston a veces olvidaba que la ficción era real en su propia cabeza, y que esta no era más que vívida cuando las frases que sentía cobraban coherencia cuando quedaban inmortalizadas en insignificantes pedazos de papel con tapa. Una tapa que seguramente representaría el resumen de lo que su obra trataría para generar un efecto de atracción con lector, y creando un vínculo entre el mismo y el autor, sin saber que él solo estaba interesado en escribir para sí mismo, desconociendo a ciencia cierta el mensaje o el porqué de su obra. Winston solo lo hacía para sentirse menos solo. Quería encontrar una respuesta a sus preguntas para crearse más cuestionamientos, para así, quizá, encontrar algún lugar en que su cabeza pueda dormir. Lejos de la gran ciudad es que caminaría a la paz, más nunca a la par.
No le gustaba aceptarlo, pero el tren se estaba yendo. Su tiempo en este lugar solo contaba para que de un soplido su presencia acabara, y eso, lo destrozaba. Le costaba aún utilizar el bastón que le recomendaron usar solo porque no quería verse así mismo como un cincuentón de mala salud. Era una patada de caída al suelo a su ego bien forjado durante sus años de escritor solitario que vivía en su torre de fantasía, escribiendo sobre gente inmortal, amores enredados y magia en el infierno.
Con algo de dificultades y mal humor, se dirigió nuevamente hacia la ventana, objeto que había adquirido relevancia durante sus últimas décadas, pero de forma lenta y algo pensante. Estaba inverso en el mundo de semi irrealidad donde él se llamaba John y en donde la soledad solo parecía ser una compañera de una noche. Winston se consideraba así mismo como un prostituto literario, vendiendo sus servicios al mejor postor y queriendo ser halagado por sus clientes. Él solo podía satisfacer las necesidades secundarias de la distracción, llevar a otras personas a su mundo y hacer que ellas tuvieran una visión propia del suyo, creando uno aparte, con sus propias leyes y personalidades. Puede que en algún punto la gente creyera que Paul alguna vez existió, o que siquiera él alguna vez tuvo un enamoramiento así de carnal y pasado con alguien, reflejándolo en su narración. Lo cierto es que Winston era más autobiográfico de lo que pensaba y quería aceptar.
Durante años la vida sólo tenía sentido en torno al arte. De cualquier rama, Winnie podía hacerlo y ser grande en lo que le gustaba, pero siempre ente omnipresente en cada una de sus producciones, alguien que marcaba todas su obras. La soledad, esa cruel y hermosa dama a la que todos añoramos en algún punto, había seguido a Winston desde que sus padres se separaron y la casa de su tía se había vuelto el refugio de un vulnerable pequeño de no más de cinco años de edad. Podía recordar a la perfección las noches de marcadas respiraciones agitadas y llantos esporádicos que buscaban el alma de su madre a sus diecisiete años, admirando cómo está joven señora con el pasar de las décadas, más próxima a la cuarta, iba adquiriendo un rostro y un nombre que poco y nada tenían que ver con una mujer: Paul McCartney. La soledad era un chico, uno muy encantador y de buena presencia.
Stanley no sabría explicar de qué ruta salió aquel apuesto rostro o desde cuando sus almas se sentían tan próximas la una de la otra, pudiendo verse embriagado por los irreales abrazos que estás de daban cuando escribía, del mismo modo que el abandono deplorado cuando dejaba de hacerlo. A veces percibía como si él estuviera aquí o como si Winston estuviera allá, no importa el lugar, ellos estaban juntos en ese mar indescifrable. Al final del día, el cincuentón se encontraba sentado, solo y desganado en un rincón de su apartamento, con los dedos manchados de pintura rojiza y una nueva creación con su cara en ella iluminando su noche, queriendo verse envuelto una vez mas por los brazos de aquel ser imaginativo. Allí es que se preguntaría el verdadero valor que toda su vida tenía si es que tan vacío se sentía sin la soledad, sin Paul a su lado. Nunca lo había visto, jamás había hablado de él con alguien, pero creía que estaba allí, viéndolo y, quizá, amándolo como Winston lo hacía.
