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FETISH, aegon ii targaryen

FETISH

El día en que nació la princesa Saera Targaryen, las campanas de la ciudad resonaron incesantemente hasta que la noche cubrió el reino, celebrando así la llegada del tercer vástago del matrimonio entre la reina Alicent Hightower y el rey Viserys Targaryen.

A lo largos de los años, de boca en boca y en los libros que narraban la historia de la dinastía de los dragones, la belleza de la princesa fue aclamada sin cesar. Incluso después de su muerte, sería recordada como "hermosa por fuera y una fiera por dentro".

La primera cosa que todos notaban era la diferencia entre ella y sus hermanos. Saera Targaryen había heredado el cabello pelirrojo y rizado de su madre, Alicent. La princesa poseía rasgos afilados y delicados, con grandes ojos de un intenso color marrón.

Desde su primer aliento, fue una niña dulce y tranquila, hasta su octavo onomástico, cuando comenzó a pasar más tiempo con su hermano mayor. Pronto, la princesita se convirtió en la fiel compañera y hermana del príncipe Aegon.

Los cronistas relatan que en su noveno día del nombre, la princesa pidió una espada de acero valyrio para "entrenar con mis hermanos y enseñarles a combatir con propiedad". Como era de esperar, recibió el regalo de parte de la reina verde, quien no parecía estar muy contenta con las nuevas actividades de su segunda hija.

Era más que sabido en la Fortaleza Roja que dondequiera que estuviera el joven príncipe Aegon, Saera estaría detrás de él con su pequeña espada, proclamándose como su protectora. Era un juego de niños que parecía divertir a ambos y provocaba ternura entre los nobles de la corte.

Aegon y Saera Targaryen estaban separados por una diferencia de tres años de edad, pero desde que eran unos pequeños príncipes, mostraron una devoción el uno por el otro, siempre causando alboroto y perturbando la paz de Helaena y Aemond con sus travesuras.

Sin embargo, ninguno de los dos tenía la habilidad de detener el paso del tiempo ni las responsabilidades y expectativas que debían cumplir, las cuales parecían crecer junto a ellos.

Con el paso de los años, la distancia entre los dos príncipes solo se amplió. Eventualmente, sus caminos tomaron rumbos diferentes y la vieja espada de Saera quedó olvidada en un baúl en su habitación, junto con los demás juguetes de su infancia.

Todos creían que Saera y Aegon debían llevar vidas muy distintas para terminar tan distanciados en comparación con su juventud; sin embargo, la realidad era que los caminos de los príncipes eran sorprendentemente similares. Si se esforzaban por buscarse el uno al otro en ese lugar oscuro, podrían encontrarse fácilmente.

Los juegos de niños y las travesuras en la corte de su padre habían terminado para Saera y Aegon, y con ellos se desvaneció el único lazo que los unía más allá de la sangre que compartían.

Aegon Targaryen mostraba una creciente inclinación por el vino, que ahora fluía por su garganta como agua, y por el calor que un par de piernas de damas de baja alcurnia podían ofrecerle en cualquier burdel que encontrara a su paso.

Poco a poco, Saera Targaryen también se vio arrastrada por el sendero que, según decía su madre, estaba lleno de pecado y lujuria, el mismo camino que seguía su hermano mayor.

La princesa nunca recibió la atención de su padre que habría deseado, siempre sintiéndose subestimada por todos a su alrededor. A medida que crecía, comprendió que era simplemente la tercera hija, sin derechos ni herencia a nada. Cuando llegó a la edad apropiada para empezar a buscar pretendientes, se dio cuenta de que solo era considerada una moneda de cambio para el reino.

Después de todo eso y de algunas escapadas por las calles de King's Landing, en el transcurso de un año Saera Targaryen se había convertido en la Lady del Lecho de Pulgas.

"Que los Dioses se apiaden de mí por el momento en que Viserys decidió ese nombre para ella", había dicho la reina Alicent Hightower al escuchar el rumor sobre las actividades nocturnas de su hija.

Aún después de tanto tiempo, el destino de Saera Targaryen, hija del viejo rey Jaehaerys, seguía resonando en su mente.

Aunque la princesa careciera de los rasgos valyrios característicos de los Targaryen, en los burdeles y tabernas era bien reconocida una vez que cruzaba esas puertas.

