Cuarto pétalo
LÁGRIMAS DE ESPERANZA
El sol yacía en lo alto del horizonte y sus rayos sofocantes arrasaban con toda la ciudad, abrasándola en las llamas del infierno. Sólo quedaban construcciones destruidas, cadáveres por las calles y el ya borrado paso del hombre por la tierra. Y él, que caminaba sin rumbo, perdido en un planeta ya muerto.
Su pasado era un misterio, su presente una miseria y su futuro incierto. En realidad, su futuro daba miedo. Y eso era lo único que quedaba dentro de su corazón. Miedo.
El mundo era un desierto de dolor. Se sentía exhausto y sólo así sabía que debió haber pasado un largo tiempo desde que inició su búsqueda, pues este no era algo que se contaba, si no que se sentía.
Ahí no pasaba ni un soplo de aire, no había ya más árboles de pie que hicieran sombra, que dieran reposo. Las tonalidades opacas y amarillentas, le daban al cielo una apariencia de antigüedad. Y es que la tierra era vieja, más de lo que él pudiera recordar. Le dolían los pies de tanto andar sobre la piedra agrietada y caliente, produciéndole callos entre los dedos. Ni una sola hoja crecía, pues en aquel pueblo árido y reseco, la vida ya hace mucho que había muerto.
Tragó saliva para engañar el estómago, pero este ya no caía en el truco; si no que se quejaba con gruñidos. Era difícil pasársela por su garganta rasposa, pero lo era aún más siquiera formar la sustancia, ya casi no le quedaba.
Fue entonces que sus pasos vagos lo llevaron a una casa en ruinas. No había puerta, ni ventanas, la vivienda estaba llena de agujeros, un lugar miserable. Eso le pareció común, después de todo, para un alma marcada por la desgracia, lo que más se conoce es la tristeza y de lo que más se le priva es la alegría. Dentro estaba una muchacha, acostada con los ojos abiertos y desorbitados. Tenía aspecto de descomposición, las costillas sobresalían de su cuerpo, marcadas por la hambruna. Cerca estaba de convertirse en otro esqueleto como el resto. Un pensamiento terrible pasó por su mente, ¿y si en esos momentos se estaba muriendo? ¿Qué pasaría si llegara a ser testigo de cómo esa criatura inocente y débil abandonaba la vida? Respiraba con prisa, sofocado. Balbuceó, saliéndole las palabras con enorme esfuerzo.
-Se-señorita... Por favor, despierte, por favor. Necesito. Agua...
Ella no contestó, en cambio, se le quedó viendo fijamente con ojos hundidos, sin expresión alguna en su rostro. No lograba entender lo que el otro le decía, parecía estar muy lejos, hacia la próxima parada del más allá.
Lo intentó de nuevo, con la voz entrecortada por el temor que sentía por el destino de aquella muchacha.
-Po-por favor...
No pudo continuar, porque en esos momentos la joven comenzó a temblar, a mover los músculos sin poder controlarse, gemía. Asustado, se quedó ahí de pie, contemplado la escena. Aquello le dolía. No conocía a la persona, pero le dolía el hecho de que estuviera sufriendo y él no pudiera hacer nada por socorrerla. Lo último que vio, antes de apretar los párpados fue que salió espuma por su boca.
La imagen aparecía en su mente por mucho que tratara de olvidarla. Después de la tragedia de la que fue testigo, siguió su camino, marchando hacia adelante. No recordaba cómo era el mundo antes de que fuese destruido por ellos.
Se arrastraba, clavando las mugrientas uñas en el suelo, le costaba respirar. Empujaba su arrugado cuerpo, deseoso de llegar a la zona tropical. Las palmeras llenas de jugosos cocos lo llamaban a gritos, el agua se deslizaba ligera, esperándolo. Pero cuando llegó, no había nada, tan sólo el mal sabor de boca que le dejó la tierra y espontáneamente escupió. El paraíso había desaparecido, dejándolo más desamparado que nunca.
