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ℕ𝕠𝕧𝕖𝕟𝕒 𝕡𝕒𝕣𝕥𝕖


   Era medianoche cuando dio cuenta de su presencia en el departamento desalojado. El frío, atorado en la simpleza de su monoambiente, caló profundamente por los huesos de su cuerpo apenas y la puerta de su departamento fue abierta. Un leve escalofrío nació de su columna vertebral, explorando y hallando nuevos horizontes a lo largo de toda su extensión, profundizando en sus hombros y mantenido se allí hasta que una furiosa movida de hombros lo hizo volar.

    Su profesionalismo había sido abandonado por latas de cerveza y un sillón falto de aquel hermoso sueño que advertía tener. El brillo con el que desprendía hermosura no era nada más que una vil gambeta que consolaba sus penas en cocteles de ruido interminable ante los flashes del parpadeo social. Su deslumbrante cuero era solo cuerina con esplendor enaltecido por las miradas que querían recibir.

    Él mismo pudo probar cuán opuestas eran sus situaciones cuando el sillón lo hundió en su derrota contra el mal querer de la noche, quién era tan helada y gélida como la mirada que la luna le dedicaba desde el balcón del piso.

    Su lúgubre mirar era puesto en marcha por el motor psico que lo controlaba cuando la individualidad se acercaba a su cuerpo discretamente por las sombras proyectadas en la pared. Penumbras que se movían al compás que su pasado viajaba entre sí mismo y su futuro con un suave vaivén tan tranquilo como desgarradoramente desesperante. Su cristalino resplandecía cuando la luz lunar dejó de acariciar su lugar en la habitación y sólo se embaucó en el carrusel de pensamientos que, con devoción, se encargaba de sondear toda oración de controversial significado a los conocimientos que su mente maquinaba con tal de llegar al punto cúlmine de aquella catarsis bañada de inseguridades.

El departamento desprendía una suave cantidad de humedad, que sólo hacía presencia en su cascarón cuando al mezclarse con el gélido clima, calaba fuertemente en sus huesos de papel. Su cuerpo comenzó a temblar debajo de aquel manto de mágica apariencia, tan bella y blanca como la pureza de la infancia. Los temblores fueron disminuyendo su movilidad cuando la falta de fuerzas para conseguirlas era a la nada que el vacío de su corazón vislumbraba. Era otro escalofrío más que agitaba a su persona.

Las ruinas de sus preguntas no eran más que lagunas flotantes al rededor de su consciencia. ¿Se estaba obsesionando con el caso de Stanley? Tal vez, pero esa semi afirmación no haría más que ser un don nadie por los pasillos de su cabeza.

Con ese pensamiento, Stuart se irguió y, con una mirada inyectada de sangre, clavó su mirada empuñada contra el teléfono que reposaba su cuerpo en la mesada de la cocina. Estaba cubierto por una delgada manta de polvo y por viejas colillas de cigarro, las cuales aún se negaba a limpiar. Con los ojos y la mente en una misma dirección, desvió la marcha estrepitosamente hacia otro lugar. Debía hallar otra opción, porque llamarla no debería ser ni considerada como una.

Buscó su libreta de apuntes para la sesiones entre la pequeña biblioteca que llegaba, parcialmente, a la mitad de su pared verdosa lima. Aventuró su mano con maestría por sobre los diversos títulos que sus manos toqueteaban con el afán de buscar lo pensados. Miles de historias, mundos y tiempos tan sólo parecían ajenos ante aquel momento de promiscua búsqueda intermitente por los desniveles producidos por sus tamaños y grosor. Novelas, cuentos, fábulas e importantes vario pintas lecturas eran atravesadas por los finos dedos de Stuart, matándolas en la lejanía de su soledad. De repente, la mano, joven y hermosa, posó todas sus ambiciones en un delgaducho libro, su libreta, de apariencia tan débil y quebradiza como la suya misma.

