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Quinto pétalo

MI REGALO

La navidad se acercaba y mientras tanto, parecía que el transporte retrocedía, haciendo del viaje cansino, denso y por encima de todo, largo. Esto seguramente se debía a la cantidad de nieve en las vías y pese a que las tormentas habían cesado, se respiraban los cimientos del desastre que la Guerra había dejado. Un respetable hombre, que en un vagón del tren se encontraba, traía consigo una caja roja, decorada con un listón verde. Cuidaba dicho objeto con esmero, era precavido para que, cuando llegara a su destino, siguiera en impecable estado. Se aferraba a ella como si de su vida se tratase y es que de cierta forma así era, puede que haber pasado tanto tiempo fuera de casa combatiendo no lo hubiese matado, al menos no físicamente pero si aquel obsequio sufría de algún peligro por muy mínimo que fuera, él sería capaz de todo por recuperarla, incluso dar la vida. En su mente continuaba oyendo los gritos de euforia por gente que se pensaba salvada y segura, consideró que quizá el atraso fuera por la nieve pero en parte seguro que era también por la emoción de los afectados y sus salvadores. Él había sido fuerte, valiente e inteligente y sabía que sólo los que cumplían con dichos requisitos sobrevivían. Era pues, un sobreviviente. Cañones. Sangre. Ruido. Muerte. Todo se repetía en su cabeza, atormentándolo. Pronto regresaría con los suyos y eso le consolaba, se sentía más aliviado al saber que todo había terminado y que volvería pronto con su familia y además, cumpliría con su deber, su último y gran deber como soldado, quizá el más importante: Entregar el regalo.

Al otro lado del mundo un niño veía con tristeza el árbol de Navidad, adornado con esferas y luces de colores más se hacía notar el espacio vacío debajo, en el lugar donde se ponen los regalos no había nada.

--Volverá pronto con tu regalo, hijo. No te preocupes—dijo la madre desde el otro lado de la cocina, preparaba la cena para esa noche, desde ahí el olor a bacalao le llegaba a la nariz e impregnaba toda la casa.

Él no contestó, en su lugar, pensó que esta Noche Nueva no celebraría con ánimo, no disfrutaría el sabor de la comida que su madre cocinaba con tanto amor y dedicación y que tanto gustaba a los invitados, no le sería grata la visita de sus parientes como siempre lo había sido hasta ese momento, no reiría con las bromas que ellos hicieran, sentiría su presencia insufrible y lejana, si le preguntaban cómo estaba les contestaría que bien, muy bien, pese a no ser así y esbozaría una sonrisa forzada que pareciera real, sincera. No hablaría con nadie, se mantendrá callado y una vez que el resto se pusiera a platicar, a convivir, él se iría, sigilosamente para que no se dieran cuenta, se encerrará en su habitación con llave para que no lo importunaran, apagaría la luz para que piensen que está dormido debido a su cansancio, se acostaría en la cama y lloraría, oh sí, por fin podrá llorar, en silencio para que no le oigan y no preocuparlos. Dejaría que ellos se deleitaran con la que había sido en el pasado, su época favorita del año.

En el vagón el soldado traía entre sus piernas el obsequio y con ojos cerrados le pedía a Dios que pudiera regresar sano y salvo y con el regalo en manos hacia donde se dirigía. Otro hombre dejó de lado el periódico que estaba leyendo y ahora se limitaba a observar al extraño sujeto que con tanto cuidado protegía semejante regalo. La mirada de este incomodaba al soldado, sin embargo, no le dio importancia y continuó divagando en su mente y pensamientos.

Una vez que se hizo de noche y el hombre tomó valor para acercarse, se sentó delante del soldado. Inició una conversación con él y cuando finalmente consideró que había ganado su confianza y la plática tomó mayor intimidad, decidió invitarle una copa y luego otra y otra. Bebieron hasta emborracharse, muy felices de la vida.

--Y dígame compadre, ¿ese regalo que lleva ahí contiene algo de valor?

--Es muy valioso, sí—contestó el soldado entre habladurías sin sentido—Es aún más valioso que todo el oro y joyas del mundo.

--¿De verdad? ¿Qué puede ser más valioso que todo el oro y joyas del mundo?—preguntó el otro, interesado.

--Se sorprendería si le dijera.

--Vamos, cuénteme.

Se hizo el silencio y el hombre esperó atento a que su acompañante que parecía ya no poder mantenerse despierto por el alcohol, desembuchara de una vez la información. Más sólo respondió:

--No puedo decirle, es secreto.

Y terminó por dormirse.

Al despertar, la caja había desaparecido, al igual que el enigmático hombre y aun ebrio, supo qué había sucedido. Desesperado, buscó por todas partes el obsequio pero como era de esperarse, no lo encontró, en su lugar sólo halló un sabor amargo y un arrepentimiento enorme. No sabría decir si el ácido que sintió en su lengua y paladar se debía al vino que consumió o al hecho de saber que había fallado a su misión, faltado con su promesa y peor aún, de la manera más absurda posible.

Ya todos estaban en la mesa, ocupando los asientos disponibles, a excepción de uno, que yacería libre para siempre. Habían dejado sus obsequios a los pies del pino pero para él, seguía estando vacío. Esa noche la casa estaba repleta de gente, de familiares tanto cercanos como lejanos pero muy a su pesar, la sentía sola. Sabía que nada iba a cambiar y encaminándose a su habitación, con la idea de poner el plan en acción oyó tocar el timbre y una puerta que se abría. Unos pasos se acercaron hasta quedar frente a él. Era su padre.

--Lo siento, en serio que cuidé mucho del obsequio que había prometido darte hoy pero...

Sus palabras se atascaron y es que el niño se lanzó hacia sus brazos y lo abrazó con tal fuerza que no le dejó terminar la frase. Le devolvió el abrazo con mucho afecto.

--Mi mejor regalo eres tú, papá. Feliz navidad.

--Feliz navidad, hijo.

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