De pronto, vio salir de un callejón oscuro a una pareja. Vestían con harapos, estaban tan desaliñados y sucios como él. Pero a diferencia suya, miraban por los lados con cautela y en sus ojos había un brillo un tanto siniestro. El hombre cargaba una bolsa tras la espalda mientras la mujer lo seguía de cerca.
--Eso estuvo difícil, mujer -exclamó el primero entre jadeos y palabras entrecortadas, sacando de la bolsa una botella repleta de agua--. Casi nos atrapan.
Bebió un trago, degustando el sabor puro y neutro del refrescante líquido, la mujer le arrebató la botella; furiosa: --¡Oye, casi te la acabas!-y bebió de ella.
--Cálmate, recuerda que traemos más-puntualizó el hombre, dando palmadas a la bolsa.
Con la vista fija en su contenido y relamiéndose los labios, el campesino se lanzó sobre la mujer. Esta gritó girándose y se apartó. Maldijo. La abrazó por detrás y ella le pasó la botella a su marido. Él la alzó y el campesino se precipitó hacia su objetivo.
La rodeó con ambas manos. Al fin era suya. Llevó la boquilla a sus labios y la mujer intervino abalanzándose sobre el campesino, tirándolo.
El recipiente salió disparado por los aires para caer y vaciarse en el suelo.
El campesino había caído de rodillas, buscando en cada recoveco de la botella con su lengua aunque fuera una gota. Se inclinó, intentando con sus manos tomar el agua. No. El líquido se secaba con prisa, el sol lo hacía desaparecer; absorbía a su amada. Paseó su lengua por el suelo que tanto fue marcado por sus pisadas, angustiado, debía encontrarla, no podía perderla así, no. Nada. Sólo la solidez, el sabor seco y arenoso de la tierra maloliente fue el contacto que recibió. El calor se la había llevado más pronto de lo que le fuera posible para probarla. Para un hombre que pierde aquello que tanto ama, le es doloroso; pero lo es aún más para aquel al que tuvo la oportunidad y se le fue arrebatada injustamente en el instante en el cual se le presentó. Aquel que desea, pero del que sus plegarias no son concedidas, ni una sola vez. Ni un poco. Ni una gota.
Tan enfrascado estaba en el dolor de la pérdida, que a sus oídos no llegaban las quejas de la mujer ni a sus ojos el hombre tomándola por la espalda y arrastrándola para irse del lugar. Sólo estaban él y la nada y su agonía. Debía continuar con el viaje, la pelea le había quitado fuerzas, pero aún quedaba un tramo por recorrer. Cada vez estaba más cerca de perder la poca fe que aguardaba en el débil palpitar de su corazón.
A lo lejos, subiendo la colina, se alzaba una enorme casa de cristal. La única vivienda que había sobrevivido a la catástrofe, que seguía en buenas condiciones, le sorprendió. Sus pupilas se agrandaron de gusto, realmente era hermosa. Se imaginó a él viviendo ahí, siendo protegido por la grandeza. Se preguntó si estaría abandonada y de ser así, si podría hospedarse en ella, tener un lugar en el cual vivir. Sacudió la cabeza para zanjarse de aquellos pensamientos, debía recordar para qué había venido. Lo que necesitaba era el agua. Eso era lo importante. Se acercó, pudo vislumbrar que en cada rincón había acuarios con un centenar de peces nadando, había una máquina extraña con varios botones, de la cual el hombre que se encontraba en el centro de todo ese paraíso acuífero, apretó uno, y la máquina expulsó un líquido transparente que se moldeó en la copa que el hombre sostenía. Agua. El campesino se precipitó hacia el vidrio y chocó con él, golpeándose.
El hombre, que hasta entonces se encontraba recargado en la piscina; miró al intruso con ojos centelleantes de ira y de odio mientras se cubría el torso desnudo con una bata. Sus labios se curvaron, formando una mueca de desdén.
