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3:🥂"Another version"🥂

Narra Hugo.

Mi familia nunca me apoyó en nada de lo que he hecho desde que cumplí los 18. Al menos, no mi padre. Siempre había sido crítico, casi hiriente, especialmente en lo que respecta a mi carrera. A pesar de que mi pasión era tocar la guitarra eléctrica y cantar, él nunca vio eso como una opción viable. En su mente, solo existían caminos seguros y convencionales, y yo, con mi espíritu rebelde y mis sueños de música, pareciera que no encajaba en su visión del mundo. No solo me desalentaba en mis elecciones profesionales, sino que también se metía en mis relaciones personales, siempre me avergonzaba, mostrándome que era incapaz de contradecir lo que él desaprobaba.

Escucha, Hugo —comenzó la rubia frente a mí, con el semblante serio—, he estado soportando demasiado a tu padre. Siempre encuentra una excusa para meterse conmigo, y ya me estoy cansando de eso —su voz temblaba, y pude ver que la frustración y la tristeza comenzaban a empañar su mirada.

Solo dale un poco de tiempo —traté de calmarla, rodeándola con mis brazos, como si pudiera brindarle la seguridad que tanto necesitaba—. Pronto lo aceptará.

No creo que lo haga —respondió, alejándose de mí—. No aguantaré que me siga menospreciando por no ser como tú —sus ojos comenzaron a cristalizarse, y yo no pude mirarla a la cara. La verdad era que su sufrimiento era un reflejo de mi propia lucha, y me sentía impotente.

Las chicas que me gustaban se alejaban, temerosas de lo que mi padre pudiera decirles. Ninguna adolescente está preparada para soportar los sermones y críticas hirientes de su suegro, y mucho menos las que intentaban construir una relación conmigo. Sentía que su figura era una sombra constante que ahogaba mis posibilidades de felicidad.

Creo que será mejor que terminemos —rompió el silencio que se había plantado entre nosotros, llamando mi atención.

Eli, yo...

Tú me gustas mucho —me interrumpió—, pero no dejaré que tu padre me siga humillando. —Se acercó y dejó un breve beso en mis labios, un gesto que me dejó helado—. Lo siento.

Susurró esas palabras mientras se alejaba, y yo me quedé allí, paralizado. La sensación de pérdida era profunda. No era solo una relación que se desvanecía, era otro sueño que se desmoronaba ante la presión de un hombre que parecía disfrutar de controlar mi vida.

Así fue con todas las demás. Pasaron los años, y aunque siempre intenté complacer a mis padres, nunca fue suficiente para ellos. Me di cuenta de que, por cada paso que daba hacia adelante, ellos estaban ahí, listos para darme dos pasos atrás. Por eso, en un momento de desesperación y determinación, decidí que haría lo que quisiera, sin importarme las consecuencias. Hacer todo lo que ellos odiaran se convirtió en un acto de rebeldía, una forma de reclamar mi independencia.

¿Y cuáles fueron las consecuencias de mis decisiones?

Sencillas: me quitaron todo lo que había construido. Excepto el auto, que todavía estaba a mi nombre, pero eso no era suficiente para cubrir la sensación de vacío que dejaban sus acciones. Me echaron completamente de la casa, como si mi existencia fuera un estorbo que ellos debían eliminar.

—¿De verdad me dejarán en la calle? —les pregunté, la incredulidad marcando cada palabra—. ¿Dónde pretenden que viva si me quitan todo? ¿En el auto?

Mi padre se mantenía inexpresivo, su mirada intensa y fría penetraba a través de sus anteojos. Su rostro se había convertido en una máscara de desdén y determinación.

—Te buscarás alguna solución —respondió, su tono era firme y autoritario—. No aguanto más tus actos de rebeldía, muchacho. Sé que lo haces por molestarnos, por eso, vive a partir de ahora por tu cuenta —sus palabras resonaron en la habitación como un eco de condena, y su inquebrantable postura me llenó de una mezcla de rabia y tristeza.