La Dragona Escarlata.

Los músicos, tanto ebrios como sobrios, entonaban y componían baladas sobre ella y su belleza. Los caballeros combatían en las calles por su favor. Los lores se humillaban ante la corte por solicitar su mano.

Y, ¿por qué mentir? Solo Saera Targaryen sabía cuánto disfrutaba al ver a aquellos hombres mancillando su masculinidad y reputación por ella. La hacían sentir deseada, pero sobre todo poderosa.

Pero la vida, tan caprichosa como la princesa misma, dio un giro completamente diferente cuando su hermano se convirtió en Aegon II Targaryen, rey de los Siete Reinos y bla bla bla, muchos otros títulos.

Los Verdes, su propia familia, habían usurpado a su media hermana Rhaenyra Targaryen y liderado a la muerte de su hijo. La guerra era inminente ahora. Una guerra en la que más de un dragón estaría involucrado.

La sangre correría para ahogar a cualquier víctima y el fuego consumiría todo a su paso.

Las alianzas asegurarían a los Verdes en el trono, pronto la mano de Saera fue un tema recurrente en las reuniones del pequeño consejo.

Al igual que la princesa se negaba a comprometerse con cualquier joven o viejo lord, argumentando que detestaría una vida junto a campesinos y lejos de su ciudad, el rey Aegon demostró estar de acuerdo con su hermana.

Helaena había sido la segunda hija del matrimonio entre la reina verde y Viserys el Pacifico, no Saera. Aegon se lamentaba por ello cada día, siguiendo las costumbres de su Casa, se vio obligado a desposar a una de sus hermanas y no precisamente a la que él deseada.

―Mi hermana aún es joven, y no pienso enviarla lejos con un extraño mientras la zorra de Dragonstone y sus bastardos sigan vivos.

Las palabras del rey fueron directas y concretas en esa reunión, quizás por primera vez. No pensó en quedarse para que sus palabras fueran usadas en su contra o ignoradas; después todo, era el rey. Por lo tanto, decidió retirarse de la habitación.

Nadie sabía del encuentro que la princesa y el rey habían tenido en la ciudad algunas noches atrás. Ambos estaban tan absortos en las vidas que habían creado fuera del castillo que nunca supieron cómo terminaron en el mismo burdel.

Las cortinas del salón, simulando ser puertas, se movían de un lado al otro cada vez que la puerta de madera del lugar se abría dándole paso a la brisa del afuera. Aunque nadie realmente estaba interesado en ver que había detrás de la tela, una que otra pareja realizando sus actos pecaminosos.

La penumbra del lugar no era demasiado intensa, gracias a las velas encendidas en varios rincones, que creaban un ambiente más cautivador para los visitantes.

En una de las esquinas del burdel había un sofá, situado sobre una plataforma elevada que se extendía a casi un metro del suelo y contaba con algunos escalones.

Saera Targaryen estaba sentada en ese sofá, desde donde tenía una vista perfecta de todo el lugar. La princesa llevaba un vestido verde de telas finas y casi transparentes, enviado unas lunas atrás desde Dorne cuando un dorniense buscaba su mano. Alicent, claramente, había objetado contra el uso de aquella prenda reveladora.

A su lado, dos jóvenes le servían vino y uvas, mientras el mismo hombre de siempre la acompañaba, siempre con una emoción notable cada vez que la veía.

Él tenía el cabello negro como la noche y su piel parecía absorber el sol del verano, dándole un tono casi dorado a su tez. Era mucho más alto que Saera, con un cuerpo bien definido y unos ojos profundos de color avellana.

Muchas veces le había dicho a la princesa que no era necesario que pagara por su compañía; él realmente lo hacía con gusto y, aunque no lo dijo, disfrutaba de esparcir los rumores de cómo había compartido la cama con ella.

―Pero tú no compartes nada conmigo. Eres un hombre, sí, sin embargo, no eres más que una puta trabajando en un burdel. ―La princesa Saera había dicho crudamente mientras el hombre apartaba la mirada avergonzado, entonces ella lo tomó por la mandíbula para que escuchara claramente sus siguientes palabras. ―. Solo eres un sirviente y yo la persona que paga por tus servicios.