-¿Quién eres?
-No lo sé.
-¿No lo sabes?
El campesino negó con la cabeza.
-Dime entonces qué haces aquí y por qué te atreves a molestarme.
-Señor, por favor, por favor-jadeó--. Necesito agua. Me-me muero.
-Ese no es mi problema.
-Por favor, ayúdeme.
--Yo no puedo ayudarte-cortó--. Ahora vete, que no te quiero aquí. Tu presencia no me es grata.
--Por favor, por favor, sólo un poco.
El gobernante lo ignoró, alejándose. No podía pasarle de nuevo lo mismo, no, no otra vez. Era su única esperanza para seguir con vida. Hablaba con últimos respiros agitados, latentes.
--Una gota, sólo eso, por favor.
Si él se iba, lo perdía todo. Así que hizo lo único que podía hacer; saltó hacia el cristal, golpeando con los puños, llenándose los nudillos de sangre y proclamando entre jadeos que no lo dejara, que no se fuera, que se moría, que necesitaba ayuda.
Entonces una terrible tormenta llegó, arrasando con todo en su interior, su corazón se rompió en pedazos y su alma se perdía en las sombras de la oscuridad. Pidió auxilio pero nadie acudió a su rescate. Se desplomó, resbalándole las sudorosas manos del cristal.
Una infinita tristeza llegó a él y con ella, después de tantos años, las lágrimas.
Comenzó a llorar y a llorar, y a llorar. Y parecía que su llanto no tendría fin. Necesitaba sacar todo aquello que se había guardado, todo aquello que lo había estado matando por dentro. No era capaz de controlarse, no sabía lo que era. Mientras gritaba de terror, unas cuantas lágrimas cayeron. Era la primera vez que sentía humedad recorrer sus pálidas y esqueléticas mejillas, se sentían frías, recorrieron todo el rostro hasta llegar a los labios, pese al sabor amargo, él no se percató de que se las bebía.
Cada vez eran más las que expulsaban sus ojos cansinos y se escurrían hacia a su boca. Se llenó de agua y comenzó a ahogarse. Se hundía en lo más profundo de su sufrimiento, el cual había hecho una aparición infinita e intensa, acabando con lo poco que quedaba de él. Porque el mundo entero estaba triste. El planeta; su hogar, ya no estaba hecho de agua, sino, de fuego.
Antes de morir, pensó en cómo todos se odiaban unos a otros, en cómo el mundo se encontraba ahora tan perdido y triste. En cómo los de su especie habían hecho actos infames, atroces, inhumanos. En cómo se mostraban unos a otros hostiles e indiferentes. De él, salían gemidos de un animal siendo torturado, alaridos de un hombre al que estaban atormentando, gritos de aquél que se encuentra preso de sí mismo.
Las lágrimas comenzaron a marcar un camino por el suelo, varias lagunas pequeñas que se extendían más allá por todas partes y se convirtieron en charcos. Siguieron su recorrido, juntándose más, la humedad profundizó así en la tierra para convertirse en lagunas, ríos y lagos. Miró al cielo, posando sus ojos llorosos en aquella bola de fuego que había arrasado con su vida, esa estrella asesina que le devolvía la mirada, burlándose de su destino, su cercana muerte.
Entonces se hizo las siguiente pregunta: ¿Por qué él, que ya no tenía a nadie, que ya no le quedaba nada, que no tenía un porqué para seguir viviendo, se aferraba a la vida con tanto fervor? ¿Por qué los seres humanos se obstinaban tanto en seguir con sus vidas, luchaban por ellas, cuando ya no había nada por lo que vivir?
El hombre le miraba directa y profundamente, esperando que su enemiga le quemara el cuerpo, dejando que sus miembros se descompusieran debido a sus rayos. Al expirar su último aliento, la lluvia hizo su aparición.
Comenzó a llover, llover y llover. Y parecía que la lluvia no tendría fin.
