Capítulo I
Era mayo de 1829, el castillo de Frederiksborg estaba mucho más agitado que de costumbre, su razón era muy importante para el reino de Dinamarca. El decimoctavo cumpleaños de la futura heredera al trono se acercaba y con ello la abdicación de Éinrí y la coronación de Adallina.
Los vestidos pomposos y recargados iban de una habitación a otra, pasando entre los laberínticos pasillos llenos de cuadros de antiguos monarcas, carísimas estatuas de mármol y alguna que otra pequeña fuente con sus respectivos pececillos nadando alrededor de ellas.
Recuerdo estar en la sala de mujeres acompañada de Aria y Sagira, mis dos hermanas menores; mi madre, y cuatro doncellas. Todos los vestidos en sus distintos tonos de azul eran magníficos, pero cada uno era más extravagante que el anterior. El azul siempre había sido mi color favorito y eso era algo que se podía notar desde la distancia, siempre solía incorporar ese bello color en mi vestuario, ya fuera con alguna prenda en específico o con algún accesorio.
La vida en palacio siempre había sido adorada por todo el mundo, pero yo, la futura heredera al trono danés, odiaba todo lo que tuviera que ver con la grandeza de mi familia. Entre el país era reconocida como la "princesa rebelde" y no os mentiré, toda la razón la llevaban. Desde pequeña me había encantado escaparme del castillo sin avisar a mi escolta personal, para poder pasear entre la ciudad como una ciudadana más. Siempre estaré eternamente agradecida a Sorín, quien me consiguió una falda de color azul oscuro y una bonita blusa blanca sencilla junto a un corpiño a juego con la falda, ese fue mi primer conjunto de plebeya, ese conjunto me acompaño en mi primera escapada del castillo y permanecerá para siempre en mi corazón.
Sorín era un chico de mi edad, era alto, con una piel aterciopelada y unos ojos del color del mismo tono azul que el mar, tenía una nariz larga, pero respingada en su justa medida, sus labios eran carnosos y de un tono cereza, su pelo negro rizado caía sobre su frente creando una hermosa armonía. Sorín tenía un cuerpo esbelto, pero delgado, siempre se había criado en el castillo junto a mí, pero al final del día él seguía siendo un simple chico habitante de las callejuelas de Dinamarca. Él era la mejor persona que había conocido en toda mi vida, éramos la perfecta definición de amistad. Gracias a Sorín descubrí el verdadero significado de la palabra amistad. Más que mi mejor amigo, podía considerarlo mi hermano, ya que habíamos crecido juntos y juntos habíamos encontrado el significado de la vida del que pueden hablar dos adolescentes de diecisiete años.
Mi familia... bueno qué decir de ella. Empecemos por Éinrí, mi padre. Einrí era el rey de Dinamarca. Físicamente él era todo lo contrario a mí, él era un hombre alto, de ojos color miel con una expresión de fuerza y temperamento, su cabello ahora era grisáceo con algún que otro reflejo de color blanco, pero éste antes había sido de un tono castaño dorado. Y en cuanto a su forma de ser, ahí sí que éramos el día y la noche. Mi contacto con él se limitaba a la enseñanza de los asuntos políticos y económicos del país, y siempre que él trataba de enseñarme algo acababa todo en una discusión. Einrí y yo éramos polos opuestos, pero no en el sentido de que los polos opuestos se atraen, sino en el sentido del odio. Él quería siempre lo mejor para sí mismo sin tener en cuenta a Dinamarca; él no era capaz de mirar más allá de su aguileña nariz; y yo era una persona descuidada que se limitaba a intentar hacer lo mejor por el pueblo, pero él... él quería toda la riqueza para sí mismo.
Mientras el palacio y mi familia iban aumentando sus riquezas, Dinamarca cada vez iba perdiendo la poca esencia del país que antes era.