A lo lejos, unas carcajadas inconfundibles llegaron a sus oídos, y no pudo evitar pensar en el dueño de esa risa tan peculiar. Sus ojos buscaron inmediatamente esa distintiva cabellera blanca que conocía bien: Aegon Targaryen.

De repente, una pequeña sonrisa comenzó a formarse lentamente en sus labios. Lo observó a su hermano con la mirada calculadora de un depredador que acecha a su presa.

No tardó en moverse hacia él cuando lo vio alejarse momentáneamente de sus ineptos amigos. Asumiendo su papel, chocó intencionalmente con el hombro de Aegon y fingió ofensa hasta que sus miradas se encontraron.

―¿Qué haces aquí? ―fue lo primero que dijo el rey al reconocerla.

―¿Qué hace usted aquí, su Majestad? Este no es lugar para un rey, hermano.

La burla era evidente en el tono de voz de Saera, y su mirada reflejaba una sutil diversión. Aegon, sin embargo, no parecía darse cuenta, probablemente debido a la cantidad de cerveza que había bebido durante la noche.

El rey se acercó a la princesa lentamente, cauteloso pero intrigado al mismo tiempo.

―Nunca te imaginé aquí ―dijo Aegon, fingiendo no conocer la rutina nocturna de su hermana.

A pesar de su aparente sorpresa, después de tantos años visitando los mismos lugares, era la primera vez que interactuaban en un establecimiento fuera de la Fortaleza Roja.

―¿Y qué imaginabas?

Saera se acercó un poco más, siempre provocativa.

Notó como la mirada de Aegon se desvió a sus labios, próximamente a su cuello y escote para seguir el recorrido de piel descubierta. El "vestido" era de dos piezas; la principal eran las telas casi transparentes que se enredaban en sus brazos y por sobre su busto, mientras que la falda era sostenida por sus caderas y contaba con unas lindas joyas que hacían ruido con su caminar.

―Este no es un lugar para una princesa ―exclamó Aegon, elevando la mirada hasta encontrar los ojos marrones de Saera.

Saera soltó un resoplido por la nariz, en forma de una risa carente de humor. ―¿Quién decide eso? ¿Tú?

Aegon se siente incómodo bajo la mirada desafiante de Saera.

―No eres como ellos. ―Intenta concluir el tema.

―Lo sé. Soy mejor ―dice la princesa mientras se aleja de él. Aegon la sigue, sin estar seguro de sí debería hacerlo. Todos se apartan del camino de la princesa en cuanto la ven. ―. En esta vida vacía y breve, se necesitan de algunos placeres.

Saera se escabulle tras unas cortinas que dan a un pequeño salón dentro del burdel, Aegon la sigue.

Saera se detiene en un rincón apartado, ambos estaban lejos del lugar donde comenzaron su charla. Aegon observa a su alrededor y nota a docenas de personas intimando sin pudor, conscientes de que están a la vista de todos, pero aquello parecía importarles poco. Era un salón destinado exclusivamente para eso.

El calor del lugar y el sonido de distintos gemidos y jadeos lo golpean, de repente sus prendas lo incomodan.

La espalda de Saera se apoya contra la pared mientras mantiene su mirada fija en la de Aegon, invitándolo a acercarse. Aegon, aunque confuso, se acerca lentamente, sintiendo una mezcla de incertidumbre y excitación.

Reconocía la mirada en los ojos de Saera; la había visto unas pocas veces en las prostitutas con las que había estado. Era una mirada de deseo. Sus ojos brillaban, sus pupilas estaban dilatadas y su pecho subía y bajaba con cada respiración. El calor en la habitación era casi sofocante, y el sudor comenzaba a aparecer.

Él se relamió los labios mientras se acercaba. Las manos de Saera en su pecho lo detuvieron, pero él deseaba estar aún más cerca de ella. Sus cuerpos estaban pegados, y sus respiraciones se entrelazaban. Sus narices estaban a pocos centímetros de distancia, aunque sus miradas permanecían firmemente unidas.

La intensidad de sus ojos, violeta y marrón, se unieron, una fusión caótica y hermosa. La chispa en sus miradas creaba un instante perfecto de caos encantador.

―¿Te atrae el peligro, Aegon?

