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Capítulo II


Por la noche me quedé dormida con solo tocar la cama, había sido un día demasiado agotador. De todo lo que me podía imaginar que Sagira podría hacer, nunca hubiera pensado que animara tanto a las doncellas para apretar mi corpiño, en ese momento estaba sufriendo y apenas podía respirar.

Cuando mi doncella me despertó, amanecí totalmente desubicada, no sabía en qué día vivía, dónde estaba y mucho menos el año que transcurría.

— Buenos días Adallina, ¿qué tal ha descansado hoy? — Me preguntó mi doncella mientras abría las cortinas y el balcón de mi habitación para que entrara la claridad del día y el aire fresco danés.

— La verdad es que después del día tan ajetreado de ayer, dormí demasiado bien, sin duda fueron muchas emociones en unas pocas horas. — Le respondí yo de la mejor manera que pude, ya que mi humor por las mañanas no es que sea el mejor de todos.

— Imagino que no fue tu mejor día, las costureras ayer bajaron a la sala común comentando todo lo que había pasado en la prueba de vestidos. — Dijo mi doncella, lo que me dejó un poco sorprendida.

Era evidente que las doncellas en sus ratos libres cotilleaban y hablaban de todo lo acontecido en el castillo, al final sus vidas también están entre estas cuatro paredes porque pasan las veinticuatro horas del día vigilando que todo esté en orden y haciendo las tareas todo lo mejor que pueden para nosotros.

— Vamos, tiene que asearse para empezar el día, su padre ya está nervioso, creo que se presenta una velada ajetreada y no puede procrastinar sus tareas. — Dijo mi doncella mientras abría las sábanas y cogía de mi mano para levantarme y llevarme al baño.

Sin duda alguna mi confianza la doncella era muy buena, pasábamos casi todo el día juntas, habíamos madurado y crecido viéndonos y compartiendo tanto buenos como malos momentos. El día que me falte sentiré un gran vacío en el corazón, con ella se irá una parte de mí.

La ropa ya estaba elegida sobre la silla de día, era un vestido de día en color blanquecino con un pequeño estampado de flores azules, lo completaba un par de zapatos de color negro, los cuales no eran excesivamente arreglados. Cuando mi doncella terminó de abotonarme la espalda de diminutos botoncitos, nos dirigimos a la puerta, ella un par de pasos por detrás de mí. Me paré en frente de la puerta, la abrió y me hizo una reverencia.

Ese era mi ritual de cada mañana, una vez que mi doncella se despedía de mi con la reverencia, mientras ella ordenaba mi habitación y baño, yo bajaba a tomar el desayuno con mi familia. En ese rato en familia, mi padre, el rey Einrí nos ponía al día sobre las novedades del reino.

— Buenos días padre. Buenos días madre. — Dije mientras les hacia una reverencia y ellos se sentaban en la larga mesa del Gran Salón.

Aunque el desayuno fuera el momento de estar en familia, me sentía más sola que nunca. Sentía un vacío por todo el salón que es indescriptible. A veces llegaba a notar pequeños escalofríos subir por mi cuerpo cuando estaba en esta estancia del castillo. Este momento del día siempre me ponía en tensión.

— Adallina no quiero que vuelva a suceder otro incómodo momento como el de ayer. Tu hermana Sagira me comentó lo que pasó durante la prueba de vestuario. ¿Cuándo vas a madurar y aceptar todo lo que tu familia te diga? — Decía mi padre malhumorado y gritando. — Eres la desgracia de esta familia. — Dijo en un susurro inaudible, pero tanto mi madre, como yo y mis hermanas pudimos escucharlo.

Sagira ante el comentario soltó una pequeña carcajada, a lo que yo solo agaché mi cabeza e intenté aguantar la compostura y las lágrimas que se empezaban a formar en mis ojos.

— Lo siento padre, no volverá a suceder. — Dije de la mejor forma que pude.

— Esto lo hago por tu bien Adallina, para hacer de ti la perfección. — Dijo mi padre mientras levantaba mi mentón a lo que yo respondí girándole la cara y volviendo a bajar mi cabeza.

Tras el desayuno fui a la biblioteca del castillo, ahí era donde el rey me enseñaba todo lo relativo a la política y la economía. Ese día por razones que desconocía, la lección de economía fue demasiado larga. Solo veía números, pequeñas letras y mapas con monedas que simbolizaban los mejores acuerdos económicos que podíamos conseguir.

Ponía caras interesantes y apuntaba cosas en mi cuaderno para parecer atenta a la lección, pero sin duda era lo menos interesante que había visto en mi vida. Cuando parecía que mi padre había acabada y hacía el intento de recoger mi pluma y mi cuaderno, mi padre decía "¿Qué haces? ¿No ves que aún no hemos acabado? La lección termina solo y exclusivamente cuando yo lo diga".

Al paso de un gran rato, mi padre recogió sus cosas y antes de salir de la biblioteca dijo:

— Ahora sí hemos acabado, recoge tus cosas y vete, si tanta prisa tienes. — Pronunció la última palabra mientras cerraba de un portazo la gran puerta de la biblioteca tras él.

Recogí mis cosas lo más rápido que pude, ya no aguantaba más en este habitáculo, notaba como las paredes me iban ahogando poco a poco.

Una persona pasó por mi cabeza. Sorín.

Salí deprisa de la biblioteca y empecé a correr por los serpenteantes pasillos del castillo para encontrarme con mi mejor amigo. Al ir tan deprisa no me fijaba en nadie, solo iba buscando una cabellera azabache demasiado reconocible. Entre jadeos choqué con la espalda de alguien.

— Lo, lo siento. No era mi intención empujarte. — Dije yo con la cabeza agachada por la vergüenza, ya que la persona con la que choqué del impacto avanzó unos cuantos pasos. Era la princesa y por ello era intocable, pero no iba a dejar de lado la empatía y por ello de disculpé.

La persona con la que choqué se dio la vuelta y era él era Sorín.

— Adallina, eres tú. En verdad, ¿quién iba a ser si no? Tú y tu despiste siempre presentes. — Dijo Sorín mientras se acercaba a mi con los brazos abiertos para abrazarme.

Aquel abrazó me tranquilizó demasiado después de la mañana tan caótica que había tenido de clases con mi padre. En medio del abrazo le dije:

— ¿Te apetece que vayamos a la sala de música? Necesito algo de música para despejarme.

— Claro, vamos. — Dijo Sorín mientras tomaba mi mano y salía corriendo arrastrándome por la segunda planta del castillo hasta llegar a la sala de música.

Mientras yo tocaba el piano él me acompañaba con el violín. La música inundaba la sala y con ella nuestro ánimo iba mejorando, era algo que se apreciaba en los acordes. Una curiosidad de nosotros dos es que cuando tocamos juntos no usamos una partitura que nos guíe, estamos tan compenetrados que improvisamos y casi siempre salen los mismos acordes de su violín y de mi piano. Supongo que es la compenetración que se tiene con tu mejor amigo con el que has crecido y madurado.

— Ada, tengo una idea. ¿Qué te parece si hoy vamos a la ciudad? Hace mucho que no paseamos juntos por las calles y lo echo mucho de menos. — Dijo Sorín parando en seco de tocar el violín.

— Créeme que estaba pensando lo mismo. — Dije yo mientras le sonreía. — Misma hora y mismo sitio de siempre, ¿no?

Lo que no sabían los dos chicos es que esa noche cambiaría el rumbo de sus vidas.


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