—No lo digas así, Eduard —intervino mi madre, sujetando su brazo con una expresión de impotencia—. Mira, Hugo, solo queremos que te independices y...

—Solo digan que no me quieren ver y ya —la interrumpí, sintiendo cómo la rabia me brotaba desde las entrañas—. Ustedes solo pretenden que sea un hijo perfecto y complaciente, pero no puedo.

Mi padre mantuvo la mirada, ese brillo de desaprobación fija en sus ojos, como si fuera capaz de atravesar mi alma. Mi madre, en cambio, ni siquiera levantaba la vista del suelo, como si el peso de mis palabras la aplastara. Continué, con la voz temblorosa pero firme:

—Pero está bien, de cualquier manera, no los necesito.

Me di la vuelta, decidido a salir de la casa, dejando atrás la ropa que apenas había podido recoger. No tenía la cabeza para eso, el tumulto de emociones me ahogaba.

—¡Espera, Hugo! —gritó mi madre, pero no me detuve. El eco de su llamada se desvaneció tras mí, una sombra que se desdibujaba a medida que me alejaba de esa casa que ya no se sentía como mi hogar—. Viste lo que hiciste —dijo, refiriéndose a mi padre—. ¿Por qué tienes que ser tan duro con él, Eduard?

—Se lo merece —respondió él, cortante, como si cada palabra fuera un golpe—. Él tiene que madurar, Elena.

La conversación se tornaba cada vez más tensa, como una cuerda a punto de romperse. Mi padre se retiró hacia su despacho, dejando a mi madre con un gesto de impotencia.

—Ay, mi niño —musitó, sus ojos perdidos en la puerta, como si esperara que me detuviera.

Una vez fuera, la realidad me golpeó con fuerza. No tenía a dónde ir. Era una de dos: o llamaba a mi hermana para que me dejara quedarme en su departamento, o pasaba la noche en un hotel hasta que mis escasos ahorros se agotaran. También me habían quitado mis tarjetas de crédito, así que la opción del hotel se volvía cada vez más complicada.

Decidí que la primera opción era la más sensata, pero antes de hacer la llamada, necesitaba despejar mi cabeza. Así que llamé a mis amigos para ver si querían unirse a mí en nuestro bar habitual, con la esperanza de ahogar mis penas en un par de tragos y risas. Sin embargo, esos cabrones estaban ocupados, dejándome solo en mi desconsuelo. Así que, resignado, me dirigí al bar solo.

Al entrar, el lugar estaba repleto de gente: risas, música a todo volumen, parejas bailando y otras más que parecían más interesadas en lo que sucedía en los baños que en el bar. Me senté en la barra, donde había unas pocas personas más, y pedí un trago.

—Un tequila doble, por favor —le dije al chico de la camisa blanca y el chaleco negro, que parecía estar acostumbrado a la euforia de la noche.

—Enseguida —respondió, mientras comenzaba a servir mi bebida.

A mi lado, una chica parecía completamente desorientada, con la cabeza caída sobre la barra. Iba a tocar su hombro para preguntarle si estaba bien, pero antes de que pudiera hacerlo, se despertó de repente, sobresaltándome.

—¡Maldito seas, puto infeliz! —gritó, su voz resonando en el bullicio del bar.

Fruncí el ceño, confuso por su repentina explosión de ira.

—Soy tu novia, joder, ¿¡cómo puedes dejarme ahora e irte a Italia con el imbécil de tu padre, eh!? ¡Te odio! —su tono era una mezcla de indignación y tristeza, y no pude evitar reírme por lo absurdo de la situación.

—Aquí tienes, Roberts —me interrumpió el bartender, entregándome el delgado vaso de cristal con el líquido oscuro.

—Gracias —dije, mirando de reojo a la chica. Mi curiosidad creció—, ah, ¿desde cuándo está ella aquí?