  Entre las manchas de café y piadosas lágrimas silenciosas, el nombre de un joven estaba escrito con una letra tambaleante entre en las líneas de los renglones y el margen de la hoja. Paul McCartney hubiera parecido como un fantasma si pudiera adoptar la figura de su caligrafía. Sería tan descuidado como su vivir, o quizá tan hipócrita como su amargo sentir. Una vez más, contempló su nombre en la terquedad de su asiento, cuestionándose lentamente sobre alguna característica que Winston le haya susurrado en alguna de sus sesiones. Lentamente, una sonrisa socarrona se extendió por todo el ancho de su delicado rostro, expandiendo su mecha de amarga felicidad en la—casi—abandonada habitación. Había encontrado un pequeño bosquejo de la cara denominada como Paul. Era una delgada capa que dividía el mundo tan real, como efímero del dibujo. Tan abstracto, como hermoso y doloroso. Era, sin dudarlo, un boceto doloroso de ver.

  Las lágrimas, ahogadas, invadían, una vez más, su gesticulación lastimosa. Las calles se admiraban en un tenue luz que la esperanza dejaba en su camino por la libertad. Es así, como una vez más, la felicidad lleva a la tristeza. Una vez más, el antiguo júbilo no era más que tu desesperanza con trajes de cielo.

   La nariz de botón sellaba la tela de su piel bordeada por punteadas disparejas, torpes e inconexas. Sus cejas, finas y algo arrogantes, eran diminutas montañas que alcanzaban a tocar el manto negro sobre su cabeza, adornada con finos centellares estelares. La boca no era más que una pequeña gota roja de deslumbrante oscuridad. Una sombra ocultaba, parcialmente, sus afeminadas facciones, la cual nacía de sus ojos. ¿Qué ojos? Sólo eran dos puntos con un universo en su mirar. Escalofriantemente hermosos y únicos en lo que el arte significaba.

  Era un rostro, uno sin ojos. Eran ojos, ojos sin un rostro.

  Eran el alma naciente de una cuerpo en vela, tan sólo fríos vientos en que el océano mece su cabeza dormilona y en los que el cielo oculta su avergonzada figura. Sombríos lugares donde la humanidad es rechazada de su cómodo lugar como sociedad y sitios tan inhóspitos como la inmensidad de su valor, crudo y tan mortal.

  Stuart estaba en un estado de inquebrantable hipnotización con el inefable pensar que sus emociones evocaban al recuerdo de una noche en vela, con el corazón entre las manos y la respiración por debajo de su pecho. Conmovido erróneamente por unos simple trazos es que se llamó a sí mismo como ¨patético¨, pues el tiempo te daba muchas cosas y él lo sabía, pero también te roba algunas otra y, eso, era parte del conocimiento colectivo que tan altivamente se adjudicaba. No existirá o tal vez nunca existió una razón que sea tan propia como el significado de dicha palabra, debido a que una respuesta certera no sería más que un intento de colocarle un nombre a algo perteneciente a la ficticia realidad que engloba nuestros pensares. Es así que, Stuart sólo pudo darle un sentido a aquello que lo acallaba: un recuerdo. Un recuerdo que suele ver en el espejo.

El pecoso levantó la mano en rabia y con ella le acertó un fuerte golpe a la mesa ratona que descansaba en paz. Sutcliffe estaba al tanto que, quisiera o no, tendría que basar su búsqueda en aquel trozo tan insignificante de papel que lo miraba receloso desde su posición, siendo esta la única referencia que tenía además de su nombre, claro. La oraciones descriptivas de ese ser podrían ser tomadas o no enserio, puesto que ni él mismo tenía conocimiento de algunas cosas que decía el propio Winston. Después de todo, era un simple escritor con la cabeza en las nuevas y sesgado con la belleza que la irrealidad podía darle.


•🥀•

Paul despertó.

El sudor rodeaba con indulgencia su joven rostro, apegado a él protectoramente. Su respiración, errática como su mente, era simbiótica a sus pesadas emociones que rodeaban a su sueño tan irregular. Tan sólo sus ojos eran los únicos fijos en su posición, admirando sin nada en su cabeza al techo de madera añeja cruzado por el cielo nocturno y su oscuridad. Su cuerpo, helado y endeble, encontraba su lugar en la habitación como solemne y estrictamente incómoda, con los brazos rígidamente a sus costados y sus piernas respetando la línea irregularmente vertical. Sólo la calidez del cuerpo a su lado parecía mantenerlo con vida.