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Las manecillas del lugar se movía con lentitud, aumentando de forma acelerada la desesperación de Stuart Sutcliffe, un tipo de complexión elegantemente delgada expresada con total formalidad y sabiduría en su andar y vestimenta, la cual era vista como antigua pero de gran encanto. Con pequeños tintes de glamour, él parpadeaba esperando la hora de su cita moviendo los dedos en un escéptico transe de ritmos inventados, repitiéndolos sin cesar por, al menos, 20 minutos. Tamborileaba como si de una estrella de rock se trataba, riéndose de sí misma ante tal pensamiento pato de hacerlo. Debía controlarse, no había cavidad para ningún mechón fuera.
No podía evitarlo, por más que sus pensamientos le dictaran lo contrario, el adulto de no más de treinta años seguía amando tanto la música como su a propia vida, más específicamente el rock clásico de los 70's y la música francesa de la segunda mitad de los 60's. Estas épocas habían marcado gran parte de su ser y la percepción de su de realidad había sido delineada por las destrozadoras letras golpeadas por las mieles y responsabilidades de la adultez que cada vez parecería ser más tardía en los tiempos que transcurrían. Las palabras que los cantantes libraban por sus labios no eran más que decepciones y rupturas amorosas ante tanta previa admiración juvenil hacia ese mundillo in concebido de la plenitud madura, eran jóvenes adultos ya crecidos, pero poco quedaba de aquella juventud tan aclamada por los adultos que ahora se dedicaban al recuerdo. En el presente la vida resultaba más dura y tal vez el amor no se encontraba a la vuelta de la esquina como las canciones pop solían narrar. ¿Quién iba a ser feliz en los tiempos después de la guerra? Nadie, puede que por ello se distraían pensando en cosas irreales.
Sin dudarlo, Stuart se veía así mismo como una canción de Françoise Hardy, suave, dulce y enigmático, pero sobretodo, cambiado por graves momentos de inexactitud. Observando cómo la vida de los demás parecía ser artificialmente perfecta, mientras que él se encontraba al otro lado de la esquina para poder verlos, sin razón aparente. Su madre solía pensar que tenía alguna tipo de fetiche por ver gente en la calle, él solo quería imaginarse que cada una de esas personas aparentemente felices ocultaban todo detrás de sus pieles sintéticas.
Oh suave y hermosa vida, ¿Desde cuando parecías tan sola y hermosamente triste? ¿Alguna vez alguien te hizo tanto daño como para que actúes así? Solía preguntarse el pequeño adulto en sus noches de apogeo. Él puede que no sea la mejor persona para juzgar a la vida, puesto que era egoísta y egocéntrico hasta la médula, optando por la profesión de psicoanalista solo para escuchar las depresivas vidas de alguien más que no fuera sí mismo. Encontraba fascinante escuchar las palabras en pena salir de sus boca y quedar con cara de naipe, alegrándose de que su vida no era así. Aunque, era cierto que al mismo tiempo eran una forma de poner su atención en otras cosas, debido que había casos que realmente eran de su genuino interés.
Pocas cosas en su vida lo había sacado de su estado escéptico y continuó. Solo seguía en línea recta lo que todos querían que fuera, solo están esperando algún día encontrar algo que sea divertido para él y que de algún modo le dé algo de diversión a su miserable existencia. Ese día había llegado cuando un semi famoso autor de novelas de terror tocó a su puerta. Stuart jamás había imaginado en lo que sus sesiones significarían más tarde para su diversión.
Estaba encantando. El caso de este sujeto era más divertido de lo que a primera vista parecía.
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En este capítulo -y probablemente en otros- no hay intervenciones con oraciones en cursiva. ¿Pista? Jamás fui yo la que narré.
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