—¿Aquella chica? —preguntó el bartender, señalándola—. Hace como una hora, la verdad no ha parado de beber ni de lamentarse.

—Oh —asentí levemente, mientras la seguía observando—. Gracias.

—De nada —respondió, regresando a su trabajo.

Mientras la observaba, mis pensamientos divagaban —«¿Debería ayudarla a ir a casa? Quizás no tenga cómo regresar...» —Esa idea me rondaba la cabeza, pero mis pensamientos fueron interrumpidos por el estruendo de su grito.

—¡Que te jodan imbécil! —gritó, y empecé a reírme por dentro, tratando de no hacer ruido para que no me oyera—. Todo es culpa de tus padres, ellos.... ellos y los míos planearon todo juntos, ¡Pirañas!

«Debe tener muchas problemas para llegar a ese punto.» —pensaba,  mientras que ella seguía quejándose, una y otra vez —«¿Debería hacer algo?»

—Toma —le alcancé un pañuelo, parecía que iba a llorar—, y haz silencio.

Ella me miró, confundida, para después chasquear su lengua y apartar mi mano—. No necesito un pañuelo, no estoy llorando.

—Entonces deja de lamentarte, el solo escucharte hace que mi cabeza duela.

—Cómprate un tapones entonces—  admito, que eso no me lo esperé, y mucho menos que me ignorara, para después apoyar su cabeza sobre su brazo, arqueado en la mesa.

Después de todo, pude sentir como se me quedó mirando por un momento, y yo también vi su reflejo a través de la vitrina frente a mi, su rostro estaba enrojecido mayormente en las mejillas. Debo aceptar que se veía algo lindae, y más con aquella expresión de máxima concentración.

Y ahora que la miro, no tiene un mal físico, me pregunto quién habrá sido el imbécil que la dejó.

—¡Hey! —la miré.

—¿Eh?

—¿Podrías dejar de mirarme? —le dije como si estuviera molesto, pero solo podía analizar cada vez más su rostro.

—Yo no te estaba mirando —desvío la mirada.

—¿Segura? Pude sentir como analizabas cada parte de mi rostro con la mirada —dije acercándome un poco a ella—. Era tan intensa que no pude evitar sentirme acosado, ¿acaso pensabas en cosas raras al mirarme?

Le susurré, disfrutando de su risa nerviosa. Ella me miró a los ojos, con una pequeña sonrisa ladina, mientras nuestros rostros quedaron sumamente cerca. Su respiración rozó mi mandíbula antes de sus labios se acercarán a mi oído.

—Ya quisieras estar en mis pensamientos de esa manera. Recuerda que estoy borracha, ¿si? No confíes en mi forma de mirarte —susurró, y sus palabras me sorprendieron.

—Mmm —me enderecé, asintiendo lentamente—, tú te lo pierdes entonces —tomé un trago.

—¿Perdón? —preguntó entre una risita incrédula.

—Pensé que querías besarme. Esa fue la impresión que me llevé cuando no parabas de mirar mis labios. Pero si dices que solo es mi imaginación, muy bien, miéntete a ti misma —empecé a jugar con mi bebida, ella se quedó en silencio por un segundo.

—Tienes razón —confesó, mientras se levantaba despacio.

—Lo sé —la miré, curiosos.

Se acercó a mi asiento, y giró mi silla hacia ella con un movimiento decidido, para después sentarse a horcajadas sobre mi regazo. Verla actuar así realmente me sorprendió, pero no pude evitar que una pequeña sonrisa ladina se dibujara en mis labios al mirar fugazmente los suyos.
Ella tomó la iniciativa y agarró mis manos, llevándolas a enrollarse en su cintura, sintiéndose tan pequeña entre mis manos. Se inclinó hacia mi oído, su aliento cálido rozando aquella piel.

—Sí quiero besarte —cruzó los brazos alrededor de mi cuello, delineando mi oreja.

Aunque estuviese ebria, a pesar de todo lo que oí salir de su boca, ella tenía algo, no sabía que era pero, me gustaba tenerla tan cerca.