  Era un calor dulce e inocente, tan hermoso y suave como los mechones de cabello castaño que reposaban en la almohada su belleza individual. De algún modo, no necesitaba de sus ojos para ver que el amor había vuelto a tocar su puerta, pues para ello necesitaba únicamente la sensación de sus pies, descalzos y fríos contra los del otros hombre. Era un toque que iba más allá de la suavidad del mismo, entrelazaba una vida con la otra de una forma tan real y pequeña que casi parecía mentira. Una acción simple y común en su vida, que se alegró de estar viviendo en medio de la noche después de una pesadilla.

   Las sábanas parecían desaparecer a lo largo que su visión periférica era cada vez menor, llegando a comprobar, sin necesidad, del gran bulto a su costado izquierdo. Quería moverse. Quería abrazarlo y sentir más que sólo su humanidad, sin embargo, estaba entumecido en su lugar. Casi hipnotizado por la el techo y su vejez, absorto en las imágenes de su último sueño.

"¿Linda y Heather?" Escuchó la voz nasal y levemente ronca de John, a lo que el silencio mortal de Paul le dijo que sí. Sí una vez más a aquella pregunta que con cada día que pasaba parecía más afirmación que cualquier otra cosa. Es entonces cuando el hombre mayor decide que es un buen momento para girarse hacia su otro costado y extender su mano en búsqueda de la paz ajena.

  El silencio de la habitación era sólo un acto de pura belleza cuando Paul estaba con él. El tiempo parecía detenerse en lo que era una eternidad y sólo el ritmo de sus respiraciones serían la mejor música para escuchar. Eso era, al menos, lo que John sentía cada que el menor despertaba repentinamente y en él recaía la tarea de hacerlo saber amado una vez más. No lo veía como una exigencia o una labor imposible, más bien, a veces parecía tan real que llegaba a tocar los bordes de la irrealidad, a su parecer. Todo se veía tan calmo a través de sus ojos que esperaba inundar de la misma al más joven de los dos.

Enalteció su corazón cuando Paul parecía destensarse por debajo de su suave agarre en el brazo. Pudo ver como su respiración volvía a la normalidad y la manera lenta con la que se giró para, esta vez, verlo a él. Eran vulnerables y sensibles, cubierto por aquella capa de piel que sólo dejaba ver sus ojos expresivos, que de tanto que eran el temor de les escapaba por qué alguien los viera brillar tan hermosamente como ahora lo estaban haciendo. Buscaban casa, al menos un hogar cómodo donde refugiarse de la turbulenta tormenta, donde brazos del mas grande se veían como una buena opción.

  Las palabras no sirven para nada cuando un acuerdo tácito mantiene tu sensibilidad estable. Ellos sabían lo que pasaba, pasaría y seguiría pasando, pero simplemente era mejor callar y deja pasar, una vez más, con los pequeños momentos de placer que les otorgaba la oscuridad. La oscuridad que alguna vez se empeñarían en criticar y destrozar, porque el día era una careta, pero la noche era verdadera.

Tan sencillo y bello como la paz de un silencio.

   Parecía cierta la profecía que sobre ellos caería un suave manto de paz, no fue hasta que Paul rompió el silencio que todo se pudo dar. Él había estado soñando con Linda y Heather desde hace años, tal vez desde que lo dejaron, pero tan sólo ahora se despedazaban en su cabeza en forma de rompecabezas, dejando de lado a aquellos de valor puramente ingrato y dolorosamente carnales. Eran como lagunas inciertas de su pobre dolor acongojado. Eran minúsculos rastros de su pasado que aún, después de siete años seguían clavándose de vez en cuando en su ensoñación. Aún así, teniendo en mente esa delicada situación, John se sorprendió cuando se Paul sólo salió un "Te quiero" y un delicado abrazo que se atrevía a luchar contra su pena. Eran gestos chicos y grandes a la vez, pero es que a Lennon era más que consciente lo que todo aquello significaba. Finalmente, sólo pudo hacer lo mismo.