Vitalija, mamá, era lo más parecido a mí que os podáis imaginar, o, mejor dicho, yo era lo más parecido a mamá que podáis imaginar. En comparación con Éinrí, mamá no era una mujer muy alta, su pelo liso de color negro azabache era lo que más destacaba en ella. Los ojos de mamá daban una gran harmonía a su rostro, estos eran de color azul celeste, y tenían una mirada muy expresiva y que ante todo brindaban comprensión y confort. Sus mejillas siempre tenían un tono rosáceo, recuerdo que de pequeña siempre hacía bromas sobre ellas, pero ahora es una de las partes que mas me gustan, porque ese color representa la viveza. Su nariz era respingada y sus rosados labios eran redondos. Mamá y yo conocíamos todo lo de la otra, o al menos eso quería pensar. Ella siempre fue mi mayor confidente y es que su forma de ser tan comprensiva era lo que más me unía a ella.
Aria, mi hermana de quince años era lo más parecido a la dulzura que os podáis imaginar. Era un ángel caído del cielo, y para mí ella era eso, era mi ángel caído del cielo. Hasta casi los tres años yo había sido hija única y con su llegada intenté aprender a ser un ejemplo a seguir para ella, aunque para mí ella siempre será la perfección y de mí nunca tendrá nada bueno que aprender. Aria era una chica esbelta, a la que le encantaba encerrarse en su habitación, donde leía y se imaginaba mil y una historias cada día, tocar lindas melodías con su flauta travesera y jugar a acicalarse. Su personalidad era muy tranquila, aunque siempre teníamos nuestro momento de hacer del castillo todo un caos. Cuando tenía un problema, ella siempre fue la primera en saberlo, ya que su diplomacia era lo que más destacaba en ella, como hermana mayor yo debería haber sido quien le brindara esos consejos, pero nunca supe mirar bien las dos caras de la moneda. Aún recuerdo su bonito pelo rizado de color avellana, siempre adornado con algún hermoso pasador. Sus ojos eran de un bonito color miel que con la luz del sol se veían verdes, su nariz era pequeña y respingada y sus labios eran rosados y redondos.
Sagira era la menor de la familia, tenía doce años, pero para ser la más pequeña de las tres hermanas era la que más temperamento de todas tenía. Era un calco de Éinrí. A pesar de su edad, era una chica alta, de cabello rubio oscuro con reflejos anaranjados, sus ojos eran miel, exactamente iguales a los de Éinrí. Su nariz era afilada y respingada, y tenía unos labios finos pero simétricos. Al igual que con papá, ella era de mis hermanas, con la que más distanciamiento y desigualdad tenía. Yo era cinco años mayor que ella y eso era algo que se podía notar en mi madurez. Mi hermana era una chica muy recta, siempre tenía sus valores por encima de todo, si ella hubiera sido la mayor de todas, no hubiera tenido ningún problema con papá a la hora de aprender todo lo correspondiente con el Gobierno de Dinamarca. Era algo menos estricta y autoritaria que papá, pero al final siempre quedaban los tintes de ser la hija favorita de Éinrí.