Llevé la mano a su muslo, acercándola más a mi cuerpo, para luego volver a posicionarla en su cintura.

—Entonces deja de hablar y bésame —susurré sobre labios y, la besé.

Después de nuestra noche juntos, la calma del amanecer me encontró sumido en un torbellino de emociones. No logré dormir casi nada; la imagen de ella, tranquila y serena mientras descansaba, me hipnotizaba. Mis dedos se enredaban en la suavidad de su cabello, sintiendo cada hebra como si fuera un hilo de su esencia, y me preguntaba cómo había llegado a sentirme tan conectado a alguien en tan poco tiempo.

A medida que las primeras luces del día se filtraban por las cortinas, vi cómo su rostro se iluminaba suavemente, y en ese instante, mis pensamientos fueron interrumpidos cuando ella se movió. Sus brazos, aún pesados por el sueño, se rodearon de manera instintiva en torno a mí, como si buscaran protección en mi abrazo. De sus labios salieron pequeñas frases murmuradas, palabras que resonaban como un eco en mi pecho.

—Aarón... No.... por favor no me dejes —habló con una voz delicada y frágil, como si cada sílaba estuviera impregnada de miedo y vulnerabilidad.

No pude hacer más que abrazarla con fuerza, apretando suavemente su cuerpo contra el mío. Mis dedos continuaron acariciando su cabello, intentando transmitirle mi calor, mi deseo de que supiera que estaba ahí para ella. Quería que esas palabras, que parecían tan cargadas de significado, se desvanecieran en el aire, reemplazadas por la certeza de mi presencia.

—No te dejaré, lo juro —mi boca habló sin pensar, pero en ese momento, era lo que realmente sentía. Sentía que la promesa que le hacía no era solo una respuesta a su súplica para darle tranquilidad a su sueño, sino un compromiso que brotaba de lo más profundo de mi ser.

El tiempo pasó volando, y aunque en mi mente deseaba quedarme allí, acurrucado con ella, sabía que el día exigía su curso. Así que, con un ligero suspiro de resignación, me deslicé de la cama con cuidado, intentando no perturbar el dulce sueño en el que aún se encontraba. Salí del hotel temprano en la mañana, el aire fresco y renovador me golpeó en la cara, pero mi mente seguía atrapada en los recuerdos de la noche anterior.

Antes de marcharme, dejé una pequeña nota sobre la mesa, junto a un desayuno que había preparado con la esperanza de que le alegrara la mañana. Quería que supiera que había pensado en ella, incluso en esos pequeños gestos.

Subí a mi auto, sintiendo una mezcla de emoción y ansiedad. Con la mente aún enredada en pensamientos sobre ella, tomé mi teléfono y llamé a mi hermana.

Olivia: ¿Hermano?

Hugo: Buenos días, pequeña. Ya voy de camino —le anuncié, al colocarme el cinturón.

Olivia: Está bien, yo aún estoy esperando a que llegue mi compañera de cuarto.

Hugo: No importa, de todos modos debo buscar mis cosas en casa y después iré.

Olivia: Vale.

Hugo: Ah, Olivia..

Olivia: ¿Si?

Hugo: ¿Cómo se llama tu compañera? —indagué, tenía una pequeña corazonada.

Olivia: Am, Aitana, Aitana Wilson. Estamos en la misma universidad.

Hugo: Aitana, eh —musité, con una pequeña sonrisa.

Olivia: Sí, te esperaré entonces.

Hugo: Bien. Nos vemos después.

Olivia: Ok, chao.

Colgué.

—Si que nos volveremos a ver, Aitana —me dije a mi mismo, para después arrancar el auto.

Fui a mi casa a buscar mis maletas, las pocas que tenía, y mientras las colocaba en el maletero, un sentimiento de nostalgia me invadió. Cada maleta contenía no solo ropa, sino también recuerdos de un tiempo que había decidido dejar atrás. Mientras cerraba el maletero, mi madre se acercó con paso firme, pero su expresión mostraba una preocupación profunda.