"Linda y Heather... Ellas estaban riendo" comenzó a decir el pelinegro contra su cuello, provocando que algunos vellos se le erizaran. "E-Ellas estaban diciéndome algo, pero siempre que les preguntaba, ellas sólo comenzaban a reír" dijo con lágrimas saladas entre cada palabra. Con cada sonido que salía de su boca él se aferraba más al abrazo de John, esperando hallar compresión en ellos.

Lennon sentía cómo el menor temblaba entre lo que eran sus cuerpos y el calor que emanaban. Su piel era chiclosa y helada, tan blanca como la pared y con venas enredadas a lo largo de su cuerpo. Paul había dejado de hablar hace algunos segundo, sumergiendo a ambos en un estado de silencio melódico, sólo interrumpido por la respiración errática y desenfrenada de McCartney.

  La noche era larga e interminable para las jóvenes estrellas, quienes rodeaban la tierra como pequeñas y juguetonas observadoras de cualquier escena cotidiana. Aún así, por primera vez y en mucho tiempo, el más joven podía sentir como es que era la pausa del mundo y seguir viviendo. Como es que era estar feliz y a la vez encandilado por el miedo de tu propia cobardía emergente de tus memorias.

Era un limbo, uno tan dulce y ardiente.
Tan delicado y quimérico como una rosa.

  Allí, sudando hasta por los codos y con las ojeras maquillando su rostro encontró la suavidad en algo que no era el temor o la procrastinación. Era un sentimiento de olor dulce, casi tan limpio y suave como los recuerdos que tenía de su madre, sólo que este sentir tenía un leve rastro de madera, mientras que en los de su madre abundaban las fragancias florales. Eran momentos, años y personas tan distintas, y Paul lo sabía, pero le evocaban los mismos hermosos sentires. Con John, el pelinegro podía volver a ser un niño, uno vulnerable y roto por las pérdidas que había sufrido en su vida.

   McCartney era consciente, bueno, un poco, del pasado que John escondía detrás de sus delicados mimos y cambios de humor repentinos cargados de inseguridad. Ahora podía comprender más allá de sus ojos siseantes cuando se embarcaban en un gran griterío por estupideces tan pequeñas como lo eran los gestos amables de su personas hacia terceros. Veía como la inseguridad salpicaba sus palabras y las inundaba de una ira profunda, una que jamás sería vista sin que su corazón se viera tocado. Aún así, con todo y esas pequeñas cosas que ahora se veían así, todo se tornaba tan claro y particular, tan viejo y claro como un oscuro pasado, uno que que voló y sólo están a la vista de tus esporádicas apariciones. Ahora, en los momentos en que la vida parecía ser una cápsula del tiempo, las acciones y palabras sólo quedaban en la lejanía de, una vez más, el pasado.

"La vida fluye, con o sin vos. Encargate de seguirla, no querrás perderte". Solía decirse así mismo cuando las mujeres de su vida se colaban en su ánimo poco animado. Momentos en los que rogaba por un escape de aquel confinamiento que lo ahogaba día y noche. Buscaba una salida del tormento que era ser el causante, el culpable máximo de su marcha hacia al infinito y desesperante futuro. Con la mente en su soledad fue que decidió embaucarse en conocer gente en una fiesta de mil novecientos setenta y ocho.

Su mano arrasó con delicadeza por la delgada piel de su amante, acariciando con la yemas de los dedos el camino hasta su nuca con el mismo cariño que con el que él lo abrazaba. Sus cabellos, siempre bien cuidados, eran poesía pura y hermosamente especial al tacto. Todo era un ser de aspecto quimérico que fluctuaba con animosidad entre la tela de las sábanas frescas hasta la punta de sus narices, rojas por el frío de la reina oscura. Su cabellera, indecisa entre el castaño cobrizo y el oscuro, desprendía un olor hogareño. John siempre se había caracterizado por ser alguien pulcro y que le gustaba estar bien aseado, impregnando sus sábanas y demás cosas de ese perfume distintivo de él. Nunca algo tan familiar le pareció tan especial.