Y por último estoy yo, Adallina, aunque mi hermana Aria y mi mejor amigo Sorín me suelen llamar Ada. En cuestión de un mes, más concretamente el 30 de junio, es mi decimoctavo cumpleaños, en poco tiempo mi padre anunciará su abdicación haciendo que caiga sobre mi persona todo el peso de la nación danesa. La vida en palacio era algo que me fascinaba, me encantaba pasear entre los jardines del castillo y perderme entre los pasillos. Amaba instruirme en política, economía y sobre todo en artes, sin duda alguna yo había nacido para componer canciones al piano, pero lo que no me gustaba de mi vida era el gran deber que tenía, yo era una adolescente aprendiendo miles de asuntos adultos. Físicamente era una chica de estatura media. Mi cabello llegaba a la altura de mis hombros y era de color negro, un negro muy oscuro, casi tanto como el color del cielo en las noches de tormenta. Mis ojos eran mi gran virtud, eran azul oscuro y grandes, la gente solía decir que mis ojos eran muy expresivos y casi hipnóticos. Mis ojos, hasta hace un par de semanas desbordaban alegría, pero desde entonces, solo se puede ver tristeza a través de ellos. Mi nariz era pequeña y respingada, y mis labios eran redondos tenía un tono carmesí natural. Siempre había sido una chica soñadora y romántica y cuando comencé mis visitas por la ciudad lo era aún más. Las últimas semanas antes de decimoctavo cumpleaños, estaba más nerviosa que de costumbre, mis padres planeaban mi boda, aún no sé con quien será, y peor aún, ellos no me permitían dar mi opinión. Todo el rato escuchaba "Adallina, es por tu bien" "Adallina tienes que hacerlo por Dinamarca y por los países vecinos" "Cariño, tu padre y yo creemos que lo mejor es que no entres en estos asuntos aún" "Adallina, tu boda nos va traer mucha riqueza" "No nos defraudes en la boda, Adallina". Casi todos esos consejos provenían de mi padre, y aunque fuera un tema que me interesaba de lleno, ya que era mi futuro, decidí mantenerme al margen.
Sigamos con la vida en palacio, como dije anteriormente, estas últimas semanas el catillo estaba más ajetreado que de costumbre.
Y ahí estaba yo, en la sala de mujeres en compañía de mi madre y mis hermanas y cuatro doncellas quitándome y poniéndome demasiados vestidos arreglados.
— Adallina, este es el que más te favorece, estás guapísima. —Decía mi madre mientras las doncellas apretaban aquel corset de grandes flores bordadas azules con pequeñas esmeraldas a su alrededor.
Aquel vestido con ese cancán inmenso y una cola demasiado larga, era demasiado para mí, la sencillez era parte de mi personalidad y no quería que en mi fiesta de cumpleaños me arrebataran mi forma de ser.
— ¡Ah! ¡Au! ¡Qué dolor! ¡No puedo respirar! —Decía yo quejándome mientras las doncellas apretaban más y más el corset para marcar mi figura, hasta parecía que mis atributos en cualquier momento saldrían volando.
— ¡Apretadlo más! Este vestido va a ser el que llevarás y te tienes que ver hermosa. —Decía mi hermana Sagira.
Yo pensaba que en cualquier momento me iba a desmayar. Veía como Aria apartaba de vez en cuando la vista, no soportaba verme sufrir de aquella forma.
— Basta, por favor, ¿no veis que a Adallina ya le cuesta respirar? —Dijo Aria.
Tan pronto como mi hermana dijo eso, las doncellas dejaron de apretar el corset, dejándome vía libre para respirar.
— Gracias, Aria. —Le dije a mi hermana menor recuperando el aliento.
— Creo que por hoy Adallina ya ha tenido suficientes pruebas de vestuario, lo mejor será continuar mañana. —Dijo mi madre haciendo que las doncellas se retiraran, dejándonos a nosotras cuatro a solas.
— Si me permite mamá, me retiro, necesito descansar.
Me puse el vestido de día que llevaba un par de horas antes y salí de la sala de mujeres.
Iba directamente a la sala de música, por el camino iba con la cabeza agachada, ignorando las reverencias de los criados y trabajadores con los que me encontraba.
Necesitaba desconectar de mi fiesta por unos momentos y conectar conmigo misma, eran los últimos días que Venus estaba retrógrado, sin duda alguna este caos me estaba matando. Cuando llegué al banquito del piano, la furia se apoderó de mí.
Miles de notas recorrían mi cabeza, intentaba sacar con ellas toda la rabia y agotamiento emocional que estaba retrayendo.
Las horas pasaban, yo no salía de aquella habitación, la cual por ese día fue mi refugio. Recuerdo que esa noche no subí al Gran Comedor para cenar y al volver a mi habitación me encontré con una pequeña bandeja con comida, sin duda alguna fue Aria, siempre mirando por los demás, como solía hacer.
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