—Hijo —comenzó con suavidad, su voz temblorosa como un susurro en el viento.

Yo cerré el maletero y me dirigí a la puerta del auto, sintiendo la urgencia de marcharme.

—No tengo tiempo, madre —respondí, pero ella me detuvo tomando mi mano antes de que pudiera adentrarme en el vehículo.

—Por favor, escúchame —insistió, y aunque no quería hacerlo, sabía que debía prestarle atención. A fin de cuentas, era mi madre.

Me giré hacia ella, resignado.

—Bien —dije, el tono de mi voz reflejando un atisbo de frustración—. Puedes hablar.

—Ok, esto no me gusta, Hugo. Nunca quise que te fueras de casa, cariño —dijo, tomando una de mis manos entre las suyas, como si tratara de transmitirme un poco de su calor—. Solo quería que aprendieras a valerte por ti solo y que tu padre...

—Seamos sinceros, madre —la interrumpí, sintiendo que la tensión crecía—. No importa lo que haga, nunca estarán satisfechos conmigo. Por mucho que me esfuerce, estoy harto de eso, ¿sabes? Ya no me importa lo que piensen de mí —alejé mis manos lentamente, como si estuviera desprendiéndome de un peso invisible, y entré en mi auto.

Ella se mantuvo ahí, al lado del vehículo, con la mirada fija en el suelo, aguantando las ganas de llorar. Verla así me partía el corazón, pero también era consciente de que ellos habían tomado su decisión. Después de un leve suspiro que me salió sin querer, bajé la ventanilla, captando su atención.

—De cualquier manera, no puedo evitar quererlos a ambos, a pesar de todo —dije, sintiendo un nudo en mi garganta—. Adiós, madre —encendí el motor y, con el corazón pesado, me marché rumbo al apartamento de mi hermana.

El camino hacia su casa se sintió como un viaje interminable, cada semáforo en rojo parecía un recordatorio de lo que dejaba atrás. Al llegar, subí por el ascensor, la luz parpadeante del número de mi piso iluminando un nuevo comienzo. Toqué el timbre de la puerta marrón frente a mí y, tras unos momentos, Olivia la abrió, su rostro iluminándose al verme.

—¡Hola, hermanito! —me dijo, dándome un beso en la mejilla, y por un instante, me sentí un poco más en casa.

—Hola, pequeña —respondí, acariciando levemente su cabello, sintiendo la calidez de su presencia.

—Pasa —dijo, dándome paso, y yo la seguí, arrastrando mis dos maletas de tamaño mediano mientras miraba cada rincón del lugar. El apartamento era acogedor, con el olor fresco  flotando en el aire.

—¿Dónde está tu compañera? —le pregunté, levantando una ceja cuando estuvo a mi lado, después de cerrar la puerta tras de mí.

—Ella está en su cuarto durmiendo. Al parecer, pasó la noche afuera y está "muy cansada" —finalizó con un tono de burla, lo que me hizo sonreír.

—Me pregunto por qué —dije en un tono bajo y desinteresado.

«Sé perfectamente por qué.»

—Yo no sé ni me interesa. Siempre está poniendo a prueba mi paciencia —suspiró, y podía ver la frustración en su rostro—. Ven, te mostraré el que será tu cuarto.

—Bien —respondí, y la seguí, dándole un último vistazo a la otra puerta, imaginando a la persona que pasaba la noche afuera, aunque decidí dejar esos pensamientos para más tarde.

Ella me llevó a mi habitación, una pequeña pero acogedora habitación con una ventana que daba a un parque cercano. Me senté en la cama mientras Olivia comenzaba a acomodar algunas cosas.

—Espero que te sientas cómodo aquí —dijo ella, sonriendo mientras organizaba un par de libros en una estantería.

—Lo haré, gracias —respondí.

¡gracias por leer!

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