— ¿Sabes? Cuando era pequeño, si es que tener veinticinco año se puede seguir considerando ser pequeño—rió levemente y Paul hizo lo mismo— solía pensar que el que mi padre me abandonara era una especie de castigo. Quiero decir, como si mereciera ser infeliz—dijo con sorna, observando cómo Paul mecía su mano en su melena. El joven pelinegro tan sólo pudo mantener su boca sellada al pendiente de más información. —Tardé en darme cuenta que Alfred Lennon era, únicamente, un completo hijo de mil puta —admitió para finalizar y posar sus ojos en los ajenos.

—Aún así...—comenzó a decir con la voz más seria y grave—, no me arrepiento de nada, Paul.

  Sentenció con la voz entintada por la seriedad de su labia. Sus palabras parecían arrastradas lentamente por su lengua, desapareciendo en la nada con la llegada del final de la oración. Los ojos almendrados no dejaban los contrarios, mirándolos insaciablemente, en búsqueda del mismo confort que sentía en su pecho. La mirada contraria sólo parecía retarla, quería hacerle saber que esta vez–por mucho que le costara–no bajaría por nada en el mundo sus mirar. Aún así, Lennon sabía que esa era su forma de demostrarle que le importaba y estimaba. Para que mentirse, él deseaba, anhelaba con cada suspiro de su alma una mirada de clamante amor, manteniéndose a sí mismo que eso jamás sería posible ante su forma de ser. A pesar de eso, John era feliz con ver aquellas muestras singulares de cariño. Tal vez no eran las deseadas, ni siquiera eran las mejores, pero eran suyas.

Eran suyas.
Eran.
Suyas.

Sin embargo, el querer ser querido era un deseo que golpeaba fuertemente contra vida. Quería, deseaba, necesitaba estar vivo y que alguien ame saber que lo está. Él, John Lennon, estaba con vida y así seguiría siendo hasta que las estrellas caigan hacia la estrella por deseo propio. Y sabía que al mirar los ojos pintados de verde y marrón allí encontraba su razón de ser, pero el temor que lo acongojaba no era más que la suma de sus inseguridades que le aseguraban sobre la posición del pelinegro.

—Quiero decir... ¿Te arrepientes de conocerme? —preguntó finalmente, con un atisbo de dolor en la cuestión.

—No, John. No me arrepiento de conocerte.—sentenció finalmente. El mayor, ya más calmado, dio media vuelta hacia al costado, mientras John mantenía sus brazos en su hombro izquierdo— Me arrepiento de muchas cosas... Entre ellas lo de Linda y Heather—suspiró—. No estuve bien. Fue mi culpa.

  John lo miró con el silencio en sus ojos, mientras que Paul cerraba los suyos en un intento de consuelo. Lennon sólo se quedó ahí, estático ante la intriga y la divagación entre abrazarlo más o dejarlo ir.

—Fuiste una mierda, eso es cierto, pero también fueron momentos complicados para ti. —dijo finalmente, acariciando levemente su brazo.

—Claro, pero ninguna de las dos tenía la culpa. No podría haberle pedido a Linda que se quedara conmigo —musitó con culpa en su mirar dirigido al techo–. No después de que falté tanto.

  El silencio, como ya era costumbre, inundó, una vez más, la estrecha habitación de madera noruega. Parecía que la misma emanaba un gran calor con únicamente su existencia, ellos eran el corazón de su inmensa calidez, a la par que bombeaban aquella tensión que existía entre ambos de manera casi titilante.

— Quiero decir, a veces no comprendo porqué hice eso. Porqué estaba así, mierda, me frustra mucho pensar que no sólo las perdí a ella, sino también parte de mi juventud —su voz, grave y tímida, fue cambiada por una irreconocible; un triste e insegura, llena de lagrimas saladas—. Nunca me arrepentí de tanto en mi vida como haber probado la cocaína.

Lo ojos del pelinegro se aguaron y hundió su cabeza en los recuerdos de antaño. Como es que reaparecía a su casa con la luz del día, dominado por su borrachez y la melancolía después de la euforia. Recordaba la gesticulación de Linda al verlo demacrado, odiando en lo que su amado se había convertido, anhelando exhaustivamente en silencio por su rehabilitación. Lo amaba, realmente lo hizo, pero Paul simplemente pudo llorar a oscuras en un bar de mala muerte.