La princesa susurró en su oído, colocando su mano en la nuca de su hermano y entrelazando sus dedos con los mechones de su cabello blanco, tirando suavemente de ellos.

Aegon no pudo contener el jadeo que escapó de sus labios ante el tacto de Saera, la forma en que sus labios acariciaron la piel tan cerca de su oído le causo escalofríos. Sus manos inmediatamente tomaron a la princesa por la cintura, creyendo que finalmente esa noche le daría vida a las fantasías de su cabeza.

Esta vez, Saera lo permitió, dejándole colocar las manos sobre su curvilíneo cuerpo.

Se separó lentamente de su oído y, como el hombre desesperado y predecible que era, el rey no tardó en buscar los labios regordetes de su hermana menor. Sin embargo, las palabras de Saera lo detuvieron.

―¿O simplemente el hecho de que nunca me has tenido bajo tu control?

La tensión crece mientras se miran fijamente, y de repente, Aegon se siente sorprendentemente sobrio. Aunque su corazón late acelerado por la intensidad del momento, se queda sin palabras.

Una vez más, una sonrisa de complicidad aparece en los labios de Saera. Lentamente, suelta el agarre que mantenía sobre su hermano, y puede ver en sus ojos violetas como se lamenta por la pérdida del contacto entre sus cuerpos.

Ninguno dice nada más. Saera deja un suave beso en la mejilla de Aegon y se aleja, dejándole entre la multitud desnuda y con un problema incómodo en sus pantalones.

Aegon la observa marcharse y traga saliva.

Saera se aleja con una sonrisa triunfante, consciente de que ahora también tiene a su hermano mayor atrapado en sus telarañas y que puede manipularlo a su antojo. Después de todo, ¿por qué debería quedarse su abuelo y su madre con toda la diversión del poder que ofrece el Trono de Hierro?

Con el paso de los días, la Fortaleza Roja, con sus imponentes pasillos y opulentas habitaciones, se convierte en un testigo silencioso del juego provocador que Saera ha iniciado con Aegon. Cada rincón del castillo guarda los ecos de sus encuentros furtivos y las miradas cargadas de intención.

Saera siempre tuvo una habilidad para mezclar su encanto con el desafío, así que juega con la paciencia y el deseo de Aegon, mientras él lucha por mantener el control cada vez que ella lo deja con una erección en cualquiera parte del castillo o la ciudad.

Aegon es consciente de que tiene una esposa que respetar, aunque jamás lo haya hecho, y una madre a la cual quiere hacer sentir orgullosa, además de querer dar lo mejor de sí mismo como rey. Quizás lo que estaba haciendo estaba mal, pero nada jamás se sintió tan bien para él.

No puede evitar que, en algunas noches, el deseo lo empuje a detenerse frente a la puerta de los aposentos de Saera. Allí, en el solitario y oscuro pasillo, se encuentra inmóvil, luchando contra la tentación mientras su corazón late con ansias de abrir la puerta y verla, aunque solo sea un segundo más.

Algunas noches después de su primer encuentro en aquel burdel, en un estado de ebriedad, la mano de Aegon se había elevado para golpear la puerta de su hermana y obtener su atención, aunque se retracta rápidamente. Pues la vergüenza, y luego el enojo, aparecen en su mente en forma del recuerdo de las veces en que Saera lo ha provocado y luego lo ha abandonado.

Saera Targaryen era todo en lo que su mente podía pensar, día y noche, era como una enfermedad de la que no había cura. No solo deseaba el cuerpo de su hermana, también anhelaba por su cariño.

El amor de Saera Targaryen se había convertido en un fetiche para él.

Sin que él lo supiera, en el interior de esos aposentos, Saera Targaryen pasaba cada día eligiendo cuidadosamente entre sus mejores vestidos para lucir ante él. Cada gesto y cada elección de vestimenta estaban meticulosamente diseñados para captar la atención de Aegon, como si intentara enloquecerlo con su encanto y sofisticación.

Todos saben que, al caer la noche en King's Landing, los burdeles cobran vida con luces parpadeantes y risas ahogadas de borrachos. La Dragona Escarlata camina con confianza entre los placeres nocturnos, disfruta incluso de ellos por sí misma.

Su virtud había sido tomada hacía tiempo, y no podía importarle en lo más mínimo.