Las primeras gotas cayeron en su rostro, aún tenía los ojos dirigidos al sol, el cual ahora se encontraba cubierto por un manto de nubes. El cielo se pintó de gris, trayendo una brisa de aire gélido. Se avecinaba una tormenta. La lluvia fue cayendo hasta dar con los charcos y las pequeñas lagunas que se habían formado gracias al campesino. Los ríos, lagos y lagunas se fueron haciendo más grandes, recorrieron un largo camino y la tierra se humedeció cada vez más hasta convertirse en un océano. El mar en todo su esplendor.
El cielo rugía, enfurecido con el sol que tanto daño causó pero sobre todo, con los humanos, que fueron los autores de la destrucción del mundo, eran los mayores culpables y responsables de la desolación. Los rayos y relámpagos se unieron a él, decididos.
La gente, acostumbrada al silencio que reinaba en sus casas, se sorprendió al oír un repiqueteo en sus ventanas, al asomarse a ellas, lo que vieron los dejó atónitos, eran gotas las que se deslizaban por sus cristales, allá afuera ocurría algo increíble.
Sin creer lo que presenciaban, pensando en la posibilidad de que fueran sus ojos los que les estaban engañando, de que eran víctimas de alguna ilusión, decidieron, aún con temor, desconfianza e inseguridad salir de sus estancias. Una vez que abrieron las puertas y extendieron las manos, gotas cayeron en ellas, sintiendo la humedad en su piel, comprobaron que era cierto. No era un engaño. Ni una alucinación. Pasaba de verdad. Llovía.
Los primeros en salir fueron los niños, corriendo; ignorando los gritos de sus madres que les advertían de que podrían resbalarse. Sintieron la lluvia caer en sus cabezas, la sintieron en sus manos, en su jovial rostro. Las gotas les hacían cosquillas en las palmas, refrescantes, húmedas. Saltaban de un charco a otro, riendo, empapándose.
Hombres y mujeres sintieron la lluvia sobre sus cabezas, charlaban animados, aplaudían, llenos de gozo. El pueblo entero sonreía. Sus sonrisas eran aún más deslumbrantes que el mismo sol.
--¡Llueve, llueve al fin!
--¡Es un milagro!
--¡Dios es grande!
Se juntaron entre todos, mujeres hombres y niños bailaban y se divertían. Las parejas se besaban bajo la lluvia, todos gritaban de euforia, reían, compartiendo una autentica felicidad. Las botas chapoteaban de aquí para allá, salpicando.
La lluvia se despidió, no sin antes acercarse al sol, haciendo las paces. Terminaron enamorados el uno del otro e hicieron el amor, de ellos, nació una creación alegre, maravillosa. Varias líneas de colores iluminaron el cielo ceniciento. La gente contempló el hermoso arcoíris que coloreaba a la vida, allá en lo alto. La lluvia había dado fin a aquel episodio de horror después de mucho tiempo.
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Nota de la autora:
Este cuento fue presentado en obra de teatro en mi colegio, por lo que tuve que escribir un guion y dirigir. Debido a sugerencias de mi profesora de artes escénicas, decidí que editaría la historia para mejorarla. Habrá detalles modificados, agregaré una escena de acción y más descripciones del ambiente para que el lector pueda sentirse partícipe íntimo de esto. Además de cambiar los diálogos, que no son nada realistas; entre otros errores de edición.
Si no lo han notado, puse una melodía en multimedia que pueden escuchar mientras leen el relato. Fue una música propuesta por una compañera para acompañar el lyrics de la obra y realmente me fascinó, queda a la perfección con ese aire de tristeza, dolor, decepción, pero también un rayito de esperanza, lo cual busco transmitir con esta historia. Si la reproducen mientras leen, seguro quedarán más inmersos en este mundo.
Dicho sea de paso, les agradezo por leer este humilde cuentito. Espero sigan acompañandome en mis aventuras literarias.
Jatzi.
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