El bar como tal era horrible. Olía mal. Olía a orina y a cigarrillo, creando un exótico y distintivo perfume al cual recurrir cuando estas mal y te sientes solo. Porque sí, Paul McCartney, un joven seguro y brillante, amigo de todos y hermano de muchos, no era más que un tipo en vela por su soledad. Él se sentía incapaz de conectar con las personas y eso, lo atormentaba con cada relación que llegaba.

Ella lo amaba y lo expresaba de la mejor forma: respetándolo y respaldándolo en todo. Linda, al igual que él, sufría por la pérdida completa de su madre, pero ella no era como él. No le temía a la nuevo y abrazaba al futuro como si fuera su propio hermano. ¿Él? Él mantenía una sonrisa de plástico, alejando con gran hablar diplomático a todos de su endeble corazón, desesperado por sentir la aceptación de la espuma social.

Y mientras tragaba la cerveza salada, se dio cuenta que fue un idiota. Que fue un idiota al pensar que Linda se quedaría con él a su lado a pesar de todo. Idiota al pensar que la vida era un juego. Idiota por pensar que existir era para algunos nada más. Idiota, idiota al saber esto y aún así seguir inhalando.

Esa sería su última noche como drogadicto, había dicho hace tiempo atrás con el alma rota en las piezas de su corazón. Lastimaba cada gota de sudor que caía sobre su cuerpo y ardía en llamas contra el querer consumir de vuelta. La presencia de la que no estaba era el recuerdo que la roca que construía su camino a la salida.

Una mano le acaricio con dulzura su lado derecho del rostro, llamando su atención y haciendo que lo espíe por un ojo. Era John. John estaba vivo y real. Eran tan real y hermoso que dolía de pensar que pudo haberlo visto así y le agradecía a quien fuera de que eso no haya sucedido. Él quería amar de vuelta y el que John lo haya visto en ese estado hubiera sido un muro imposible de vencer para Paul.

— Ya pasó todo, Paul. No hay nada de qué temer. —le dijo en un susurro con una mirada serena en los ojos.

El mayor sólo pudo mirarlo de vuelta, aún con la cabeza metida entre la almohada blanca, diciéndole que lo quería y que estaba bien, pero es que... todo era demasiado. Todo era tan complicado y ruidoso que parecía no acabar y eso, le desesperaba. Era como si una sinfonía de violines quisieran arrancarle la cabeza, para luego volver a caer en una bella melodía.

— Todo está bien, ¿sí?—dijo, nuevamente, con la voz sabor a miel—. Estoy contigo, pase lo que pase.

Toda la habitación se había sumido en silencio, que navegaba por las paredes como suaves pinceladas que mezclaban los colores del aire. Transformaba a la vida en algo nuevo y completamente nuevo al sentir, siendo interrumpido únicamente por el lloriqueo de Paul, quién dejaba caer pequeñas gotas de sal contra la almohada.

   Con la cara ya medió húmeda, los mocos a punto de salirse y la voz quebrada en pedazos de vidrio, Paul le habló a John.

— ¿John?

El menor sólo tarareó en respuesta a su llamado, aún con los ojos clavados en él.

— ¿Podrías cantarme una canción?

  De petición de apariencia extraña, sólo John pudo verlo como él lo hacía y sentir que mil cohetes explotaban en su interior. A ojos de Lennon, la pregunta era lo que llenaba su corazón, pues en él, sentía como el mayor le decía que era algo su vida.

John inhaló y simplemente, comenzó.

"Sleep, pretty darling, do not cry. And I will sing you a lullaby"

•🥀•

Gracias y perdón por la demora.
Bueno, después de cuatro meses se me ocurre publicar. Espero que alguien siga leyendo esto xd

Originalmente publiqué esto a fines de diciembre, pero me pareció tan verga que lo edité y ahora es esto.

Pero bueno, cómo los trata la vida? 💫

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