Aegon no quería admitir que, desde sus encuentros, había estado visitando el mismo burdel todas las noches, sin saber que Saera recorría varías tabernas antes de llegar al burdel. Esto dejaba al rey en una amarga espera, ya que se negaba a acostarse con otras muchachas.

Cuando Saera aparece en su campo de visión, Aegon la observa con una mezcla de lujuria y frustración. Sus miradas se cruzan, y él sabe que esa noche no será diferente a las anteriores.

Aegon se acerca, siempre atraído por su belleza y encanto, pero Saera parece estar siempre un paso por delante.

Podían tener una habitación privada si así lo deseaban, donde nadie los interrumpiría. Sin embargo, la princesa siempre actuaba de la misma manera: incluso antes de que pudieran sellar sus labios en un beso, con un juego previo de provocación y toques inapropiados, pero ante el mínimo roce de sus labios, Saera se escabullía, dejándolo siempre con ganas de más.

Oh, Saera disfrutaba de la provocación. En el castillo, podía simular un toque accidental en el muslo de Aegon durante la cena, mientras que en la Calle de Seda lo tocaba sin pudor, a través de sus refinadas prendas. Sin embargo, incluso ella sentía la tensión creciente entre ellos y, en más de una ocasión, se había negado a ceder ante el deseo que sentía por Aegon.

Era un juego peligroso, pero al fin y al cabo, era solo eso: un juego. Y Saera nunca fue una buena perdedora.

E incluso un tonto como Aegon podía cansarse de sentirse usado una y otra vez.

Una vez más, Saera Targaryen se encontraba en el burdel con el mismo hombre de siempre. La tensión acumulada en los últimos días, sumada al deseo sexual que había estado reprimiendo, la llevaron a buscar nuevamente al atractivo pelinegro que la hacía gritar en la cama.

El calor en la habitación era palpable. Las prendas costosas de la princesa estaban en el suelo y las sábanas blancas estaban desordenadas, cubriendo apenas de la cintura para abajo a Saera, que se encontraba montando al hombre con una intensidad que parecía que de aquello dependía su vida.

Saera tenía la respiración agitada, expresiones contraídas por el placer causando que cerrara sus ojos, su largo y rizado cabello pelirrojo estaba suelto y revuelto. Pronto reconoció esa sensación familiar comenzar a formarse en su vientre bajo con cada movimiento que realizaba.

Las manos callosas y fuertes de él pronto encontraron su lugar en los pechos de la princesa que rebotaban al compás de sus movimientos.

―¡Tengo a la indicada para ti! ―exclamó uno de los hombres del grupo que acababa de entrar al burdel.

Estaban tan ebrios que apenas podían mantenerse en pie, y sus risas resonaban por todo el lugar sin que se dieran cuenta.

El brazo masculino y fuerte del acompañante de Saera la rodeó por la cintura, dándole el equilibrio necesario para erguirse y capturar uno de los senos de la princesa en su boca rápidamente. Con experiencia, comenzó a mover su lengua alrededor del pezón, enviando un cosquilleo directo a la zona intima de ella y obteniendo un sonoro gemido en respuesta.

Sin embargo, el inminente orgasmo de la princesa se vio interrumpido por los jadeos de sorpresa de unos extraños y una carcajada estruendosa que arruinó por completo el ambiente del momento.

Saera se giró, aún sobre el regazo del hombre por el que había pagado, revelando su identidad a los extraños. Al instante los reconoció: eran los ineptos amigos de Aegon y, por supuesto, el propio Aegon, que explotaba en carcajadas al observarla.

―¡No puede ser! ―Aegon exclamó entre risas. No tenías planes de encontrarse con Saera esa noche, finalmente su paciencia hacia ella se había acabado. ―. Damas y caballeros ¡Mi hermanita la feroz!

Su rostro cambió instantáneamente a una expresión de incredulidad; no podía creer que fuera él quien le estuviera haciendo esto.

Cuando Saera se levantó del regazo del pelinegro, él comenzó de inmediato a vestirse mientras evitaba mirar al rey. Aegon seguía riendo con sus amigos, quienes parecían incómodos y hasta un poco temerosos ante la presencia de la princesa Saera.

La princesa pelirroja se cubrió el torso con una sábana blanca, decidida a no mostrar ni un centímetro más de su piel a esos bastardos.

―¡Aegon! ¿Qué te pasa?

El rey entró a la habitación, acercándose a la cama con una sonrisa divertida aún en el rostro, y se sentó junto a su hermana.

―Su Majestad.

El desconocido semidesnudo hizo una rápida y breve reverencia antes de salir corriendo sin siquiera haberse puesto sus zapatos.

Saera pudo percibir el olor al alcohol que desprendía Aegon. Su cabello estaba algo despeinado y una sonrisa burlona permanecía en su rostro, como si la situación fuera de lo más cómica. La princesa deseaba golpearlo, anhelaba hacerlo, pero sabía que no podía ni debía.

―Qué cosa tan dulce y hermosa ―dijo el rey entre risas, echándole una mirada a sus amigos para que rieran con él. Ellos, claramente obedeciendo la indirecta orden de su rey, rieron también. ―. ¿Es esto lo que tanto has escondido de mí?

La mano de Aegon tocó el hombro desnudo de Saera, ella enseguida se apartó de su contacto.

Había susurrado aquella pregunta, de manera que solo ellos dos pudieran oír. Saera lo miró con confusión, tardando solo un momento en comprender lo que estaba sucediendo.

Estaba ebrio, ebrio y herido por ella. Llevaba semanas provocándolo y luego dejándolo a su suerte. Después de todo, Aegon era un hombre, aunque también un imbécil, pero un hombre al fin y al cabo.

Comprendió que esta escena era la forma en que él estaba cobrando su venganza. Si él no podía tener a Saera, ¿por qué podía otro hacerlo? Eso no le parecía justo.

―Vete de aquí, tú y tu corte de tarados.

―¿Te cogieron como una perra? ¿Lo estabas disfrutando?

Ignoró por completo las palabras de Saera. Cuando la princesa se giró para mirarlo, dispuesta a darle otra oportunidad de marcharse sin agregar más drama a la escena, Aegon comenzó a ladrarle en la cara, tal cual un perro.

Las risas del rey no tardaron en aparecer, y la paz que Saera estaba dispuesta a mantener se desmoronó. En ese momento dejo de importarle quién fuera Aegon; no permitiría que la avergonzara de esa manera, especialmente frente a sus amigos.

―¿Te habría gustado ser mi puta? ―La sonrisa de Aegon comenzó a desvanecerse lentamente, mientras la satisfacción de Saera crecía al observarlo. ―. No, jamás podrías haber hecho bien el trabajo, incluso con paga incluida. Por eso me he negado a acostarme con usted, Majestad.

Pronunció el título de forma dura.

El silenció se hizo presente, y todas las miradas se dirigieron hacia Saera debido a lo que acababa de decir.

Las risas y murmullos se desvanecieron, dejando la habitación sumida en un completo silencio durante unos segundos. Aegon intentaba procesar lo que había escuchado, manteniendo su mirada fija en Saera.

La pelirroja no esperó más; se apartó de él y se dirigió al otro lado de la cama. No le importaba que la vieran desnuda; estaba cansada y furiosa. Su plan se había ido completamente a la mierda, y rogarle a Aegon no estaba en absoluto en sus planes.

Cuando Aegon recuperó la compostura, observó los rostros de sus amigos y supo que era el momento de partir. Se colocó de nuevo su máscara de indiferencia, como si nada acabara de ocurrir, y esbozó una sonrisa.

Se puso de pie y aplaudió una vez.

―Bueno, deberíamos irnos caballeros, como pueden ver mi hermana estaba muy ocupada...

Antes de marcharse, el rey volvió a mirar en dirección a Saera, consciente de que acababa de arruinar cualquier posibilidad con ella. Sin embargo, se decía a sí mismo que no le interesaba.

La princesa se encontraba ocupada entrelazando los lazos de su vestido verde, dándole la espalda y dejando su piel expuesta en la parte superior.

Esta escena sería una de las últimas imágenes que el rey llevaría consigo, grabada a fuego en su memoria, antes de que Saera Targaryen escapara de la ciudad en dirección a Dragonstone.




























NOTA DE AUTORA❗❕

imagen del vestido de saera (alicent tenía razón, su saera era igual a la de jaehaerys, pero colorada):

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